(Comunicación presentada en las I Jornadas de la AEP: «Itinerarios del personalismo»,

UCM, 26-27 de noviembre de 2004)

1. Una filosofía concreta

Como pensador existencialista, Gabriel Marcel es partidario de una filosofía concreta que reflexione sobre aquello que el ser humano experimenta en cuanto persona que existe y que es fundamentalmente quehacer cotidiano en un mundo en el que nada es necesario y en el que se tiene que relacionar con otras personas. Rechaza así el idealismo, pues al considerar que nada puede ser exterior al sujeto pensante y al conceder al conocimiento reflexivo la primacía absoluta acaba confundiendo la realidad con su concepto, convirtiendo al ser humano en un simple conocedor que nada tiene que ver con la persona real y determinada para la cual existir es sobre todo comportarse. Pero rechaza también el positivismo, pues al considerar que sólo es real aquello sensible que es empíricamente contrastable y matematizable acaba convirtiendo al ser humano en un simple objeto producido y explicable por la realidad material, ignorando todas aquellas experiencias humanas que no pueden explicarse con categorías lógicas y objetivas.

Para Marcel la filosofía no puede carecer de supuestos, aunque sólo sea porque parte de lo existencial indudable, y no puede ser objetiva, pues es un intento de profundizar en la experiencia personal y singular del que filosofa. No se trata por tanto de construir un sistema perfecto que encapsule la realidad en un conjunto de formulas más o menos rigurosamente ligadas entre sí y que, como en un horno crematorio, pulverice todos los problemas en la exposición de un pensamiento en general. El filósofo debe conocer la historia de la filosofía, pero no debe capitular ante ella, sino que debe utilizarla en la reflexión sobre su propia circunstancia, debe sentir la mordedura de lo real, y comunicar a los demás el resultado de estas reflexiones por si les puede ser de alguna utilidad para su personal e intransferible existir:

Yo, por mi parte, me inclinaría a negarle calidad propiamente filosófica a toda obra en que no se advierta lo que llamo “la mordedura de lo real” (G. Marcel: Essai de philosophie concrète. Gallimard. pp. 97-98. Traducción castellana: De la negación a la invocación. Obras selectas. Vol. II. BAC. p. 73).

Consecuente con esta visión de la filosofía, Marcel no escribe tratados teóricos rigurosamente elaborados, sino que expresa sus ideas a través de obras de teatro, ensayos breves, diarios filosóficos formados por anotaciones germinales e intuiciones apenas esbozadas, o transcripciones de conferencias. Destacando especialmente la conferencia Position et approches concrètes du mystère ontologique (Posición y aproximaciones concretas al misterio ontológico), de 1933, Être et Avoir (Ser y tener), recopilación publicada en 1935 conteniendo un diario metafísico y diversos ensayos, la recopilación de ensayos Du refus à l´invocation (De la negación a la invocación), publicada en 1940 y reeditada después con el nombre de Essai de philosophie concrète (Ensayo de filosofía concreta), y la serie de conferencias titulada Le mystère de l´être (El misterio del ser), de 1951.

2. El mundo del tener 

El filósofo se ha de ocupar comprometidamente de la realidad, sentir su mordedura, y cuando Marcel hace esto se descubre en un mundo en el que el pensamiento positivista o racional se ha convertido en el elemento primordial, dando lugar a la técnica y a la industria moderna, que a su vez han originado un orden social en el que la persona tiende a aparecer ante sí misma y ante los demás como un simple conjunto de funciones, funciones vitales, como respirar, comer o dormir, y funciones sociales, como consumir, desempeñar un empleo o ejercer de ciudadano:

La época contemporánea creo que se caracteriza por algo que podría llamarse, sin duda, desorbitación de la idea de función (…) El individuo tiende a aparecer ante sí mismo y también ante los demás como un simple haz de funciones (…) El individuo ha sido inducido a tratarse a sí mismo, cada vez más, como una suma de funciones cuya jerarquía se le aparece además problemática y, en todo caso, sujeta a las interpretaciones más contradictorias. En primer lugar, funciones vitales (…) En segundo lugar, funciones sociales: función de consumidor, función de productor, función de ciudadano, etc. Entre unas y otras hay lugar, teóricamente, para las funciones psicológicas. Pero en seguida se ve que las funciones propiamente psicológicas siempre tenderán a interpretarse, o bien en relación a las funciones vitales, o bien en relación a las funciones sociales, y que su autonomía será precaria, y su especificidad puesta en tela de juicio. (Position et approches concrètes du mystère ontologique. Traducción castellana. Encuentro. pp. 23-24).

Estamos ante el triunfo del racionalismo epistemológico ya presente en el Cogito cartesiano. El sujeto individual y singular, concreto e irrepetible en su situación, es despojado de toda determinación individual y convertido en un sujeto formal y genérico que puede servir como centro de referencia universal del saber objetivo de la ciencia. El sujeto es vaciado de todo lo existencial, de todo lo que hace que sea un yo y no otro, y es insertado en una realidad convertida a su vez en una red de abstracciones y de estructuras cuantitativas. Sólo es real o válido aquello que puede ser tratado como problema, lo que puede ser verificado por el pensamiento racional, lo que puede resultar idéntico mediante dos o más procedimientos diversos, o en planos de experiencia diferentes, y puede ser, además, transmitido o intercambiado. Lo universal se ha transformado en colectivo y lo necesario en repetible, quedando un sujeto que confunde su ser con su vida, su ser con su tener,[1] y que por ello se despersonaliza. Del individuo real que vive su experiencia como aventura concreta que debe vivir él solo y ningún otro, se ha pasado al anónimo e intercambiable integrante de una comunidad abstracta:

Cuando declaro que una afirmación es verificable, le impongo, por lo tanto, un cierto conjunto de condiciones universales de derecho, es decir, reconocidas como normales, como condiciones que pueden hallarse en cualquier sujeto capaz de enunciar juicios válidos. De esta manera llego a la idea de un sujeto despersonalizado, por lo que el sujeto A podría sustituir al sujeto B, desde el momento en que presente el mismo complejo que preside cualquier experiencia válida. (Essai de philosophie concrète. Gallimard. p. 15. Trad. cast.: De la negación a la invocación. Obras selectas. Vol. II. BAC. p. 10).

Lo paradójico es que según Marcel es el propio sujeto el que genera este mundo técnico o mundo del tener en el que él desaparece bajo un haz de funciones y la tensión posesiva, pues este mundo es generado por el pensar objetivo, y el pensar objetivo, a su vez, surge de la propia naturaleza interna del sujeto, de la tendencia íntima que empuja a todo individuo a convertirse en un simple cuerpo que desea sin cesar y que reduce el mundo a sí mismo. Sucede que existir es tomar decisiones y comprometerse, actuar en un mundo en el que no hay ninguna guía y en el que hay que aceptar con todas sus consecuencias lo que resulte de los propios actos. Pero esto genera inquietud, por lo que el individuo tiende a huir de esta existencia auténtica y a adoptar la actitud del espectador, consistente en hacer del yo un mero cuerpo que desea sin cesar y en reducir el mundo a un objeto que está en función de ese cuerpo.

Sin ninguna responsabilidad o iniciativa, sin nada que lo comprometa o que lo haga sentirse comprometido, el individuo se sumerge en una estricta legislación vital y social dentro de la cual sólo tiene que dejarse ir, desear algo e intentar tenerlo. Ocurre sin embargo que en la medida que logra su propósito y se sumerge en el mundo del tener, el mismo individuo va siendo doblemente anulado. En primer lugar, es anulado por el propio cuerpo al que se adhiere, pues éste lo absorbe o lo devora hasta tal punto que se convierte en la única expresión de su identidad, en aquello de lo que siempre está pendiente y a lo que siempre tiene que satisfacer. En segundo lugar, es anulado por la recíproca relación de posesión que se establece entre su cuerpo y la cosa que posee en un determinado momento, pues el cuerpo ejerce sobre la cosa poseída el poder de disponer de ella, pero la cosa está sujeta a las vicisitudes propias de su condición de cosa, puede escaparse, perderse o ser destruida, por lo que el cuerpo está siempre pendiente de ella, conservándola, protegiéndola, y en este sentido está poseído o dominado por ella, convertido también en cosa, cosa privilegiada, pero cosa sumergida en ese complejo entramado de relaciones cósicas que es el mundo contemporáneo.[2] En efecto:

Pero lo más paradójico de esta situación es que finalmente parece como si yo mismo me anonade en este apego, que me sienta absorbido en este cuerpo al que me adhiero; parece literalmente que mi cuerpo me devore, y lo mismo sucede con todas mis posesiones que están de alguna manera en contacto o pendientes de él. De modo que —y esto constituye una visión nueva para nosotros— en el límite el tener en cuanto tal parece tender a anularse en la cosa originariamente poseída, pero que ahora absorbe al mismo que creía en un principio disponer de ella. En tanto en cuanto yo trato mi cuerpo y mis instrumentos como objetos poseídos, parece que su esencia sea tender a suprimirme a mí que los poseo. (Être et Avoir. Aubier Montaigne. p. 207. Trad. cast. Guadarrama. p. 205).

3. El mundo del ser

Frente a la inversión que el propio ser humano realiza con respecto a la realidad, sumergiéndose en el mundo del tener y anulándose como individuo, Marcel señala que la misión del filósofo, y de toda persona, es mantenerse en contacto con la experiencia y prestar atención a una serie de situaciones en las que como sujeto se encuentra ante un hecho que su reflexión racional no logra objetivar y convertir en problema. En efecto, hay situaciones frente a las cuales el ser humano no puede adoptar una actitud de espectador que simplemente registra lo que ve sin que le afecte, sino que siente que algo se le presenta como un misterio, que algo le atañe y le incluye. Estas situaciones le indican entonces que por debajo de esa individualidad negada y cosificada en la que él mismo se ha convertido todavía existe una naturaleza propia y auténtica que siente malestar ante lo que sucede y que le llama para que no se deje anular o cosificar completamente, para que profundice en su propia realidad, para que busque el ser o la trascendencia, el sentido de su existencia.

Resulta además que esta profundización en la naturaleza propia y auténtica que una persona es, la búsqueda del ser, no se puede realizar mediante las categorías objetivas e impersonales de la reflexión racional, sino que exige un segundo tipo de reflexión consistente en profundizar en esos actos personales que nos hacen tomar distancia con respecto a la cosificación y apuntan a la existencia de algo que nos implica y nos trasciende:

Todo parece ocurrir aquí como si yo participase de una intuición que poseo sin saber inmediatamente que la poseo, de una intuición que no podría ser, hablando con propiedad, para sí, sino que se capta a sí misma a través de los modos de experiencia sobre los cuales se refleja y a los que ilumina a través de esta misma reflexión. (Être et Avoir. Aubier Montaigne. p. 147. Trad. cast. Guadarrama. p. 146).

Como ejemplo, Marcel imagina dos personas que coinciden viajando en un tren y que para no aburrirse empiezan a conversar. En esta relación el otro está presente a modo de ausencia, a modo de objeto exterior e indiferente, y entonces el yo también es un objeto exterior e indiferente. Pero de pronto estas dos personas descubren que tienen cierta experiencia en común, que son del mismo pueblo, por ejemplo, y entonces se crea una unidad, del él se pasa al tú, a la unidad del nosotros que es la que crea propiamente el yo. Hay una comunicación, se introduce uno en la existencia del otro. Hay una participación en la que los dos ya no están como cosas o ideas, sino como personas, y en la que ya no hay ninguna exigencia, simplemente un acto de afirmarse ambos como libres, una experiencia de amor.

En la participación, en el encuentro, se rompe el orden del tener y surge el orden del ser en el que las categorías del pensamiento objetivo para las cuales sólo hay realidades cósicas y problemas que tienen una solución se estrellan ante el misterio de la realidad. Si en el ámbito del tener o de lo problemático sólo hay situaciones objetivas en la que el sujeto tiene ante él un objeto exterior, en el ámbito del ser o del misterio el yo se ve envuelto en toda su singularidad, la distinción del en mí y del ante mí pierde su significado, y el sujeto se ve afectado por una serie de datos que no puede objetivar, que no puede convertir en algo externo, y sobre los que no puede formular ninguna solución en sentido propio. El ser, la libertad, el yo, etc., son cuestiones que nunca se agotan, que se renuevan sin cesar, que no pueden verificarse. Ante ellas el sujeto no puede formular juicios objetivamente válidos, ni puede tampoco ser substituido por otro sujeto, pues afectan a su realidad, y sólo él puede ser lo que es y creer en lo que cree.[3]

Es un misterio el hecho de que una persona no pueda decir que sea su cuerpo ni que no lo sea, pues es un cuerpo en cuanto ser dotado de sensibilidad, pero a la vez no podría sentir nada, entrar en contacto con nada, si su cuerpo no se diferenciase de alguna manera de él. Y también es un misterio en el hecho de que una persona se sienta como parte del mundo, como ser que no puede hacer ningún juicio sobre el mundo sin que le implique, pues no puede salirse de él, y, a la vez, sienta en ella una diferencia con respecto al mundo, una dimensión de lo particular frente a lo universal. Pese a lo cual la persona es consciente de que su yo existe en la medida que experimenta su existencia en el acto de participar en el universo, que afectándolo, lo hace posible:

(…) sólo reparo en el ser en tanto que tomo conciencia más o menos clara de la unidad subyacente que me ata a los demás seres cuya realidad presiento. (Le mystère de l´être. Présence de Gabriel Marcel. Livre II. p. 20. Trad. cast.: El misterio del ser. Obras selectas. Vol. I. BAC. p. 211).

Para Marcel, el ser es no es una idea o un mero concepto, sino que es lo más lleno de vida que existe, y se infiere a través de un proceso de reflexión sobre los actos que resultan de él. Ser es participar, tener la responsabilidad de actuar y de no esconderse en el anonimato del mundo del tener. Ser es coexistir, proyectarse, convivir, relacionarse con el otro. Dejar de ver al mundo como si fuera un espectáculo y sentirse parte de él. Dejar de ver al otro como un tercero o una cosa que amenaza la propia libertad y descubrirlo como aquello que funda esa propia libertad al mismo tiempo que la suya es fundada. En el encuentro con el otro, en una relación tú-yo que en vez de buscar el beneficio material busca simplemente el acto de afirmación de ambos como presencia libre más allá del mundo del tener, surge la originaria unión entre el ser y la existencia, la liberación del encadenamiento de las cosas:

(…) la libertad interviene precisamente en la unión del ser y de la existencia. Únicamente un ser libre puede resistirse a esa especie de fuerza atractiva que tiende a arrastrar la existencia en dirección a la cosa, a la mortalidad inherente de la cosa. (Le mystère de l´être. Présence de Gabriel Marcel. Livre II. p. 31. Trad. cast.: El misterio del ser. Obras selectas. Vol. I. BAC. p. 221).

Ser es descubrir que el nosotros es simultáneo con la experiencia personal y la eleva hacia el plano de lo absoluto que nos trasciende y nos implica, hacia la divinidad, hacia Dios, que no es una sustancia, sino el ser absoluto que no puede ser descrito, y menos aún demostrado, por las categorías objetivadoras y problemáticas de la ciencia, que ni siquiera puede ser dicho por nuestro lenguaje antropocéntrico y causalista, que únicamente puede ser invocado en el encuentro participativo con los otros:

Lo propio del acto de la trascendencia asumido en su amplitud es estar orientado; en lenguaje fenomenológico diríamos que conlleva una intencionalidad. Pero si es una exigencia, una llamada, no es una pretensión; ya que toda pretensión es autocéntrica; y es sin duda por la negación de todo autocentrismo que precisamente se define lo trascendente. Determinación negativa, lo admito, pero que dentro de esta negatividad misma sólo es pensable sobre la base de una participación en una realidad que me desborda y que me envuelve, pero que de ninguna manera puedo tratarla como exterior a lo que yo soy. (Essai de philosophie concrète. Gallimard. pp. 207-208. Trad. cast.: De la negación a la invocación. Obras selectas. Vol. II. BAC. p. 153).

El ser es plenitud salvadora que se hace presente o a la que se accede en comunidad ideal con los otros, a partir de los actos espirituales que permite.[4] Ser es amar, ser fiel, esperar. Actos que están estrechamente relacionados entre sí, pues la persona participa en cuanto ama, su amor se mantiene por la fidelidad y la fidelidad implica esperanza, y actos que manifiestan el ser, la trascendencia, la existencia de algo permanente que dura y con relación a lo cual nosotros duramos, lo absoluto o sagrado que da sentido al existir de los seres humanos:

Las aproximaciones concretas al misterio ontológico deberán buscarse no ya en el registro del pensamiento lógico, cuya objetivación plantea un problema previo, sino más bien en la elucidación de ciertos datos, propiamente espirituales, como son la fidelidad, la esperanza, el amor, en los que el hombre se nos muestra enfrentado con la tentación de la negación, del replegarse sobre sí mismo, del endurecimiento interior. (Être et Avoir. Aubier Montaigne. p. 149 .Trad. cast. Guadarrama. p. 148).

A primera vista, la promesa de fidelidad parece poner una barrera entre nosotros mismos y la vida que permanentemente cambia y se renueva. Parece que el yo presente esté obligando a un yo futuro que no conoce y que ni siquiera existe todavía a una arbitraria dictadura en función de un cierto estado de ánimo actual. Por tanto, o bien afirmo arbitrariamente una invariabilidad de mis sentimientos que yo no puedo determinar, o bien admito anticipadamente el tener que cumplir en cierto momento un acto que, cuando deba cumplirlo, no reflejará de ninguna manera mis disposiciones anteriores. En el primer caso me miento a mí mismo; en el segundo caso, por orgullo o por amor propio, consiento anticipadamente en mentir a los demás.

         Pero esto, indica Marcel, no es fidelidad, es constancia, su expresión formal en el mundo del tener. La fidelidad es la disponibilidad total de los recursos interiores y espontáneos de mi ser personal en una participación o en un “estar junto con” íntimo y profundo, en la afirmación de una identidad supratemporal del yo, de una presencia que se mantiene más allá de toda circunstancia. Amar a una persona es decirle “tú no morirás”. Lo que Marcel muestra personalmente al permanecer fiel al recuerdo de su mujer, fallecida 26 años antes que él, y a la que dedica su libro Le mystère de l´être con las palabras “a mi bien amada, siempre presente”.[5]

         Del mismo modo, añade Marcel que la esperanza auténtica no es un deseo particular, sino que se refiere a una salvación total, a la restauración de una integridad suprema que trasciende el orden finito de las satisfacciones y de los sufrimientos. La esperanza no es una causa ni actúa al modo de un mecanismo, no es una técnica que se oponga a la fuerza o a la realidad del mundo del tener, es un impulso, un salto hacia la trascendencia, que desarma a dicho mundo. La esperanza auténtica no es un “yo espero que”, sino un absoluto “yo espero” más allá de cualquier condición y representación. No se refiere a lo que “debería ser”, dice simplemente “será”. La esperanza auténtica es una voluntad cuyo punto de aplicación está colocado en el infinito.[6]

4. La dignidad personal

A partir de lo visto, es evidente que lo que propone Marcel es la posibilidad de volver a recuperar al individuo singular frente a la realidad despersonalizante y cosificadora. Pero no se trata de recuperar a un individuo exagerado que como el de Sartre carezca de toda norma o criterio y para el cual la existencia sea un puro luchar contra los otros para mantener su libertad en una realidad que carece de cualquier fundamento, sino que se trata de recuperar a un individuo que posea valores personales, sentido del ser o de la trascendencia. Marcel da prioridad a la existencia sobre la esencia, pues la existencia es lo que está al comienzo, pero esta existencia no es concebida como un simple sujeto, como algo dado que se tiene que hacer en solitario frente a las demás existencias, es concebida como algo donante que se tiene que hacer participando con las demás existencias que le rodean. Únicamente el ser permite al sujeto arrancarse de la confusión y de la tristeza del mundo del tener, existir dignamente. Pero el ser exige la comunión, hasta el punto de que si estoy separado de otro, lo estoy de mí.[7] Como indica E. Lévinas, para Marcel el sujeto no es completamente de sí mismo, sino que debe llevar una vida concreta que lo desborde y lo lleve al corazón de su ser. Ser que no es enteramente suyo, que es el ser divino o un Tú eterno, Dios, que lo transciende y hace posible el encuentro con un tú humano, una verdadera relación interpersonal que lo fundamenta y sostiene.[8]

La dignidad personal se tiene que lograr mediante actos verdaderamente interpersonales. No es algo que se conquiste intelectualmente, basándose exclusivamente en la facultad racional o conceptual, como piensa por ejemplo Kant, sino que se alcanza en la existencia, en la conducta: amando, siendo fiel, teniendo esperanza. Se trata de abandonar la actitud de mero espectador del mundo del tener y responder a la llamada del ser como presencia de lo sagrado en la persona, como exigencia de entrar en contacto con los otros y participar en el ser o en la trascendencia, de realizarse como ser:

Mientras sigamos considerando el mundo como un espectáculo, necesariamente ha de seguir resultándonos metafísicamente ininteligible; y esto porque la relación misma que se establece entonces entre él y nosotros es intrínsicamente absurda (…) “Yo no asisto al espectáculo”: estas palabras quiero repetírmelas todos los días. Dato espiritual fundamental. (Être et Avoir. Aubier Montaigne. pp. 20 y 23. Trad. cast. Guadarrama. pp. 24 y 27).

Todas estas conferencias que han sido reunidas en el pequeño volumen del que usted habla y que aún no ha aparecido en francés son otras tantas aproximaciones en relación a una captación del ser como sagrado y del ser en la persona humana como sagrado. Este es en efecto el principio de las conferencias que he dado en Harvard en 1961 y que han aparecido en Francia bajo el título, en mi opinión lamentablemente abreviado de La dignidad humana. Se trataba para mí en el fondo de retomar la noción tradicional de persona, de dignidad personal, pero tratando de evitar el darle un fundamento puramente racional, en el sentido del kantismo por ejemplo. (Entretiens Paul Ricoeur-Gabriel Marcel. Aubier Montaigne. pp. 105-106).

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[1] J. L. Cañas: “Prólogo” a Gabriel Marcel: Aproximación al misterio del ser. Encuentro. p. 11.

[2] P. Prini: Gabriel Marcel y la metodología de lo inverificable. Luis Miracle. pp. 23-51 y 78-82.

[3] K. T. Gallagher: La filosofía de Gabriel Marcel. Razón y fe. pp. 67-84.

[4] K. T. Gallagher: La filosofía de Gabriel Marcel. Razón y fe. p. 125.

[5] Sobre el decisivo influjo que la mujer de Marcel, Jacqueline Boegner, ejerció en su vida y en su obra, véase: J. L. Cañas: Gabriel Marcel: Filósofo, dramaturgo y compositor. Palabra. pp. 103-118.

[6] F. Blázquez: La filosofía de Gabriel Marcel. Encuentro. p. 224.

[7] M. –M. Davy: Un filósofo itinerante. Gabriel Marcel. Gredos. pp. 255-256.

[8] E. Lévinas: “Martin Buber, Gabriel Marcel y la filosofía”. En Fuera del sujeto. Caparrós. pp. 36-37 y 42-43.