Dra. Consuelo Martí­nez Priego, Centro Universitario Villanueva

(Universidad Complutense de Madrid)

(Comunicación presentada en las

I Jornadas de la AEP: «Itinerarios del personalismo», UCM, 26-27 de noviembre de 2004)

1.   Introducción

En el lenguaje ordinario las confusiones entre “persona” y “personalidad” son frecuentes; así, se suele decir que dos “personas” son distintas, que tienen distinta “personalidad”; de modo que la personalidad tiende a pensarse como el fundamento de la diferencia entre las personas. Subyace, a muestro juicio, una clara incomprensión del significado de ambos términos y, a la postre, de la realidad que significan. Más relevante aún es esta confusión en contextos científicos. El psicólogo español Yela llega a afirmar que “no es que los hombres tengan personalidad porque son diferentes, sino que son diferentes porque tienen personalidad”[1].

Aclarar esta confusión podría parecer una cuestión meramente academicista, sin embargo, sus consecuencias son importantes. Un ejemplo de ello es la posibilidad de compromisos estables entre personas,  que requieren un marco de condiciones a su vez estables. De este modo, el matrimonio, si es un compromiso entre personalidades (dimensión variable y claramente modificable en el tiempo), implica que no es posible la estabilidad a priori del mismo. Mas, si el referente del compromiso es la persona, toda vez que ésta sea algo distinto de la personalidad, probablemente los términos del problema se modificarían sustancialmente[2]. Más radical aún es el problema de la dignidad de la persona si ésta no se concibe como distinta realmente y de rasgos diversos a los de la personalidad. Si bien se afirma teóricamente la idéntica dignidad de todos[3], puede ocurrir de hecho que las relaciones, según rasgos de la personalidad –que incluyen por ejemplo capacidades cognitivas o de dominio de habilidades- lleve a una sociedad de castas que, “camuflada” bajo el pragmatismo, no quiere llamarse a sí misma clasista o racista.

Parece pues pertinente realizar una discriminación adecuada. Para ello, intentaremos aportar algunos datos de la psicología filosófica que la propia psicología positiva refrenda, ligados no a su mera descripción o definición, sino a su situación óptima o de madurez. Del mismo modo, si bien es posible realizar una definición metafísica de la persona, nos parece más relevante, poner de manifiesto las realidades que la acompañan de forma real y que conforman su plenitud en una proyección biográfica. De este modo podrá vislumbrarse (dada la brevedad de este trabajo) que madurez psicológica difiere sin duda de la madurez personal; y así como las bases de dicha madurez psicológica son previas al ejercicio de las operaciones que la manifiesten[4], también las relaciones específicas del ser personal, son previas a su manifestación biográfica[5]. Es más, tanto en uno como en otro caso, pueden no realizarse completamente[6].

2. Dimensión relacional originaria de la personalidad.

En la tesis principal de este escrito indicamos la confusión y por tanto la diferencia que ha de establecerse entre persona y personalidad. Sin embargo, esto no excluye un punto de contacto claro: el carácter relacional de la persona en todas sus dimensiones de crecimiento, también en la estrictamente psicológica que acompaña a toda persona. En efecto: La soledad no es humana[7].

En el desarrollo psicológico equilibrado de la personalidad[8], y teniendo en cuenta esta dimensión relacional –con el medio y con otros hombres-, son cuatro, a nuestro juicio y en consonancia con la tradición filosófica realista, las capacidades que han de crecer hasta mostrar una personalidad capaz de desenvolverse adecuadamente en el mundo[9]. Podríamos definirlas como:

  • Capacidad de afrontar lo arduo. En psicología se denomina “capacidad de afrontamiento”[10]. Su déficit impide al sujeto realizar operaciones propias de quien debe superar obstáculos, situación necesaria para vivir en un contexto real. Por otro lado, la ausencia total de dicha capacidad, impide un vivir humano mínimamente protagonizado. En su consideración filosófica, esta capacidad radica en el apetito irascible[11], y crece hasta la propia voluntad. En este punto se habla de virtud de la fortaleza. Evidentemente, la operatividad del apetito irascible, por pertenecer a la sensibilidad media, posee una dimensión somática. Esto explica que, la enfermedad, pueda impedir la capacidad de afrontamiento o el ejercicio de actos propios de la fortaleza[12]. Esta consideración es pertinente en los diversos pilares de la personalidad madura[13].
  • La capacidad de distinguir medios y fines, o de mesura en el deleite presente. En psicología se habla de la capacidad de retardar el deleite en función del conocimiento de objetivos mejores[14]. Su desarrollo es condición para que un sujeto llegue a considerar, también intelectualmente, lo futuro como bueno o mejor. En definitiva, su déficit haría de la biografía humana algo carente de sentido alguno dado por el sujeto, que quedaría esclavizado bajo el placer inmediato. Su raíz se halla en el apetito concupiscible, por lo que tiene una dimensión somática, y posibilita o impide deleites superiores propios de la voluntad, o puede quedar ésta también retenida por la apariencia de bondad, toda vez que deleitable y bueno no siempre se identifican. En la tradición clásica, a la virtud que se desarrolla desde esta mesura se la denomina templanza[15].
  • La capacidad de reconocer empáticamente al otro en cuanto otro, en orden a un trato adecuado. Muchas de las caracterizaciones de la llamada “inteligencia emocional”[16] inciden en este punto. Hay un conocimiento de carácter empático, por connaturalidad y prerracional, que permite reconocer a otra persona como distinta y como igual. Este conocimiento permite un trato acorde a la realidad, sin desajustes. En la mayoría de los casos, las patologías de la personalidad, implican una fuerte deficiencia emocional que impide este conocimiento. Evidentemente la ausencia del reconocimiento del otro impide el clásico “darle lo suyo”, puesto que se desconoce esta segunda dimensión. Una deficiencia emocional puede así impedir un trato justo[17] o unas relaciones interpersonales adecuadas.
  • La capacidad de decidir atendiendo a lo real. La toma de decisiones nos obliga a mirar directamente a la razón práctica y a la voluntad. Ahora bien, los hábitos intelectuales y volitivos que permiten la decisión adecuada, salvan al sujeto tanto de la indecisión como del riesgo desmesurado. Ambas conductas pueden llegar a ser patológicas[18], y su opuesto signo claro de equilibrio psicológico o madurez. En el ámbito de la ética filosófica, la virtud que dispone a la persona para actuar correctamente en cada situación particular es la prudencia[19], implicada en los rasgos previamente citados.

Todas estas capacidades, necesarias en el diagnóstico satisfactorio y en la observación habitual para el desenvolvimiento de una persona, subrayan el carácter relacional, ya sea con el mundo, ya con otras personas. Sin embargo, parece que ha de explicitarse una dimensión que, si bien es considerada por algunos como una mera parte de la justicia, no siempre acompaña a ésta en el desarrollo de la personalidad. Se trata de la clásica “pietas”, es decir, del reconocimiento explícito de “lo recibido”, lo que comporta un modo de vida marcado por el agradecimiento. En realidad, no es sino un reconocimiento del “suyo” a todos los que nos han dado algo. En una observación inmediata tendríamos que recurrir a los padres y más adelante a las miles de circunstancias que la sociedad brinda a cada sujeto para su desarrollo personal. Pero, visto con radicalidad, implica el reconocimiento del ser personal dado por el Ser Personal[20]: la intensidad del sentido trascendente de la persona en el reconocimiento del modo de ser de la propia biografía[21].

De este modo, la última nota o pilar de una personalidad madura (no incluida explícitamente en la tradición clásica de las virtudes cardinales), puede engarzar la personalidad cuando incluye el rasgo del sentido de la filiación –el agradecimiento subyacente en su vivir- con la primara relación que determina al ser personal.  No se trata de una prolongación conceptual forzada del desarrollo de la personalidad, sino que, incluso los psicólogos pertenecientes al humanismo psicológico, en términos de Pinillos, reclaman un punto focal, más allá de los elementos descriptivo-conductuales[22].

3. Dimensión relacional originaria de la persona y su crecimiento.

Corresponde ahora adentrarse en el ser personal, su carácter originariamente relacional y su crecimiento específico. Tan sólo haré una breve incursión e indicaré lo que podrían ser líneas de desarrollo posterior.

No podemos entrar en la discusión sobre la “relación” como accidente de primera importancia. Señala Tomás de Aquino, y con él una larga tradición, que la relación del hombre con el Creador es real, mientras que la de Éste con la criatura es de razón[23]. Una descripción más fenomenológica pero con la misma carga ontológica ha llevado a Leonardo Polo a señalar como rasgo originario de la persona el que ésta “es hijo”[24]. No puede no ser hijo. Puede ignorarse, repudiarse o enfrentarse a ello –el hombre como “mayor de edad” o “emancipado”[25]-, pero ninguna de estas decisiones modifican el radical ontológico que sustenta su propia existencia. Del mismo modo, al margen de la consideración del origen divino de cada ser personal, esta realidad es fácilmente constatable[26].

Pasando, por tanto, de la consideración de las relaciones en el contexto psicológico –tanto filosófico como científico- a la estrictamente metafísica y antropológica, la persona, el ser personal, “es” por una relación originaria: esta relación puede llamarse con razón filial. Ser persona es ser hijo. El reconocimiento de esta realidad propia, sin embargo, aun siendo lo adecuado, no es todo lo le corresponde propiamente. En efecto, el mero reconocimiento no incluye la razón de ser de la filiación, es decir, no implica la aceptación de que se es “persona querida” y “persona que ha de querer” de un modo que se denomina filial. Junto al “ser personal hijo”, encontramos siempre al “ser personal libre”. La plenitud de la filiación acaece en su aceptación y por tanto en la libertad del hijo.

Nuestra libertad es tanta como nuestro mismo ser personal y su aceptación plena[27]. Conviene considerar que, si el ser personal es filial, el acto de ser es tanto “puesto”[28] –ex nihilo– como “querido”. Desde el querer, se hace más comprensible la unicidad de cada persona; la dimensión en la que la “exclusividad” se hace patente de modo más claro.

Ahora bien, puesto que el radical persona es siempre el de persona-libre, su dimensión temporal, como señalábamos al principio, no puede eludirse. Y desde el tiempo, lo específico del vivir humano no es la mera permanencia[29], sino el crecer[30]. Por otro lado, el crecimiento del ser personal no es el de sus facultades, que ya consideramos anteriormente y que corresponden a la personalidad, sino que tendrá que concurrir en su “ser” mismo “según se da en el origen”[31]. Sin embargo, siguiendo la línea propia de coherencia con el origen o el modo de ser –no ha de entenderse como esencia, sino como la intensidad propia del ser personal humano- su crecimiento, aquello a lo que está llamado desde el origen[32],  consistirá en  “comunicar aquello por lo que el operante es en acto”[33].

Si la filiación, ser originario del hombre, es un modo de querer y ser querido, se entiende que la perfección, según señala Juan Pablo II, “exige aquella madurez en el darse a sí mismo a que está llamada la libertad del hombre (…) La vocación al amor perfecto no está reservada de modo exclusivo a una élite de personas”[34]. Esa perfección, atendiendo a la comunicación de aquello por lo que somos, parece indicar que, así como la filiación constituye una relación que inhiere en la persona, el resto de sus “comunicaciones”, aquellas que se sitúen en este lugar de mayor radicalidad, pueden ser también relaciones de carácter análogo a la primera, toda vez que sean relaciones en las que, al igual que la primera, los sujetos ni los referentes de las mismas se modifiquen con el devenir del tiempo. Evidentemente, si la persona, acto de ser personal, no es la personalidad, este requisito es posible y se da de hecho.

Parece por tanto adecuado el conjunto de notas con las que R. Yepes explica el ser personal:

  • intimidad: puesto que originariamente se nos da algo que es recogido tridimensionalmente por la persona, a saber: psíquica, biográfica y somáticamente[35].
  • manifestación: la misma corporalidad humana nos hace presentes en esas tres dimensiones[36].
  • libertad: de modo que a la persona corresponde la administración de la intimidad y la manifestación[37].
  • el carácter dialógico: modo de estar y de ser desde el origen y biográficamente -la soledad no es humana-[38].
  • y la donación: modo como se lleva a cabo la plenitud[39].

Siguiendo el texto tomista antes citado, el obrar propio del ser personal, si éste es en su origen ser creado y por tanto con una relación que inhiere personalmente, de modo estable y que es asumida libremente, la comunicación de aquello por lo que el operante es en acto, no puede ser, a nuestro entender, sino la libre creación de relaciones análogas a la originaria. Es decir, relaciones interpersonales, que inhieran en la persona misma y que permitan reconocimiento y aceptación.

Pues bien, así como cada hijo es amado en exclusividad, cada persona está llamada a amar en exclusividad. Si el ser personal en su obrar comunica, esto es “da”, la plenitud del darse habrá de alcanzar todas las dimensiones de su intimidad, es decir, la biográfica, la psíquica y la corporal. El acto libre según el cual una persona se da en exclusividad y con toda la intensidad antes señalada, no es sino la esponsalidad y correlativamente la maternidad-paternidad.

Recordemos que, así como es posible no reconocer la propia filiación, en la trayectoria biográfica, también es posible negar la propia llamada o modo de obrar propio de la persona. Es decir, la necesidad no forma parte del crecimiento humano, si bien le conviene el progreso, éste no se da, sino mediando la libertad. Incluso en las múltiples situaciones reales, es posible que alguien ame con exclusividad algo de rango menor a una persona -hay quien da su vida por una causa noble, un ideal revolucionario o el desarrollo de su carrera profesional-. Sin duda es posible, pero se adecua de modo imperfecto a “lo que el operante es en acto”[40]. También son imperfectas aquellas situaciones en las que la exclusividad interpersonal propia de la esponsalidad no lleva unida la maternidad-paternidad; puesto que, de nuevo, estaría negando una dimensión real de lo que puede comunicar. Así, parece que la “comunicación adecuada del propio ser”, asumida la propia filiación, se encuentra en la esponsalidad ligada a la maternidad-paternidad.

Quisiera hacer algún apunte más a estas breves reflexiones. Por un lado, no parece adecuado considerar que la esponsalidad –entrega en exclusividad de toda la intimidad personal: biográfica, psíquica y corporal- se identifique sólo con la situación conyugal; también la castidad puede vivirse del mismo modo, siempre que se trate de una entrega a una Persona. En segundo lugar, la esponsalidad sólo es tal, si permite la maternidad-paternidad, modo de comunicación del propio ser que quedaría inédita y por tanto no podría hablarse de comunicación según lo que el operante es en acto. Tal compromiso interpersonal no radicaría propiamente en el ser personal no modificable ni sería crecimiento personal.

De este modo, si bien, la esponsalidad es idéntica en la reciprocidad de los esposos, no lo es en cuanto a la aportación que, necesariamente, hace cada uno para hacer posible la perfección del otro -su maternidad o paternidad según el caso-. Sólo si la esponsalidad conyugal es de varón y mujer, es tal, puesto que permite la maternidad-paternidad. En este sentido parece adecuado el término “complementariedad”.

Evidentemente, el carácter sexuado de toda persona no hace sino manifestar la vocación originaria a la entrega completa a otra persona de modo que pueda, tanto una como otra, completar su capacidad de darse en el hijo[41]. El hecho de que una persona es sustancialmente alguien que crece -lo contrario sería atípico, impropio, inmoral o patológico- subraya en el caso del hombre, persona-libre, que esto no ocurre por el mero paso del tiempo, sino que acaece en la persona fruto de la incorporación de relaciones que superan el mero paso del tiempo. Y puesto que el crecimiento solitario no es posible, sin educación la persona no madura[42]. También en su dimensión sexuada, la persona ha de ser educada de tal modo que no se impida su crecimiento posterior.

Después de esta breve exposición,  que requiere sin duda múltiples argumentaciones, parece vislumbrarse que todo género de vida personal en el que se frustren los caminos del crecimiento -entregas que no pueden ser completas por falta de complementariedad y por imposibilidad por tanto de vivir la maternidad y la paternidad- violentan radicalmente el ser personal mismo. Sin embargo, como ya hemos señalado, el futuro y la libertad, que en el hombre sin duda posee dimensiones mayores a la mera elección, permiten a éste ahogar o malversar la operatividad que le es propia. Si no fuera posible, en nuestra situación, la frustración, si nuestras acciones no tuvieran consecuencias en el tiempo, no podríamos afirmar realmente que somos libres.

Por todo esto, parece que es suficientemente distinto el crecimiento que, desde las operaciones propias de las distintas facultades permiten el crecimiento armónico de la personalidad en un contexto determinado, y el crecimiento de la persona que hace de ésta alguien ligado, relacionado indeleblemente, con la afirmación de su filiación, su esponsalidad y su maternidad-paternidad.

[1] Cfr. E. Ibañez, “Individuo, persona y personalidad”, en E. Ibañez, V. Pelechano (Coord.). Personalidad, Alhambra Universidad, Madrid, 1989.

[2] Sobre la “indisolubilidad”, cfr. Juan Pablo II, Discurso con ocasión de la apertura de año judicial a la Rota Romana, 28-I-2002.

[3] Cfr. Declaración de Derechos Humanos, y la contradicción fáctica de que hayan sido firmados por países como Libia, Sudán o India.

[4] Esta afirmación no es sino el significado mismo de la clásica comprensión metafísica de lo real según la cual “el obrar sigue al ser”, cfr. Tomás de Aquino, De Pototentia  Dei, q. 2.

[5] En este sentido parece pertinente diferenciar la consideración metafísica, radical, y lo que Leonardo Polo considera “la ladera” o manifestaciones que del radical dimanan. Esto es suficientemente claro en el caso de la libertad, radical personal que se manifiesta en operaciones de diversas facultades del hombre, pero que, propiamente, no parecen ser meras cualidades de las mismas. Cfr. L. Polo, Sobre la libertad… Curso de doctorado. 1989-1990. Universidad de Navarra, Pamplona (inédito)

[6] Tanto en la madurez psicológica de la personalidad como en la de la persona, la dimensión temporal no parece poder eludirse. En el caso de la persona por ser ésta siempre “persona-libre”. Esto obliga a considerar la posibilidad del crecimiento o plenitud (no necesaria) también en la dimensión ontológica de la persona.  Cfr. Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, q. 97, a. 1.

[7] Cfr. M. Buber, Tú y yo, Caparrós, Madrid, 1998; C.S. Lewis, El gran divorcio, Rialp, Madrid, 1997. Desde una perspectiva diversa Wittgentein concluye del mismo modo (cfr. Investigaciones Filosóficas, § 243-315, Crítica, Barcelona, 1988); y Desde una visión no estrictamente filosófico, pero de sumo interés, son los estudios sobre la “consolación”, cfr. C. Alonso del Real (ed.), Consolatio, Eunsa, Pamplona, 2001.

[8] Sin duda uno de los conceptos más difíciles de definir. Allport identificó hasta 50 significados y ofrece una definición de carácter sintético: “Personalidad es la organización dinámica intraindividual de aquellos sistemas psicofísicos dentro del individuo que determinan su ajuste único al medio”. Cfr. Allport, Personality: An Psychological Interpretation. Holt, Nueva York, 1937. Para otras definiciones cfr. J. Bermúdez, Psicología de la personalidad, T.I, Uned, Madrid, 1998, pp.25-38.

[9] La adecuación o mesura entre estímulo y respuesta de los sujetos es en todos los casos de diagnóstico psíquico o psicopatológico el criterio de discernimiento.

[10] Cfr. E. Greenglass, The Proactive  Coping Inentory (PCI). En R. Schwarzern (ed.), Advances in health psychology reasearch (Vols. CD-ROM). Free University of Berlin. Berlin, 1998. En el análisis factorial de la personalidad llevado a cabo por Cattell, aparece la tensión érgina (drive), análoga a la capacidad descrita. Cfr. El análisis científico de la personalidad y la motivación, Pirámide, Madrid, 1982.

[11] Cfr. Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, q. 24, q. 40.

[12] Cfr. J. Pieper, Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid, 2001, pp.181-183.

[13] En el ámbito psicológico se expresa según el binomio “estado-rasgo”, para cada uno de los factores de personalidad, situaciones emocionales más o menos prolongadas, etc. Cfr. R. B. Cattell, P. Kline, El análisis científico de la personalidad y la motivación, cit; C.D., Spielberger, “State-Trait anxiety and interactiional psychology”. En C.D. Spielberger (ed) Current trends in theory and research, vol 1, Academic Press, Nueva York, 1976.

[14] En este sentido son interesantes las predicciones de Eysenck y Gray en una tarea de aprendizaje: a niños en edad escolar a los que se les entregan golosinas y un ejercicio académico simultáneamente. Dispondrán de ambas cosas en un período limitado de tiempo. Aquellos niños que primero realizan su ejercicio y después disfrutan de las golosinas tienen un resultado académico significativamente superior a los segundos. Cfr. C. J., Jackson, “Compation between Eysenck’s and Gray’s models of personality in the prediction of motivational work criteria”. En Personality and individual diferences, nº 31, 2, 2001, pp. 124-144.

[15] J. Pieper, op. cit., 234-237.

[16] Cfr. D. Goleman, Inteligencia emocional, Kairós, Barcelona, 2000; J.M. Pero-Sanz, El conocimiento por connaturalidad, Eunsa, Pamplona, 1964.

[17] J. Pieper, op.cit., p. 99-102.

[18] Un ejemplo en el ámbito de la psicopatología lo constituye el trastorno afectivo bipolar (cfr. DSM-IV)

[19] J. Pieper, op. cit., p. 40-42.

[20] De modo brillante C.S. Lewis subraya esta necesidad para la verdadera realización de todo amor personal. Cfr. Los cuatro amores, Rialp, Madrid, 1991, pp. 11-19.

[21] Como bien ha señalado Dabrowsky, es especialmente intensa esta percepción en las personas con altas capacidades o superdotados. Cfr. K. Dabrowski, Positive disintegration, Little Brown & Co., Boston, 1964.

[22] Las máximas de esta escuela son resumidas por Bugental. Pinillos comenta: “no es sencillo delimitar en este tipo de doctrinas y praxis dónde termina la ciencia y emergen otra clase de saberes… Y sin embargo, de algún modo, es asimismo evidente que el tema de la persona es cualquier cosa menos ajeno al tema de la personalidad”. Principios de Psicología, p. 598.

[23] Cfr. Tomás de Aquino, De Potentia, q. 3, a. 3

[24] Cfr. L. Polo, El hombre como hijo (inédito).

[25] Cfr. I. Kant, ¿Qué es la Ilustración?, y otros escritos de ética, política y filosofía de la historia, Alianza, Madrid, 2004.

[26] También podría ser interesante subrayar que todos somos hijos de un varón y una mujer, incluso en las técnicas de reproducción humana, este dato no puede modificarse.

[27] La libertad no radica tanto en la elección como en la asunción. Cualquier persona mínimamente madura reconoce que lo más importante de su vida no es fruto de la elección, sino de cierta propuesta que uno acepta (ni el novio se elige estrictamente, sino que se encuentra y uno lo acepta). El final, todo en la vida es un sí o un no.

[28] Desde Tomás de Aquino a Leibniz, llegando a Kant, puede caracterizarse con este término el acto de ser real creado. Cfr. C. Martínez Priego, “El argumento ontológico de Leibniz”, en A.L. González (ed), Las pruebas del absoluto según Leibniz, Eunsa, Pamplona, 2004 (2ª ed), pp. 351 y ss.

[29] Cfr. L. Polo, El conocimiento habitual de los primeros principios, Cuadernos de Anuario Filosófico, Universidad de Navarra, n 10. 1991.

[30] “El futuro del hombre no forma parte del tiempo cósmico. No hay un ritmo universal que trence un devenir personal, ni ningún término creado hacia el cual la persona se dirija. El futuro es la apertura trascendental en la que el ser personal es otorgado creativamente. La libertad humana coincide con la apertura al futuro. Esta apertura es incomparable con todo ser investido o provisto de alguna instancia elabo­rada al margen. Ciertamente, el futuro no se alcanza con operaciones –tampoco se posee como contenido eidético–, ni con hábitos adquiridos. El futuro no es previo en ningún sentido; no es una posibilidad que esté esperando el momento de su advenimiento dentro de un proceso dura­cional, sino que sólo se alcanza según la libertad trascendental: es otor­gado según la creación de la libertad. La persona no está sujeta al futuro como algo que le ha de acaecer, ni orientada hacia él según el transcurso del tiempo, sino que el futuro se abre exclusivamente en la libertad: sin la libertad el futuro no sería en absoluto. Y esto significa que la libertad es trascendental” L. Polo, Antropología trascendental, Eunsa, Pamplona, 1999. p. 242.

[31] Sobre la espontaneidad, término que negaría la relación entre el modo de ser del origen y los actos del sujeto, cfr. L. Polo, Curso de Teoría del Conocimiento, T. III, Eunsa, Pamplona, 2000, p. 23-24.

[32] “El amor es la vocación fundamental e innata de todo ser humano”. Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2392.

[33] “La naturaleza de cualquier acto es que se comunique a sí mismo en cuanto le es posible; porque todo agente opera en cuanto que es en acto, y el obrar no es otra cosa sino comunicar aquello por lo que el operante es en acto”. Tomás de Aquino, De Potentia Dei, q. 2.

[34] Juan Pablo II, Veritatis Splendor, n. 17,18.

[35] Esta nota de la persona invita a la consideración de su salvaguarda por tratarse del “espacio” más digno y valioso. Por otro lado, estas tres dimensiones están estrechamente ligadas, puesto que es en el transcurso de la propia biografía como una persona va poseyendo un mundo interior propio y su corporalidad refleja, conviene que refleje, que posee ese mundo interior.

[36] La manifestación de la intimidad reclama, ontológicamente, la veracidad de la misma. La mentira, verbal y espacialmente somática, constituyen sin duda, fracturas en la persona que pueden llegar incluso a imposibilitar las relaciones interpersonales.

[37] En este punto podríamos añadir que la libertad, en este contexto, permite a la persona mostrar la intimidad cuando corresponde, a quien corresponde y como corresponde. No es cerrazón, sino adecuación, preservar para poder entregar.

[38] Sin duda, nota que permite comprender, junto a la donación, la primacía del hombre como ser familiar, frente al hombre como ser social. Cfr. L. Polo, Quien es el hombre, Rialp, Madrid, 2000, cap. 4.

[39] Cfr. R. Yepes, Fundamentos de Antropología, Eunsa, Pamplona, 1998 cap. 6. (la descripción de cada una de las notas no sigue literalmente la exposición del autor)

[40] Cfr. Tomás de Aquino, De Potentia Dei, q. 2.

[41] Cfr. Juan Pablo II,  Varón y mujer. Teología del cuerpo. Palabra, Madrid, 2003.

[42] En este sentido es ya clásica la excelente exposición sobre la pseudo-dicotomía entre lo natural y lo cultural expuesta por R. Spaeman, Lo natural y lo racional, Rialp, Madrid, 1989. La cultura, la educación, que permite el propio reconocimiento y crecimiento posterior, ha sido, en nuestra historia, más deficiente en los varones, para los que la esponsalidad y la patenidad no ha sido siempre el horizonte vital propio y específico.