Comunicación presentada en las II Jornadas de la Asociación Española de Personalismo:

La filosofí­a personalista de Karol Wojtyla, Universidad Complutense de Madrid, 16-18 de febrero de 2006

Universitat Internacional de Catalunya

El personalismo de Karol Wojtila recoge tres niveles en la comunión de personas: corporal, afectivo y de intimidad. En esta comunicación nos basamos en un estudio más minucioso de nivel afectivo y sentimental que dividimos, a su vez, en tres niveles:

Ae, Afectos espirituales que nacen en la misma intimidad del acto de ser que constituye a la persona y son: amor, odio, gozo, tristeza.

Ap, Afectos psíquicos en el límite de lo espiritual y lo cerebral humano, lo que Aristóteles y Santo Tomás llamarían la cogitativa: Deseo, ira, asco. Temor

Ac, Afectos corporales que residen sobre todo en el sistema nervioso medular (hipotálamo, angina etc): alegría, agresividad, terror, placer

            La combinación de estos sentimientos básicos da un sinfín de combinaciones afectivas afectando a la inteligencia, a la voluntad, al acto libre, e, incluso a la salud. Aquí vamos a estudiar sólo cuatro de ella

El aburrimiento

Entre los estados de ánimo tiene una gran relevancia el aburrimiento. Se suele combatir con activismo, no parar, pero cuando se para el paraíso veleidoso se experimenta un vacío interior cargado de frustración, sin saber como salir de ese empobrecimiento interior. Pascal define la necesidad de divertirse como pobreza íntima (“les divertissement” es más rico, pues es dispersión en lo externo).Lo contrario es la conversión, o exaltación de la alegría amorosa podríamos decir, en la cual nunca se da aburrimiento porque todo es nuevo cada día.

Kierkegaard describe con maestría esta situación anímica como fruto de la superficialidad. “El esteta no es dueño de sí mismo: vive siempre fuera de sí mismo, en la superficie. Por eso, su actuar está siempre y sobre todo condicionado por el estado de ánimo, que sólo es un síntoma superficial de una causa más profunda. La falta de profundidad, de autoconciencia de poseer un yo, hace que el esteta se identifique con su estado de ánimo. Pero los estados de ánimo varían, como varía continuamente la superficie. El esteta vive en el momento concreto, en el instante presente. Estado de ánimo, instante fugaz: esta es la vida del esteta. Por este motivo, nunca podrá comprometerse con algo serio, con algo que sea definitivo. No se abrirá a los demás: vivirá encerrado en su identificación con su manifestación. Será un espectador del mundo, porque no puede actuar fuera de su estado de ánimo. Por tanto, el esteta está al margen de los demás, se separa del resto, pero también se separa de sí mismo: el esteticismo es también encerramiento, hermetismo, egoísmo. El esteta se deja llevar, deja que la vida transcurra fácilmente sin intentar tomar las riendas de su propia existencia personal. Identificado con su estado de ánimo mudable, está imposibilitado para el amor, porque se encuentra atrapado, no en sí mismo,  si no en la superficie de sí mismo. No podrá ni siquiera escoger: delante de él se abren diversas posibilidades, pero al encontrarse instalado en la superficialidad de la vida, no encuentra razones de peso que le muevan a escoger una cosa u otra. La superficialidad es negación de libertad y, por tanto, indecisión. El hecho de no encontrar un motivo válido para tomar decisiones lleva al aburrimiento: todo da lo mismo. El esteta terminará por aburrirse. Pero como el aburrimiento no es un estado de ánimo agradable, el esteta buscará un remedio para combatirlo: la diversión. Divertirse es no sujetarse a un orden establecido, a unas normas, es no comprometerse, no comportarse con lealtad con nada ni nadie. Divertirse significa arbitrariedad: una vida sin peso, sin un plan establecido, haciendo todo aquello que a uno le apetece en cada instante, movido por el estado de ánimo”[1]. Vida de saraos dirá en otro lugar.

            Kierkegaard distingue varias clases de tipos superficiales fáciles al aburrimiento: los sensuales o borrachos; el hombre de negocios, sin tiempo para pensar cuestiones esenciales;  el artista, que es exquisito, pero sólo para alcanzar placeres raros y exclusivos; y el engreído sabihondo que basa su yo en la erudición, pero que sólo usa el saber para envanecerse sin que afecte a su vida privada un compromiso de amor de dar, de darse, de dar ser. Son formas de lo que llamamos frivolidad. Este estado de ánimo fluctuante lleva a la desesperación, el no ver salida, el empobrecimiento de amor verdadero. Se salva el aburrimiento no en la multiplicación de dispersión,  si no en superar la desesperación con un nivel ético, dice Kierkegaard, buscando una superación en un ejercicio libre y laborioso como el trabajo y otros ideales. Pero la superación debe llegar al nivel más elevado o profundo, según se quiera llamar, porque se experimenta que no se puede alcanzar ese nivel de perfección del ideal ético y vuelve una nueva desesperación, que sólo se salva al captar que se necesita el auxilio divino. Esto requiere llegar a vivir verdaderamente de fe. Por una parte llegar al fondo de los propios pensamientos con sinceridad salvaje; y, por otra parte, entregarse absolutamente al Absoluto. No es resignarse a necesitar ayuda,  si no en dar verdaderamente el salto que va de lo razonable a lo pleno que sobrepasa todo límite, abierto al misterio, al intercambio personal, abierto al infinito y a la eternidad. “Con la fe no pierdo nada, lo tengo todo”[2] . La fe es una pasión: el movimiento de la infinitud. Este vivir no es pasividad aburrimiento, ni empobrecimiento activista,  si no pasión comprometida. Esto ciertamente no es aburrido, ni veleidoso.

La vergüenza

Es un hecho que la vergüenza se da en los seres humanos y no en los animales. Esta realidad la podemos calificar de positiva o de negativa según las perspectivas. Es positiva cuando se trata de una defensa de la propia intimidad ante la mirada indiscreta, o ante el injusto agresor. También lo es como una defensa del descontrol interior. Es negativa en cuanto conduce a la timidez, miedos o dificultades de manifestarse a quién tiene derecho a conocer el alma o el cuerpo. En ambos casos no parece posible, ni fácil, que se dé la desnudez original de alma y cuerpo.

  Juan Pablo II en sus catequesis sobre el capítulo 2 del Génesis en que se narra la creación del hombre y la mujer con más detalle antropológico destaca que antes del pecado original estaban desnudos y no se avergonzaban, mientras que después del pecado se avergüenzan ante Dios y entre sí, quizá no sólo su diferente condición sexual. “¿Qué es la vergüenza y cómo explicar su esencia en el estado de inocencia originaria, en la profundidad misma del misterio de la creación del hombre como varón y mujer? De los análisis contemporáneos de la vergüenza, y en particular del pudor sexual, se deduce la complejidad de esta experiencia fundamental, en la cual el hombre se expresa como persona según la estructura que le es propia. En la experiencia del pudor, el ser humano experimenta el temor con relación al «segundo yo» (así, p. e., la mujer frente al hombre), y esto es sustancialmente temor por el propio «yo». Con el pudor, el ser humano manifiesta, casi «instintivamente», la necesidad de la afirmación y de la aceptación de este «yo» de acuerdo a su justo valor. La experimenta, a la vez, tanto dentro de sí mismo como hacia fuera, respecto del «otro». Se puede, por tanto, decir que el pudor es una experiencia compleja, en el sentido que, como alejando a un ser humano de otro (la mujer del hombre), busca a la vez su acercamiento personal, creándole una base y un nivel adecuado. Las palabras de Gen. 2, 25 «no sentían vergüenza», no expresan carencia,  si no, al contrario, que sirven para indicar una particular plenitud de conciencia y de experiencia, sobre todo la plenitud de comprensión del significado del cuerpo, ligada al hecho de que «estaban desnudos». Que el texto citado deba ser comprendido de este modo lo testifica la continuación de la narración yahvista, en la cual la aparición de la vergüenza y, en particular, del pudor sexual está ligada a la perdida de la plenitud originaria. Por tanto, presuponiendo la experiencia del pudor como experiencia «de confín», debemos preguntarnos a que plenitud de conciencia y de experiencia, y particularmente a que plenitud de comprensión del significado del cuerpo corresponde el significado de la desnudez originaria, de la que habla Gen. 2, 25” [3]

            La pérdida del sentido del pudor en algunos ambientes tiene un doble significado. Por una parte una pérdida previa del sentido de persona, con una justificación del desorden moral. Por otra parte una reacción en que el pudor tampoco es una expresión de la mejor interioridad personal,  si no una fuente de engaños para parecer lo que no se es. El punto de sinceridad y defensa de uno mismo y del injusto agresor nos parece más adecuado de esta necesidad para el mundo humano de la vergüenza y el pudor. Teniendo en cuenta también lo que tenga de provocación sexual la falta de pudor. Los efectos contrarios de hastío ante la abundancia de falta de vergüenza corporal y anímica son patentes en todos los ambientes.

El remordimiento.

El remordimiento es un sentimiento real relacionado íntimamente con la ética. Es una desazón difusa, un dolor espiritual que puede llegar a ser físico, es un descontento con uno mismo, un reproche desde lo más hondo, es como una modedura en el corazón. El resentimiento se produce en comparación con otros, por envidias reprimidas e impotentemente vengativas. El remordimiento es individual,  se da ante la propia conciencia. El remordimiento se produce por la percepción de haber herido o traicionado a otro. En nuestro tiempo se debe tener en cuenta un fuerte rechazo del sentimiento de culpa, de la culpabilidad, proclamando una inocencia original; pero este sentimiento renace de otro modo en el remordimiento que se disfraza de un malestar que se puede llamar cultural. Aunque se diga y se llegue a pensar que no se es responsable de ninguna culpa, o que la culpa es de la sociedad, o de los condicionamientos del cuerpo etc. El remordimiento avisa de una disfunción aceptada o no. La realidad es que este sentimiento se da, más o menos camuflado, cuando hay una culpabilidad objetiva. El término remordimiento es gráfico pues expresa el dolor de un morder interior, similar a como un animal salvaje que no suelta su presa produciendo dolor, aunque no muerte.

            Es conocida la frase de Nietzsche: “El remordimiento es como la mordedura de un perro en una piedra: una tontería”. La frase es ingeniosa, pero el hombre no es una piedra, ni la mordida viene de un perro, ni es tonto. Antes de considerar la explicación de Freud, gran divulgador de las ideas de Nietzsche, vamos a mirar algunas expresiones literarias que reflejan genialmente lo que el hombre puede sentir ante el remordimiento no querido, pero presente, se quiera o no.

A mediados del siglo XIX, Manzoni  dejó una fina descripción psicológica del remordimiento en su caracterización del Ignominato, el «Caballero sin Nombre» de I promessi sposi: «Hacía ya algún tiempo que sus fechorías le causaban, si no remordimientos, al menos cierta desazón importuna. Las muchas que conservaba aglomeradas en su memoria, más bien que en su conciencia, se le presentaban vivamente al cometer una nueva maldad, pareciéndole harto incómodo su recuerdo, y abrumándolo su excesivo número, como si cada una agravase sobre su corazón el peso de las anteriores. Empezaba ya a sentir otra vez aquella repugnancia que experimentó al cometer los primeros delitos, y que vencida después, había dejado de importunarlo por espacio de muchos años. Pero si en los primeros tiempos la idea de un porvenir indefinido y de una vida larga y vigorosa llenaban su ánimo de una confianza irreflexiva, ahora por el contrario, la consideración de lo futuro era la que le presentaba más desagradable lo pasado. ¡Envejecer!… ¡Morir!… ¿Y luego? ¡Cosa admirable! La imagen de la muerte, que en un peligro inmediato, delante de un enemigo, aumentaba el ánimo de aquel hombre, añadiendo el valor a la ira, la misma imagen ofreciéndosele durante el silencio de la noche, en la seguridad de su castillo, le causaba una extraordinaria consternación, porque no era un riesgo que provenía de otro hombre también mortal, ni una muerte que pudiera repelerse con mejores armas y brazos más vigorosos, sino que venía por sí sola, estaba dentro de sí mismo, y aun cuando tal vez se hallase lejana, se acercaba por momentos paso a paso: y cuanto más se esforzaba la imaginación por alejarla, se aproximaba más y más cada día. En los primeros años, los ejemplares sobrado frecuentes, y el espectáculo incesante, digámoslo así, de violencias, venganzas y asesinatos, inspirándole una atroz emulación, le servían al mismo tiempo de disculpa, y aun de autoridad para adormecer los clamores de su conciencia; pero ahora se despertaba en él de cuando en cuando la idea confusa, aunque terrible, de un juicio individual y de una razón independiente del ejemplo. Por otra parte, el haberse distinguido de la turba de los malhechores, siendo solo en su especie, excitaba en su espíritu la idea de un espantoso aislamiento. Representábasele también la idea de Dios, aquel Dios de quien desde tiempo muy antiguo no pensaba ni en negar ni en reconocer, ocupado únicamente en vivir como si no existiera. Y ahora en ciertas ocasiones de abatimiento, sin causa de terror conocido, sin fundamento, le parecía que en su interior le gritaba: Yo existo. En el fervor juvenil de sus pasiones, la ley que había oído anunciar a nombre de ese mismo Dios, la hubiera juzgado aborrecible; pero ahora, cuando la memoria se la recordaba, su razón la admitía, a pesar suyo, como cosa practicable y aun obligatoria. Sin embargo, lejos de traslucir ni en obras ni en palabras algo de esta nueva inquietud, la ocultaba cuidadosamente, y disfrazándola con las apariencias de una más intensa y profunda ferocidad, trataba por este medio de ocultársela a sí mismo o de disiparla. Envidiando (ya que no le era dado aniquilarlos ni olvidarlos) aquellos tiempos en que solía cometer maldades sin remordimientos, y sin más cuidado que el de su feliz éxito, hacía los mayores esfuerzos a fin de que volviesen, y de robustecer de nuevo aquella antigua voluntad resuelta, orgullosa, imperturbable, persuadiéndose a sí mismo que era todavía el hombre de entonces».

Shakespeare al narrar el pesar y la angustia que acompañan ordinariamente al remordimiento del torturado Macbeth, cuando dice que «nuestros actos son lecciones sanguinarias que, una vez aprendidas, vuelven a atormentar a quien las ha inventado. Y una justicia imperturbable acerca a nuestros labios, una vez y otra, la mezcla emponzoñada de nuestro propio cáliz» Más claramente aún se ve este sentimiento en su esposa Lady Macbeth atormentada en sueños por sus crímenes y por sus manos ensangrentadas: «La mancha sigue aquí –exclama entre sueños y sonambulismo mirando sus manos–. ¡Aléjate, mancha maldita! ¡Fuera, he dicho!… ¡Cómo! ¿Es que nunca van a estar limpias estas manos?… ¡Hasta aquí llega el hedor de sangre! ¡Todos los aromas de Arabia no podrían perfumar mis manos!». El gran dramaturgo pone en boca de su galeno: «Más que de médico, de sacerdote está necesitada». El mismo Macbeth, viendo la turbación que va llevando a su esposa a la locura, increpa al médico: «¡Cúrala ! ¿Es que no puedes aliviar a un espíritu enfermo, arrancar los pesares arraigados en la memoria, borrar las inquietudes grabadas en el cerebro y, con dulce antídoto de olvido, vaciar el pecho de materia peligrosa que pesa sobre el corazón?».

En nuestro tiempo encontramos rasgos de sentimientos enfermizos en gran parte de la literatura contemporánea afectada de cierto morbo existencialista. Ejemplos tenemos en Kafka para quien el hombre es prisionero de sus pecados, o en Graham Green quien, dominado por una verdadera obsesión por el mal, hace proclamar a uno de sus personajes que no hay inocentes ni siquiera entre los niños. Jean Guitton ha hecho notar a este respecto que así como hacia 1880 una encuesta sobre este tema entre los literatos podría haberse resumido en la fórmula «incluso los culpables son inocentes», en torno a la mitad del siglo XX, en cambio, el resultado sería: «hasta los inocentes son culpables».

            El sentimiento, que llamamos remordimiento, se da en todo hombre con diferentes grados de intensidad, desde molestias sin causa bien conocida, hasta un sufrimiento insoportable que puede llevar a la desesperación y al suicidio, como en el caso de Judas Iscariote.  El remordimiento es un aviso de que algo moral no es correcto. Es un dolor que avisa de una enfermedad del alma. Es el efecto de un acto culpable. Se puede intentar no pensar en él, o justificar el pecado para que no haga sufrir. La experiencia dice que raramente se puede anular. El remedio es la sinceridad y el arrepentimiento. Aceptar la responsabilidad de una acción culposa ante Dios. La superación del remordimiento, y la paz consiguiente,  depende mucho de la noción que se tenga de Dios. Por ejemplo, si se le considera excesivamente vengativo y solamente justiciero es comprensible un sufrimiento que no se va ni con el arrepentimiento. Los escrúpulos son diversos, pero sus síntomas pueden ser semejantes. Si se sabe apreciar que la justicia divina se armoniza con la misericordia será más fácil la sensación de ser realmente perdonado. Si se tiene el sentido de la filiación divina con todos los matices de la redención cristiana se puede superar el dolor y adquirir una confianza y seguridad llenas de paz.

            Cabe tener un sentimiento de culpabilidad demasiado débil, como el que se encuentra en personas de espíritu obtuso; los llamados antiguamente “rudos”. Es más, en algunos se puede dar «como fenómeno de degeneración» (de hecho se verifica en muchos psicópatas criminales que toman una actitud de indiferencia cínica ante sus actos) una ausencia total de remordimiento. Esta actitud se relaciona mucho con las personalidades psicóticas que presentan una frialdad afectiva muy típica. Son más o menos insensibles al dolor ajeno y aún al propio. El caso extremo es el perverso, quien carece de conmiseración y puede llegar a causar daño sólo para gozar. Hay personas que, sin salirse de los parámetros de la normalidad, acusan una estructura de la personalidad en la que despuntan tendencias psicóticas, por ejemplo, la insensibilidad. Gente dura, sin vibración afectiva social (subrayamos ‘afectiva’ porque pueden ser superficialmente extrovertidos, sociables y divertidos). Dicho déficit afectivo influye, por supuesto, en la esfera moral. En este campo podemos encontrarnos con diversas desviaciones éticas como el «amoralismo», que consiste en la carencia de sentimientos morales de culpabilidad, deber y remordimiento; el «hipomoralismo», que es algo semejante al amoralismo, pero en tono rebajado; y el «inmoralismo», que añade al amoralismo cierto egocentrismo exacerbado que puede conducir a acciones delictivas e incluso al crimen. Estos casos se deben estudiar más desde el punto de vista psicológico que moral, aunque conductas libremente degeneradas pueden llevar a deformaciones mentales grandes.

En la mayoría de los seres humanos la amortiguación del sentido moral es resultado del esfuerzo voluntario por silenciar la voz de la conciencia. De este modo se crea una psicología dura, que  progresivamente se insensibiliza. Este silenciamiento voluntario va haciendo al sujeto capaz de cometer delitos cada vez más graves. Sin embargo la tranquilización de la conciencia nunca lleva a la verdadera tranquilidad. Los hechos de alteración ante variados delitos y pecados más o menos justificados por la cultura ambiental se cobran su tributo en alteraciones diversas de difícil diagnóstico. Es frecuente, por ejemplo, que el caso el aborto culposo de origen de depresiones u otras enfermedades mentales, tanto si no hay sentimiento de culpa con conciencia ignorante, como si hubo arrepentimiento y conciencia. En el caso de conciencia claramente culpable, pero sin arrepentimiento, los efectos suelen ser dramáticos. Sería conveniente hacer más estudios médicos de esta cuestión que se trata con tanta superficialidad en la sociedad laicista. Lo mismo ocurre en otros hechos como una violación, un robo, un agravio al padre o al hijo, una cobardía, una traición, un desamor, una infidelidad. Sería un grave fallo antropológico intentar aligerar el remordimiento por la vía decir al que confiesa su error de que no ha pasado nada. Mas bien el camino es el de enfrentamiento con la verdad y la superación por el sincero arrepentimiento unido a la reparación que sea posible.

Freud y el remordimiento

            Freud dice que «El psicoanálisis confirma lo que suelen decir las personas piadosas: que todos nosotros somos pobres pecadores». Habla de buen grado de «pecado original» y de «sentimiento de culpa». Pero su noción de pecado original y su sentimiento de culpa son deudores del antiteismo (no ateísmo) de Nietzsche en lo que llama “la muerte de Dios” o “la muerte del padre” que viene a ser su reflejo.

La evidencia de la existencia de un remordimiento la explica con una fantasía digna de la mejor mitología. El inicio del proceso es el monstruoso asesinato del padre por la horda, de ahí derivaría la conciencia humana de la culpa (pecado original), punto de partida de la organización social  y origen, al mismo tiempo, de la religión y las restricciones morales. Le sigue el banquete totémico como ceremonia conmemorativa. El animal totem  sustituye al padre primitivo, odiado, adorado y envidiado que se convirtió en el prototipo de la divinidad. La rebelión del hijo y la nostalgia por el padre se entremezclan. Después de la muerte del padre, nace en los hermanos dos sentimientos contradictorios: el placer de haber sacudido el yugo y de haber conseguido la posibilidad de gozar, al igual que el padre desaparecido, de los placeres del sexo; y el deber de haber quitado de en medio a un padre que era tan severo y prepotente, pero que proveía al bienestar de la horda y del cual a fin de cuentas parece que no podía prescindirse. El totem representa al padre y su autoridad y todo lo que le pertenece es tabú, es decir, inviolable, intocable, y quien viola el tabú es digno de pena, debe expiar, a veces con la autopunición. Todo esto es tan absoluto que se siente la necesidad de ensimismarse, de identificarse con el padre en el banquete totémico. El padre introyectado se manifestará en la autoridad moral, en la voz de la conciencia, en la fuerza inhibitoria de los instintos perversos y asociales; que son los que han provocado la rebelión y la muerte del padre.

            La fantasía freudiana no se detiene y fundamenta la sociedad «sobre la complicidad del delito realizado en común, la religión sobre el remordimiento y sobre el arrepentimiento, la moral en parte, sobre las necesidades de esta sociedad y en parte sobre la expiación impuesta por el sentido de culpa» (Totem y tabú). Cómo se hereda este pecado original y su universalidad es un gran problema para Freud, pues choca con inmensas dificultades y añade que una buena solución podría ser recurrir a una especie de herencia afectiva de generación en generación, como ya había hecho Pelagio con el pecado original. Desde luego desconoce cualquier paleontología humana.

            No parece claro que este puentecito, señalado sólo como esta hipótesis explicación central de todo su edificio antropológico, sirva para justificar su psicoanálisis, ni nada. La experiencia de su ineficacia en la curación de las llamadas antiguamente neurosis es notoria y revela lo que ya se sabía: que su análisis del interior humano tiene graves fallos. La búsqueda de la sanación con la vuelta a la inocencia no es posible por este camino, sino por el más real de la verdad ética, la gran olvidada en estos planteamientos tan fáciles como falsos.

El remordimiento y la moral

            La Iglesia tiene una explicación del hombre que explica el remordimiento que sigue a la culpabilidad luminosamente.En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla. Es la conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley cuyo cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo. La fidelidad a esta conciencia une a los cristianos con los demás hombres para buscar la verdad y resolver con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al individuo y a la sociedad”[4].  Además se debe tener en cuenta para entender al hombre que “herido por el pecado, experimenta, sin embargo, la rebelión del cuerpo. La propia dignidad humana pide, pues, que glorifique a Dios en su cuerpo y no permita que lo esclavicen las inclinaciones depravadas de su corazón. No se equivoca el hombre al afirmar su superioridad sobre el universo material y al considerarse no ya como partícula de la naturaleza o como elemento anónimo de la ciudad humana. Por su interioridad es, en efecto, superior al universo entero; a esta profunda interioridad retorna cuando entra dentro de su corazón, donde Dios le aguarda, escrutador de los corazones, y donde él personalmente, bajo la mirada de Dios, decide su propio destino. Al afirmar, por tanto, en sí mismo la espiritualidad y la inmortalidad de su alma, no es el hombre juguete de un espejismo ilusorio provocado solamente por las condiciones físicas y sociales exteriores, sino que toca, por el contrario, la verdad más profunda de la realidad”[5].

            Es más, “toda la vida humana, la individual y la colectiva, se presenta como lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. Más todavía, el hombre se nota incapaz de domeñar con eficacia por sí solo los ataques del mal, hasta el punto de sentirse como aherrojado entre cadenas. (…)A la luz de esta Revelación, la sublime vocación y la miseria profunda que el hombre experimenta hallan simultáneamente su última explicación”[6].

Respuesta personalista

            Según la noción de persona, que hemos estudiado, estamos capacitados para dar una explicación coherente de los hechos manifestados en el remordimiento. La interioridad de la persona está constituida por el acto de ser que participa del Esse. El Ser es Acto y la persona es acto que se relacionan de modo que el Esse hace llegar su Acto al acto de ser del hombre concreto. Esta participación es dinámica, y cambia como lo hacen todas las relaciones entre personas. La relación puede ser muy intensa y amorosa, o muy distante y confusa. Del Acto de Ser, que es Dios, llega la Luz de entender, el Fuego de amar, la Emoción del corazón; pero también la llamada de la justicia que te dice: “has obrado mal”.

El acto de ser personal del hombre  experimenta los cambios dinámicos de la relación entre el hombre y Dios. Esta relación es filiación al Padre, fraternidad con el Verbo, desposorio con el Amor del Padre y del Hijo que es el Espíritu Santo. En circunstancias de inocencia ética produce paz, satisfacción, amor, serenidad, valentía en las luchas, deseos de progreso, apertura creciente y deseos de progresar. En el caso del remordimiento no es así, pues su causa es la culpa producida por el pecado, es decir, la alteración la relación dinámica con el Esse, la ofensa a Dios y al prójimo, el desprecio del hijo al Padre, la rotura de la imagen del Hijo en el hombre, la resistencia al amor infundido por el Espíritu Santo Don.   El desprecio, la rotura interior, la resistencia son las causas de este estado sentimental que llamamos remordimiento. Esta rebeldía lleva al debilitamiento de la participación en la vida divina, no plenamente pues sería volver a la nada. Este debilitamiento libre lleva a la oscuridad intelectual de la verdad, con multitud de grados hasta la obcecación. Después del acto voluntario, percibida o no su gravedad, el daño está en lo hondo. Pero en lo más interior de la personalidad está la afectividad espiritual. Esta afectividad, que debe ser iluminada y dirigida, queda trastornada. El amor rebelde convierte el respeto inicial en miedo, la alegría pasa a tristeza y disgusto. Estos estados de temor y tristeza no pueden ser alterados fácilmente. Una vez afincado en la intimidad el remordimiento afecta a los estados afectivos psíquicos y corporales.

El miedo lleva al temor psíquico que se puede llamar angustia o dolor de alma, y éste activa el terror corporal. Los mecanismos físicos se conocen poco. Son conocidos los efectos del pavor que puede llevar a crisis nerviosas, parálisis y la muerte, aparte de impedir la actividad espiritual del hombre. Sin embargo, cuando se conozcan mejor la actividad cerebral y corporal aún quedará ese “además” del amor y de la culpa que llega de dentro, que sin la explicación personalista quedaría inexplicada.

Los celos

            Los celos son una pasión negativa íntimamente relacionada con el amor y el desamor. Se distinguen de  la envidia, pues ésta nace de un odio a otro por el valor que posee. Los celos, en cambio, siempre se originan  en el amor a la persona amada de la que se duda y sospecha, o se  sabe perdida. La envidia se entristece del bien del otro y se alegra de su mal. La envidia produce repulsión incluso en el envidioso que la reviste con variadas justificaciones. El celoso puede producir lástima ante su vivir atormentado, pero los celos pueden producir también asesinatos y venganzas crueles. Como dice Hildebrand “en los celos un profundo dolor corre parejo con la ira”[7]. El celoso ama, pero teme o se sabe traicionado por la persona amada. Teme no ser querido como él quiere. Teme perder el amor. En este estado de inquietud se desatan un volcán de sentimientos encontrados, “el celoso es consumido por un fuego, en su corazón se revuelven la desesperación, la ira, el dolor, la agitación, el amor y el odio”[8]. El amor como donación y apertura lleva a la confianza, a conocer la intimidad desde la intimidad. Es más el amor en su nivel más elevado puede y sabe perdonar si se da una traición. No así en el celoso que experimenta un amor necesitado y temeroso. El amor del celoso es más bien un amor que no ha pasado a la donación incondicional. Esto es comprensible y real.

            El celoso sospecha incluso cuando no hay motivo para temer por el amor. Hasta las declaraciones más fervientes de amor le parecen engañosas. El desgarro interior lleva con frecuencia a una percepción obsesiva de la realidad. Hay que distinguir entre el amor traicionado y el amor celoso. El traicionado lo puede superar con el perdón, el olvido, o la resignación; pero el celoso no descansa. El problema está más en su corazón que en la conducta del otro. Los celos pueden llevar a vivir fuera de sí, a enloquecer cuando no es una enfermedad mental lo que los produce. En los celos se da una perversión del amor que no quiere el bien del otro, sino que se centra en el propio, por ello se siente desolado por el pretendido desamor, o por el orgullo herido. En la mayoría de los casos se mezclan orgullo, amor, desamor, odio, junto a ira, furia, e irritación. En la vida espiritual es tristemente famoso el celo amargo que toma como excusa la espiritualidad para atormentar al que no responde al propio querer.

            La literatura es pródiga en caracteres celosos: Otelo, Medea, Gutierre Alfonso de Solís representan ante Desdémona, Jasón y Mencía esta desgraciada experiencia humana. Cervantes narra con maestría los celos infundados que llevan a la infidelidad de la esposa en su novela ejemplar el celoso extremeño, llamado Carrizales, que esposa con Leonora y “apenas da el sí le invaden los celos rabiosos”y por probar la virtud de Leonora llega a perderla realmente y morir de amargura[9]. El caso de Otelo es diferente, pues Shakespeare pone a Yago como malvado inductor de sospechas. Pero la descripción de los primeros celos vale la pena recodarla: “¡Maldita boda: ser yo dueño de tan hermosa mujer, pero no de su alma! Más quisiera yo ser un sapo asqueroso o respirar la atmósfera de una cárcel, que compartir con nadie la posesión de esa mujer”. Cuando los celos crecen llega a decir “Ojalá tuviera él cien mil vidas, que una sola no me basta para saciar mi venganza. Mira, Yago: con mi aliento arrojo para siempre mi amor. ¡Sal de tu caverna, hórrida venganza! Amor, ¡ríndete al monstruo del odio! ¡Pecho mío, llénate de víboras!”. A este furor añade el despecho de creerse deshonrado: “Marido deshonrado, más que hombre, es una bestia, un monstruo”, ninguna manifestación de cariño por parte de Desdémona le sirve, y antes de matarla sin dejarle rezar ni una oración dice: “Quiero respirar por la última vez su deleitoso aroma. (La besa.) ¡Oh regalado aliento de su boca, casi bastas para arrancar el hierro de la mano de la justicia! Otro beso y nada más. ¡Quédate así, cuando yo te mate, que muerta y todo te he de amar! Otro beso, el último. Nunca le hubo más delicioso ni más fatal: lloremos. Mi llanto es feroz, y mi ira es como la de Dios, que hiere donde más ama”.Estremece este amor celoso y asesino y podría parecer que es sólo arte dramático; pero la existencia de tantos crímenes, llamados pasionales,  lleva a conmoverse ante el cruel proceder de los amores celosos.

            El caso de Medea narrado por Eurípides es también  trágico, pues Medea movida por los celos al marido infiel mata a sus propios hijos para herir en lo más hondo a su esposo. Medea grita de dolor: “¿No tengo razón de llorar? Padezco un dolor intenso lleno de sufrimiento. Oh mis niños, ¿niños maldecidos de una madre odiosa? Podéis  morir con vuestro padre y toda su casa, que todo fallezca, y se estrelle en ruinas”. Es casi imposible encontrar un modo tan malvado de herir por celos matando a los propios hijos porque son hijos del esposo que clamará horrorizado

            Calderón de la Barca también acomete el tema de los celos   en “el médico de su honra”. En este caso la esposa Mencía es realmente infiel. La diferencia es que entre el saberse deshonrado y la muerte de la esposa se da una lucha interior en don Gutierre Alfonso de Solís que oscila entre el perdón cristiano y la purificación ritual que exige el código aristocrático. En este caso la pasión celosa es superada, pero no la pasión de una convención social. Sus razonamientos son el clavo ardiendo al que se agarra buscando una solución que no existe. “el honor con sangre, señor, se lava”. Mata, sí, pero no a sangre fría, ni alegremente, ni sin sufrimiento. Mata pues los celos de la honra perdida llevan al dolor de la deshonra”. Es otra consecuencia del amor herido.

[1] Mariano Fazio. Guía del pensamiento de Kierkegaard. Edición digital en Arvo.net. Diciembre 2002

[2] Kiergegaard, Temor y temblor

[3] Juan Pablo II Catequesis 12.4.79

[4] GS 16.

[5] GS 14

[6] GS 13

[7] Von Hildebrand. La esencia del amor. EUNSA. Pamplona 1998 p. 341

[8] ibid. p. 341

[9] es de vidrio la mujer/ y no se debe probar/ si se puede o no romper/ que todo pudiera ser.