Presentada en las VII Jornadas de la Asociación Española de Personalismo, Guatemala 7 de julio de 2011

                                                                                                                     Cecilia Echeverría Falla[1]

 

Sumario

  1. Introducción
  2. Contenido antropológico implícito en la idea bíblica de imagen de Dios
  3. La imagen de Dios como fundamento de la personalidad humana
  4. El paso de la imagen-copia a la imagen-modelo
  5. Perspectiva dinámica y visión estática de la imagen divina en el hombre
  6. El esse-ad-Deum como raíz de la persona humana

 

Abstract

La imagen de Dios en el hombre expresa su finalización a la comunión con Dios. El hilo conductor de este artículo es la relación intrínseca entre imagen y destino (VI), cuya consecuencia fundamental radica en la concepción de persona humana como esse ad Deum, un ser cuya única explicación consiste en ser-para-Dios. Esta terminante verdad contenida en la noción veterotestamentaria de imago Dei (II), es objeto de particular atención en el trabajo. El hombre ha recibido un don al ser imago Dei, y eso le da un valor inestimable; pero también existe en su estructura una “disposición” para el desarrollo de ese don. Se expone también la clásica distinción ireniana entre imagen-modelo e imagen-copia (IV), con la que el teólogo contemporáneo Wolfhart Pannenberg intenta mostrar que el destino del hombre ha hallado cumplimiento por anticipado en la encarnación de Dios en Jesucristo, y que constituye la clave de interpretación adecuada para enfocar dinámicamente la imagen divina en el hombre (V).

 

  1. Introducción

Hoy en día existe una concordancia unánime sobre la centralidad de la persona y el valor de la vida humana[2]. En medio de su apabullante desorientación, el hombre contemporáneo ha intuido que en cada ser humano existe algo inédito, no sujeto a la determinación de genes, ni al color de la piel. Algo que le hace irrepetible, singular y no heredado por la sangre.

El problema es que el hombre contemporáneo no sabe qué hacer consigo mismo y, por eso, continúan las abyecciones contra la dignidad y la vida de la persona humana. Esa realidad tan compleja, misteriosa y enigmática, es también escurridiza, difícil de aferrar. El hombre es una contradicción viviente. Consciente de sus logros, pero también de sus límites; de su coraje, pero también de  sus miedos; de sus conquistas, pero también de sus fracasos; del hecho de ser único e irrepetible, pero al mismo tiempo no indispensable. El hombre vive y luego muere, pasa. Se siente dividido, disgregado, por los conflictos que laten en su estructura íntima y, a la vez, aglutinado por la unidad de un fin. Su inagotable dignidad convive estrechamente con su miseria.

Ningún otro arte como la literatura ha sabido de forma tan hermosa y penetrante, rendir tributo a la esencia de lo humano en todos sus acentos, pliegues y matices. En las obras literarias de autores clásicos se perfila nítidamente esta contradicción paradójica del espíritu humano. Calderón de la Barca en su obra “La vida es sueño” hace palpitar intensamente en su protagonista esta discordancia psicológica. Segismundo es contradictorio: es hombre y es fiera, nació libre y está preso; es heredero legítimo del trono, pero está privado de ese privilegio. Don Quijote de la Mancha, el célebre personaje de Cervantes, también es contradictorio: está loco, pero a la vez cuerdo; hace disparates, pero dice verdades tan profundas y ciertas que nadie es capaz de negar. Ambos encarnan la perenne discrepancia humana, por la que pensamos que vivir es soñar y soñamos para vivir seguros de que los sueños, no son más que eso: sueños y, sin embargo, nos hacen vivir.  El mérito incomparable de los clásicos de la literatura estriba en haber sabido entretejer, con la música de las palabras, lo miserable y lo sublime, lo grande y lo ruin, lo relativo y lo absoluto, lo descartable y lo insustituible del ser humano.

La filosofía y teología contemporáneas no han cerrado los ojos ante esta contradicción, es más, la han acogido con realismo y profundidad. Desde su cátedra de Teología sistemática de la Facultad evangélica de la Universidad de Münich, Wolfhart Pannenberg ha edificado un sólido sistema filosófico-teológico sobre las ruinas que dejó Nietzsche, entre otros, en su derribo de Dios y de la razón humana.

Wolfhart Pannenberg  nace en Stettin (entonces, Alemania; hoy, Polonia) el 2-X-1928. Participa en la defensa de su patria en los últimos días del III Reich, y tiene que huir a Alemania Occidental. Estudia filosofía y teología en Berlín, Gotinga, Basilea y Heidelberg. En los primeros pasos de su trayectoria fue seguidor de Karl Barth, de quien fue alumno. Con von Rad forma el llamado “grupo de Pannenberg” o de Heildelberg. Se reconoce opositor de la teología existencial de Bultmann. En 1956  toma posesión de la cátedra de Teología sistemática de la facultad evangélica de la U. de Münich, hasta 1994.  Pertenece, junto con von Rad, Bultmann, Metz, Moltmann, etc., a una generación de teólogos protestantes de gran espesor teórico. Interlocutor notable en el diálogo ecuménico contemporáneo, del que se han hecho eco  teólogos católicos como Congar, Rahner,  Schellebeckx, Scheffczyk, Ratzinger, von Balthasar, etc.  Su apología del cristianismo está hecha a base de coherencia y argumentación racional. Pannenberg es el teólogo protestante que con más intensidad ha estudiado la doctrina y la teología católica, sintonizando con ella hasta el punto de reconocerse “filocatólico”; lo cual le ha reportado ásperas críticas por parte de los protestantes[3].

El escenario en que inicia su singladura el siglo XXI es un mundo secularizado y dominado por las sombras de la desorientación sobre el ser humano. Empero, también este tiempo se ha visto enriquecido por figuras que, como Pannenberg, buscan dar respuesta consistente a sus grandes retos.

 

  1. Contenido antropológico implícito en la idea bíblica de imagen de Dios

 

En la obra de Pannenberg, el cristianismo se presenta como la intervención de Dios en la historia humana que ha alcanzado su más alta culminación en la persona de Jesucristo[4]. La revelación de Dios comienza con la creación del hombre “a imagen y semejanza de Dios” (Gen. 1, 26). Esta verdad teologal, narrada por el relato sacerdotal del Génesis, es el fundamento antropológico alrededor del cual giran todas las otras verdades teológicas sobre el hombre. Por ser imagen de Dios, el destino del hombre es la comunión con Él, que encuentra su consumación en la conformación con la imagen de Cristo. El acontecimiento central de Jesús de Nazaret representa la luz que descubre, descifra y da a conocer el ser del hombre mismo. Sólo a través de Cristo, imagen perfecta de Dios Padre, encuentra su consumación el destino del hombre como imagen de Dios[5].

El objetivo que persigo con esta ponencia es mostrar la raíz de la personalidad del hombre en la relación icónica con Dios. Existe una correspondencia intrínseca entre ser imagen de Dios y la vocación o destino a la comunión con Él. La relación icónica será la base sobre la que se asiente la constitución ontológica del hombre: su esse-ad-Deum, su ser-para-Dios. Una relación de dependencia absoluta que no degrada al hombre sino que constituye el fundamento de su dignidad. La dependencia con Dios es la que libera al hombre de cualquier otra dependencia: porque depender de Dios, nos hace no depender de nadie ni de nada más, ni siquiera de otro hombre; todos los demás seres, con excepción de sus semejantes, dependen del hombre.

El “ser imagen de Dios” no le es introducido al ser humano desde fuera, no es algo añadido, sino que constituye su estructura individual esencial. No creó Dios primero al hombre, para luego imprimirle su imagen. El hombre y la mujer no tienen una imagen de Dios; son, desde un principio, en su unidad de cuerpo y espíritu, imagen divina.

La categoría de “imagen” incluye una relación recíproca con Dios: no es sólo el hombre el que con ella queda referido a Dios; es el propio Dios quien se autorremite al hombre. Dicho con otras palabras, la expresión “imagen de Dios” manifiesta que Dios es el tú ineludible del hombre, pero también que, a la inversa, el hombre es el tú de Dios; éste ha querido reflejarse en aquél como en un espejo. En última instancia, lo que aquí comienza a insinuarse (que el hombre pueda ser el rostro desvelado de Dios) es la encarnación de Dios en el hombre. La relación icónica con Dios está apuntando prolépticamente (por anticipado) a la cristología.

Según la mayoría de exégetas reconocidos, nefés es la noción central de la antropología bíblica. En el relato yahvista de la creación del hombre, Gen. 2, 7, leemos que Dios insufla en el hombre aliento de vida y así vivifica la criatura por él formada: “insufló en sus narices aliento de vida y resultó el hombre un ser viviente (nefés hayya)”. La nefés hebrea no es una entidad puramente espiritual, al estilo de la psyché platónica, sino que está afectada por una fuerte componente de corporeidad: cuando el ser humano siente hambre, leemos más adelante en el antiguo testamento, su nefés está vacía (Is. 29, 8); el pueblo hambriento en el desierto se lamenta de tener la nefés “seca” (Num. 11, 6); la nefés disfruta con los buenos manjares (Is. 55, 2), etc[6].

La nefés es el centro de vida inmanente del ser humano, la persona animada por su propio dinamismo y dotada de sus rasgos distintivos, hasta el punto de que con este término hebreo se puede significar lo que hoy llamaríamos personalidad. El hombre como nefés está consagrado a la caducidad, pero no es una entidad clausurada sobre sí misma, sino que está abierta a Dios. Es un ser sediento, anhelante de Dios.

Pese a que en las lenguas occidentales no existe equivalencia precisa con los términos bíblicos, podemos seguir las pistas insinuadas por el autor sagrado y comprender que los relatos bíblicos no aspiran a ser una fórmula metafísica sobre su naturaleza; sino que son una descripción funcional, una reflexión sobre el esse-ad-Deum que se halla referido a Dios de forma especial.  Cuando el relato sacerdotal explicita que el hombre fue creado “a imagen y semejanza” de Dios está asentando una profunda verdad teológica, una declaración sobre el ser humano y la estructura antropológica que lo constituye radicalmente. Significa no sólo que el hombre ha sido hecho, sino que ha sido destinado o llamado a una vida de relación con Dios, entendido como comunión. Y que esta destinación o vocación sustenta de tal modo la raíz de su existencia, que lo constituye intrínsecamente en persona.

 

  1. La imagen de Dios como fundamento de la personalidad humana

 

La persona humana es un ser limitado capaz de autoposeerse y autodonarse en cuanto que es una naturaleza subsistente en sí misma. Ser persona es ser capaz de diálogo y amor, es ser capaz de experimentarse en el otro, en el tú, como misterio de un ser-en-sí que no se agota en nada de lo que el otro puede percibir desde fuera[7]. El ser del hombre como imagen de Dios no se agota en el hecho de tener autoconciencia, tampoco en el de ser capaz de distinguir y afirmar el propio yo frente a los demás. Tampoco alguien deja de ser persona cuando su autoconciencia no se ha manifestado todavía, o no se manifestará nunca. No es la autoconciencia lo que funda la personalidad sino la relación icónica con Dios abierta a un destino eterno[8].

Se puede decir que el “yo humano”  es persona, tiene identidad personal sólo y verdaderamente frente al “Tú” de Dios que lo ha creado. El “yo” humano se realiza y se perfecciona en el “Tú” divino, en el rostro del que es icono porque refleja ya aquí quién es el Padre. “La integridad de la propia vida, independientemente de su fragmentaria realización en cada instante, sólo se encuentra en la relación con su Creador[9].” El giro decisivo hacia esta concepción de persona humana, que en su singularidad tiene ante Dios un valor infinito, fue promovido de manera novedosa por Jesucristo. Por primera vez en la historia, Dios se acerca a cada una de sus criaturas con amor eterno, y se desvive y desvela denodadamente por aquellas que se han extraviado.

Por encima del mundo físico, la persona en el encuentro con el otro es capaz de superar la soledad y el sinsentido, porque es capaz de hablar. La persona transforma las cosas en lenguaje y presta su voz a las demás criaturas sin habla para que puedan alabar a Dios. No deja de ser significativo teológicamente el hecho de que en el contexto del relato sacerdotal Dios dirija la palabra solamente a la primera pareja humana (Gen. 1, 28: “y les dijo Dios”; Gen. 1, 29: “yo les doy”). Dios aparece en el Génesis hablando con alguien. Esto quiere decir que la vida humana desde sus orígenes es diálogo con Dios. El ser humano es ante todo un “oyente de la palabra”[10]. El hecho de que Dios establezca un diálogo con el hombre viene a subrayar su vocación o destino a la comunión con Dios. Él es alguien capaz de entender a Dios y de responderle[11], es alguien dialogal. La opacidad de lo meramente físico se convierte, por la persona, en transparencia. Hay algo en la persona que va más allá de las cosas. Ese algo no es el mundo, no es algo intramundano, es lo que Pannenberg llama destino a la comunión con Dios y lo que la constituye en imagen de Dios, en una imagen personal llamada a la comunión con un Dios tripersonal[12].

 

  1. El paso de la imagen-copia a la imagen-modelo

La fijación del significado de las palabras ‘imagen’ y ‘semejanza’ que emplea el relato sacerdotal del Génesis ha ocupado extensamente a teólogos y exégetas cristianos.

Inicialmente los exégetas se dividen en dos frentes: los que consideran que los términos del código sacerdotal ‘imagen’ y ‘semejanza’son sinónimos, y los que hablan de una diferencia de significado pretendida deliberadamente por el autor sagrado. San Ireneo de Lyon (130-200) es el primero en distinguir entre imagen y semejanza, significando respectivamente el parecido natural y sobrenatural del hombre a Dios. Ésta es la postura que prevalece en la patrística oriental y occidental hasta la Edad Media. Según la distinción categorial que establece Ireneo, la semejanza se perdió con el pecado original y la imagen permanece como tal.

San Agustín (354-430) es el primer representante de la tradición patrística occidental que no hace distinción entre imagen y semejanza. No es éste el caso de Santo Tomás (1225-1274), quien dedica considerable atención al tema de la imagen divina en el hombre. Asume y desarrolla la distinción que hace Anselmo de Laón entre vestigium (seres inanimados y no racionales), imago creationis (racionalidad humana, reflejo de la divina), imago similitudinis (racionalidad humana, reflejo de la Trinidad: memoria, inteligencia, amor) e imago recreationis (el hombre en gracia)[13]. Además, “distingue en su exposición de esta cuestión una doble forma de semejanza: una más general, que sólo concierne a la relación de imagen, y otra añadida a la idea de imagen (ut subsequens ad imaginem) en cuanto que la imagen puede ser más o menos semejante con lo representado[14].

La doctrina reformadora y post-reformadora se apartó de Ireneo y tomó como idénticas las nociones de imagen y semejanza. Debido a tal identificación, al perderse la semejanza de Dios con el pecado, tuvieron que admitir la pérdida también de la imagen. Karl Barth (1886-1968), concretamente, minimiza la tesis de la imagen e interpreta las expresiones de Gen 1, 26 como un simple modo de señalar la diferencia entre Creador y criatura[15].

Con el fin de preservar indemne la comprensión del hombre en cuanto tal, Pannenberg hace suya la distinción de Ireneo[16]  entre imagen-copia e imagen-modelo. La imagen-copia sería Adán y la imagen-modelo sería Cristo. Esta distinción ya había sido preparada por la interpretación judía de Gen. 1, 26 al referir esta afirmación a la sabiduría pre-existente[17] y a la participación en ella del don de sabiduría por el nous[18]. Sin embargo, la doctrina cristiana de la imagen de Dios en el hombre ha de tener necesariamente en cuenta las afirmaciones paulinas sobre Cristo, como imagen de Dios, en la que han de transformarse todos los demás hombres, para explicar el destino del hombre en general a conformarse con la imagen de Dios. “Hay que unir la permanente realidad de la creación del hombre a imagen de Dios con la interpretación de la tesis paulina, según la cual, el hombre en cuanto tal no es la imagen de Dios, sino solamente Jesucristo, y todos los demás hombres necesitan renovar su relación con Dios de acuerdo con esta imagen”[19], con el original primitivo, que sería la imagen modelo.

¿Cómo compaginar lo uno con lo otro? ¿Cómo conectar la imagen-modelo o el original primitivo con la imagen-copia? La respuesta se encuentra en el hecho de que Gen. 1, 26 (y también Gen. 5, 1 y Gen 9, 6) califica al hombre no como “imagen de Dios” sino como ser creado “a” imagen o “según” la imagen de Dios. Aquí se halla implícita la diferencia entre imagen-modelo e imagen-copia: el hombre es imagen-copia de Dios.

¿Cómo relacionar entonces la imagen-copia con la imagen-modelo? Mediante la semejanza con el modelo. La semejanza puede ser mayor o menor; cuanto mayor sea la semejanza tanto más clara será la imagen y más intensa la presencia del modelo en ella[20]. “La semejanza es entonces constitutiva para la esencia de la imagen, no se puede prescindir de la semejanza, pues hace que la copia del modelo se convierta en imagen en sentido más alto[21]. Cristo es la imagen  perfecta de Dios, el original primitivo y el creyente debe conformarse con el modelo. No debe hablarse de imagen de Dios, advierte Pannenberg, pensando en un estado de perfección paradisíaca, que se perdió con el pecado de Adán, sino pensando en Cristo. La imagen de Dios en el hombre ha hallado su cumplimiento perfecto en la persona de Jesucristo. La concepción plena del hombre como imagen de Dios no se puede obtener solo a partir de una lectura veterotestamentaria: se impone la interpretación cristológica. Hay que acudir al nuevo testamento,  donde está el original primitivo, que es Jesucristo, la imagen perfecta del Padre[22]. La imagen interior que es Dios debe entrar en la imagen exterior que es Cristo y, precisamente porque ambas se corresponden, podemos decir que la imagen eterna ha asumido la figura de la imagen temporal. Después de la encarnación es imposible separar: no se puede entender al hombre en cuanto tal, en su constitución intrínseca, si no es a la luz de Cristo, la imagen perfecta de Dios Padre. Sólo en la figura de Jesucristo se ha manifestado con toda claridad la imagen de Dios en el hombre[23]. Solo en Cristo se encuentra la clave de interpretación del hombre como imagen.

Ireneo tiene el mérito de haber establecido sobre la base de una antropología enraizada en el cuerpo, “un lazo de unión de las afirmaciones veterotestamentarias sobre la creación del hombre con las del nuevo testamento sobre Jesucristo como imagen de Dios y sobre el destino del hombre a transformarse en esta imagen”[24]. Lo que define al hombre no es ni un enunciado abstracto ni el Adán del antiguo testamento, sino Jesucristo, “la imagen de Dios”, el nuevo y verdadero Adán. “Sólo es específicamente cristiana la tesis de la encarnación en un hombre de la imagen divina preexistente, junto con la consideración de que sólo así logra el hombre el destino que lo distingue entre todas las demás criaturas”[25]. Ireneo logró vincular cristología y antropología, porque puso a la antropología al servicio de la cristología, cosa que no se hallaba desarrollada en las afirmaciones veterotestamentarias. A diferencia de los alejandrinos, Orígenes y Atanasio, Ireneo relacionaba las afirmaciones paulinas sobre Jesucristo como imagen de Dios con el Lógos hecho hombre, y no con el Lógos preexistente (Adv. Haer. V, 16, 2), el Lógos Asarkos. Así lograba, a mi juicio, fundamentar los presupuestos claves del cristianismo, la encarnación del Verbo y la resurrección de Jesús, sobre la base de una antropología englobante y unitaria.

Podemos concluir este punto afirmando que el hombre en cuanto tal no es sólo imagen de Dios, sino también de Cristo, es imagen de la Imagen. Y no sólo los creyentes, sino el hombre en general, aunque no lo sepa. La definición del hombre como imagen de Dios significa que la relación con Dios, la destinación u ordenación a la comunión con Dios está en la esencia misma del ser humano, no sólo del creyente, y ésta es la idea original, que me parece, se puede rescatar de Pannenberg.

 

  1. Perspectiva dinámica y visión estática de la imagen divina en el hombre

 

La idea veterotestamentaria de la imagen de Dios aparece planteada en términos más bien estáticos: el hombre es imagen y representante de Dios en el mundo. Al igual que la imagen representa al modelo (la imagen o retrato del gobernador de un país representa al gobernador frente a su pueblo), el hombre representa a Dios ante la entera creación. Los egipcios consideraban al faraón imagen y representante de la divinidad en la tierra. En la concepción bíblica la condición de imagen no se limita al rey, sino que se dice de todo hombre. Expresa el señorío de Dios sobre su creación a cuya participación y disfrute ha sido llamado el hombre. Por encima de todas las criaturas, según el relato sacerdotal del Génesis, el hombre es representante del dominio mismo de Dios sobre su creación.

A mi juicio, hay que superar el concepto de una naturaleza clausurada, invariable, dada de una vez por todas en el origen de la existencia, por una imagen de Dios en el hombre en devenir, en desarrollo, como tarea. La intención de no hacer distinción entre las nociones de imagen y semejanza va encaminada a concebir la semejanza divina como empeño del hombre para completar la imagen de Cristo en nosotros. Toda la existencia cristiana ha de apuntar a esto: “a reproducir la imagen del Hijo” (Rom. 8, 29). La imagen de Dios en el hombre no es una magnitud estática, sino una realidad dinámica cuyo desarrollo consiste en revestirse de Cristo o participar de su imagen, al decir de San Pablo: “revestíos del hombre nuevo que se va renovando… según la imagen de su creador” (Col 3, 10).

Me inclino por un enfoque dinámico de la imagen divina, porque considero que lo propio y específico de la naturaleza humana es un proyecto a realizar, un fin. “La imagen de Dios no se realizó plenamente desde los comienzos de la historia de la humanidad. Su plasmación se halla todavía en proceso”[26], apostilla Pannenberg. Adán era un mero boceto, un esbozo del hombre definitivo. No era sino “figura” (typos) del que había de venir (Rom 5, 14)[27]. Es preciso un “Adán” verdadero, un “hombre” cabal, definitivo, en quien la imagen de Dios se refleje con toda su autenticidad. Ese hombre es Cristo, “quien es imagen de Dios” (2 Cor 4, 4).

Con el fin de que el hombre pudiese ser la imagen de Dios restaurada en Cristo, uno de los dos polos de la relación (Dios o el hombre) debía despojarse (alienarse) de sí mismo. Alguien en esa relación tenía que expropiarse de su ser para hacer así viable al otro su coincidencia con él. Dios fue el que decidió asumir sobre sí la carga de la expropiación y se hizo hombre. A partir de entonces, para que el hombre sea imagen de Dios, ya no tiene que renunciar a su propio ser, sino realizarlo acabadamente. Ser imagen de Dios y ser hombre es uno y lo mismo en Cristo[28]. En la imagen de Dios encarnado se nos da todo lo que el hombre puede llegar a ser en plenitud. En la medida en que vamos reproduciendo la imagen de Cristo en nosotros, Dios “reencuentra” su propia imagen  en el corazón del hombre. La criatura humana, por tanto, no puede limitarse a ser una copia del original, sino que debe irradiar el esplendor de la imagen-modelo: “el cual, es resplandor de su gloria e impronta de su sustancia” (Heb 1, 3). Y, para poder llevarlo a cabo Dios le ha dado capacidad de alteridad, de respuesta, de trascendencia, de libertad y de amor.

A partir del acontecimiento de Jesucristo, el relato sacerdotal del Génesis 1, 26: “hagamos al hombre a imagen nuestra” contiene más que una afirmación sobre el origen del hombre. A la luz de Cristo contiene una afirmación sobre su finalización, sobre el destino del hombre, sobre el para-qué humano. Por eso, la interpretación sobre el hombre como imago Dei no es una fórmula metafísica sobre el ser-en-sí del hombre, sino una explicación sobre el esse-ad-Deum, sobre el ser-para-Dios porque en su origen está inscrita su finalidad. Siendo el hombre una imagen no acabada, sino apenas incoada, no podemos contemplarlo más que como un constante camino hacia su propia plenitud, como futuro en Cristo.

  1. El esse-ad-Deum como raíz de la persona humana

Llegados a este punto de la investigación, ya podemos aportar algunos trazos conclusivos que pongan de manifiesto la originalidad del tema, tan clásico y, a la vez, insondable de la relación icónica entre el hombre y Dios.

La unión hipostática en Cristo ha marcado –antes y después- el destino del hombre en cuanto tal. Tanto es así, que a partir del acontecimiento de la encarnación sólo se puede hablar del hombre a la luz de Jesucristo, porque la única verdadera imagen de Dios es Cristo, la imagen-modelo.

Si el destino del hombre en su creación a imagen de Dios ha hallado su cumplimiento en Jesucristo, es preciso deducir que la creación del hombre a imagen de Dios se hallaba desde el inicio ya ordenada a ese cumplimiento. ¿Cómo entender de un modo más preciso esa relación? ¿Significa que la creación del hombre estaba ya ordenada en la intención de Dios a la comunión de Dios con el hombre realizada en la encarnación del Hijo de Dios? ¿O significa más bien que el mismo ser creado del hombre se caracteriza desde el principio por una referencia a Dios y a la comunión con Él que se ha realizado en Cristo[29]? Dicho con otras palabras, la disyuntiva es ésta: ¿existe una relación extrínseca, es decir, en la intención de Dios pero no en la realidad creada, entre la imagen de Dios y el fin del hombre? ¿O estamos hablando de una relación intrínseca entre ambos términos del master argument?

Karl Barth presentaba la comunión del hombre con Dios, inaugurada por la alianza de Dios con Israel y llevada a cumplimiento en Jesucristo, como un designio extrínseco a la naturaleza creada del hombre[30]. La realidad creada del hombre no estaría en sí misma orientada a Dios y a ser con Dios, sólo estaría así en la intención del Creador. La naturaleza creada del hombre no tiene lugar, según Barth, en la temática religiosa de la vida humana, sino en un ámbito neutral, desprovisto de fundamento teologal, despojado del espacio religioso de la vida, como ocurre en las sociedades secularizadas. En el extrinsecismo de Barth la temática religiosa de la vida en el orden natural es eludida y silenciada sorprendentemente.

A mi juicio, la finalidad a la comunión con Dios no puede ser meramente extrínseca al desarrollo real de la vida humana. Tal destino no puede consistir en una intención del Creador extrínseca a la condición creada del hombre[31]. No puede situarse la intención del Creador de un modo tan ineficaz y extrínseco con respecto a su criatura. ¿Cómo logra Pannenberg superar la aporía estructural de la relación Creador-criatura a que conduce el extrinsecismo de Barth?

Consigue resolver la aporía acudiendo a un concepto clave, capaz de relacionar intrínsecamente la imagen de Dios y su destino y realización de la vida humana: la “disposición”. La intención del Creador al crear al hombre no puede situarse en la periferia de la realidad de la criatura, como un artesano que fabrica un producto que luego será distribuido y olvidado por su hacedor. Dios no modela las criaturas al margen de su función específica. Si seguimos con el ejemplo, Dios sería el artesano que modela las obras dotándolas de una configuración específica y particular acorde y coherente con la intención inicial de la tarea, aunque luego el artículo pase a otras manos y usos independientes de su fabricante.

A esta configuración específica y particular la llama Pannenberg “disposición”, en el sentido de estructura o finalidad intrínseca relativa a la intención. Esta intención se incoa con el acto creador en el que Dios plasma al hombre a su imagen y semejanza. A esa incoación del proyecto divino sigue una finalización, o una vocación (llamada por Pannenberg “destino”) a la comunión con Dios. Tenemos el origen y el fin, pero falta la realización por parte del hombre de la intención creadora.

La realidad creada del hombre se caracteriza desde el inicio por ser imagen de Dios. Pero esto en Pannenberg implica un doble momento de la acción creadora: la dotación del ser “a imagen y semejanza de Dios” y la vocación (o destino) a la comunión con Dios. Dios no quiere sólo lo que la persona “ya es”, sino que la llama (o la destina) a una completa realización de su destino personal a la luz de su ser. La misma realidad creada se caracteriza desde el principio por una referencia a Dios y a la comunión con él en virtud de su ser imagen de Dios[32].

La creación del hombre a imagen de Dios se halla ordenada a su cumplimiento que se ha realizado anticipadamente en Jesucristo, pero el hombre no deja de ser tarea para sí mismo. Hay que verlo como un proceso. El despliegue de la imagen divina en el hombre no ha alcanzado sentido pleno hasta que éste se descubra como un proyecto divino, una tarea, una vocación a la que ha de responder libremente. El hombre ha recibido un don con el ser imago Dei, que le da un valor inestimable; es preciso que exista ya en el ser una “disposición” para el desarrollo de ese don.

La relación entre el ser (imago Dei) y su vocación (fin) es intrínseca. Lo que en Dios constituye una intención finalizadora corresponde en la criatura a una estructura finalizada, a una finalidad intrínseca, inscrita en su ser[33].

A lo largo de estas reflexiones, he ido descubriendo la riqueza de los implícitos teológicos y filosóficos contenidos en la noción veterotestamentaria de imago Dei,  epítome del bagaje conceptual antropológico a lo largo de los siglos. La relación intrínseca de la imagen de Dios con el fin del hombre,  permite concebir a la persona humana no sólo como criatura de Dios, cosa que ya sería mucho, sino como un ser cuya única explicación consiste en ser-para-Dios. El hombre es esse ad Deum desde todas las dimensiones posibles, y eso es lo que indica, mejor que ninguna otra, la fórmula de imagen de Dios; por eso, es insuperable.

 

[1] Doctora en Filosofía por la Universidad de la Santa Cruz, Italia. Master en Asesoramiento Académico por la Universidad del Istmo, Guatemala. Licenciada en Filosofía por la Universidad de Navarra, España. Bachiller en Teología por la Universidad de la Santa Cruz, Italia. Ha realizado estudios de licenciatura en Teología. Actualmente es profesora de Antropología filosófica, Pensamiento filosófico y Ética en la Universidad del Istmo, Guatemala ([email protected]).

[2] Véase, por ejemplo,  CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes; JUAN PABLO II, Redemptor hominis, Ciudad del Vaticano 1979; GEHLEN, A., l’uomo. La sua natura e il suo posto nel mondo, Feltrinelli, Milano 1983; GEAVAERT, J., El problema del hombre, Salamanca 1991; PANNENBERG, W., Was ist der Mensch? Die Anthropologie del Gegenwart im Lichte der Teologie, Göttingen 1995; MORICONI, B. (ed.), Antropoloiía cristiana, Bibbia, teologia, cultura, Città Nuova, Roma 2001, p. 450; SHÖNBORG, Ch., El Icono de Cristo. Una introducción teológica, Ediciones Encuentro, Madrid 1999 (traducción española de Antonio Belella de Die Christus Ikone, 1984).  

[3] En 1961 publica, junto con otros de su círculo, La revelación como historia, obra que supuso un desafío para las teologías dominantes en Alemania: la barthiana y la existencial.  Desde entonces ha ido desarrollando su monumental proyecto teológico desde distintos campos: en el campo cristológico (Fundamentos de Cristología, 1964); en el de los fundamentos epistemológicos (Teoría de la ciencia y  teología, 1973); en el de los fundamentos antropológicos de la teología (El hombre como problema, 1962; El destino del hombre, 1978; Antropología en perspectiva teológica, 1983); y también en el campo ecuménico y de la ética (Ética y eclesiología, 1977). El horizonte sistemático aparecía ya en Teología y Reino de Dios, 1971, y en los dos volúmenes de Cuestiones fundamentales de teología sistemática, de 1967 y 1980 (este último no traducido). En 1991 ve la luz la colosal obra titulada Systematische Theologie, en 3 volúmenes. El volumen n. 2 cuenta con una introducción y revisión realizada Juan A. Martínez Camino y ha sido traducido al castellano por Gilberto Canal Marcos.

(Sobre la trayectoria vital e intelectual puede consultarse, entre otros: FRAIJÓ, M., El sentido de la historia. Introducción al pensamiento de W. Pannenberg, Ediciones Cristiandad, Madrid 1986; MARTÍNEZ CAMINO, J. A., Introducción al volumen II de Teología sistemática, UPCO, Madrid 1996, XI-XVIII).

[4]El cristianismo, para Pannenberg, se presenta también como algo consistente, capaz de afrontar la crítica más exigente, “el Cristianismo no puede renunciar a su pretensión de verdad” (Teología sistemática, vol. II, cit., & 9 del prólogo). Pannenberg valora las conquistas del intelecto humano y se propone “dar razón de la propia esperanza” (1 Pet 3, 15), ofreciendo razones y motivos profundos para creer. Cfr. O’CALLAGHAN, P., Whose Future? Pannenberg’s Eschatological Verification of Theological Truth, in Irish Theological Quarterly 66/1, 2001.

[5]PANNENBERG, W., Teología sistemática, vol. II, cit.,p. 227.

[6] Cfr. RUÍZ DE LA PEÑA, J.L., Imagen de Dios. Antropología teológica fundamental, Sal Terrae, Santander 1988, p. 23.

[7] Cfr. PANNENBERG, W., Teología sistemática, vol. II, cit.,p. 214.

[8] Cfr. PANNENBERG, W., Teología sistemática, vol. II, cit., p. 214.

[9]PANNENBERG, W., Teología sistemática, vol. II, cit., p. 216.

[10] Así lo consigna el Antiguo Testamento, donde quien no tiene esa capacidad responsorial activa es un hombre acabado (Sal. 38, 14.15: el moribundo es “como un sordo”, “como un mudo”). Salomón pide a Yahvé “un corazón que escuche” (1 Re 3, 9), y Dios llama al hombre singular a la existencia (Dt 6, 4-9; 30, 15-20), para dialogar con él. También los evangelios confirman este rasgo dialogal: serán dichosos los que “oyen la palabra de Dios y la guardan” (Lc 11, 28), que saben alimentarse “no sólo de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4, 4). Justamente, por ser relación a Dios y a su palabra, el hombre es el más alto valor de la creación, el fin no mediatizable y al que todo está subordinado: “el sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado” (Mc 2, 27; Cfr. Mt 10, 31; 12,21). (Cfr. RUÍZ DE LA PEÑA,  J. L., Imagen de Dios. Antropología teológica fundamental,  cit.,P. 63).

[11] Cfr. BAEZ, S. J., “L’uomo nel progetto di Dio: Gen. 1-3”, en MORICONE, B. (ed.), Antropologia cristiana, Città Nuova, Roma 2001, p. 178.

[12] Sobre el hombre como imagen del Dios trinitario puede verse ARANDA, A., Identità cristiana: i fondamenti, EDUSC, Roma 2007, pp. 133-178.

[13]PANNENBERG, W., Teología sistemática, vol. II, cit.,p. 237.

[14]Summa Theologiae I, 93, 9.

[15] Cfr. MORALES, J., El misterio de la creación, EUNSA, Pamplona 1994, p. 214.

[16] Ireneo de Lyon (130-200) es el primero de los Padres que hace una teología de la imagen y semejanza (en Adversus haereses IV-V, principalmente), abriendo así el camino a los Padres griegos y latinos. A mi modo de ver, éste es el motivo por el que Pannenberg lo toma como punto de referencia básico: “Esta teología de la imagen es la base antropológica de la teología histórico-salvífica de Ireneo” (PANNENBERG, W., Teología sistemática, vol. II, cit.,p. 234).

[17] Sab. 9, 9: “Contigo está la sabiduría que conoce tus obras, que estaba presente cuando hiciste el universo, y sabe lo que es agradable a tus ojos y conforme a tus mandatos”.

[18] Sab. 9, 2: “y con tu sabiduría formaste al hombre, para que dominara sobre las criaturas hechas por ti”.

[19] Cfr. PANNENBERG, W., Teología sistemática, vol. II, cit., p. 233.

[20] Cfr. PANNENBERG, W., Teología sistemática, vol. II, cit., p. 234

[21] Según algunos exégetas el binomio ‘imagen’ – ‘semejanza’ es una distinción deliberada del hagiógrafo con el fin de mitigar al segundo sustantivo. Dado que en las culturas semitas la imagen tiende a identificarse con lo imaginado, incluso a desplazarlo, decir que el hombre es tselem de Dios sería una expresión demasiado fuerte. De la tendencia a identificar la representación y lo representado surgió la prohibición de imágenes vigente en Israel (Ex. 20, 4) y, todavía hoy, en el Islam. Véase, RUÍZ DE LA PEÑA, J.L., El hombre imagen de Dios, Antropología teológica fundamental,  cit.,p. 44; SCHEFFCZYK, L., Der Mensch … XXVI; AUZOU, G., En un principio Dios creó el mundo, Estella 1976, p. 265.

[22] Cfr. 2 Cor 4, 4; Col. 1, 15.

[23] Cfr. PANNENBERG, W., Teología sistemática, vol. II, cit.,p. 235.

[24]PANNENBERG, W., Teología sistemática, vol. II, cit., p. 224.

[25]PANNENBERG, W., Teología sistemática, vol. II, cit.,p. 225.

[26]PANNENBERG, W., Teología sistemática, vol. II, cit., p. 235. Pannenberg llegó incluso a hablar de “historización de la naturaleza humana por la cristología” (“Fundamento cristológico de una antropología cristiana”, en Concilium 86 (1973), 413).

[27] Rom. 5, 14: “No obstante, reinó la muerte desde Adán hasta Moisés, aun en los que no pecaron a la manera de la transgresión de Adán, el cual es figura del que había de venir.”

[28]Cfr. RUIZ DE LA PEÑA, J. L., Imagen de Dios. Antropología teológica fundamental,  cit.,pp. 80-81.

[29] Cfr. PANNENBERG, W., Teología sistemática, vol. II, cit.,pp. 245.

[30] Cfr. BARTH, K., Dogmatique III/1 (trad. de la edición francesa), Genève 1960, p. 225. Citado por PANNENBERG, W., Teología sistemática, vol. II, cit.,p. 245.

[31] Cfr. PANNENBERG, W., Teología sistemática, vol. II, cit.,p. 247.

[32]PANNENBERG, W., Teología sistemática, vol. II, cit., p. 245.

[33]“El destino del hombre a la comunión con Dios, fundado en su creación a imagen de Dios es intrínseco a la vida humana. El destino no puede ser una intención del Creador extrínseca a la condición creada del hombre. La vida de una criatura a imagen de Dios está intrínsecamente animada por su destino divino, aun cuando el destino divino no se ha consumado aún en los orígenes de la historia humana, sino que alcanzará solamente como fin y culminación de esta historia. Pero es preciso que exista ya en el principio al menos una disposición para este fin.” (PANNENBERG, W., Teología sistemática, vol. II, cit., p. 245).