Por J. Barraca, Profesor Titular de Filosofí­a en la Universidad Rey Juan Carlos (Madrid)

  <<La verdadera vida no es la de aquí­>> (E. Lévinas) [1]

-¿Qué valor peculiar presenta una Bioética en clave de la persona?

  La filosofí­a -y,  en particular, la Bioética- en clave de la persona reconoce a la vida humana un valor que, sencillamente, no alcanzan a captar otras reflexiones o concepciones filosóficas. Se trata, como es lógico, del valor caracterí­stico de la persona: el valor de lo único, esa singularidad o unicidad, esa diferenciación o distinción propia de lo personal. Por eso, se ha escrito sobre la persona que: <<La persona no es algo sino alguien. La persona nombra a cada individuo personal, lo propio y singular de cada hombre, su estrato más profundo, que no cambia en el transcurso de cada vida humana (…)>>[2]. Para describir esto mismo se ha hablado de lo irrepetible, de lo no numerable,  lo no intercambiable, lo no fungible, lo incomparable; de aquello que no puede ser substituido por otro, lo que  no admite reducción a lo impersonal o cósico, lo que resulta irremplazable (tal como ha enseñado, con extrema profundidad, Emmanuel Lévinas [3]). En palabras del pensamiento clásico, con la persona nos encontramos ante lo más uno, lo más verdadero, lo más bello; ante ese máximo grado del ser de la filosofí­a perenne. O, ya en un lenguaje actual, la persona nos sitúa junto a lo más concreto y distinto, lo más próximo y diferente al tiempo, lo que apela -llama- con mayor vigor a nuestro ser [4].

 Todo esto conecta, en su fondo, con esa excelencia comportada por la propia realidad de la persona que, hoy, gustamos de designar con el término dignidad personal. De hecho, ya la expresión persona refiere fundamentalmente esta dignidad, o valor especial, que se halla en seres concretos y determinados, susceptibles de nombre propio de forma caracterí­stica, como recuerda Tomás de Aquino, y tal como glosan las agudas reflexiones o análisis a este respecto de E. Forment [5]. Al reconocer como persona a un ser concreto, no aludimos a algo distinto de la presencia más honda en él de este singular valor o dignidad, ni advertimos un nuevo arcano o  aspecto revolucionario que pretendamos descubrir en su interior. Resulta capital, para la Bioética en esta clave [6] (y aún para cualquier pensamiento de alcance sobre lo humano) comprender que es todo el ser de quien existe al que llamamos persona, pues es precisamente en esa unidad única  e inextricable en quien advertimos dignidad o valor inseparables (más allá de los principios que la constituyen).  Por esto, esa dignidad de persona, que se encuentra en los humanos -cuyo fundamento último procede de un Amor originario o genuino-, constituye una realidad propia de su vida entera, es de hecho la integridad misma de su forma de existencia singular (justamente lo que da unidad a su ser concreto), y no un añadido extrí­nseco ni algo accidental o adherido que se sume desde fuera en un determinado momento a lo humano. Por esto, se ha dicho: <<Todos los hombres y en cualquier situación de su vida, independientemente… de toda circunstancia biológica, psicológica, cultural o social, etc., son siempre personas en acto>> [7].

 Pues bien, el fin especí­fico de este breve ensayo radica, así­, en explorar en parte la fecundidad de esta germinal clave de valor -la de lo personal y lo único- en la vida humana, y proyectarla sobre la Bioética. Porque no basta, en nuestro caso -el de los seres humanos-, con reconocer a lo vivo cierto valor, que redunde sobre nosotros mismos; ni siquiera con apreciar la singularidad como especie diferente que, por naturaleza, pueda correspondernos. Hay aquí­ en juego algo mucho más radical: el intransferible e inalienable valor de la persona, cuya misteriosa belleza alcanza nuestra vida no como fruto de un mérito, sino por una donación verdaderamente radical (en su raí­z). Ante esto, parecen abrirse a la reflexión filosófica insondables interrogantes, entre los que figuran, por ejemplo: ¿Qué diferencia al mero ser, que comparte en general cuanto existe, del vivir y, en concreto, de ese vivir peculiar que es el de los humanos? ¿Qué implica, en lo profundo, la vida personal? ¿Cuál es la relación más honda que guardan entre sí­ la vida humana, en cuanto a su dignidad, y su sentido o el amor personal? Etc.

 

-Ser viviente.

  Reparemos en primer lugar en un hecho radical, anclado en la metafí­sica: lo que está vivo no sólo es, no sólo existe como la ola o el color. Ni siquiera meramente sub-siste, reposa hacia dentro como la substancia, cual el mar o la nube no se limita a ofrecernos una figura propia que se da en sí­ misma y sirve de base a cuanto ello comporta. Lo vivo tiene o participa de la originalidad de la vida. Es decir, late en ello ese movimiento caracterí­stico e inconfundible de lo vital que implica una forma de ser especial; lo que, por ejemplo, ocurre en la rama del árbol o el corazón del animal. Pero, también, puede darse que lo vivo posea aún más interior y unitariamente su aliento singular, que conforme un todo de vida, una unidad de vida propia y por tanto concreta, como este pino o este hijo.  Pues bien, ser vivo consiste precisamente en este constituir un ente vivo, un «vivi-ente». No ya sólo un algo con vida, como si se tratase de una cosa o atributo adheridos desde otro punto u origen a su ser. El viviente no existe simplemente, no exhibe únicamente un terco, un obstinado conato de existir (el «conatus essendi» de todo lo real). Si cabe conocerse algo por lo que se confronta con él, por sus enemigos, diremos que la resistencia que ofrece el viviente es, desde luego, una resistencia frente a su propia muerte. El viviente es esa unidad, ese uno cuya letal enemiga obra continua e infatigablemente para lograr su disolución en el todo o la nada fuera de sí­, por su separación desde lo propio, por su disgregación en lo otro que no es él. Debido a esto, debemos captar la enorme relevancia o valor de lo singular o distinto, lo precioso de ese cierto grado de individualidad que palpita en los que viven. Atendamos para ello a las hondas consideraciones de F. Rosenzweig con respecto a lo vivo:

<<¿Qué quiere decir, entonces, aquí­ estar vivo, en contraposición a la mera existencia? Realmente, nada más que lo que acabamos de decir: la figura propia de uno mismo, que se forma desde dentro de uno y que es, por ello mismo, necesariamente perdurable. El animal y la planta, y también, en el sentido amplio y derivativo, todos los organismos, no son meramente el producto y el punto de intersección de ciertas fuerzas, sino que, una vez que están ahí­, son algo que intenta afirmarse en su figura contra todas las fuerzas. La vida ofrece resistencia: resiste, a saber: contra la muerte. Esto es lo que la distingue de la mera existencia, que no es más que objeto, que no hace más que alzarse ahí­: contra el conocimiento (…) seres o esencias con figura, firmes en sí­ mismos, irrevocables. Frente a los fenómenos de la existencia, los seres vivos son realmente seres o esencias>> [8].

-El viviente humano.

  Todo ser humano es un ser vivo concreto, un viviente. Pero este existir suyo se da en él de una singularí­sima manera, la de lo irrepetible. Antes que nada, el ser humano constituye una persona viva, un sujeto que vive. No ya sólo un algo con vida propia, un existente vivo, sino alguien que vive. Un quien viviente, el vivo con nombre propio: Maite, Javier, Diego. Somos vivos de un modo insubstituible e irremplazable, nada ni nadie alcanzan a fungirnos. Por eso, nuestra vida nos importa tanto porque somos ella misma y porque lo somos de una forma concretí­sima y única: personal. Esto comporta el que, al vivir, los humanos no sólo determinamos una esencia o naturaleza especí­fica con cierta singularidad, bajo alguna concreción, con un número o una cifra particulares. Nuestra vida penetra la naturaleza o esencia humanas hasta el grado inigualable de la persona; en pocas palabras, hacemos distinta esa naturaleza o forma de ser en cierto sentido, la transfiguramos gracias a ese sello genuino de lo único (una marca tan hondamente individual que no supone mera singularidad o diferencia, sino la mayor que cabe al que es).  Por eso, se ha recordado que: <<La persona designa siempre lo singular, lo individual. Las cosas no personales, son estimables por la esencia que poseen. En ellas, todo se ordena, incluida su singularidad, a las propiedades y operaciones especí­ficas de sus naturalezas… No ocurre así­ con las personas,… A diferencia de todos los demás entes singulares, la persona humana es un individuo único, irrepetible e insustituible>> [9].

 Dicho de otro modo, la vida de la persona humana tiene siempre algo de misterioso, y es una vida especialí­sima, de una singularidad y dignidad incomparables (la filosofí­a perenne habla de su grado superior de unidad, interioridad y autarquí­a o autonomí­a, con respecto a la del vegetal y la del animal no racional). La tradición filosófica ha sostenido, como sabemos, que los principios de individuación o singularización de nuestra vida o del ser personal humano se encuentran en la materia (signada por la cantidad o distinción numérica),  la forma espiritual o alma, y el acto de ser que ésta concede precisamente al cuerpo, y que abarca a todo el sujeto, junto a los accidentes. Sin embargo, hoy en dí­a, suele hablarse de lo singularí­simo de nuestra responsabilidad (LÉVINAS), de lo intransferible de nuestra subjetividad e identidad (STEIN, LÉVINAS, RICOEUR, MARION, TAYLOR), etc [10]. En concreto, nosotros preferimos insistir en que lo que nos hace verdaderamente únicos es el Amor; sí­, ese amor originario, o presente ya en la génesis misma del sujeto, el del Creador por cada uno de nosotros, un amor de persona a persona que quiere desde el principio y que reclama alguna respuesta. Es el amor plenamente personal el que nos concede ser únicos e insubstituibles, pues sólo el amor nos convierte en auténticamente irremplazables para alguien. En el lenguaje de un pensador contemporáneo como Julián Marí­as, todo esto se revela a través de los diversos e inconfundibles rasgos de nuestro humano vivir que se funden -según él- en su carácter misterioso [11]. Estos aspectos se complementan y finalmente convergen en el propio ser de la persona, que es un misterio, y que los transciende de alguna manera a todos. Entre los rasgos que evidencian el misterio y la singularidad de la vida personal, de acuerdo con Marí­as, figura cierto carácter opaco que se muestra siempre frente al esfuerzo que emprendemos al conocerla. Pero, en realidad, la vida personal constituye un misterio no sólo porque exista algo impenetrable a la hora de acceder a la misma. También lo es porque la vida personal se halla ligada a realidades cuyo tenor parece superar lo puramente material (y Marí­as realiza una recapitulación de muchos de estos aspectos, entre otros: que la vida personal contiene interioridad e intimidad; que se halla conectada con la Transcendencia [12]; que en ella se da la posibilidad desconcertante de la sorpresa o que contiene lo dramático en la forma de lo abierto y lo por venir como tarea o labor del propio vivir, etc) [13]. Pero -ante todo y sobre todo- el misterio de la vida personal, tal como lo evalúa Marí­as, surge de algo todaví­a más radical que la pura constatación de los rasgos de ésta. Con la vida personal, estamos ante un misterio en sentido estricto; es decir, una realidad que resulta irreductible a sus notas o elementos [14]. En nuestro pensador, aparece que la vida personal es misterio, y así­ única, fundamentalmente por ella misma: es misterio en cuanto es de la persona, por su mismo ser de la persona. No por sus cualidades o propiedades aisladas; y, de este modo, aparece como tal misterio ya desde su primer instante, pues ese misterio se patentiza en su misma presencia, concreta y singular [15].

  Hay que advertir, sin embargo, ahora, que todo lo precedente se halla muy lejos de comportar aislamiento, un hermético cerrarse en el propio ser del sujeto humano viviente. Al contrario, la vida de la persona (per-sona/prósopon es etimológicamente <<el rostro que mira a otro>>, <<la máscara que resuena hacia otro>>) llama a la relación desde su raí­z más í­ntima, apela al encuentro interpersonal desde su constitución. Su origen está ya sellado con la marca indeleble de la alteridad.

-Otro y vida de la persona.

 Todo sujeto viene de una cierta comunión, en su último alcance, procede de alguna forma de unidad que le precede. En su raí­z, algo diferente de él engendra lo distinto de su ser propio (por ejemplo, los elementos que lo conforman o su principio germinal). Por eso, podemos decir que ya en el surgir de nuestra misma e inconfundible subjetividad se revela lo que no es  ella sola: algún otro sujeto. Mas, en la medida en que esa alteridad integra a su vez comunión en su seno originario, cabe afirmar que siempre existe una familia precursora. La comunión familiar se oculta, por tanto, más cerca o más lejos, en la génesis de cualquier identidad (al menos, de la humana). De aquí­ el que, si nos atrevemos a afirmar que la vida del viviente persona es su vida, enseguida habremos de añadir: sí­, pero no sólo suya. Es también a la par nuestra vida, la vida de algún modo de todas las demás personas con que se entrelaza ésta, aún sin confundirse totalmente con ellas. Por el tenor más hondo de su principio, y porque al vivir ya desde ese instante genuino con-vivimos, vivimos desde y de otros, la vida personal se opone a una insolidaridad radical [16]. Nuestra vida no consiste en una propiedad, en el sentido de un objeto que poseamos como dueños. Nuestra vida somos nos-otros en relación con los otros. Las personas no constituyen pertenencias de nadie, porque ni aún de sí­ mismas admiten el trato de las cosas: no somos pertenencia ni siquiera de nosotros mismos.

 Para el hombre, en efecto, ser radica en vivir personalmente, existir estriba en ser sujeto viviente. Y, sin embargo, a pesar de lo í­ntimo o profundo que late en el interior de nuestra propia vida de sujetos personales; a pesar de que ella en realidad somos nosotros, ésta es siempre una gracia, un milagro que nos sobreviene. Actores de nuestra vivencia, única y singular, representamos lo que somos junto a los demás, como si también otro, alguien escondido tras la escena, animase y alentase a su vez nuestra función. Nuestro discurrir vital supone algo sublime, mas exiguo y limitado: un movimiento irrepetible que descubre en su centro cierta consubstancial dependencia. Pues conocemos que esa vida distinta que somos no la hemos causado, ni la orientamos del todo, nosotros mismos. No procede ni discurre sólo de nuestro saber ni querer. He aquí­ nuestra grandeza y nuestra menesterosidad. Somos protagonistas de nuestro vivir, pero esa vida nuestra nos desborda por cuanto no somos la Vida misma. En efecto, los humanos tan sólo participamos de la vida, aunque esto lo hagamos en el mayor grado posible, el de la persona, el de lo único. Por eso, se ha  escrito que es Dios quien posee la vida en su sentido más pleno, hasta el punto de identificarse con ella misma, pues sólo él tiene la vida del todo sin la limitación de una naturaleza restrictiva o que la comprehenda en una forma finita; vive absolutamente, sin lí­mites, sin restricciones provenientes de fuera de sí­, de modo que tiene en su interior la propia fuente y horizonte de su vivir. Da vida a otros, sin embargo, y de manera real, mas esto lo hace por amor y gratuitamente, sin disminuir la suya ni recibirla entonces de nadie fuera de sí­, tal como explicitaron Tomás de Aquino y ya el propio Aristóteles.

 Por todo esto, de otro modo, se ha dicho que la vida humana es “contingente”, o que lo es el humano mismo. Aunque la ausencia de necesidad, reflejada en nuestro vivir, acaso constituya una contingencia saboreada -sabida, disfrutada- por lo que palpita allí­ de único y encarnado. Sí­, pues, además de poder no ser,  inevitablemente así­ nos lo sabemos a cada paso, desde nuestra perentoria temporalidad. Sin duda, se trata de la hermosa dignidad de una vida personal, de una vida de grado superior, presidida por el espí­ritu que nos hace auto-poseer el propio ser. Pero es la nuestra una vida ante todo donada, y que puede notar su fuente manando desde fuera de sí­, desde más allá de sus fronteras. Una vida recibida, y que se sabe menesterosa de un continuo fluir, no autógena. Una vida finita espiritual: es decir, hecha para la gratitud desde su propia génesis. Su fundamento último está más allá de sí­ misma. Otro se halla en su inicio; alguien distinto, en quien hunde su sedienta raí­z y hacia donde eleva su ardiente mirada. Ello porque, tal vez, puede decirse que Dios es persona y vida también, pero desde luego si se aventura tal extremo ante todo habrá de hacerse subrayando que -si lo es- se trata no ya sólo de otra persona viva más, sino de la Vida misma en Persona. En cambio, nosotros la recibimos, perentoriamente, y se transforma en ese huésped nuestro al que no desearí­amos jamás ver alejarse, pues somos él mismo y con él partimos en cierto grado también. Por eso, el hálito o soplo de la vida que hay en nosotros nos vivifica. Pero,  aunque constituye nuestro mismo aliento, inmaterial e imperecedero, su destino no es un existir separado, que se halle aislado ni de su hogar finito ni de su origen transcendente o superior. Vivimos, pues, entre dos horizontes. Esta es la vida del hombre: un exiguo oí­r y responder a la llamada del Infinito, el corto eco de una voz escuchada, que nos hace ser, y que rompe todos nuestros lí­mites. La belleza de un tiempo tasado que aspira a la eternidad.

 

-Bioética y amor: una vida con sentido.

 Desde el principio, lo humano requiere en su ser engendrado, y aún en su pervivir, del amor. Sin amor no hay vida humana, tal como han cantado los poetas de todas las épocas y latitudes; al menos, no la hay en su alcance auténtico. Pero esto no se limita únicamente a su génesis. La vida -humana o no-  no se conforma sólo con surgir y preservarse hasta su declinar natural y su muerte. El viviente es tal por cuanto su movimiento caracterí­stico incluye un cierto perfeccionarse continuo, que lo lanza en busca del bien. En el hombre esto se torna conciencia; quiere ser mejor, anhela su desarrollo y un desarrollo integral, el de todas sus posibilidades (fí­sicas, intelectuales, morales, culturales, etc.) Ahora bien, precisamente por su carácter personal, por la unicidad de su ser, los vivientes humanos descubren que incluso el acto mismo de crecer o desarrollarse de forma integral se transforma en ellos en una búsqueda de sentido vital, en libertad y responsabilidad. No podemos madurar vitalmente sin reconocer y emprender una afanosa empresa de exploración del mundo, que nos compromete. Esta búsqueda va más allá del puro acopio de las condiciones y elementos materiales, que precisa la dimensión fí­sica de nuestra existencia. Sobrevivir como personas siempre implica un cierto perfeccionamiento interior, se convierte para los humanos en una indagación connatural del sentido profundo de lo real, en nosotros y en lo otro. Cesar en esta investigación del sentido vital comporta morir, de algún modo. Pues, instalados en la supuesta convicción implacable de que todo carece de sentido, incluida nuestra vida, nos ahogamos existencialmente.  En el sinsentido absoluto no sabemos vivir, en el absurdo radical el hombre se angustia y desespera, hasta quedar inmovilizado e inerte y extinguirse. La mejor psiquiatrí­a, la filosofí­a e incluso el Arte han acertado a confirmarlo, hasta el punto de establecerlo como un punto ciertamente básico para cualquier Bioética humanista (en España, Rof Carballo, Aquilino Polaino, Pedro Ridruejo, etc.)  Frankl lo ha mostrado con sus profundos análisis en torno a la supervivencia humana y el sufrimiento, en relación con el sentido vital y la palabra (cf. su logoterapia) [17].

 Ahora bien, una vez más constatamos que ese sentido vital, tras el cual camina el hombre es, en definitiva, el amor.  Nuestra vida aparece como un camino a recorrer, un caminar en el que progresamos también por dentro, y cuya orientación fundamental se encuentra en los valores. Entre esos valores destaca el de la persona y -ante todo- el encuentro, la relación interpersonal fecunda, cuya unidad plena instaura el amor. Aún más: podrí­amos decir que, en realidad, cualquier vida humana en su conjunto, en cuanto un todo, constituye ya en sí­ misma una cierta llamada, una vocación personal al amor [18]. En efecto, el núcleo de la vida humana consiste básicamente en amar, y ello con un amor singular, distinto, de persona a persona. Por esto, cuando no hay amor, y amor de personas, la vida humana tiende por sí­ sola a extinguirse poco a poco, e incluso a veces súbitamente. Sin atención, solicitud, cuidado y amor personales, la vida no sabe crecer, conservarse, perdurar de forma adecuada [19]. Sin amor, la vida verdadera muere, y así­ muere con ella el propio viviente. La muerte tiene, a este propósito, un significado muy especial. La muerte nos revela también, a su manera, el misterio de la vida personal. Lo hace, porque convierte la existencia de la persona misma en un cierto interrogante. Pues el amor a la persona, concreta y única, pide siempre vida, más vida, más desarrollo y continuidad, en lugar de extinción. Luego hay un desconcertarnos, un sorprendernos perpetuo de la muerte, misterio que es reflejo de nuestro ser personal. Todo ello aparece aún más contundentemente en la muerte de nuestro ser querido, de aquel a quien amamos. Una vez más, recordamos las reflexiones del filósofo Marí­as, a quien las vidas y muertes de su maestro Ortega y de su propia mujer ofrecieron una incontestable experiencia personal de esto[20].

-Una vida personal de amor, pero qué amor.

 Parece lógico que el sentido último del vivir humano se halle en el amor, cuando su propio origen brota del mismo. Así­, principio y fin en lo humano se entrelazan. En efecto, la fuente más profunda de la vida humana se sitúa en el amor, y cabe constatar ya esto, de algún modo, gracias al hecho de que el viviente humano posee en su ser entero la tensión hacia ese horizonte. Pero no hablamos aquí­ de cualquier amor, sino del mejor amor del que somos capaces los humanos (un amor que se hace oblativo, entrega, donación) [21], pues es ése el que llama desde y a cada ser humano por su ser de persona. El amor que espera y encuentra a alguien, a otro, como irremplazable. El amor que admira la belleza que, en sí­ mismo, el otro revela de forma singular. El que sabe -saborea- la belleza de lo único, la de la persona. En definitiva: el amor personal, que es por definición personalizador, que siempre se muestra abierto al incremento de su atención y cuidado, de la estima que tributa al sujeto. Esto, porque sabe que hay en la persona algo único e incomparable, inefable, que exige a todo amor adecuado a ella el crecer, desarrollarse, aumentar sin fatiga [22].

  Aún más si cabe: la chispa prodigiosa que enciende y da inicio al núcleo impenetrable toda vida humana se halla siempre por encima de nosotros mismos. No radica en un amor humano restricto. Es el suyo un fuego de amor verdaderamente absoluto, un amor sin lí­mites. Esta es la cuna verdadera de lo humano. Sólo cuando Dios infunde en el interior más hondo del ser ese destello de lo inmaterial que funda la identidad del sujeto (ya se lo denomine espí­ritu, alma u otro extremo), surge lo humano en cuanto humano. Pues el que ama es siempre fruto del amor, y en su espí­ritu o interior brilla la vida humana verdadera. ¿Por qué? Porque la vida humana real es la de la persona, y la persona es ese sujeto incomparable que únicamente puede nacer en las cálidas manos de Dios, es decir del Amor pleno. Por eso, también, sólo un amor que no se cansa de esperar, de entregarse y recibir al otro, de desarrollarse, puede aspirar a hallarse a la altura inigualable de la persona. He aquí­ lo que hace tan importante el que nuestro amor personal sepa inspirarse en lo que lo supera o transciende: sencillamente el que precisa  alimentarse sin cesar y con humildad de más amor [23].

-Ser y compartir: la comunidad de vida y la diversidad de las personas.

<<No basta compartir las ideas con el prójimo; se ha de compartir la vida>>, afirmaba R. Tagore. Desde luego, los humanos no podemos limitarnos a participar, con nuestra caracterí­stica forma personal o única, de la vida. Estamos llamados a compartir con otras personas nuestra vida, sin que ello implique perder este singularí­simo vivir nuestro. Compartir nuestra vida, no sólo no requiere extraviar nuestro ser personal ni transferí­rselo a otros, sino que no cabe hacerlo sin ahondar en ese inagotable tesoro que hallamos en nuestra persona y en las otras. Podemos, atendiendo siempre al valor único de las personas, vivir en comunión: lo que comporta co-participar del entrelazamiento recí­proco de nuestras vidas, vivir unidos en cierta intimidad, e incluso trazar auténticas comunidades de vida. Mas, sin duda, la manera más profunda y perfecta de vivir unidos se sitúa en el amor inter-personal correspondido o la amistad. Sí­, pues el amor de amistad es lo más unitivo y comunicativo que existe en lo real, el acto y la relación más intensos en cuanto a la unidad que puede darse, y ello hasta el punto que se ha afirmado que el sentido propio del amor se encuentra precisamente en esta peculiar e í­ntima inhesión mutua, afectiva y efectiva, que engendra la más fecunda y siempre única comunicación, que se instaura entre quienes se aman (Santo Tomás). Los diversos permanecen diversos, aunque inter-vinculados, mientras su encuentro conforma un ámbito de vida o de ser en común, que integra de algún modo sus individualidades sin fusionarlas (López Quintás). En el amor personal los sujetos participan vida sin anular por ello su especí­fica, su forma única de vivir. La vida que comparten quienes se aman sigue siendo suya, su vida, la de cada uno de ellos, al tiempo que se transfigura en nuestra vida en común, la de ellos juntos (de modo que las biografí­as seguirán siendo inconfundiblemente personales, a pesar de este mutuo compartir). Se trata de una vida hecha encuentro, que se abre desde su mismo interior, en la libertad del amor, hasta ofrecer recí­procamente y recibir del otro un núcleo común más hondo: nuestra intimidad.

-La contemplación mutua como corazón de la vida personal compartida.

La vida personal, la del viviente persona, está fundada y orientada por el amor, y además no por un amor cualquiera, sino por ese amor singular que hace únicos y especiales a los seres bañados en sus luminosas aguas, las del amor personal. Ahora bien, este compartir la vida que se realiza en el amor y en la amistad alcanza su cima o cumbre en el inefable acto de la contemplación mutua de los amantes. Es acto, sí­, mas en un sentido hondo; pues no equivale a una actuación o un actuar proyectados hacia lo externo, al estilo de las operaciones prácticas que realiza el que vive con el fin de proveerse de alimento o cobijo materiales, por ejemplo. A menudo, nuestro compartir la vida personal por el amor conlleva actuar, incluso co-operar y co-laborar. Pero el amar de las personas está transido y hecho de ese valor de lo único, que late en ellas; es solicitud de exclusividad o celo por el otro, en cuanto a su unicidad. Por esto,  amar consiste en las personas, primero y ante todo, en contemplar-se, en unirse en la mirada interior, y notar crecer por dentro esa atención benevolente recí­proca. Resulta, empero, muy difí­cil explicar qué supone la contemplación amorosa entre las personas, hasta el punto que se hace indispensable aquí­, para nuestro acercamiento a la misma, reclamar la experiencia de vida, la vivencia de los propios amantes. Hay un cierto conocer-se, querer-se, unirse en el bien, de carácter radicalmente personal. Esto implica el que, en la contemplación amorosa personal, hay vida en común hecha diálogo de amistad, y además un diálogo que es confidencia mutua [24]. Se da un llamar-se, una inter-pelación o vocación profunda de la otra persona, desde mi persona y viceversa, que exige humildad y gratitud ante el otro. Humildad y gratitud al captar que la vida compartida vuelve a ser un don, como la vida propia e individual, un fruto de la gratuidad: pues nadie nos da la intimidad de su vivir sino desde la libertad, como tampoco a nadie alcanzamos a obligar por fuerza a recibir nuestra comunicación í­ntima más honda. Pero, además, la humildad recí­proca entre las personas humanas, que se contemplan con amor, sin duda, nos orienta hacia una de mayor alcance: la humildad ante la Vida misma, ante la fuente de todo lo que vive, ante Dios. Porque sólo de quien es Vida y Amor infinitos cabe que fluyan nuestras vidas y nuestro amor. Nosotros no podemos compartir vida ni contemplar con amor a otras personas sin la colaboración de Dios. Porque estamos llamados a amar a otros como a nosotros mismos, es decir con la exclusividad de la persona (el amarás al prójimo como a ti mismo bí­blico debe leerse, según explica Lévinas, como a otro tú) . Pero nadie puede amarse a sí­ ni al otro con plenitud radical sin Dios, sin que Él intervenga en ello de algún modo. No puede, porque sólo Él nos ama de modo total y absoluto, nos ama completamente, y mucho más hondamente que nosotros a nosotros mismos; sin Él, no sabrí­amos amar al otro, pues no alcanzarí­amos si quiera a amar-nos de verdad. Además, esta Vida hecha persona que me ama por entero, sin fisuras, no me quiere por mis obras exteriores, por lo que hago u omito, sino por quien soy, por mi propia, inconfundible y única persona, el valor irrepetible de mi vida. También, se añade a esto el que yo no logro acertar a amar a nadie de forma plenamente personal sino en y con Dios, y así­ en y con el amor de Dios, porque amar es querer el bien del otro en cuanto otro (ARISTÓTELES, TOMÁS DE AQUINO) [25]. Mas, el bien finalmente no procede sino de quien lo posee y es en su grado sumo, Dios mismo. Luego amar es siempre un cierto querer a Dios para el otro, quererle bien a ese nuestro próximo y así­ querer el Bien para él. Por eso, cuanto más o mejor amamos a los demás, más queremos a Dios o al Amor absoluto para ellos, más anhelamos todo el bien y éste en su grado máximo para el otro. Aún más, ni siquiera me es dado querer al otro como persona, y aún a mí­ mismo, sin Dios, el radicalmente Otro. No puedo captarme a mí­ mismo ni al otro como otros [26], percibir nuestro valor único de personas, nuestro tenor distinto e insustituible, sin Dios, dado que sólo en la luz de su espejo brilla la imagen de la alteridad. Él es el Otro con mayúsculas, y sólo en la medida en que veo su reflejo en mí­ y en el prójimo alcanzo a sentir la singularí­sima diferencia -la unicidad- de las personas. Así­, sólo en su diferencia sin imitación posible, puedo amar-me a mí­ mismo como otro, como «persona», como ser único,  y desde aquí­ amar de esta forma personal a los demás [27]. Sólo en la mirada diferente y personalizadora de Dios nos está permitido apreciar la belleza caracterí­stica de las personas, su unicidad irreductible; sólo desde Él contemplo con amor plenamente personal. Sin Dios, no comparto, pues, vida personal. Contemplemos y vivamos, en persona y en comunión, por tanto. Recordemos, en definitiva, que sin la humildad de la criatura, que sabe elevar su mirada a lo más alto que sí­ misma, no nos será dado en alguna medida todo ello.


[1] Con el recuerdo de esta proposición se inicia la conocida obra de E. Lévinas: Totalidad e Infinito. Cf. Totalité et Infini. Essai sur l´extériorité, Martinus Nijhoff,  La Haye, 1961; Totalidad e Infinito. Ensayo sobre la exterioridad, traducc. de Enrique Guillot, Ed. Sí­gueme, Salamanca, 1977. (La traducc. que aquí­ figura es nuestra).

[2] E. Forment: Id a Tomás,  Ed. Fundación Gratis Date, Pamplona, 1998, p. 118.

[3] Cf.  su obra: Humanismo del otro hombre, traducc. G. González R.-Arnáiz, Ed. Caparrós, Madrid, 1993.

[4] Para una profundización en la persona en clave de vocación, remitimos a nuestro ensayo: Vocación y persona, Unión Editorial, Madrid, 2003.

[5] Para una metafí­sica de la persona cf. Ser y persona, E. Forment, Ed. Universitat de Barcelona, Barcelona, 1982.

[6] Son encomiables y esperanzadores cuantos testimonios personales de este enfoque humanista de la Bioética general encarnan, actualmente, algunos de sus mejores representantes. Ya en la exploración y aplicación práctica a nuevos temas, especí­ficos o  particulares, sobre el eje de la conexión presente entre lo ético y lo jurí­dico, en el llamado Bio-Derecho, recordamos por ejemplo los trabajos más recientes de Mª Dolores Vilacoro, A. Ollero, Alberto Garcí­a, J. Abellán, Antonio del Moral, o las labores de los capí­tulos de Derecho y Bioética de AEDOS, etc.

[7] E. Forment, Id a Tomás, cit., p. 118.

[8] La estrella de la redención, F. Rosenzweig, libro III, Lo vivo, trad. M. Garcí­a Baró, ed. Sí­gueme, Salamanca, 1997, pp. 271 y ss.

[9] E. Forment, Id a Tomás, cit., p. 118.

[10] Merecen destacarse los esfuerzos por ahondar en lo más hondo, singular y único de la persona emprendidos, por ejemplo, por E. Stein y los autores contemporáneos citados, que remiten hacia un cierto fundamento ontológico de lo personal pleno de valor. Sobre todo ello, cf. de Urbano Ferrer: ¿Qué significa ser persona?, Ed. Palabra, Madrid, 2002, pp. 60 y ss.

[11] Cf. sobre ello, nuestra breve comunicación: La vida humana como misterio y vocación en Julián Marí­as, Congreso La visión responsable, UCM-AEFP, Madrid, 2008.

[12] Persona, J. Marí­as, Madrid,, p. 75.

[13] Idem, p. 31 y ss.

[14] Sobre el misterio, en la clave abierta por Marcel, remitimos asimismo al estudio: Conciencia de tiempo abierto, de M. Ballester, en Ante un mundo roto: lecturas sobre la esperanza, M. Ballester editor, Quaderna editorial, Murcia, 2005, pp. 15-37.

[15] Persona, cit., p. 13.

[16] Nótese que decir esto no implica ya, necesariamente, un reducir lo relacional,  la alteridad y la comunicación a un plano meramente humano. Otro, en cuanto presente en la génesis de nuestra vida, no comporta finitud humana en el dador o donador, en el principio del que procede o que inspira esa vida, sino en quienes de Otro la reciben.

[17] Cf. V. Frankl, El hombre en busca de sentido, trad. Diorki, Ed. Herder, Barcelona, 21ª ed., 2001.

[18] A este respecto, nos permitimos señalar que pueden hallarse algunas indicaciones en nuestra obra: Vocación y persona, J. Barraca, cit.

[19] Cf., a este respecto, los trabajos sobre los ví­nculos entre la violencia y la falta de ternura en el desarrollo personal, o las patologí­as asociadas a la ausencia de relaciones humanas adecuadas que conectan con el arraigo, la autoestima, el afecto, la comunicación, etc. Por ejemplo,  Roff Carballo et alt.

[20] En Julián Marí­as, la fe está ligada a la razón. Entrevista a Francesco de Nigris, discí­pulo de don Julián Marí­as, Alfa y Omega, sección Testimonio, 4 de enero de 2007.

[21] De aquí­, las nociones de persona de J. Bofill (persona es el ser capaz de amar y ser amado con amor de donación) o K. Wojtyla (persona es aquel ser con respecto al cual la única dimensión verdaderamente adecuada es la del amor).

[22] Para el tenor caracterí­sticamente personal del amor, remitimos al conjunto de las contribuciones de J. Pérez  Soba, en España, y en general a los trabajos del Instituto Pontificio de la familia Juan Pablo II, así­ como al pensamiento general de este pontí­fice, si bien muy en particular en el terreno de la ética.

[23] Mas sólo Dios es Amor Infinito e inagotable, Amor absoluto, luego la vocación de la persona a amar, y así­ a hacer crecer su amor, a cuantas otras personas se relacionan con ella, reclama, implí­citamente, progresar en su amistad con Él.

[24] Acerca de la contemplación amorosa, remitimos a las indagaciones de E. Forment. Vid., i. e., Id a Tomás, cit., pp. 125 y ss.

[25] Cf. Tomás Melendo, Ocho lecciones sobre el amor humano, Rialp, Madrid, 4ª ed., 2001. Sobre la alteridad en el amor, también del mismo autor, ver: “Comprender el amor… tras las huellas de Aristóteles, (VII Congreso Católicos y Vida Pública), Revista Arbil: anotaciones de Pensamiento y Critica, nº 98, Ed. Foro Arbil.

[26] Cf. P. Ricoeur, Soi-míªme comme un autre, Editions du Seuil, Parí­s, 1990. Esta obra se ha hecho ya una referencia clásica, en el pensamiento actual, acerca de la hermenéutica de la propia subjetividad en clave de la alteridad, la ipseidad y  la centralidad y superación de la propia estima de sí­ en lo humano.

[27] De una profundidad singular resultan, a este respecto, en efecto las consideraciones de E. Lévinas en torno a la Alteridad, el Otro y la génesis de la subjetividad humana, así­ como la aplicación de todo ello al precepto del amor bí­blico amarás a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a ti mismo (este último segmento es traducido, también, por Lévinas como un amar al prójimo como a un auténtico otro tú). Cf. Totalidad e Infinito, cit.