José Manuel Mora-Fandos, Fundación Mainel

(Comunicación presentada en las III Jornadas de la Asociación Española de Personalismo:

Foro de filosofí­a personalista, Centro Universitario Villanueva. Madrid, 16-17 de febrero de 2007)

Nunca ponderaremos bastante lo que supone colgar un cuadro. Me refiero a situar esta imagen en este rincón de esta habitación. Colgar un cuadro hace paisaje, y el paisaje hace en buena medida a la persona; pero es la persona la que cuelga el cuadro, y un cuadro hace paisaje, y el paisaje hace en buena medida a la persona: surge esta circularidad existencial del reobrar humano sobre sí mismo y sobre el mundo, y del dejarse reobrar por el mundo. Es un emborronamiento de fronteras, de esas líneas que eran tajante separación de sujetos y objetos. Desde el testimonio vital y filosófico de Marcel he ido pensando, haciendo mi reflexión segunda, sobre la experiencia estética del encuentro con el arte, y en concreto con una obra pictórica.

Tengo la certeza de que Marcel estaría de acuerdo en señalar que haríamos mal en adjetivar de problemático algo tan misterioso y pregnante, como es esta realidad de colgar un cuadro. Cuando comencé a trabajar en la oficina que actualmente ocupo, colgué enfrente de mí una pequeña reproducción de una de las varias Anunciaciones que pintó Fra Angelico. No es la esplendente del Museo del Prado, tan colorista. Sino ese fresco más sereno de cromatismo y menos poblado de figuras, que puede ser visitado en el Convento de San Marcos en Florencia. Mi reproducción es pequeña, impresa sobre una tablilla de madera, comprada en una tienda de objetos religiosos.

Reflexionando sobre lo que ha ido surgiendo en la relación con esta imagen, creo que ha habido desde el primer momento un presentimiento, oscuro pero esplendente, del misterio del ser, que ha puesto en marcha todo el proceso de buscar la imagen, ubicarla, contemplarla. Creo estar siguiendo la línea de comentaristas de Marcel, al hablar de esa intuición del ser, ese presentimiento que hace que un buen día, sin necesidad de haberlo apuntado en la agenda, alguien decida salir a la calle a comprar una reproducción de un cuadro para colgarlo en una habitación. Y esta intuición, creo que viene provocada por la belleza. Una belleza presentida como necesidad, como nostalgia, que pone en marcha una receptividad y un movimiento. Que una pequeña reproducción de una obra de arte, impresa en una tablilla pueda tener algo que ver con la belleza no deja de ser algo misterioso, que habla tanto del ser del arte, como de la necesidad de belleza del hombre y de los ocultos brillos en lo más precario de lo real.

Señalarle a una intuición un primer momento, fijarle un “small bang”, una hora, unos minutos, unos segundos sería como un acto de deslealtad, pues aquello que oscuramente se percibe en la intuición parece provenir de un tiempo profundo, de siempre. Es una intuición sin cartel indicativo, sin etiqueta -como corresponde a las intuiciones-, que pone en marcha, a la búsqueda de algo o alguien con quien ¿jugar? ¿de quien participar?, y no puedo dejar ahora de enfocar de este modo las preguntas sin sentir la orientación de Marcel. Pienso que esta intuición es de una belleza de algún modo ausente, una llamada advertida en una carencia, y al mismo tiempo es presagio de don, incoación del don, y por lo tanto don ya: eso que puede hacer que alguien salga a comprar una imagen que todavía desconoce para ubicarla en la pared de su oficina, en su vida, verdaderamente. En medio de esta reflexión segunda, creo que el lenguaje tentativamente poético es un utillaje legítimo aquí: he de hablar de ultrasonidos, de armónicos ontológicos captados en la oscuridad de una melodía sólo apuntada, todavía por articular, incitante de nuestra implicación y creatividad.

Vuelvo al relato de la experiencia. Tras ese impulso intuitivo de salir a buscar, viene el momento de la elección de la imagen. Esto desafía un planteamiento objetivista y problemático, pues, en cierto sentido, también la imagen me elige a mí. La asimetría del planteamiento objetivista se desvanece en el inicio de algo que parece una relación que parece un diálogo. Pero también esta nueva percepción es un lugar de relación inestable para la persona: verdaderamente la imagen comparece legítimamente en su ser cosa, y no persona. Nuestra intuición dialogal –y por lo tanto nuestro “olfato” para lo personal- parece contradecirse. Aquí querríamos discernir entre la bidireccionalidad del diálogo y el monólogo del fetichismo, pero en este momento inicial quizás sea inútil discriminar entre el trigo y la cizaña. Fetiche, según el DRAE es “ídolo u objeto de culto al que se atribuyen poderes sobrenaturales, especialmente entre los pueblos primitivos”. Nos podemos sentir tentados por el fetichismo ingenuo, que inconsciente aspira a algún tipo de magia; pero también por el postmoderno, irónico y distante, aunque incapaz de escapar de la seducción fetichista: el de quién inevitablemente entregado a los fetiches, pretende mantenerse simultáneamente libre a través de un extenuante ejercicio de lucidez y sospecha. El de quien –en palabras de Nietzsche- se cree libre porque dice soñar sabiendo que sueña. En todo caso, en este momento de trato inicial con la obra de arte, más allá del fetichismo, la intuición fundamental invita al crédito a través de una luminosa apertura de la interioridad del espectador.

Al momento de la ubicación de la imagen descubrí que existía para mí una nueva categoría de objetos –al decir categoría me refiero a esas etiquetas útiles con que nos manejamos a lo largo del día, como, por ejemplo, la de “objetos que conviene tener cerca cuando uno se levanta de la cama”, o la de “objetos que, sin ellos, no es tan difícil ser medianamente feliz”-. Este modo categorial, objetivista o problemático de pensar, fue desbordado en lo metaproblemático, como problema que supera sus datos, revelando una nueva categoría y al mismo tiempo la limitación del ejercicio de categorizar: la nueva categoría –y al mismo tiempo el paso a lo nuevo- podría ser nombrada como la de “objetos que es inútil colgar de la pared sin unción”. Unción, según la acepción cuarta del DRAE significa: “Devoción, recogimiento y perfección con que el ánimo se entrega a la exposición de una idea, a la realización de una obra”, como colgar un cuadro. Esta realidad misteriosa presentida en la intuición tiene esa virtud de ungirnos, de exponerse a la entrega de nuestro ánimo recogido y devoto, de hacernos aptos suscitando nuestra participación en su temperatura ontológica. La intuición nos hace ir más allá del puro objeto –ese haz de medidas, pesos y colores-. Si se me permite una etimología espuria, unción igualmente derivaría de uncir, “sujetar al yugo”, y entonces esa realidad nos unce con ella, bloquea el enfrentamiento, el distanciamiento y la sospecha, nos sitúa como unidad en un nivel más alto.

Creo que ha sido un presentimiento del ser lo que ha puesto en marcha todo el proceso de buscar una imagen y ubicarla. Aunque de algún modo ya ha habido contemplación en ese seguimiento vital de la intuición, con el cuadro ya colgado se da de un modo más propio, como actividad de toda la persona que implica especialmente la inteligencia. Poco a poco, discontinuamente, se va estableciendo un mirar que, al mismo tiempo, se puede entender como correspondido: se va desarrollando un misterioso trato con la obra. Se diría que son momentos regalados, de un trato no programado donde a menudo está ausente la palabra interior. Pero en algún momento es inevitable un pensar, una detención analítica, que sin embargo retiene sorpresivamente la admiración originaria. Siguiendo a Marcel, la reflexión primera señala que la naturaleza de cosa de la imagen autoriza a tratarla como objeto, pues no es persona. Pero la intuición del ser persiste en el trato, y esto provocará la reflexión segunda. Creo que en la experiencia con la buena obra de arte, la intuición del misterio siempre subyace, y es lo que provoca el paso de la reflexión primera a la segunda, de lo problemático a lo metaproblemático. Pero lo problemático nunca se abandona, más bien se da una dialéctica entre los dos estados donde, mientras estamos en uno, el otro se encuentra latente. Quizás para expresarlo convenga más un concepto espacial que temporal, y sea más apropiado hablar no de momentos, sino de planos que se cortan.

¿Pero puede haber trato, relación, con una cosa inerte, con algo que no es persona, con una entidad simbólica? Creo que justamente en esta consideración del símbolo está la clave, porque la imagen se ha convertido en símbolo, en su sentido más etimológico. Símbolo designaba en su origen la moneda partida por la mitad que se entregaban los amigos o los amantes como prenda. Los dos amigos tenían en su parte del símbolo la garantía de la alianza, y el momento del encaje venía a ser el momento de la anagnórisis o reconocimiento, como vemos en los cuentos medievales. El problema de la fragmentariedad y la incomplitud de sentido de la existencia, era resuelto en el misterio de la amistad profunda restituida. La imagen de la Anunciación me espera con su media moneda, en espera de mi otra mitad, como en desafío a la actitud individualista del sujeto. Parece desafiar la crisis de sentido que se va larvando en el sujeto cerrado al misterio, al observar el absurdo de la discontinuidad y la posibilidad de la nada en el fragmento que él posee, mejor, que él es. Se puede decir que la imagen, en tanto símbolo, empuja a este trato como una apuesta contra todo pronóstico, aunque todavía nos sorprenda esta virtud tan personal en un objeto.

En este proceso de reflexión, que recoge esa coexistencia de intuición, reflexión primera y segunda, me he introducido en la imagen y he conocido elementos formales, que a su vez me han llevado a una búsqueda de información extrapictórica como herramienta para captar el sentido. Porque el misterio incita al conocimiento, y nuestro intelecto no puede dejar de atender a lo que de un modo más material se manifiesta: en este caso, la materialidad de las formas: de figuras, colores, símbolos. La obra comparece así como objeto de análisis, pero provisionalmente como objeto. Es una comparecencia blanda, condicional, donde me he sentido impulsado a evitar la rigidez de una pretensión empiricista. Ese impulso surge, de nuevo, de esa misteriosa corriente de trato, en cierto modo opaca, oscura, pero imantadora, que susurra una condición fundamental de respeto que no puede ser violada. La reflexión primera es una acción que se inscribe en un marco antropológico más amplio, de implicación de toda la persona.

Esta reflexión primera la he seguido a través de una aproximación semiótica dirigida a hallar los códigos significativos y sus articulaciones en esta unidad que es el objeto. Así, sobre la mesa de operaciones he ido depositando los elementos y sus relaciones. El desmembramiento y su exposición en una hilera de piezas ha permitido construir un rectilíneo paisaje, pero también imposibilita una perspectiva, un punto de fuga. A partir de esta yuxtaposición visualmente clarificadora, en segunda instancia se pone en marcha un proceso de ensamblaje, donde se intenta recobrar el objeto. Análisis y síntesis, pero, ¿está todo sobre la mesa? La duda no puede ser disipada por completo: las grandes producciones humanas son un precipitado de lenguajes, tradición, visión particular y también indeterminación, en una unidad única articulada de un modo particular; es una unidad única que está misteriosamente abierta. Incluso si localizáramos todas las piezas, no disecaríamos la intuición del misterio, pues hemos constatado en el proceso de análisis que cada esclarecimiento empírico no sólo no ha disipado el misterio, sino que lo ha potenciado. Justamente ha revelado lo que de material tiene la obra, y por eso ha destacado con mayor fuerza la presencia del misterio, su profunda capacidad de relación con nuestra interioridad, su misteriosa apelación a nuestra esencia personal.

En este proceso de la reflexión primera constatamos que ese misterio al que apuntaba la intuición está sin estar, paralelo y adjunto a la mesa de operaciones, pero no en ella. No ha sido controlado por el proceso analítico y sintético, ni clarificado como un elemento más que habríamos aislado en el desmembramiento; no ha comparecido como “pieza”, como un corazón –en su concepción fisiológica- que, si bien tendría una posición rectora en el organismo, estará igualado en la misma naturaleza con el resto, y que en la síntesis reintegraríamos simplemente como el elemento nuclear motriz. La gran obra de arte escapa a una semiótica totalizante, y por lo tanto falsa, pues –como señala Miguel Ángel Garrido Gallardo- la semiótica no es una ciencia, ni siquiera una metodología, sino una estrategia para la comprensión. Y las estrategias están siempre gobernadas por algo metaextratégico.

Es la intuición lo que queda recobrado reflexivamente, bajo un sentimiento de nostalgia, aparentemente inmotivado, aunque revelador: conocemos en la reflexión segunda que nuestra reflexión primera realmente estaba motivada por una búsqueda metaobjetiva, por un anhelo de relación; que era la intuición del misterio, el bello misterio, lo que nos movía, y que es esa misteriosa relación –tras el clarificador “paseo analítico-sintético”- lo que nos sigue importando en última instancia.

Así, he podido experimentar que la reflexión primera de Marcel tiene finalmente un sentido diverso según la intención del que reflexiona. Puede ser algo personalmente estéril, en la medida en que la intención sea cerradamente cientificista y extrinsicista a la realidad. Pero también puede estar guiada oscuramente por la intuición del misterio del ser. Nuestra actitud hacia la obra se ha clarificado: de un sujeto que se sitúa enfrente, a una persona que se sitúa dentro. Creo que la metáfora de la atmósfera es especialmente mostrativa: con respecto a la obra de arte pictórica me encuentro envuelto por un aire, y al mismo tiempo ese aire entra en mí al respirarlo. Dentro y fuera dejan de ser dos conceptos válidos en su significado más objetivista, en su concepción de oposición binaria, mutuoexcluyente, y se ordenan dialécticamente a un nivel más profundo. En este momento se inicia el conocimiento intelectual que aporta la reflexión segunda, la anagnórisis del misterio que estuvo latente, una revelación cálida, porque era ya pre-sentida, se encontraba ya aquí.

Creo que es interesante explicitar la experiencia reflexiva que acabo de señalar. Sin ser, ni pretender ser, un especialista en arte, sino alguien movido por una intuición del ser en clave de belleza, he hecho esta primera reflexión, que puede ser también entendida en términos de primera navegación, según los trabajos de poética de Juan José García-Noblejas. En ella se pueden señalar varios códigos significativos, sus articulaciones, dependencias y entrecruzamientos: el código que procede de los relatos evangélicos, el teológico, el del color, el de la disposición de los personajes, el iconográfico, el de la perspectiva, el de la luz, el de la técnica y el de los materiales, el devocional …  y todos obedecen a una principio ordenador, unificante, que articula una unidad compleja que habla de sencillez, dignidad, serenidad, orden, gracia.  La continua presencia de esa intuición del misterio que incita a la implicación personal, y se comunica a través de los procedimientos formales de la obra, me ha hecho reparar en un elemento de la imagen desde el que, de un modo especial, se apela a dicha implicación: el lugar fantástico que se asigna al espectador en ese mundo posible de la obra artística, un lugar fíctico-estético que está correlacionado con un lugar real-moral: ¿qué tipo de espacio es el representado? Es un espacio donde los elementos que podemos reconocer por nuestra experiencia en el mundo real –objetos, profundidad, perspectiva, proporciones- aparecen trans-figurados por una intención representativa simbólica unificante. El código devocional y el teológico parecen ser rectores y dar la clave principal: la invocación a la Virgen como “hortus conclusus”, jardín cerrado. Descubrimos que la imagen señala reiteradamente este significado a través del ritmo de aparición de tres diferentes espacios, separados por un elemento con valor de frontera y salvaguarda: en lo más externo del espacio representado aparece una valla que separa una selva de un jardín: este es el primero; el segundo es la estancia donde están la Virgen y el ángel, separada del jardín por una columnata; y el tercero es el seno de la Virgen o en un sentido más amplio, su interioridad personal, protegida de un modo más externo por la columna que hace de frontera entre las dos figuras y por la actitud de pudor de la Virgen, que especialmente se refleja en la posición de sus manos. Los tres recintos forman una unidad por oposición a lo que vemos más allá de la valla: la selva. ¿Qué sentido es el que unifica los tres espacios? La gracia, representada a través de estrategias y elementos poéticos – poiético en su sentido aristotélico- combinan y articulan los diferentes códigos para formar la imagen única simbólica a través de una transfiguración, a través de la nueva mirada sobre los elementos de la realidad que conocemos cotidianamente: un rostro, pero a través del simbolismo de la tez clara de la Virgen que habla de pureza; la luz, que aquí irradia del rostro de la “llena de gracia”, que no procede naturalistamente de fuera de la estancia, y que ilumina el interior; el de la figura humana, que aquí se muestra a través del gran tamaño de la Virgen, desproporcionado con la perfecta perspectiva y proporcionalmente mayor al del ángel, que representa un elemento del código teológico: siendo María totalmente humilde y de una naturaleza inferior a la del ángel, sin embargo está sobre él por la gracia; el taburete sobre el que está sentada la Virgen, que al mismo tiempo es metáfora y metonimia por continuidad, que identifican a María con el asiento de la sabiduría –que tiene una constatación en una salutación tomada de la himnología medieval grabada sobre el suelo de la estancia: ‘Salve, Mater pietatis / et totius Trinitatis / nobile triclinium / Maria!’: siendo el triclinio “lecho capaz por lo común para tres personas, en que los antiguos griegos y romanos se reclinaban para comer”: la Trinidad, además de quedar señalada por la salutación, quedaría también representada por las tres patas del taburete, siendo la tercera la invisible bajo el manto: Jesús en su seno-; y otros elementos como las flores del jardín… : hay una representación de la gracia a través de unas estrategias y elementos solidarios entre sí, una justicia poética –siguiendo con el concepto de García-Noblejas- que nos habla de la transfiguración de la naturaleza, la humana y la mundana, cuando la gracia actúa.

Pues bien, conocida esta alta justicia poética al servicio de la representación de un espacio simbólico que hemos señalado esquemáticamente, estamos en condiciones de descubrir esa cuestión que atañe a nuestro lugar fantástico en la representación. Este conocimiento de la justicia poética aviva nuestra reflexión segunda, base de una segunda navegación interpretativa: la imagen, en su proyecto de conversación con el espectador, en lo que revela al espectador competente que busca los códigos mínimos para poder entenderla, le señala a éste un sitio en ese mundo simbólico que presenta, le invita a dejar de ser espectador y a tener un trato personal ¿Dónde está el espectador para poder ver todo lo que ve? Tiene acceso visual a todos los recintos: ve el jardín, ve la estancia, y ve la interioridad de la Virgen a través de su rostro y de sus manos. Aunque ve la selva, no está a ese lado de la valla, donde no podría ver nada del interior del jardín; pero tampoco está como otro personaje dentro de la casa –porque entonces tendría que estar representado ahí- en medio de la conversación -de esa ‘sacra conversazione’ en sentido estricto que unifica a los personajes en un único espacio de perspectiva y sentido-. La selva, más allá de la valla, es un mundo desordenado; el jardín, más acá de la valla, es un mundo ordenado. Caos y cosmos. La imagen reserva al espectador un lugar en la gracia, en el jardín, en la naturaleza transformada –no abolida por otra naturaleza superior, ni ajena a la gracia en la selva-.

La cuestión que surge ahora es si este lugar no es más que parte de un juego imaginativo, estancamente estético, sin mayores repercusiones en la vida real cotidiana del espectador. Sin entrar a realizar un estudio especializado, me atengo a lo señalado por los estudios de Paur Ricoeur, Wayne Booth, Gianfranco Bettetini y Juan José García-Noblejas, sobre la implicación del espectador en las obras artísticas, y especialmente en las obras que reconocemos como portadoras de un gran valor: el espectador es apelado en su unicidad personal, éticamente, identitariamente. El espectador, más allá de una elección según libre arbitrio de elementos del cuadro que puedan motivar su imaginación, sensualidad o inteligencia, se siente llamado a responder como un todo, como persona, a una voz que surge de la representación también unitariamente. De persona a persona. Retomando ahora esa presencia del misterio, creo que esa intuición que nos ha acompañado en nuestro trato con la obra es lo que nos evita caer en el esteticismo y nos estimula a una respuesta personal a una cuestión teleológica que la obra nos propone con respecto a nuestra propia vida. En este caso, le pregunta por nuestra relación con la gracia. Así, podríamos consignar el mensaje pragmático de la obra como: “¿Crees que sería bueno para tu vida personal, habitar en la gracia? ¿Estás dispuesto a ello?” Siguiendo la tradición hermenéutica, es el sentido último de la vida, teórico y práctico, del espectador el que tiene que comparecer, su horizonte de sentido tiene que dialogar con este horizonte de sentido de la obra. Y si el espectador acepta este diálogo abierto y trascendente, esta segunda navegación radical, en algún grado se produce una refiguración identitaria en el sentido que señala Ricoeur. Prueba de la constante histórica de este tipo de funcionamiento en el trato con las obras de arte es la inscripción que se encuentra al pie de la imagen, que refuerza el particular significado de este lugar asignado al espectador: “Virginis intacte cum veneris ante figuram pretereundo cave ne sileatur ave”: “Cada vez que pases por delante de la figura de la Virgen, ten cuidado de no olvidar saludarle”. Se trata de una explicitación y una aplicación concreta de esa conexión entre lo representado y la vida práctica del espectador, en este caso en forma de un mandato.

Tras esta mostración de la relación del espectador con la imagen, quiero retomar una pregunta más ontológica, con respecto a la imagen misma, que surge consecuentemente. Una pregunta que ya ha ido apareciendo al hablar del posible diálogo con una realidad que, en primera instancia, en una reflexión primera, es una cosa, y no una persona. Una pregunta que gana en intensidad al descubrir esta apelación de la obra de arte a la persona del espectador, a su implicación libre mediante la conexión analógica entre el plano de la situación fantástica del espectador y el plano de la situación moral concreta de la persona, y que es una manifestación de esa conexión marceliana entre el problema y el misterio. Como ha señalado Julia Urabayen al comentar sobre Marcel: “el misterio requiere unas condiciones éticas por parte del que piensa y supone una apertura a la realidad personal, al tú que no es un él, al que se accede por el amor y con quien se establece una comunión”. Hay algo personal en la obra, en eso que supera una consideración objetivista, pues el claroscuro, la sospecha inducida por la dimensión material-objetual de no hallarnos más que ante un artefacto, una máquina programada, se convierte tras el trato con la imagen, en sospecha positiva y acuciante de la presencia del misterio, y conduce a un misterio personal, a un tú.

La buena obra de arte tiene la virtud de suscitar en el espectador, en el artista, el ‘anhelo creador’ que señala Marcel, donde se encuentra a sí mismo como unidad. En su misteriosa presencia -siguiendo palabras de Marcel- se da en la persona “la trémula anticipación de una plenitud, de un pleroma, en cuyo seno la vida, dejando de improvisarse como inagotable y decepcionante variación sobre algunos temas dados, se recoge, se concentra, se reúne en torno de la persona absoluta, la única que puede imprimirle el sello indeleble de la unidad”. Creo que este es el fundamento ontológico de la creatividad e implicación que el espectador desarrolla en su trato con la obra de arte, que no parece alejarse de la relación con un tú: como dice Marcel: “No parece que las satisfacciones absolutas puedan venirme, sino de un ser para quien yo sea un tú y que vuelva hacia mí activamente su solicitud eficaz”. Entonces la obra, escapa a la consideración de fetiche si sabemos captar su esencia como signo personal. Signo que es símbolo, icono pero también índice de una persona. ¿Qué persona? Un tú que nos ha invitado a la refiguración, pero que no es estrictamente el tú del autor empírico, porque también éste puede verse de algún modo superado por el misterio la obra, por lo que la obra dice. ¿Quién da razón última del inagotable potencial de la obra? Opino que quien da razón última del hombre, Dios. Sólo ante ese Tú se deshace la sospecha de representacionismo sin fin, de semiosis ilimitada, del reenvío perpetuo de sentido, y por lo tanto de sinsentido. La peculiar ontología personal de la obra es dependiente, vicaria, diferida, supera la condición de simple simulacro al conectarse con una fuente personal, finalmente con la fuente personal, Dios. Es con el tú, el Tú al que nos señala la imagen, con el que tenemos esa responsabilidad moral, y con cualquier tú en el que el Tú esté reflejado, impreso. En esta perspectiva, la obra es vehículo de “un tú (…) que vuelva hacia mí activamente su solicitud eficaz”, un tú amable capaz de engendrar amor.

Comenzaban estas líneas con una presencia de la belleza. Tras esta experiencia y esta reflexión, constato que sigue misteriosamente ahí, más conocida y por eso paradójicamente más misteriosa, en su atractivo e indispensable presencia en nuestro trato con la realidad.