Lo divino y lo personal (Dios y la persona en las tres grandes cosmovisiones:

la prepersonalista, la personalista y la despersonalista)

(Comunicación presentada en las VI Jornadas de la AEP:

«¿Quién es Dios? La percepción contemporánea de la religión»

Madrid, marzo 2010)

I) Motivos para no leer estas páginas

            Dicho sea con todo respeto, que no es óbice sino estí­mulo para mi franqueza neerlandesa: resultarán ociosas estas páginas a quien sobre esta temática tenga asumido que poco nuevo hay por decir o que ya sabe todo lo importante. Holandés no soy, pero acaso mantengo el influjo de hablar sin ambages procedente de mi añorado director de tesis, que sí­ procedí­a de los Paí­ses Bajos. Sé que cualquiera puede darme lecciones en alegar motivos para no leer el presente texto. Pero en estas lí­neas introductorias quiero contribuir a despejar motivaciones que pueden acabar en una frustración que nadie desea. Al contraluz de este intento de disuadir de esta lectura podrá colegirse cuáles pueden ser unas buenas razones para conceder a estas páginas un pequeño espacio de la corta vida de un mortal.

            Fiscal y abogado sobre la conveniencia de esta lectura intercambian sus dimes y diretes. Como fiscal de mí­ mismo, admito escribir este texto muy a la carrera. Dispongo sólo de unas pocas semanas. Pero, responde el abogado de la lectura, se trata de ideas ya de largo rumiadas e incluso publicadas en parte a raí­z de un congreso internacional. Han pasado más de una prueba.

            En todo caso, es arduo descorchar la suma de prejuicios o de convicciones, sensatas o insensatas, que todo vecino de la ciudad de las letras ha ido acumulando consciente o inconscientemente. Pero, si ya uno capta que su intuición le hace prever que lo que sigue, es más de lo mismo, entonces mejor es que salte a lectura más prometedora. Aquí­ el abogado poco tiene para replicar.

            Giramos en torno a dos magnos conceptos: “Dios” y “persona”. ¿Algo sólido y nuevo cabe sostener en unas pocas decenas de páginas, por parte de un desconocido, con tamañas prisas y con nimias opciones de revisión?. Y no se esperen los rituales fuegos artificiales de mil y una citas que iluminen un cielo carente del sol de la central y propia fuerza argumentativa. Preferimos un solo rayo de sol que sostenga en pie nuestro edificio de ideas, antes que el andamiaje huesudo de la rí­tmica cita erudita. Los que identifiquen trabajo “cientí­fico” con prolijidad de citas, desaní­mense de leernos aquí­.

            Aún más desalentadas a esta lectura sean las legiones de los que reducen toda interpretación a encasillar como “conservador” o “progresista”, “de derechas” o “de izquierda”. Quienes con tan pobre criterio reparten sus simpatí­as o antipatí­as, ya disponen de abundantes opciones de perder su tiempo. 

            Muchos leen algo para decir que han leí­do a alguien. En España se prefieren apellidos alemanes, ingleses o franceses, a ser posible famosos y ya muy citados. En este sentido sólo puedo garantizar plena insatisfacción.

            A nadie le place que le saquen de sus casillas, aunque éstas sean los propios anquilosados encasillamientos mentales y afectivos. Todos tenemos algo de momia. La lí­nea crí­tica de nuestra exposición puede zarandear la conciencia de propios y extraños. Da igual que el arriesgado lector se considere ateo, masón, budista, hinduista, musulmán, protestante o incluso católico, por ejemplo. Si el candidato a lector no desea cuestionarse, mejor es que no salga de sus habituales lecturas.

            La osadí­a se consuma ante el prudente lector, subrayemos fiscalizadoramente, cuando desde el subtí­tulo advertimos la pretensión de explicar las tres principales cosmovisiones de la entera historia de la humanidad, incluida la futura. No por ello se recomienda el presente artí­culo a los amantes de la ciencia ficción.

            Si por ventura aún queda algún superviviente lector, sabrá tomar esta reflexión como lo que es: un ensayito. Al fin y al cabo, ¿qué teorí­as alternativas tenemos para tan esencial temática humano-divina?. Levantemos una chocita, que ya habrá tiempo de palacios. Si aprecias una chocita de reflexión filosófica sobre temática tan sobresaliente, tal vez no se impongan los motivos para no leer y hasta queden espontáneas ganas de meditar la lectura después.

 

II) ¿Quién es Dios?. ¿Qué significa “persona”?

            La pregunta sobre la identidad de Dios presupone la pregunta por la identidad de la persona. Decir “¿quién es Dios?” equivale a preguntar “¿qué clase de persona es Dios?”. Esto requiere aclarar la noción de “persona” y el carácter personal de Dios. El mero escribir “Dios” con mayúscula puede parecer precipitado, de suerte que primero debiera plantearse la más genérica noción de “divinidad”. Entonces, preguntémonos qué significa “persona” y qué significa “divinidad”. De sus respectivos significados podremos derivar su posible relación y su grado de realidad.

 

            2.1) La persona

            Puede definirse “persona” como el ser viviente infinito en acto o en potencia. Es infinita. Si no, ¿de dónde vamos a atribuir a la persona el ser fin en sí­ y el ser sede de la correspondiente dignidad innata?. Cuando apelamos al debido respeto innegociable que merecemos, preferimos identificarnos como “personas”, y no sólo como “seres humanos”, por las meras connotaciones de especie animal o de frí­a descripción antropológica que puede tener para algunos interlocutores. En cambio, “persona” brilla con luz propia en el firmamento del universo moral y es objeto estelar de toda ética (si ésta no se halla muy degradada). El humanismo proclama el valor universal e igualitario de todo individuo humano en cuanto tal. Incluso el derecho ha reflejado con su tibia luz y sus habituales encasillamientos y aplicaciones el protagonismo de las entidades personales. Los derechos humanos son los derechos de la persona. Por encima de un número indefinido de mediaciones e intereses, la infinitud de la persona la hace sobreponerse a todos ellos. Así­, la persona resulta fin y no medio.

            El ilimitado o infinito valor de la persona deriva de su ilimitado o infinito ser, actual o posible. El valor, que es el bien en tanto gradual o comparable, manifiesta el poder del ser. Objetivamente, se vale en tanto se es. Y lo ilimitado del ser personal se concreta en su ilimitada longevidad o vitalidad (eternidad o una inmortalidad llamada a la eternidad) y en su libertad o autoposesión (absoluta o relativa). La vitalidad, además, distingue la infinitud personal de la de los entes matemáticos.

            Tal vitalismo propio y tal libertad son propiedades espirituales. La persona no tiene por qué ser sólo espí­ritu, pero ha de ser espí­ritu. Sólo así­ queda libre de los estrechos lí­mites materiales o energéticos (en forma de partí­culas o de ondas). El espí­ritu es el ser ilimitado y dueño de sí­ (“dueño” en sentido relativo o absoluto). La muerte es un lí­mite material, que no puede afectar a lo inmaterial, a lo espiritual. Y la autoposesión o señorí­o del espí­ritu la experimentamos continuamente en nuestras almas espirituales, de donde resulta la responsabilidad moral. Toda la sociedad (con su derecho, su polí­tica y el resto de su cultura) se basa en la responsabilidad moral, que deriva de la libertad. í‰sta sólo se ha encontrado en los seres espirituales o que no son meramente materiales. Incluso los materialistas no deterministas, incoherentemente, proclaman cierta libertad y apelan a cierta responsabilidad moral.

            Definimos la persona con la doble variante de “potencial” o “actual”, con clara nomenclatura aristotélica que no deja de reflejar el común sentido que distingue posibilidades y hechos consumados. El concepto de “persona” debe poder abarcar lo que durante milenios se ha considerado y considera “personal”: seres humanos, espí­ritus puros o angelicales y, a fortiori, el Ser absoluto.

Si ya seres relativos o finitos, como los humanos, alcanzan la dignidad de personas, lógicamente el Ser absoluto e infinito, que por definición es uno y único, poseerá en plenitud modélica el rango personal. Su infinitud personal se da en pleno acto, en acto pletórico. La infinitud es propia del Ser absoluto, se deduce de su misma absolutez. Su existencia y vigor se conocen con certidumbre por la necesidad que de í‰l tiene todo lo demás, lo relativo, para mantenerse en el ser, siendo evidente su limitación esencial y su inexistente autosuficiencia. Ontológicamente, un conjunto de cosas deficientes no conforma un todo perfecto o autosuficiente. La universal necesidad, carencia o indigencia ontológica de lo contingente, que pese a su insuficiencia existencial se mantiene en el ser, demuestra la existencia plenamente actualizada y el vigor actualizador del Ser necesario. El Ser necesario es necesario en sí­, al existir necesariamente, y “ad extra”, al ser necesario para la existencia de todo lo demás. Su propia necesidad o plenitud (posesión de todo lo necesario) asegura su espiritual libertad y ésta sostiene nuestra libertad espiritual. La primera libertad es la de existir como espí­ritu.

El ser relativo es por su múltiple dependencia muy potencial. Ahora, si captamos en nosotros como personas un horizonte intelectual y volitivo universal y transcendente, nos abrimos al infinito, a lo ascendentemente ilimitado. De hecho, lo conceptualizamos, operamos con tal idea y de modos diversos lo deseamos. Consciente o inconscientemente, con gusto o a regañadientes, toda nuestra vida humana se orienta en función de nuestra visión o previsión de lo que es el Absoluto. Es óptimo contar con tan sólida referencia, y, en todo caso, más vale que vivir desnortados. Vive en nosotros, al menos, una posibilidad, una apertura, una potencia hacia el infinito, aunque luego no dependa principalmente de nosotros el actualizarla. Actualizarla dependerá más bien, por lógica, del Ser infinito en acto.

            La definición aportada, a fuer de amplia, puede resultar muy formal y abstracta. Esto no es propiamente un descrédito, pero dejarí­a insatisfechos a quienes anhelan cierta concreción. La definición de “persona” es de rango metafí­sico, ontológico, mas se concreta también para los que buscan una noción apta para la antropologí­a. Para corresponder a tan legí­timo deseo y completar nuestra comprensión, podemos notar que la cualidad de lo personal, la personeidad, se distingue como la plenitud intelectual-volitiva del espí­ritu.

Al centrarnos en la entraña espiritual de la persona, nos abrimos a la tipologí­a del espí­ritu. De aquí­ resultan los principales tipos de persona, ya señalados, y sus posibles estadios más destacables. La persona absoluta es Dios. Al ser lo personal tanto de cariz individualizante como comunitario, en Dios lo personal implica tanto su perfecta individualidad como su intrí­nseca comunitariedad. También son personas los espí­ritus puros creados, de los que nos hablan muy diversas tradiciones culturales y filosófico-religiosas, desde Confucio, pasando por Sócrates, Platón y Aristóteles hasta las amplias tradiciones judeocristiana e islámica. Por fin, estamos nosotros, la especie sí­ntesis de todo lo existente. Nuestro espí­ritu se halla animando su cuerpo. Por ello, se denomina “alma” o “ánima”. Somos personas por nuestro espí­ritu, pero éste inextricablemente se encuentra unido a nuestro cuerpo. El cuerpo humano es plenamente personal. Por ello, las creencias reencarnacionistas son tan antipersonales e inhumanas. Consideran el cuerpo cual envoltorio de quita y pon.

            Como decimos, la persona implica lo espiritual. Y por “espí­ritu” entendemos el ser con la libertad del autoconocimiento, de una perspectiva universal y de la volición amorosa. El espí­ritu es un género tan básico de realidad, que debe definirse fundamentalmente con el concepto más fundamental, el de “ser”. A partir de ahí­, su nota especí­fica es la libertad, la libertad en sentido propio y profundo, una libertad intelectual-volitiva. Tal libertad puede darse en los grados de potencia (v. gr., el bebé), desarrollo (el humano adulto) y plenitud (Dios). La inteligencia abre los ojos del espí­ritu a una liberadora visión o perspectiva universal, que supera la limitación de la concreción material y sensorial. La volición o acción de la voluntad dispone de un despliegue igualmente liberador hasta llegar al amor propiamente dicho, el amor espiritual, con visión universal y que va más allá del instinto.

            Si bien decir “persona” es decir “espí­ritu”, cabe también definir de nuevo la persona sin explicitar su condición espiritual, pero sin dejar de destacar su perspectiva inteligente, universal, y su vocación al amor. Así­ vemos que la persona es el ser destinado a compartir una intimidad inteligente abierta al amor. Aquí­ realzamos la intimidad y la apertura de la persona. La persona es intimidad, una profunda interioridad, que a la vez se abre de par en par a lo más otro, a lo más exterior, para integrarlo, para integrarse, sin difuminarse en nirvana alguno. La inteligencia nos hace ver universalmente, distinguir y reunir, analizar y sintetizar. El amor constituye el máximo acto volitivo de apertura y, a la vez, de acogida más interior.

            Obviamente, en la persona humana su cuerpo es santo y seña y parte irrenunciable de la í­ntima unidad personal psicosomática, lejos tanto de uniformismos como de dualismos antropológicos. No es que el alma sea lo interior y el cuerpo lo exterior. El cuerpo también posee su intimidad y el alma se exterioriza constantemente.

                       

            2.2) La divinidad

Al explicar las tres definiciones complementarias de “persona”, hemos debido considerar esa modélica ví­a de ser persona que es la divinidad, el absoluto transcendente. Ahora, como estaba previsto, nos preguntamos directamente quién es Dios. Y hay que responder que Dios es el quién por excelencia. Dios es el gran quién. Su ser uno y único rezuma personeidad, es absolutamente personal.

Resulta, pues, muy plausible racionalmente la revelación cristiana de la unitrinidad de Dios, manifestada con todos los rasgos personales, que no tienen por qué confundirse con antropomorfismo alguno, de orden más bien fí­sico o caracterial. Dios es el absoluto personal, que se concreta en tres personas, en tres infinitos vivos que conforman una misma esencia plenamente actual.

            Por tanto, al conocerse el hombre como persona, se abre a la plenitud personal de la divinidad. En el concepto “persona” se concentra la analogí­a humano-divina. En el encuentro personal humano-divino el substantivo abstracto “divinidad” resulta vago y se impone la misteriosa noción de “Dios”. El hombre es el animal personal, mientras que Dios es el espí­ritu absolutamente personal. La noción de “persona” resalta la feliz convergencia y el mutuo enriquecimiento entre antropologí­a y teologí­a.

            La pregunta sobre Dios es la pregunta por el bien, por la belleza, por el orden, por la justicia, por la verdad, por el origen, por la finalidad, por el dolor, por la esperanza, por el amor, por el ser mismo. Y, como estamos diciendo, es la pregunta por la persona.

De hecho, es sabido que la noción de “persona” se aquilató dentro de la meditación de la Iglesia en sus primeros concilios ecuménicos, al buscar fórmulas que expresasen la revelación bí­blico-apostólica sobre la intimidad trinitaria de Dios. Para el orbe latino fue decisiva la intervención del cristiano norteafricano Tertuliano al elegir para tan enriquecida noción el término latino de procedencia etrusca “persona”. En el también temprano siglo VI Boecio fue pionero en dar una definición técnica de “persona”, justo al estudiar la unidad personal de la Encarnación[1]. Al empezar a conocer al Dios que se revela persona, la humanidad descubre su nobleza personal, su sangre azul y regia. La persona es el ser soberano.

            Así­ pues, “divinidad” y “personeidad” o, mejor, “Dios” y “persona” se coimplican y evocan ejemplarmente. Sin su realidad, la realidad quedarí­a descabezada, huérfana y sin sentido, como un paisaje lunar. Pero el ser resplandece, no carece de la luz de su astro solar, de su intensidad matriz. El ser es la casa de la persona, es la cosa para el rostro, el qué para el quién, el algo para el alguien. En el cosmos, tan personal, la persona humana halla su hogar. Más que un mero principio antrópico o antropocéntrico del universo ha de contemplarse un principio “persónico”, “personacéntrico” o personalista.

Que “en el principio fuera el Verbo”, “el Logos”, viene a decir también que en el principio fue la Persona. La persona es inteligencia y su comunicación. Es la verdad más í­ntima y resplandeciente de todo lo existente.

           

III) Lo divino y lo personal en las tres grandes cosmovisiones

Hemos expuesto en pocas páginas las nociones de “persona” y de “Dios” y su í­ntima relación. Algo más de espacio nos llevará ahora contemplar los tres básicos modelos históricos de visión sobre la realidad y la vida humana. Se desarrollan los tres, precisamente, en torno a las nociones de “persona”, “Dios” y “naturaleza”. En la comprensión teórica y en la histórica todo gira alrededor de lo personal y lo divino, de la naturaleza personal y de la naturaleza o substancia divina.

En congresos internacionales y en clases universitarias y de bachillerato he presentado la visión naturcéntrica de la historia, que aquí­ se mostrará también como personacéntrica. Además, la básica noción de lo divino, una general orientación teológica, también aquí­ se revelará capital en cada cosmovisión principal. El hombre se entiende entendiendo lo divino.

Hasta ahora apenas he recogido réplicas o entusiasmos, tan sólo algún tibio interés y alguna escueta reacción contraria de quien intuí­a quedar en evidencia ante esta teorí­a. Es difí­cil ofrecer respuestas cuando se han abandonado demasiadas preguntas. Hoy tristemente predominan las preguntas mediocres o muy parciales, el pragmatismo, lo exótico y las modas academicistas o comerciales, incluso entre intelectuales. Y, sin embargo, ¡cuánto pueden aportar a entender la vida humana y las principales opciones en liza una completa comprensión de lo natural y de lo personal y, por consiguiente, un mejor acercamiento a lo divino!. Hay que comprender su propia realidad y cómo se han comprendido. Cada cual saque sus conclusiones.

Por ahora unos y otros hablan continuamente de lo “pagano” en positivo o en negativo, pero sin pararse un instante a pensar qué significa realmente. Se dice incluso que entramos en una época “neopagana”, como si culturalmente se pudiera retroceder milenios en el tiempo. Otra serie de conceptos principales (“naturaleza”, “sobrenatural”, “persona”, “divinidad”, “laicidad”) se emplean de cualquier manera o en obediencia a intereses obscuros. Se habla y se escribe mucho sin la debida reflexión.

Se objetará de repente que una cosa es la naturaleza y otra la historia, pero se trata de ver cómo la percepción sobre lo natural y lo personal vertebra toda la historia humana, sus básicos modos de pensar y vivir. Tan amplia perspectiva gira en torno a las nociones de “naturaleza” y de “persona”, de la identidad propia y básica con la que siempre se existe y de la dignidad humana. Ello plantea el origen y el sentido de la naturaleza y el modelo de realidad personal. Esto es, plantea la realidad de lo divino.

Es, pues, un modelo conceptualmente naturcéntrico y personacéntrico que remite a una clave teológica. Todo estriba en afinar sobre la realidad absoluta, respecto de la cual el resto es relativo. La naturaleza humana es personal y, por ello, se identifica con su vocación divina.

Y la misma naturaleza humana (contradistinta de cualquier otra naturaleza no personal), su categorí­a personal y su divina vocación nos abren a una profunda libertad de vértigo. Nuestro paradigma constituye una atalaya para observar las andanzas de la histórica libertad humana: su lento ascenso, sus cumbres y sus zozobras. Es un paradigma “liberticéntrico”.

A la vez, el concepto de “naturaleza”, que pudiera resultar muy cosaico para hablar de las realidades más humanas, se enriquece compartiendo su centralidad con el de “persona”. La búsqueda de la identidad y de los valores especí­ficamente humanos también ha protagonizado los mejores y más señeros impulsos humanos en su larga historia. Esta búsqueda capital de la historia humana es la de la persona. Es la búsqueda de la persona humana buscándose a sí­ misma y a las demás personas.

En la teorí­a naturcéntrica y personacéntrica se pasa revista a los tres principales sistemas humanos de pensamiento, cultura y forma fundamental de vida. Se cubren los sistemas pasados, presentes y futuros, pues toda posibilidad básica ya ha sido planteada. También se puede entender algún modelo mixto o hí­brido de amplia implantación. Aunque los modelos que vamos a presentar no se cumplan perfectamente en todos los casos y haya variantes, más vale tener un paradigma aproximado de explicación que seguir en la inopia[2].

Como decimos, ante lo ya expuesto por mí­, la novedad de esta presentación estriba en el acento sobre la noción de “persona”. Aquí­ el naturcentrismo viene a ser un personacentrismo, pues será la noción de “persona” la que enhebre mejor la comprensión de las principales cosmovisiones[3] de la historia.

Ahora, ya hemos sostenido que la visión sobre lo personal corresponde a una visión sobre lo divino. Lógicamente, la noción sobre lo “personal” también refleja toda una antropologí­a. Por todo ello, la visión naturcéntrica y personacéntrica de la historia humana representa una visión a un tiempo teocéntrica y antropocéntrica. En ella son claves simultáneas los conceptos sobre lo divino y lo humano. Es, pues, una visión muy rica y bien centrada en lo más importante. Como debe ser.

 

3.1) Naturalismo y prepersonalismo

¿Cómo es posible que se haya usado durante milenios la noción de “paganismo” para abarcar tantos modelos culturales y religiones sin el correspondiente esfuerzo por comprender su significado e implicaciones?. Hoy en dí­a se reaviva tal término, por parte de unos para alertar del peligroso retorno de la realidad que vagamente indica, y por parte de otros para reivindicarlo en polémica antimonoteí­sta. Sin embargo, ni unos ni otros hacen ningún intento sólido de comprensión. Los que menos lo piensan, creen que simplemente indica los politeí­smos antiguos. Es más frecuente asumir que se refiere a todo lo que no es monoteí­smo abrahámico. Pero predomina en esta escasa comprensión una vaga definición negativa. Sólo se alcanza a decir algo de lo que no es. Así­ las cosas, “paganismo” pulula en las mentes casi sólo en virtud de sus simples connotaciones emotivas y no por el realismo de su significado.

Esto no puede seguir así­. Que haya especialistas en culturas como la sumeria, la asiria, la egipcia, la griega, la romana, la azteca, la inca, la yoruba, la hindú y la china o en figuras como Gudea, Akenatón, Zoroastro, Buda, Confucio y Platón sin comprender la noción de “naturalismo” o “paganismo”, es como pretender que un estudioso de Santo Tomás de Aquino o de las culturas italiana o española no entendiera la noción básica del Evangelio y del cristianismo. Para entender la mayor parte de la historia de la humanidad y aún gran parte de la humanidad actual necesitamos conocer dicha óptica o cosmovisión humana, que es la inicial, inmediata y más simple. A poder ser, expresada con otro término, claro y cercano, que evite la carga de connotaciones de “paganismo” y nos sitúe en la perspectiva adecuada.

El paganismo o naturalismo sólo se ha podido entender por global contraste con una radical alternativa, la judeocristiana. De hecho, antes de ésta no habí­a palabra alguna que designase semejante grupo tan heterogéneo. Distinto es que en varias lenguas, correlativas a ciertas religiones, se haya acuñado alguna palabra meramente negativa para englobar a todos los demás, indicando algo así­ como “infieles”. Los budistas tibetanos o tántricos se identifican en su lengua tibetana no como “budistas”, sino como “los de dentro” (los demás quedamos como “los de fuera”). Cierto precedente de la noción de “pagano” puede ser el término hebreo “goy” (en plural “goyim”), pero sólo se refiere a la idea de “pueblo” o “nación”, y suele traducirse por “gentil”. Por sí­ mismo no tiene hondura teológica. El propio término “pagano” sólo parte de la idea de “campestre” o “rural”, dado que el Evangelio llegó más tarde a los ciudadanos del campo que a los de la urbe. Necesitamos, pues, descubrir el sentido profundo de esta noción. Su comprensión nos ayudará a entender mejor la cultura, la filosofí­a y la religión judeocristianas. El naturalismo sólo se contempla y entiende a partir de la mayor altura de la visión judeocristiana, la sobrenaturalista y personalista. A su vez, ésta se perfila con más precisión captando su radical novedad frente a lo que comparten todos los paganos o naturalistas.

Por si fuera poco, la comprensión simultánea de lo naturalista y prepersonalista y de la novedad sobrenaturalista y personalista es la condición necesaria para penetrar en la base común de la amalgama heterogénea y camuflada de lo denaturalista y depersonalista. Y sólo conociendo semejante conglomerado de tendencias de común base negacionista (negación de lo natural, de lo sobrenatural y de la persona), sabremos evitar convenientemente sus deletéreas consecuencias para la humanidad.

¿En qué consiste, pues, el naturalismo o prepersonalismo?. Es la percepción básica más espontánea y simple de lo real, la que engloba todo en lo natural. Todo lo existente, divinidades incluidas, forma parte de lo natural y se somete a sus leyes. Todo viene dado y preestablecido desde su nacimiento[4]. En la cosmovisión naturalista lo más sobresaliente es que ni lo divino escapa a los dictados de leyes y caprichos de una realidad natural muy desconcertante y apenas predecible racionalmente. Esto se intenta paliar con la adivinación. Lo divino se halla tan esparcido y confundido con lo natural, que con frecuencia la divinidad se identifica con una particular realidad natural llamativa, como un rí­o, una montaña, un árbol, un astro, un animal o un humano relevante (un supuesto taumaturgo o un gran dirigente). En fin, si todo es natural, no cabe lo sobrenatural. Algunos hechos extraordinarios pueden escapar a ciertas leyes naturales, pero no a la naturaleza como tal.

Se concibe lo sobrehumano, pero no lo sobrenatural. En culturas como la griega antigua el destino se impone a los mismos dioses, sobrehumanos, pero no sobrenaturales. Aunque muchas anacrónicas traducciones de textos antiguos sobre dioses les atribuyan la noción de lo “sobrenatural”, tales textos propiamente carecen de ella. Las culturas y los pensadores naturalistas manejan cómodamente la idea de lo sobrehumano, de lo infrahumano y de lo naturalmente extraordinario, porque es tendencia muy humana la de forzar los lí­mites humanos e intentar superarlos para bien o para mal, con sentido o sin sentido, por pragmatismo o por estética, en santidad o en bestialización. Pero están impedidos para concebir adecuadamente la sobrenaturalidad divina, por más que puedan ponderar cierta transcendencia divina. Un dios puede dominar o superar ciertos fenómenos naturales, pero no la naturaleza en su conjunto. í‰l mismo es hijo de la naturaleza. Nació. Es inmortal, pero no eterno.

Con todo, se dieron atisbos conceptuales de creación “ex nihilo” y de eternidad. Todo politeí­smo tiende a cierto monoteí­smo. Las mismas expresiones panteí­stas son bastante relativas en los pueblos antiguos. Más que panteí­smo se detecta en ellos cierto confusionismo metafí­sico propio del naturalismo. Y parece ser que los pueblos más antiguos, los más cercanos a la revelación primitiva[5], eran monoteí­stas. Mención de honor merece también el intelectualismo grecorromano, que abrió camino al intelectualismo cristiano. El imperio declarado del “logos” griego y el de la “lex” romana serán recogidos, sintetizados y refinados por la más universal racionalidad cristiana.

La divinidad naturalista no puede concebirse sobrenatural, ya que no se ve como la creadora absoluta de la naturaleza. Ni ella misma es considerada absoluta. Con frecuencia, en su acepción más originaria lo divino es confundido con una cosaica naturaleza o con uno de sus elementos materiales, como puede ser la tierra o el cielo. Más que con rasgos personales y espirituales, se concibe con trazos de craso antropomorfismo. El antropomorfismo puede hacerse sutil, como cuando en el budismo se apela a una divinidad difusa en todo, que viene a ser una especie de mente universal en la que se disuelven todas las individualidades personales. La divinidad no aparece central en el budismo, aunque esto varí­a según la rama budista. Pero, en todo caso, lo divino reemerge discretamente, como en cualquier doctrina profunda que en principio le haya restado protagonismo.

Ahora, el contraste con la sobrenaturalidad de Dios no se puede simplificar alegando que en el judeocristianismo Dios es “exterior” e implica un “dualismo” cósmico. Dios es exterior en tanto no se confunde con lo relativo y contingente, pero está en lo más í­ntimo y personal de cada persona y anima la existencia interior de cada cosa. Dios no es un forastero. Y el dualismo serí­a un equivocismo. Pero la cosmologí­a judeocristiana es analógica, marcando tanto la unidad global de todo como la diferencia de cada ente. Evita, así­, tanto el extremo monista o uniformista (panteí­sta) como el equivocista (aunque señeros protestantismos hayan incurrido en él).

Sin descubrir al personalí­simo Dios como el ser absoluto y el creador absoluto, quedando lo divino más o menos diluido en la naturaleza, ésta viene a carecer del principio personal. En el naturalismo la naturaleza resulta radicalmente impersonal. Y los humanos devienen huérfanos cósmicos: de nadie vienen, a nadie van, de nadie son, en definitiva. Sólo vienen de algo y son para algo. No pueden alcanzar una clara conciencia de su dignidad personal. Gravita un nihilismo de lo personal, que únicamente será empeorado por el total nihilismo existencial en el que acabará el despersonalizador denaturalismo. Pese a todo, el humano naturalista llega a vislumbrarse persona, aunque sea en neblina. Ve o entrevé aspectos de su gran singularidad sin par en esta tierra. He aquí­ el prepersonalismo, que permite una apertura del impersonalismo al personalismo. El radical impersonalismo naturalista se compensa con toda clase de antropomorfismos y ciertas personificaciones de lo divino y de lo cosaico. En la base, se es persona o cosa (los animales no personales también son cosa o ente finito en acto y en potencia). En la mente naturalista todo anda más o menos confundido y revuelto, aunque hay brillantes destellos de luz.

La absolutez de Dios es nada absolutista, ni en cuanto a una clausura interna ni por un dominio avasallador sobre su creación. í‰sta muestra la infinita apertura divina. Y como creador absoluto refleja en su continuo obrar creador su propia autonomí­a, cierta magistral imagen de su absolutez u omní­moda libertad, sobre todo en las criaturas que le reflejan como persona. En cambio, el desordenado y arbitrario relativismo nos arroja en cualquier veleidoso totalitarismo.

En los naturalismos la falta de absolutez de la divinidad transcendente da rienda suelta a diversas absolutizaciones de lo inmanente e impide alcanzar una plena conciencia y un cumplido ejercicio de la libertad. En los denaturalismos se exaltan libertades potenciales que, en realidad, resultan decapitadas y contradichas por una insistente propaganda relativista que camufla intereses absolutistas, generalmente autoidolátricos, ahí­tos de soberbia. No se respeta ni la propia absolutez y libertad de Dios ni la apertura humana al Absoluto, al Bien absoluto, en quien consiste la personal libertad humana.

En un mundo ordenado, pero sin auténtico principio ni fin se impone el global sentido circularista de los fenómenos más obvios e influyentes para el ojo humano: la terca alternancia dí­a-noche, la reiteración de las estaciones, de las mareas, de los ciclos de la fecundidad y de las edades, etc.. La vida del individuo humano, su sociedad y su historia parecen no poder sustraerse a tan colosal ordenamiento repetitivo. La misma andadura del alma se interpreta fácilmente dentro de un ciclo reencarnacionista, del que con í­mprobo esfuerzo hay que liberarse. Así­, todo cobra un general sentido uniformista de fondo, pese a ciertas tendencias de dualismo espiritualista, pues en éstas lo espiritual viene a ser lo único verdaderamente real e importante.

El circularismo adquiere una ejemplar claridad en el eterno retorno de Heráclito, la noción hinduista del tiempo (en hindi se usa la misma palabra para “ayer” y “mañana”, la misma para “anteayer” y “pasado mañana”, y la misma para el dí­a anterior a anteayer y el dí­a posterior a pasado mañana), y en la creencia en el “samsara” o cí­clico fluir continuo de nacimiento, vida, muerte y reencarnación. Tal creencia se da en las diversas formas de hinduismo y de budismo, en el jainismo, en el bí¶n (antigua religión chamánica tibetana) y el sijismo. Para los hinduistas constituye la base de justificación del inmovilista y marginador sistema de castas. Esta creencia circularista se da en forma análoga también en el naturalismo órfico-pitagórico, tan presente en Platón. En todos estos naturalismos representa un inexorable mecanismo de justicia impersonal[6], que además asume la total despersonalización zoomórfica del ser humano (el hombre se reencarnarí­a también en entidades infrahumanas como los animales). De todos modos, constituye el principal problema existencial. Mientras que muchos individuos europeos o americanos sincretistas ven con frí­vola simpatí­a tal creencia, para tales religiones o filosofí­as la reencarnación es valorada como el principal mal del que hay que salvarse, dada su poco positiva visión de lo material.

Este central anhelo de escapar de la circularidad material muestra la búsqueda humana de la libertad y de una espiritualidad más pura. En el fondo, aletea un deseo de la libertad sobrenatural que integre lo material y lo espiritual. La pena es que según esas doctrinas milenarias muy pocos, una exigua minorí­a, alcanzan tal liberación o iluminación. La inmensa mayorí­a repite curso indefinidas veces. Muestran su general fracaso. Persisten sólo porque no encuentran nada mejor. Pero lo hay.

En las culturas antiguas naturalistas el circularismo favorece la convicción de que lo mejor o modélico de la historia, su edad de oro, se situó en un pasado remoto y originario. En el otro extremo, la visión denaturalista tiende a despreciar el pasado, la tradición, salvo que la referencia a un primitivo pasado feliz sirva como arma arrojadiza contra la supuesta corrupción total del sobrenaturalismo personalista. í‰ste, a su vez, sostiene una posición equilibrada en cuanto al valor del pasado y del futuro. Asume un fuerte arraigo en el pasado, en la tradición y en algunos hitos fundacionales. Tiene algo a lo que ser fiel. Esta misma fidelidad a un sólido pasado fundacional y fundamentador impulsa hacia un futuro enormemente prometedor. En definitiva, se vive con intensidad el presente con una fornida esperanza en un futuro muy superior. El sobrenaturalismo descubre el sentido progresivo de la historia, del que el progresismo de muchos denaturalistas es un pobre sucedáneo.

En la circularidad global, en el esquema carente de principio y fin, la libertad queda fragmentada y enervada, por no decir anulada. La libertad carece de amplio horizonte metafí­sico o global. Generalmente, ni los dioses pueden sobreponerse al destino, como bien muestra la tragedia griega. Cierto fatalismo impersonal lo recubre todo. El universo no se asienta en un acto de libertad. Ni la vida post-mortem se presenta en muchas culturas como un claro ámbito de liberación ofrecida a todos. Falta una antropologí­a de la libertad universal con la que nacen todos los humanos. Además, el general confusionismo sobre los órdenes de lo real provoca una insuficiente distinción entre la autoridad polí­tica y la espiritual o religiosa, que reduce la libertad de conciencia y las libertades civiles.

Sin clara conciencia de la hondura de nuestra libertad, sin clarividencia sobre la sutil unidad contrastada psicosomática del hombre, la noción de “persona” y de su intrí­nseca dignidad tan sólo aparece en fugaces vislumbres. En conjunto, en las culturas naturalistas domina un mero prepersonalismo o impersonalismo. Aún no se han alcanzado y madurado la noción y la vivencia consciente de nuestra entraña y altura de personas. El más descarado y cosificante esclavismo generalizado, el frecuente infanticidio y el abortismo sin escrúpulos son algunas de las inhumanidades que por sistema no sólo se practicaban, sino que incluso se veí­an como algo “natural”.

Las deficiencias en personalismo y libertad tení­an su raí­z metafí­sica y cosmológica, como hemos apuntado. El universo era radicalmente anónimo, a pesar de los frecuentes antropomorfismos y personificaciones mitológicos. Existí­a porque sí­. No era fruto de la libre y amorosa voluntad personal de Dios. No cabí­a auténticamente un teocentrismo o un antropocentrismo, pues faltaba una esclarecida visión del misterio de Dios y del misterio del hombre. No cabí­a un personacentrismo. Dominaba un anónimo naturcentrismo[7], aunque se iniciaran importantes elementos teológicos y humanistas. Esto es el orden por el orden, sin un claro sentido teleológico general.

Pero lo que no se conocí­a, la persona, tampoco se podí­a negar por sistema. No cabí­a un rotundo antipersonalismo, como en el actual depersonalismo. Y entre los más preclaros pensadores no dejaba de haber aproximaciones a la riqueza conceptual de “persona”, así­ como entre los mejores corazones no faltó un espontáneo trato humanitario que anticipaba el humanismo personalista. Hay autores antiguos que representan fulgores de la luz personalista que estaba por surgir para la humanidad. Destaquemos aspectos de las religiones mesopotámicas y egipcia, a griegos como Hipócrates o a romanos como Cicerón, Virgilio y Séneca.

Ser “pagano” no tiene por qué ser negativo y representa una categorí­a vastí­sima y heterogénea, cuya única unidad hemos sintetizado. En el naturalismo se tiende a respetar, aunque sea parcialmente, cierto derecho natural y la supremací­a de una divinidad transcendente (no autoidolátrica). Sólo en comparación con una visión netamente más desarrollada puede comprenderse y valorarse. Y su misma comprensión ayuda a afinar una mejor estimación de la siguiente gran cosmovisión, la sobrenaturalista o personalista.

Junto a notas esenciales de esta cosmovisión como el omninaturalismo (todo es naturaleza, incluso lo divino), el correspondiente circularismo, que sofoca una amplia libertad, y el mero prepersonalismo, hemos de destacar en el ámbito sociopolí­tico el sacralismo. El distinguir poco o nada los planos de realidad y sus dominios aboca a distinguir poco o nada los planos de la autoridad con la que se gobiernan los humanos y sus sociedades. La tendencia normal es identificar las autoridades polí­tica y religiosa. Aunque haya cuerpos especializados, requeridos por la complejidad de sus respectivos cometidos, no termina de deslindarse completamente la esfera de lo polí­tico y la de lo religioso. Lo sacro se politiza y la polí­tica se sacraliza, lo cual no quiere decir que la vida resulte más auténticamente religiosa. Por ello, romper con la ortodoxia religiosa establecida se ve como un delito o una falta de carácter civil.

La sacralización del poder colectivo o polí­tico consagra la fuerte tendencia colectivista de los naturalismos. í‰sta contrasta con la creciente individualidad, de rica intimidad subjetiva, que se va perfilando en las culturas de inspiración cristiana, hasta degenerar en tiempos modernos en el extremo individualista. El colectivismo frena un auténtico personalismo, pues la persona es para los otros, pero ante todo es ella misma, es individual. Por su parte, el individualismo salvaje y el subjetivismo arbitrario serán notas del denaturalismo í‰ste, no obstante, en su dispersión de extremos contará también con colectivismos expansionistas (los marxismos y otros estatalismos como el fascista y el nazi), aún más férreos que los antiguos.

Aún hay que señalar otra eminente y muy frecuente nota de los naturalismos: el sincretismo. No puede asegurarse en todos, pues una situación de gran aislamiento o un fuerte acento identitario pueden evitar o minimizar las mezclas sincretistas entre religiones. Pero, dada la tendencia a la escasa distinción de niveles de realidad, a la confusión sobre lo divino y lo personal, y dado el sentido pragmático naturalista, lo habitual es que con notable facilidad se combinen cultos y creencias heterogéneos. No por ello son los naturalistas más pací­ficos y tolerantes. Sus cultos y creencias, en el estado en que se encuentren establecidos, han de ser observados. Sólo que a la larga son bastante volubles. Muestran poca consistencia propia. Son creaciones humanas, cultura en estado puro y fundamental.

Por ejemplo, el budismo zen ha tomado bastante del taoí­smo y, en Japón, se combina con el sintoí­smo. El budismo tibetano o lamaí­smo se funde con el chamanismo tibetano autóctono, el bí¶n. Los griegos antiguos incorporaron a su religión de dioses celestes cultos ctónicos o telúricos. Los romanos eran aún más sincretistas, incorporando religiosidad griega, etrusca y de diversas fuentes orientales. Los drusos llegan a combinar elementos islámicos y el culto a Platón. El sijismo es un hinduismo islamizado. Incluso el islam aglutina elementos judí­os, nestorianos y de cultos árabes naturalistas. En cambio, en el Evangelio, en la historia de Israel y de la Iglesia hay pluralidad de fuentes para los modos de expresarse. Se pueden incorporar elementos de mitos y leyendas de pueblos vecinos o terminologí­a griega. Pero todo ello se redefine substancialmente desde el prisma de la revelación judeocristiana.

Muchas de las innumerables culturas naturalistas o paganas fueron previas al judeocristianismo y se extinguieron. Otras siguen vigentes y predominan en amplias zonas del planeta poco o nada evangelizadas en su historia, sobre todo en Asia. Hay extensas áreas que son hinduistas, budistas, jainistas, confucianas, taoí­stas o sintoí­stas, por ejemplo.

Toda nuestra descripción del naturalismo hay que ilustrarla con abundantes y variadí­simos ejemplos, más allá de nuestras rápidas alusiones. Por más aplicaciones o ejemplos que hubiésemos añadido, habrí­a quedado una infinidad de religiones y culturas por sacar a colación. Quedan por aclarar las aparentes excepciones o hechos que pudieran contradecir nuestra teorí­a. Entre tanto, nótese que de momento es la mejor teorí­a disponible, pues es la única que intenta encontrar la unidad básica entre tantos miles de culturas y religiones[8]. Y todos nuestros cualificados lectores conocen unas cuantas culturas y religiones naturalistas. Cada cual puede ver si la teorí­a encaja bien en los hechos, si sirve para explicar lo que hasta ahora ni se intentaba explicar.

 


[1] ) Su célebre definición de “persona” es “substancia individual de naturaleza racional”. No es un detalle menor que ni el término “racional” ni el de “substancia” convengan respectivamente a la teologí­a natural (Dios no necesita razonar, sino que contempla intelectualmente) ni a la trinitaria (en í‰l no hay tres substancias). Incluso, aunque sea habitual atribuir traslaticiamente el concepto de “naturaleza” a Dios, no es lo más  preciso, tratándose del Ser sobrenatural. Y, si indudable es la clara individualidad de la persona, no se puede obviar su intrí­nseca apertura comunitaria y familiar, patente tanto en la sobrenatural trinidad de Dios como en la natural y comunitaria sociabilidad humana.

[2] ) Se han propuesto interesantes filosofí­as de la historia, pero han ido quedando en los archivos de la historia del pensamiento. Describen ciertas tendencias cuestionables más o menos reiterativas. A veces incurren en desaconsejables reduccionismos y determinismos o yerran al predecir un concreto futuro o un fin de la historia. No abordan de lleno la realidad personal, protagonista auténtica de la historia humana, ni dan cumplida cuenta de los principales modelos de vida o cosmovisiones. Con todo, mencionemos la visión tripartita de Vico. El napolitano distingue ciclos de tres edades sucesivas: la sacerdotal o teocrática; la heroica, de carácter arbitrario y violento; y la humana, que serí­a la razonable y moderada. Hay que forzar mucho la historia para acomodarla a tales moldes y su reiteración. También podemos recordar cómo Hegel resucita la tripartición del gnosticismo plotiniano de Proclo (“Elementos de teologí­a”). Consagra así­ la tendencia agónica de muchos pensadores germanos a reducir todo a una abrupta dialéctica continua. Y sea nuestro rendido reconocimiento para la magistral “Ciudad de Dios”, del sabio norteafricano de Hipona. Pero en la época de San Agustí­n aún se estaba lejos de poder conocer todo lo que habí­a de venirse encima con el denaturalismo.

[3] ) “Cosmovisión” significa visión o interpretación global de la realidad. Es una filosofí­a completa que no tiene por qué ser un sistema de un autor o escuela particular. Se adapta mejor para indicar los principios metafí­sicos, gnoseológicos, antropológicos, éticos y estéticos de toda una cultura o de una civilización.

[4] ) “Natura” procede del participio de pretérito “natus-a-um”, del verbo latino “nascor” (nacer). Corresponde al griego “physis”, surgido del verbo “phyo” (brotar, surgir), cuya raí­z está presente en el verbo latino “fio” (llegar a ser). Lo natural es lo que surge o llega a ser y se comporta de un modo propio. Es lo que es de una manera en función de su nacimiento. Lo natural es lo nacido de un modo determinado para ser de ese modo.

[5] ) Dios existe, vive y está ubicua y activamente presente, como ya argumentamos, porque, de lo contrario, nada se mantendrí­a en el ser y en el orden. La única alternativa a la causalidad global es la pura y simple acumulación de casualidades, que es el expediente más anticientí­fico e irracional. ¡O causalidad o casualidad!. O racionalidad o irracionalidad de fondo. Si se asume la causalidad para las áreas de lo real, debe admitirse para el conjunto de lo real. Y decir que la naturaleza es causa global de sí­, es pretender absurdamente que el efecto sea la causa de sí­. En lo natural hay cadenas causales, pero su conjunto requiere una base extranatural, dada la relatividad y la deficiencia ontológicas de cada ser natural y de su suma. Sólo del Absoluto, dentro del cual no cabe la relatividad de la sucesión temporal, podemos decir que es causa de sí­, aunque en propiedad no necesita causarse, pues simplemente existe a la perfección. Además, Dios ha sido y es experimentado en todas las culturas por la gran mayorí­a de las personas y particularmente por la práctica totalidad de los personajes más beneméritos de la historia humana.

    Si Dios existe, ha de ser personal. Un Dios impersonal contradirí­a su esencial perfección de ser absoluto. Y, siendo Dios personal, lo lógico es que desde el principio tomara la iniciativa de mantener una í­ntima comunicación con sus criaturas personales en este mundo, las personas humanas. La cada vez mayor cantidad de datos conocidos coincidentes entre las religiosidades más antiguas abona la hipótesis de la revelación primitiva. í‰sta es la hipótesis mejor de la que dispone la teologí­a natural, y es incontrovertible para las teologí­as de la gran tradición abrahámica y de otras muchas tradiciones, expresadas en mitos o en otros relatos.

[6] ) Esta inexorable mecanicidad justiciera asume como engranaje ciegas leyes del tipo del karma hindu-budista (automatismo general de causas y efectos morales), que ocupa el lugar de la esmerada, apasionada y personalí­sima Providencia divina sobrenatural. í‰sta tampoco se confunde con el determinismo racionalista y funcionarial de la providencia divina estoica. Al final, donde el budista busca el impersonal nirvana, el estoico busca también la impersonal ataraxia o imperturbabilidad. Son propuestas defensivas, huidizas, evasivas frente al dolor o las perturbaciones. Estos naturalismos convergen en pretender sofocar todo deseo humano, lo cual es deshumanizador. En cambio, la mí­stica cristiana sublima todo santo deseo, como magistralmente expresa Catalina de Siena.

[7] ) Nuestra teorí­a es naturcéntrica, pues toma como uno de sus núcleos conceptuales el de “naturaleza”, pero no es naturcentrista, porque no opta por la naturaleza como entidad ominiabarcante, como hacen los naturalistas.

[8] ) En una conferencia pronunciada en el XXII Congreso Mundial de Filosofí­a, celebrado en Seúl, el coreano Hee-Sung Keel (Universidad de Sogang) defendió lo que él llama “naturalismo asiático” como principal caracterí­stica del pensamiento asiático, frente al sobrenaturalismo cristiano, al “mecanicismo occidental”, al cientificismo ateo e incluso al “naturalismo occidental” de inspiración griega. Aclaró bien que “las religiones asiáticas” son religiones filosóficas. Siguiendo la moda, ensalzó la visión “holí­stica” y orgánica del naturalismo asiático. En él todo es naturaleza, no hay distinción “dualista” entre materia y espí­ritu y no se necesita la intervención de una mente cósmica.

   Nuestro estimado colega acuña su concepto principal, “naturalismo asiático”, con suma vaguedad y parcialidad. “Asiático” deberí­a referirse a la totalidad o a la mayor parte de las culturas y religiones de tal territorio. Sin embargo, se termina por entender que sólo apela a India y al Extremo Oriente. En su artí­culo a veces precisa que se refiere sobre todo a “Asia oriental”. En su afán por defender unas claves culturales autóctonas no llega a captar todo lo común de los naturalismos de cualquier continente y exagera la discrepancia con el antiguo naturalismo griego. Igual que uniformiza favorablemente lo que él llama “lo asiático”, uniformiza desfavorablemente lo “occidental”. No distingue entre dualidades (también defendidas en sus culturas asiáticas, como la del yin y el yang) y dualismos. Tampoco distingue la cosmovisión denaturalista, aunque no deja de censurar el ateí­smo cientificista. Con todo, hace bien en diferenciar las culturas indo-budistas y confucianas, que son naturalistas, respecto del sobrenaturalismo cristiano y del ateí­smo antimetafí­sico “occidental”.