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Ser una azafata personalista tiene muchas ventajas. Una de ellas, que el trabajo en un aeropuerto como el de Madrid Barajas, con su caracterí­stica vida y el constante trato con personas, ya es de por sí­ una apertura a otras culturas, otros idiomas y otra forma de ver la realidad.

Escuchar el inglés con su múltiple variedad (británico, irlandés o escocés, americano, canadiense o australiano), descubrir la pronunciación española de dentro o de fuera, de cualquier paí­s de Hispanoamérica; intentar el sugerente italiano o ese idioma lleno de matices, el francés; atreverse con el fuerte carácter del alemán o el ruso o con la suave cadencia del portugués son todas ellas formas distintas de descubrir lo humano en su fascinante multiplicidad.

Ser azafata personalista es una posible manera de tener acceso a la cultura desde su mismo punto de partida: desde las personas mismas.

Y ser azafata personalista implica también saber calibrar con un poco de detenimiento las opiniones y las reacciones de las personas, sin dejarse llevar de las primeras impresiones.

Por eso es difí­cil encontrar la reacción justa ante aquellos que critican este modo inofensivo y universalista de hacer cultura. Como la que se encuentra en un comentario de la poco atrayente pelí­cula Ágora, en la que literalmente se puede leer: «En Alejandrí­a, su biblioteca se alza como uno de los focos de cultura más importantes del mundo, o quizás como el más importante de todos. El problema llegará con el creciente poder de los cristianos, que jamás se han caracterizado por su pasión por la cultura. Más bien por todo lo contrario».

Difí­cil sobre todo porque después de ponderar si la propia reacción debe ser dejar que hierva la propia sangre por la manifiesta intolerancia o reirse por la más manifiesta aún ignorancia, se llega a la conclusión de que hay que adoptar la actitud del fifty-fifty: 50 por ciento de un sentimiento de conmiseración y de disculpa por vivir en una cultura de la imagen en la que se funciona con tópicos y otro 50 por ciento de test de calidad. Por el estilo y por el contenido. Vivir en una cultura que se mueve con tópicos no exime de ninguna manera de investigar y ser respetuoso con la realidad.

¿Es justo esto? Serí­a interesante saber en qué época se ha paralizado la imagen mental del autor de las palabras citadas sobre lo que él denomina un tanto despreciativamente «de los cristianos». Porque muchos lo somos y no nos consideramos en absoluto identificados con una acusación tan ligera. Ni por el hecho de que despreciemos la cultura (nos gustan también las bibliotecas, solemos leer los libros que éstas contienen, sobre todo los de nivel) ni por esta idea tan superficial del poder (el verdadero «poder» del Cristianismo es su mensaje de libertad al ser humano, del valor de cada vida).

Porque parece que sólo es un foco de cultura la lastimosamente perdida Biblioteca de Alejandrí­a -de la que nosotros «cristianos» actuales, también lamentamos la pérdida, igual que lamentamos la pérdida de la valiosa Biblioteca de Filologí­a en la Universidad de Madrid, a raí­z de ese enfrentamiento que nunca debió producirse, la Guerra Civil, y en la cual, significativamente, los libros sirvieron como defensa a los ataques del enemigo-, pero no todas las demás bibliotecas en las que se ha guardado y transmitido el saber, entre ellas, las que en la Edad Media, esa época a la que se atribuyen, también con excesiva ligereza, muchos estereotipos y poca cultura.

Y que recordemos, la universidad –universitas– es un invento «cristiano», precisamente medieval, creado con el intento de alcanzar un saber universal, unitario sobre la realidad y sobre el mundo circundante al hombre. Hay que apuntar además toda la contribución que la Iglesia ha hecho y por supuesto sigue haciendo en el campo educativo y pedagógico y que el que piensa tendenciosamente elimina de un plumazo. Y en el sector sanitario, que también es una parte de la cultura.

Tampoco parece que se tienen en cuenta otros factores, como toda la civilización que ha creado (y sigue creando) el pensamiento cristiano, manifestados en el arte, en la literatura, en la ciencia -por mucho que algunos se sorprendan-, en el derecho -también, no se olvide, el Derecho Internacional, desarrollado por Francisco de Vitoria en Salamanca a raí­z del Descubrimiento de América y de la necesidad de enfrentarse a un trato con iguales/ distintos, como eran los nativos americanos. Manifestaciones todas en las que subyace un mismo fundamento: el valor único de la persona humana y su deseo de colaborar con Quien le dio la vida creando una cultura humana.

Quizás lo que el autor de esas palabras ha querido decir es otra cosa, bien distinta: que el mensaje grandioso del Cristianismo -unidad del género humano gracias a la gratuidad de un Dios creador que da vida para compartir su plenitud; personas racionales y libres, capaces de esa interrelación peculiar que es el amor; participación del ser humano en la creación de un mundo civilizado, con el recto uso de su razón y de su técnica, con su capacidad de crear una sociedad justa; promesa de una vida totalmente plena y perdurable- ha experimentado lo que el filósofo español Julián Marí­as ha denominado en su libro La perspectiva cristiana «infidelidades cristianas al Cristianismo». Es decir, considerando las cosas con madurez: que el Cristianismo se hace real en las personas concretas y que, como todo ser humano, estas personas concretas están sometidas a pasiones y a diversos problemas, entre ellos, el trato con otros hombres.

Con lo cual, quizás lo que se quiso decir es que algunas personas, pero no por su condición de cristianas, sino por su condición de ser creado y con la posibilidad de hacer el mal, fueron violentas en esta ocasión, y sus reacciones frente a sus semejantes no tuvieron la altura que serí­a deseable. Reacción que, como todas las violentas e inhumanas, el resto de «cristianos» lamentamos, más que nada porque no responden a la racionalidad y al autodominio que deben ser propios de cualquier hombre y mujer. Es decir, que en este punto concreto estamos de acuerdo: una pasión verdadera por la cultura exige un nivel de lo humano mucho mayor, en el que estén excluidas las reacciones inhumanas, entre ellas la intolerancia (sobre todo ante las creencias de los demás) y la agresividad frente a los semejantes.

Pero afirmar esto es tanto como decir que existen «infidelidades humanas al humanismo», es decir, que, por el hecho de ser persona, de cada ser humano se esperarí­an reacciones humanas. Y desde que el hombre es hombre esto no es así­; el ejemplo más cercano es que hay personas que juzgan muy duramente a otras y no se acuerdan de que son semejantes.

Sin embargo, podemos considerar la afirmación anterior como fuera de lugar, como extremadamente exagerada, ya que del comportamiento de algunos individuales no se puede concluir un rasgo colectivo y más aún, que atraviese los tiempos y sea totalmente irremediable. Afortunadamente, la Iglesia y la cultura no son ajenas en absoluto, y esto se puede comprobar en la existencia de un Pontificio Consejo para la Cultura, por ejemplo -del cual, por cierto, también el citado Julián Marí­as fue el primer miembro de lengua española-. O por la citada presencia de «cristianos» en instituciones educativas.

Si las pruebas de lo que se podrí­a decir pasado cristiano son irrelevantes o poco atractivas para algunos, hay otras maneras de comprobar que los «cristianos» somos personas con plena pasión por la cultura, al contrario de lo que se afirma en un comentario dicho con boca grande pero perdonable como se perdona una reacción que parece propia no de un adulto maduro, sino más bien de un adolescente granujiento, dispuesto a criticarlo todo, lo bueno y lo malo, sin distinción. Y no sólo por la cultura pasada, sino también por la contemporánea. El hecho de que nos dediquemos profesionalmente a tratar con personas, el mayor bien que existe en este mundo, es ya de por sí­ significativo.

Una prueba que está al alcance de cualquiera es enseñar cualquiera de nuestras ciudades europeas a alguien que proviene de una cultura no europea y no occidental, que no ha tenido raí­ces cristianas. Es decir, una persona sin tópicos mentales roedores, capaz de contemplar la realidad con ojos nuevos.

El resultado es bastante sorprendente; hacer la prueba en Madrid por ejemplo, puede revelar a los nacidos en ella numerosas victorias sobre viejos prejuicios o complejos de inferioridad. Porque el extranjero ve en ella, incluso sin ser consciente, esas raí­ces, que se manifiestan ¿en fealdad? ¿en disarmoní­a? ¿en formas grotescas que revelan mentes poco inteligentes y poco sensibles a la belleza? No, más bien el extranjero ve en ellas ciudades proporcionadas, que revelan a las personas que las hicieron, ya que a la persona se la conoce por sus actos. Y ciudades bellas, en las que está esta huella de seres que se saben creados inteligentes y libres, capaz de crear ellos mismos belleza.

La misma prueba definitiva se puede realizar acompañando a cualquier nuevo en nuestra comunidad europea a un grandioso museo. En Madrid no es despreciable tener el triángulo de los Museos y llevar a un no europeo a cualquiera de ellos revela de nuevo bastantes sorpresas para los que los tenemos a mano normalmente. El autor de las palabras recogidas parece que tampoco se ha acordado de que una gran porción de las obras de arte contenidas en estas valiosas pinacotecas es de tema religioso. Pero parece que hay que avergonzarse -no se comprende muy bien por qué: son obras de arte- de ello.

Un ejemplo muy cercano es la también madrileña ciudad de Alcalá de Henares, que no se caracteriza precisamente por ser una ciudad poco cultural o poco abierta o en la que se note casi nada la presencia de una cultura creada por cristianos. Ni tampoco se puede decir que «los cristianos» hayan destruido saber en ella. Más bien, siendo respetuoso con la realidad, es justo lo contrario, y quien se acerca por allí­ durante la Semana Cervantina puede gustar lo que significa una ciudad cultural.

Los que trabajamos en un lugar como el aeropuerto de Madrid y normalmente tratamos con turistas (en cualquiera de los idiomas que somos capaces de aprender, a veces con libros sacados de ¿dónde? De bibliotecas) o con aquellos que se acercan a Europa por cuestiones profesionales sabemos de estas impresiones y de la capacidad de ver aquello que nosotros quizás no somos capaces de puro cotidiano. De Europa se espera inteligencia, se espera cultura. Se espera, sobre todo, civilización humana y no intolerancia o frivolidad.

Por ello, ser personalista es ser capaz de crear una cultura realmente humana. Una cultura no ingenua, en la que entran de modo equilibrado lo mejor del mundo clásico y lo mejor del mundo contemporáneo. En la que encuentran su lugar lo de siempre y lo de ahora.

No son justas, no, las acusaciones de poca cultura esgrimidas durante mucho tiempo contra los «cristianos»; más bien parece que quien tiene poca pasión por la cultura es quien se atreve a juzgar de una manera tan ligera a los demás, tachando mentalmente datos tan decisivos.

Tener el Cristianismo entre nuestras manos, contar con una civilización cristiana no es una vergüenza, es más bien un autoreconocimiento de lo mejor de la personalidad europea, por haber incorporado a nuestra manera de ser una actitud humana hacia lo humano, personalista hacia la persona.

Definitiva y afortunadamente, personalismo y cultura van de la mano construyendo un futuro realmente humano.


* Azafata en el Aeropuerto de Madrid Barajas, Doctoranda en Filosofí­a, investigadora de Julián Marí­as sobre el tema de la mujer.