(Comunicación presentada en las II Jornadas de la Asociación Española de Personalismo: La filosofí­a personalista de Karol Wojtyla, Universidad Complutense de Madrid, 16-18 de febrero de 2006)

José Joaquín Fernández Alles*

1. Introducción

El resurgimiento del personalismo de Juan Pablo II y de sus postulados sobre la dignidad coincide en el tiempo con las primeras reflexiones sobre el previsible replanteamiento político de la Constitución Europa, texto que no solucionó el problema de la vigencia de los contenidos espirituales de Europa, dejando sin responder a cuestiones de principio: ¿Puede Europa vivir sin fundamentos religiosos con total alejamiento del cristianismo, que explica gran parte de su arquitectura, su escultura, su pintura, sus mitos, su literatura…? ¿Podrá permanecer Europa sin referentes espirituales en la era de los movimientos migratorios, de los fundamentalismos nacionalistas e islamistas, del nihilismo…? ¿No es ya el cristianismo uno de los contenidos del Derecho Constitucional Clásico, según la expresión del constitucionalista francés André Hauriou?

Pues bien, en el marco de la construcción política europea, la necesidad de definir los fundamentos, valores y principios constitucionales del Derecho Constitucional Europeo y vincularlos a la tradición cultural de Occidente ha encontrado respuesta, durante los últimos cuarenta años, en las esclarecedoras aportaciones del pensamiento personalista de Juan Pablo II. Una concepción coherente, moderada y equilibrada de ideas que, frente a los conflictos que alimentan los fundamentalismos religiosos islamistas y los fundamentalismos laicistas, propugna un diálogo comprometido, libre y responsable dirigido a resolver los problemas individuales y colectivos desde el respeto a la dignidad de la persona y del bien común, no necesariamente identificado con la voluntad numérica de la mayoría.

La impronta personalista de Juan Pablo II, presente en toda su obra, caracteriza de forma relevante su doctrina desde 1964, cuando con ocasión del debate sobre la Constitución Pastoral Gaudium et Spes, el entonces Arzobispo Wojtyla afirmó: “El Concilio y la Iglesia consideran la llamada acerca de la dignidad de la persona humana como la voz más importante de nuestra era”[1]. Treinta años después, el Papa polaco seguía calificando la Gaudium et spes —documento esencial del personalismo cristiano— como el último y más extenso de los documentos promulgados por el Concilio “la carta magna de la dignidad humana”.

A partir de la trayectoria vital de Wojtyla, quien padeció tanto el terrorismo como el totalitarismo nazi y comunista, su visión personalista ha adoptado, como principios básicos del entendimiento de la comunidad política, valores como la cercanía y afecto a todos y, en particular, a las víctimas de la violencia, el materialismo y el abandono: pobres, enfermos, necesitados y las víctimas de la explotación, la guerra, el aborto y el terrorismo.

La doctrina de Wojtyla se muestra crítica ante el materialismo, el hedonismo, el intervencionismo, anuncia la grandeza y los derechos inalienables de todos los seres humanos, sobre la base de la defensa de la persona, la familia y el compromiso social, erigiéndose en contenidos básicos de la cultura de Europa y de su proceso de constitucionalización.

Y no olvida la libertad, tan característica del personalismo, que es una libertad dotada de responsabilidad, frente al utilitarismo, el nihilismo, el imperio del contractualismo —basado en el pacto entre agentes sociales— o el economicismo, que se orienta a la solución de los problemas de las personas sólo en función de la utilidad. Se trata, en síntesis, de una perspectiva cristiana que ofrece soluciones reales y fundamentos sólidos al sistema político comunitario en un momento histórico que ha demostrado las contradicciones del pensamiento oficial, tan escaso e ineficaz ante los problemas del siglo XXI, muy patente tras el fracaso de la denominada Constitución Europea[2].

2. Derecho constitucional europeo y personalismo

En la primera encíclica de Wojtyla, Redemptoris Hominis, se afirma que la persona «es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión». En efecto, mucho antes de iniciarse la unión política y económica derivada de los Tratados comunitarios, Europa ha sido un concepto cultural e histórico al que la fe cristiana ha dado forma y naturaleza, y cuyos valores fundamentales han inspirado los derechos humanos.

Según Juan Pablo II, la Declaración de estos derechos, especialmente desde la creación de la Organización de las Naciones Unidas, no tenía ciertamente sólo el fin de separarse de las horribles experiencias de la última guerra mundial, sino el de “crear una base para una continua revisión de los programas, de los sistemas, de los regímenes, y precisamente desde este único punto de vista fundamental que es el bien del hombre —digamos de la persona en la comunidad— y que como factor fundamental del bien común debe constituir el criterio esencial de todos los programas, sistemas, regímenes”.  En caso contrario, la vida humana, incluso en tiempo de paz, está condenada a distintos sufrimientos: totalitario, neocolonialismo, imperialismo, que amenazan también la convivencia entre las naciones[3]. Sólo desde la afirmación de la libertad, la igualdad y la dignidad esencial de la persona, fundamento esencial del personalismo, pueden afirmarse y regularse los derechos constitucionales, puesto que sólo se han instaurado sistemas democráticos sobre la base de la igualdad de naturaleza de todas las personas.

Partiendo de esta premisa, Juan Pablo II ha afirmado la relación del cristianismo, que es dimensión fundamental de la persona, con la cultura: Si desde un punto de vista muy amplio puede identificarse la cultura como un “conjunto de valores y medios con los que el hombre expresa la riqueza de su personalidad en todas sus dimensiones” (Juan Pablo II, Discurso,  L´Osservatore romano, 26 de octubre de 1986), el objetivo y término de esa cultura es la persona humana, única, completa e indivisible, sujeto y artífice de la misma, es legítimo concluir que la persona lo es siempre en su totalidad “en el conjunto integral de su subjetividad espiritual y material” (Juan Pablo II, Discurso, L´Osservatore Romano, 14 de junio de 1980).

A continuación, afirma Wojtyla, en la historia de cada Estado y sociedad se hace visible la relación entre cultura y cristianismo, la centralidad de la persona en relación con el cosmos y el mundo circundante, que impregna como valor capital la llamada civilización europea, y la afirmación de la dignidad esencial del ser humano, “imagen y semejanza de Dios”. En concreto, en Europa no puede existir sociedad digna sin respeto a los valores trascendentales y permanentes, por dos razones: en primer lugar, porque cuando el hombre se cree la medida exclusiva de todo, sin referencia a Dios, rápidamente se convierte en esclavo, y, en segundo lugar, porque el reconocimiento expreso de ese fundamento último es una garantía para el respeto de la persona y sus derechos.

Cuando el día 29 de octubre de 2004, Juan Pablo II recibió al entonces presidente de la Comisión Europea, Romano Prodi, con motivo de la firma del Tratado de la Constitución Europea, el Papa afirmó que “el cristianismo, en sus diferentes expresiones, ha contribuido a la formación de una conciencia común de los pueblos europeos y ha ayudado enormemente a plasmar sus civilizaciones. Ya sea reconocido o no en los documentos oficiales, este es un dato innegable que ningún historiador podrá olvidar», como la historiografía ha demostrado[4].

Ahora bien, aunque el cristianismo está presente en la cultura europea y es patente su manifestación en la arquitectura, en la música, en las artes figurativas, en la  literatura, en la poesía o en la teoría de los derechos humanos, deudora de la Escuela de Salamanca, la realidad es que ha sido omitido en el frustrado Tratado Constitucional. El fundamentalismo laicista europeo, víctima en parte de la confusión generalizada entre la cuestión de la herencia religiosa de Europa y el problema de la separación Iglesia-Estado, ha logrado que el Preámbulo establezca: “Conscientes de que Europa es un continente portador de civilización, de que sus habitantes (…) han venido desarrollando los valores que sustentan el humanismo: la igualdad de las personas, la libertad y el respeto a la razón. Con la inspiración de las herencias culturales, religiosas y humanistas de Europa, cuyos valores, aún presentes en su patrimonio, han hecho arraigar en la vida de la sociedad el lugar primordial de la persona y de sus derechos inviolables e inalienables, así como el respeto del Derecho”[5].

¿A qué se debe esta omisión consciente del cristianismo? Unos autores se refieren a simples complejos políticos, otros al nihilismo reinante, algunos a la influencia del laicismo, incluso a un fundamentalismo laicista muy militante, mientras un prestigioso constitucionalista lo explicado como fobia al cristianismo[6]. Así, en palabras del constitucionalista Joseph Weiler, la fobia al cristianismo ha conducido literalmente a la animadversión actual frente al hecho religioso, con ocultamiento de que las ideas, la ética y la historia cristianas tienen una relación esencial con los derechos humanos, con la democracia y con el imperio de la ley. Para Weiler, esta fobia al cristianismo se resume en ocho motivos, entre los que destaca el olvido deliberado de la inspiración cristiana del proyecto europeo, la identificación del Cristianismo con la derecha, el innegable papel de Juan Pablo II en la denominada revolución de las conciencias, que hizo posible la revolución política de 1989 en la Europa Central, su apoyo a la democracia en Latinoamérica y en Asia Oriental, su defensa de la libertad religiosa, la promoción de las relaciones entre católicos y judíos, su oposición a la guerra y al aborto, o la visión distorsionada de la historia europea que, como es usual en Estados Unidos, omite las contribuciones de los filósofos iusnaturalistas cristianos desde los griegos y romanos hasta Descartes y Kant[7], y rechaza que fue el cristianismo quien integró la cultura clásica grecorromana con el mundo germánico y eslavo. En este orden de cosas, ha afirmado el Foro Juan Pablo II que es “urgente eliminar la conciencia y la vida cristiana no sólo del papel, sino de la vida, con una creciente y totalitaria cultura laicista —que no laica—“.

Ante la tesitura que a medio plazo tienen los Estado europeos de retomar el proceso constitucional europeo y redactar otro Tratado que instituya una Constitución Europea, objetivo legítimo y necesario camino integrador, permanece la cuestión esencial de cuál será la regulación de la persona y de sus fines en la concepción del poder, y con mayor sistemática, cuál será su función en el Derecho Constitucional Europeo, categoría que se define como un conjunto normativo los tratados fundadores, reformadores y de adhesión, los principios constitucionales comunes europeos, la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la Comunidad y la doctrina científica[8].

En el cumplimiento de ese objetivo, sobresale la dificultad derivada de que, en los últimos veinte años, los derechos ya no responden, en los ordenamientos estatales, a una concepción personalista: no existe un núcleo esencial de interpretación de los derechos compartido por los Estados miembros, a pesar de las tradiciones constitucionales afirmadas en los textos comunitarios, sin pautas sobre el significado y valoración del término tradición en el ámbito de los Estados. Casi siempre se trata de derechos y libertades de configuración legal traducida en enumeración de mínimos que el Tratado Constitucional materializa en formulaciones incompletas e inquietantes interpretaciones sobre la clonación reproductora (art. 3.2 d), la distinción entre “derecho al matrimonio” o el “derecho a fundar una familia”. Nada que ver con las consecuencias que la dignidad de la persona, que es contenido de la doctrina social de la Iglesia, y el fundamento antropológico e iusnaturalista del Derecho, han tenido en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre de 1948 y en los preámbulos de las constituciones estatales.

Por otra parte, el Tratado constitucional se aparta de la tradición cultural posibilista y cristiana de sus padres fundadores, en un momento crucial de su historia que aspira a la constitucionalización y la unificación. Aunque la denominada “Constitución Europea” atribuía al sistema comunitario un carácter constitucional que ya le reconoció el Tribunal de Luxemburgo y que el Parlamento Europeo intentó consagrar sin éxito en otras propuestas de Constitución redactadas en 1984 y 1994 por Spinelli, Herman, Oreja, Colombo y Luster, cuando el 29 de octubre de 2004 se rubricaba el texto del Tratado, se daba forma jurídica a esa relidad, justo cuando se asumía la reunificación europea articulada en el Tratado de Adhesión de 16 de abril de 2003, en vigor desde el 1 de mayo de 2004.

Tras el Edicto de Milán (313), sobre la tolerancia universal, promulgado por el emperador Constantino I el Grande, el continente europeo se sometía a un proceso de cristianización y unificación, con un momento clave en el año 324 tras la derrota de Licinio, cuando Constantino, hasta entonces emperador de Occidente, pasó a ser también de Oriente, y, por añadidura, emperador unificador de Europa: totius orbis imperator. Casi medio milenio después, Carlomagno (742-814), rey de los francos (768-814) y emperador de los romanos (800-814), había intentado, tras su coronación por el papa León III, la segunda unificación del continente. Con estas bases históricas, el cristianismo se erigía en el elemento integrador que se ha mantenido en el tiempo en ámbitos culturales tan decisivos de la cultura humana, como el  arte, la música y la literatura[9], de manera que, cuando la sala de los Horacios y los Curiacios del Capitolio, en la colina más sagrada de Roma, donde se rubricaron los dos Tratados de 25 de marzo de 1957, reunió a los más altos dignatarios para la firma del Tratado, se retomaba el sueño integrador y en un solo año se alcanzaba la reunificación europea y su Constitución. Un objetivo cuyos sólidos cimientos se asientan medio siglo antes por unos pocos pero grandes líderes —europeos por su cultura, cristianos en su concepción de la persona y demócratas por convicción—, bajo la inspiración humilde y posibilista defendida por Robert Schuman el día 9 de mayo de 1950: «Europa no se hará de un golpe, ni en una construcción de conjunto; se hará a través de realizaciones concretas, creando en principio una solidaridad de hecho». Visión posibilista y cristiana, por ello mismo personalista, también ignorada por los autores del Tratado Constitucional.

Además, en su contenido, el Tratado de Roma no establece, auque sí prevé, la adhesión al Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos, ni apostaba por una más ambiciosa cooperación con los países menos desarrollados, ni terminaba por quitarse los complejos que le impedían reconocer su herencia cristiana[10]. Los debates en torno al Preámbulo y la intolerancia contra el hecho religioso, promovida por el laicismo de los representantes franceses, llevaban a reconocer un status de la persona tributaria de una filosofía relativista que ignoraba los fundamentos cristianos de Europa, contenido, según André Hauriou, del Derecho Constitucional Clásico. Sólo se menciona la libertad religiosa y al derecho a la no discriminación: “Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión. Este derecho implica la libertad de cambiar de religión o de convicciones, así como la libertad de manifestar su religión o sus convicciones individual o colectivamente, en público o en privado, a través del culto, la enseñanza, las prácticas y la observancia de los ritos” (art. 10), prohibiendo toda discriminación, y en particular la ejercida por razón de sexo, raza, color, orígenes étnicos o sociales, características genéticas, lengua, religión o convicciones, opiniones políticas o de cualquier otro tipo, pertenencia a una minoría nacional, patrimonio, nacimiento, discapacidad, edad u orientación sexual (art. 21). Por último, la regulación de la subsidiariedad como principio organizador del sistema competencial no ha terminado de fortalecer a la sociedad europea y las instancias de poderes más cercanas a la persona[11].

3. El derecho a la dignidad en el personalismo de Juan Pablo II

El derecho a la libertad de conciencia, la igualdad, la libertad religiosa y el establecimiento de límites a la acción del poder político, se consideran elementos definidores del Estado de Derecho, y, en definitiva, del Estado limitado. El ser humano y la persona como titular de los derechos individuales, sociales y políticos, con el fundamento originario de su dignidad, se convierten en la razón de ser y en la justificación última del poder político[12], lo que, asimismo, en las actuales circunstancias de internacionalización y migraciones incluye lo que Juan Pablo II denomina «globalización de la solidaridad». Según Wojtyla, «tal vez no haya otro concepto de mayor importancia para el futuro cultural y moral de Europa que el concepto de la dignidad de la persona humana. Siendo la persona el centro y el punto de referencia de la sociedad, la bondad o la maldad de una cultura se mide precisamente por su actitud hacia la persona”.

La palabra latina «dignitas», de la raíz «dignus», hace alusión a la grandeza y la excelencia por las que su titular se distingue y destaca entre los demás, lo que en el siglo XIII San Buenaventura presentaba como rasgo distintivo de la persona, y Santo Tomás de Aquino, en la Suma Teológica, como contenido esencial de la persona: cada individuo de naturaleza racional se llama persona, en virtud de su alta dignidad. Según Juan Pablo II, es posible fundamentar el concepto de dignidad personal en virtud de la naturaleza espiritual de la persona que impone unas exigencias a la fundamentación jurídica de normas sobre la pena de muerte, la igualdad, el aborto o la bioética, que se debe a la dignidad de la persona humana, desde la fecundación hasta la muerte natural, en todas las condiciones de vida, enfermedad, proximidad de la muerte, dependencia, discapacidad.

 Sin embargo, la dignidad se entiende en el Derecho Constitucional Europeo como un concepto equívoco que tanto vale para defender la aceptación social del aborto, negando la condición de titular del derecho fundamental a la vida a los no nacidos, como para velar por sus derechos, de manera que ante la evidencia de que las Constituciones estatales y el Derecho Comunitario presentan tales lagunas jurídicas y ambivalencias que el legislador termina por aceptar ataques a la dignidad de la persona, como la pena de muerte, la explotación de niños, el aborto, la eutanasia, el tráfico de inmigrantes, la prostitución, el terrorismo…, es necesario un nueva visión política que restablezca la centralidad de la persona. Ante tal constatación, negada o disimulada por muchos, afirmaba Julián Marías que “sólo sobre la verdad se puede construir algo”, una  estrategia de autenticidad  y remedio contra las falsedades y la mutilación de la realidad de Europa que la obra de Wojtyla expresó con el siguiente llamamiento: “Vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces” —frase pronunciada en España el año 1982—.

Para Juan Pablo II, el proceso de construcción europeo “respira con dos pulmones, no sólo desde el punto de vista religioso, sino también cultural y político” (…) «de la concepción bíblica del hombre, Europa ha tomado lo mejor de su cultura humanista, ha encontrado inspiración para sus creaciones intelectuales y artísticas, ha elaborado normas de derecho y, sobre todo, ha promovido la dignidad de la persona, fuente de derechos inalienables»[13]. Una reclamación que Wojtyla aplica a los momentos más relevantes de la reciente historia europea: desde la condena a la división simbolizada por el muro de Berlín, a la recuperación de los valores universales europeos, pasando por la defensa de la vida y de la libertad religiosa y, en los últimos meses de su vida, con ocasión de la citada Constitución Europea, que le llevó a recordar que Europa “alimentada por las raíces cristianas que están en el origen y que continúan sosteniendo su cultura”.

Fruto de este convencimiento, el día 16 de febrero de 2003, el Papa Juan Pablo II reiteraba la necesidad de que la futura Constitución europea mencionara “las raíces cristianas que unen Oriente y Occidente”, puesto que una referencia a Dios “no quitará nada a la justa laicidad de las estructuras políticas”, sino que “ayudará a preservar Europa del doble riesgo del laicismo ideológico y del integralismo sectario”. Medio año después afirmaría: “La Iglesia católica está convencida de que el Evangelio de Cristo, que ha constituido el elemento unificador de los pueblos europeos durante muchos siglos, sigue siendo hoy una inagotable fuente de espiritualidad y fraternidad” (…) “Ser conscientes de esto es una gran ayuda para todos y reconocer explícitamente en el Tratado [constitucional] las raíces cristianas de Europa se convierte para el continente en la principal garantía de futuro”.  Juan Pablo II, junto a los peregrinos destacó “el papel determinante” de las nuevas instituciones del viejo continente, no sólo de la Unión Europea, sino también del Consejo de Europa, y de la Corte Europea de los Derechos del Hombre, “que desempeñan la noble tarea de realizar la Europa de las libertades, de la justicia y de la solidaridad”, que “se dedica a promover la causa de las libertades fundamentales de las personas y de las naciones del continente” y que “un buen ordenamiento de la sociedad debe basarse en auténticos valores éticos y civiles, compartidos lo más posible por los ciudadanos”. Su oración afirmó que «no falte, en la constitución de la Europa de hoy y de mañana, esa inspiración espiritual, indispensable para actuar auténticamente al servicio del hombre. Esa inspiración encuentra en el Evangelio una garantía segura a favor de la libertad, de la justicia y de la paz de todos, creyentes y no creyentes».

 

4. Breves conclusiones

1) La necesidad de definir los valores y principios constitucionales del Derecho Constitucional Europeo y enlazarlos con la tradición cultural de Occidente, a partir de las tradiciones constitucionales de los Estados miembros, encuentra sólidos apoyos materiales en las esclarecedoras aportaciones del pensamiento personalista de Juan Pablo II, cuya concepción coherente, moderada y equilibrada propugna un diálogo comprometido, libre y responsable dirigido a resolver los problemas individuales y colectivos desde el respeto a la dignidad de la persona y del bien común. Este pensamiento personalista debe considerarse, a su vez, complementario de los contenidos que el cristianismo ha incorporado, según Hauriou, al Derecho Constitucional Clásico.

2) Frente a los fundamentalismos religiosos y laicistas que niegan el hecho religioso europeo —incluso en su dimensión cultural—, Juan Pablo II ha afirmado la relación de la cultura con el cristianismo como dimensión fundamental de la persona, siendo objetivo y término de la cultura la persona humana, única, completa e indivisible, considerada siempre en su totalidad, conforme a su dignidad, y en el conjunto integral de su subjetividad espiritual y material. Según la filosofía personalista de Juan Pablo II, en Europa no puede existir sociedad digna sin respeto a los valores trascendentales y permanentes, por dos razones: en primer lugar, porque cuando el hombre se cree la medida exclusiva de todo, sin referencia a Dios, rápidamente se convierte en esclavo, y, en segundo lugar, porque el reconocimiento expreso de ese fundamento último es una garantía para el respeto de la persona y sus derechos. La persona, como titular de los derechos individuales, sociales y políticos, con el fundamento originario de su dignidad, se convierte en la razón de ser y en la justificación última del poder político: «tal vez no haya otro concepto de mayor importancia para el futuro cultural y moral de Europa que el concepto de la dignidad de la persona humana” (Wojtyla).

3) En síntesis, es preciso que el Derecho Constitucional Europeo, a partir de la dignidad de la persona, de las tradiciones constitucionales comunes y del principio de subsidiariedad que regula el Tratado de la Unión Europea, reconozca en un próximo texto constitucional al cristianismo como base de la cultura jurídica europea y fundamento de los derechos y libertades, y de una organización del poder ajustada a las necesidades de las personas, según la visión equilibrada e integradora de Juan Pablo II.

   *Profesor Doctor Derecho Constitucional. Universidad de Cádiz. [email protected]

   [1] Cfr. Concilio Vaticano II, Constitución Gaudium et Spes, 11.

[2] J.J. Fernández Alles, “La integración constitucionalizada”. Noticias de la Unión Europea, 160, 1998, pp. 9-18; «El derecho constitucional en la integración económica y política de Iberoamérica. La experiencia europea”; Boletín Mexicano de Derecho Comparado, UNAM, 88, 1997, pp. 93-109.

[3] Juan Pablo II, Encíclica Redemptor hominis (1979), en Encíclicas de Juan Pablo II. Edibesa, Madrid 1995, pp. 35 ss.

[4] Véase L. Suárez, Los creadores de Europa: Benito, Gregorio, Isidoro y Bonifacio, sobre los fundamentos de la «europeidad», y, en particular, sobre valores tan fuertes, que le permitió, durante siglos, aventajar a todas las demás culturas obligándolas a europeizarse. Y es que Europa es patrimonio cultural que iniciaron Benito, Gregorio, Isidoro y Bonifacio, quienes pusieron las bases sólidas y suficientes para que sobre ellas pudiera levantarse, sin peligro, el edificio de la «europeidad» (L. Suárez Fernández, Los creadores de Europa: Benito, Gregorio, Isidoro y Bonifacio, EUNSA, Pamplona 2005, pp. 11 ss.)

[5] En una propuesta inicial, antes de la aprobación del Tratado definitivo, los redactores alemanes habían propuesto redactar parte del Preámbulo de la siguiente forma: “Inspirándose en su herencia cultural, humanística y religiosa la Unión se funda sobre los principios indivisibles y universales de la dignidad de la persona (…)” No se admitió esta redacción, en especial la inclusión del término “religiosa” por parte del Gobierno francés. Hubo protestas sonadas. Jacques Delors, antiguo Presidente de la Comisión, afirmó que la supresión de la referencia a la “herencia religiosa” suponía negar la evidencia del cristianismo como uno de los cimientos fundamentales de la humanidad, con necesidad por ello de ser tomado en consideración por la Carta.

[6] G. Weigel, Política sin Dios. Europa y América, el cubo y la catedral, Cristiandad, Madrid 2005; y, sobre el nihilismo, A. Glucksmann, Dostoievski en Manhattan, Taurus, Madrid 2002 y La tercera muerte de Dios, Cairos, 2001.

[7]Cfr. F. J. Pérez-Latre, Constitución europea y cristianismo, Alfa y Omega, 4 de septiembre de 2003; y Foro Juan Pablo II, “Constitución Europea: ¿Qué nos estamos jugando?”, 10 de febrero de 2005.

[8]Se trata de un ius constitutionale de cuño genuinamente «común europeo», un ius commune europeum y un ius publicum europeum en cuyos contenidos se vislumbran factores comunes, incluso un orden público comunitario. Cfr. P. Häberle, “Derecho constitucional común europeo», Revista de Estudios Políticos, 79, 1993, pp. 7-46; Teoría de la Constitución como Ciencia de la Cultura, Madrid, Tecnos, 2000, pp. 23 ss; y Pluralismo y Constitución. Estudios de teoría constitucional de la sociedad abierta, Tecnos, Madrid 2002; J.H.H. Weiler, ll Sistema Comunitario Europeo,  Il Mulino, Bolonia 1985, pp. 87 y ss. y 124.

[9] Juan Pablo II, Exhortación apostólica “Ecclesia in Europa”; Encíclica “Fides et Ratio”. Cfr. Juan Pablo II, Encíclicas, cit, pp. 81 ss.

[10] Ha sido el Gobierno de Polonia quien con mayor convicción ha defendido el cristianismo en la nueva Europa Constitucional. El día 17 de octubre 2003, con motivo de XXV Aniversario del Papado de Juan Pablo II, el presidente de Polonia, Aleksander Kwasniewski, afirmaba que Polonia defendía la referencia a las raíces cristianas en laConstitución Europea: “Polonia hará lo posible para convencer a otros países europeos de incluir en el prólogo de la Constitución de la Unión Europea una referencia a las raíces cristianas” (…) “La batalla por las raíces cristianas, tan importante para el Papa y el Vaticano será apoyada hasta el fondo por Polonia”, agregó. Diario de Cádiz, 18 de octubre de 2003.

[11] Cfr. A. Hauriou, Derecho Constitucional e Instituciones Políticas, Barcelona, Ariel 1971, pp. 60-69.

[12] Cfr. J. R. Garitagoitia Eguía, El pensamiento ético-político de Juan Pablo II, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid 2002, pp. 35 ss.

[13] Cfr. Juan Pablo II, Encíclicas, ibidem; Véase también G. Steiner, La idea de Europa. Siruela. Madrid 2005.