DEL PERSONALISMO A LA ACCIÓN POL͍TICA

(Publicado originalmente en francés en: Notes et documents IX-XII (2009), pp. 36-40. Traducción: Inés López-Dóriga y Asociación Española de Personalismo)

Hermann Van Rompuy

Presidente del Consejo de Europa

El 19 de noviembre de 2009, los veintisiete jefes de estado y de gobiernos de la Unión Europea eligieron el primer presidente permanente del Consejo de Europa en la persona del primer ministro belga Herman Van Rompuy. Nacido en 1947 en Flandes, doctor en Ciencias Económicas por la Universidad católica de Lovaina. El nuevo presidente de la Unión europea es un personalista convencido en la lí­nea de los grandes pensadores cristianos del siglo XX (Scheler, Maritain, Mounier, Ricoeur). He aquí­ lo que ha declarado a propósito de la importancia del personalismo para la vida polí­tica durante una conferencia pronunciada en Bruselas el 7 de diciembre último, dentro del marco de «Grandes conferencias católicas».

 

                El personalismo hace todo menos negar la importancia del Estado (y de la Polí­tica), pero parte de la responsabilidad del ser humano, sujeto no sólo de derechos sino también de deberes. Es esta combinación de libertad y de responsabilidad, de derechos y deberes, la que da forma a la dignidad del hombre.  Por otra parte, sin estos valores, las instituciones no se sostendrí­an. Un Estado sin civismo, sin vida interior, se derrumba, hace implosión. Es la gran conclusión de Tocqueville hace ya dos siglos.

                Estoy convencido de que precisamente a causa de este sentido acerca de la dignidad del hombre, el personalismo está a un paso de ser revalorizado, en estos tiempos donde reinan el conocimiento tecnológico y la comprensión cientí­fica. En una época donde nos interesamos sobre todo por los derechos de la naturaleza y de las cosas, existe el  gran riesgo, en efecto, de reducir al hombre a un conjunto de «pulsiones genéticas⻝. Algunos incluso pretenden que todo lo que hacemos está guiado por el «instinto de supervivencia de nuestros genes egoí­stas». Al contrario, el hombre está llamado a pesar de todas las contrariedades que puedan surgir, a la libertad y a la responsabilidad hacia el otro. «El hombre se mide frente a los obstáculos», decí­a Saint-Exupéry.

                Quien reduce la naturaleza humana al egoí­smo priva al hombre de su dignidad, pues niega la potencia de la reflexión ética (ya que son justo el libre albedrí­o y la ética, los que permiten al hombre elevarse sobre la naturaleza y vencer su egoí­smo).

Si se confirmara que dichas leyes son las únicas fuerzas subyacentes en el hombre;  que el libre albedrí­o es en realidad una mentira, y que la ética no es más que la envoltura cosmética de la civilización humana, las pulsiones profundas mancillarí­an entonces también las fuerzas superiores de la polí­tica así­ como el pensamiento polí­tico.

                Es un hecho que en la hora del reinado de la tecnologí­a, es tentador reducir la filosofí­a y el pensamiento polí­tico a una simple técnica impersonal. El personalismo quiere que el hombre sobrepase la necesidad. La libertad es una conquista, requiere esfuerzos. La ética y la cultura son una elección.

                El personalismo es una filosofí­a basada en la inalienable dignidad humana y en la prioridad de una representación del hombre en términos de categorí­as que provienen de la interacción racional entre personas clasificadas en categorí­as que ven al ser humano como su semejante. Y se trata también más de categorí­as de sentido que de motivación, de categorí­as de respeto más que de poder, de categorí­as de valor más que de eficacia, de categorí­as de concepto más que de comentarios.

                El teólogo y filósofo alemán, Friedrich Schleiermecher en 1799, fue el primero en utilizar el término «personalismo». En 1830, John Henry Newman, entonces todaví­a clérigo anglicano y más tarde cardenal católico, citó en uno de sus sermones pronunciados en la Universidad de Oxford, el «método de la personación». Su colega, John Grote, de la Universidad de Cambridge, consideró su propia aproximación metafí­sica como «personalismo». Y poco a poco, se fue desarrollando en toda Europa una tradición personalista: en Alemania con Max Scheler, en Francia con Charles Renouvier y, más tarde, con Emmanuel Mounier, Gabriel Marcel y Jacques Maritain, Paul Ricoeur después y por fin Emmanuel Lévinas.

                Aunque estas aproximaciones se distinguen por su originalidad, todas ponen al hombre en el centro, al hombre en tanto que persona, a este hombre que se presenta no como un individuo puramente autónomo sino como un individuo en una relación de solidaridad, el hombre como semejante, el individuo dotado de derechos y deberes, el hombre que se sabe interpelado por el rostro del otro, llamado a servirle y así­  a construirse, alguien que aprecia su libertad, y, por eso, da prioridad a las libertades. Cada hombre es único. En el personalismo cristiano  es hijo de Dios y nadie se olvida de su hijo.

                Estamos, aún más que nuestros padres, apegados a nuestra libertad. Pero, ¿también estamos apegados a las libertades? Si se nos asegura que a nuestros derechos y a nuestros gestos no se les ponen trabas, quizás estarí­amos dispuestos a aceptar a cambio la pérdida de libertades polí­ticas, sociales y económicas. El peligro es que, cegados por la propia libertad, no logremos comprender suficientemente que sin las grandes libertades, se pierde incluso la libertad tradicional. El egoí­smo conduce a largo plazo al término de la democracia. Nuestro sistema polí­tico no puede funcionar sin civismo, sin el sentido del otro. Nuestra democracia tiene necesidad de ser sostenida por valores que proceden del interior. Esto es lo que Tocqueville nos enseñó hace ya 200 años.

                Por lo demás, la libertad individual en la esfera privada no puede trasladarse al dominio público sin el sentido comunitario. En efecto, paralelamente a la libertad individual, se imponen los lazos de solidaridad, que permiten al hombre encontrar el equilibro interno para aumentar sus posibilidades de felicidad. La relación entre la libertad individual y los lazos solidarios elevan al individuo al rango de persona. Esto constituye la gran diferencia entre el individualismo y el personalismo. «Ningún hombre es una isla, algo completo en sí­ mismo. Cada hombre es una pieza del continente, una parte del conjunto» (Ernest Hemingway citando a John Donne, del siglo XVII).

                El  sociólogo británico-alemán, Ralph Dahrendorf, muerto hace poco en este año, formuló en términos exactos esta observación: «La historia, el hogar, los prójimos, la fe, son los elementos caracterí­sticos de los lazos sociales que liberan al individuo del vací­o de una sociedad exclusivamente orientada hacia los resultados y la competición». No es una casualidad que todos  estos lazos sobrepasen al hombre individual, en el sentido original de la palabra «religión»; del verbo latino «religare», que significa ligarse a.

                Este capital social se pierde según el gran sociólogo americano Robert Putnam a causa, entre otras razones, tanto del desarrollo tecnológico como de los medios de comunicación. Cada uno delante de su televisor o ante su ordenador ha disminuido sus contactos sociales y familiares. Y nada puede reemplazar la proximidad humana.

                Por mucho que los personalistas que hemos citado antes sean muy diferentes, todos comprendí­an, bajo su imagen personalista del hombre, una trascendencia, una concepción espiritual. O, como resumí­a el profesor belga Albert Dondeyne (KUL) mentor de la generación de estudiantes flamencos de Lovaina  y fundador del cí­rculo Universitas: «la gracia de la fe, que ofrece al hombre una proximidad con Dios, no le separa de la existencia terrena, histórica, sino que le confí­a una nueva responsabilidad para cada dí­a de la vida y para la historia de la humanidad».

                En el pensamiento personalista, libertad y responsabilidad están ligadas y en equilibrio. La libertad es un bien precioso, un bien que fortalece a los hombres. Pero la libertad no puede llegar a ser en ningún momento un derecho del más fuerte. La libertad no puede ser esgrimida jamás para privar al otro de su libertad. La libertad  sin riendas puede conducir a la esclavitud. Conclusión: para proteger la libertad de todos, es decir para hacerla accesible a los otros, la libertad personal debe experimentar sus lí­mites. Hay que ser libre no solamente en el sentido de «liberado», sino también en sentido positivo.

La libertad puede ser canalizada desde el exterior -y, en un cierto sentido, cada Estado está llamado a hacerlo mediante las leyes, por una parte, y mediante los impuestos y las contribuciones a la seguridad social, por otra-, pero debe serlo más todaví­a desde el interior, mediante la responsabilidad ciudadana y el deber de justificación de cada ciudadano.

En el tercer y cuarto capí­tulos de su obra Humanismo integral, Jacques Maritain apunta esta doble responsabilidad, del Estado por una parte y del ciudadano por otra: el régimen estatal polí­tico moderno debe realizar el «bonum commune» con la cooperación de todos los ciudadanos, siempre respetando la libertad de la persona en el marco de ese bien general.

La corresponsabilidad de todos los ciudadanos en el bien común es un pensamiento clave en el personalismo que, después de Jacques Maritain, vio a la persona humana como una naturaleza espiritual dotada de libre elección y, en consecuencia, autónoma por su relación con el mundo.

El aspecto social ocupa un lugar central en el pensamiento personalista sin atentar contra la libertad humana y la libertad de conciencia. El objetivo del orden temporal es el bien común que supera la simple suma de los intereses individuales. Pero ese bien común o «bonum commune» no es tampoco el objetivo último; sino que éste a su vez, está supeditado a lo que Maritain llamó «el bien intemporal» de la persona humana: la adquisición de la libertad y de la perfección moral.

El «bonum commune» temporal es entonces, un fin en sí­ mismo, en la realidad concreta del Estado y de la sociedad, en las circunstancias concretas del tiempo y del espacio; pero mantiene al mismo tiempo, un carácter de intermediario, subordinado al fin último, la felicidad del hombre. El polí­tico no puede hacer felices a las gentes, pero puede contribuir a su felicidad, a ayudarle en su búsqueda de la felicidad.

 El pensamiento personalista supone entonces una tensión constante entre, por un lado, la subordinación de la libertad individual del «yo» a la responsabilidad «personal» respecto al «nosotros» y, por otra parte, la prioridad de la vocación personal sobre los objetivos colectivos. Pero este «nosotros» no es anónimo. Parte de la relación «yo» y «tú» (Ich und Du, de Buber). Esta tensión no podrá jamás ser eliminada. Esto nos lleva también, sin embargo, a la conclusión siguiente: para el personalismo, el orden temporal no está nunca definitivamente realizado.

Para un personalista, no existe por lo tanto un paí­s guí­a o un estado modelo. Es consciente de que este ideal no se puede alcanzar, precisamente porque sabe también que los dos motivos de la acción humana son el altruismo y el egoí­smo. Altruismo y egoí­smo son el tándem que permiten al hombre progresar en los caminos de la vida.

Porque el hombre es débil, la perfección no estará jamás en este mundo. El mundo es entonces perfectible. La búsqueda de la organización social definitiva -del paraí­so terrestre- es incluso peligrosa. Quiere obligar al hombre a que llegue a ser lo que no puede y no podrá jamás llegar a ser.»El hombre no es ni ángel ni bestia, y quien quiere hacer de ángel, hace de bestia», tales son las palabras de Blas Pascal.

Es precisamente el hecho de que el Estado ideal no exista lo que explica que su rol sea a la vez importante y relativo. La polí­tica está en todo, pero no todo es polí­tica. La polí­tica sigue a menudo el paso a la civilización -sobre todo en el seno de una democracia polí­tica-, pero la polí­tica sólo esporádicamente es generadora de civilización. La polí­tica desde luego tiene un rol civilizador.

El personalismo, sin embargo, parte de la idea de que el respeto a la dignidad humana no se encuentra  solamente en el desarrollo del bienestar y en la garantí­a de los derechos (enfermedad, limitaciones, vejez.). La organización de una sociedad tal, da sentido a la acción polí­tica, pero el hombre en tanto que hombre desea igualmente que su vida tenga un sentido.

Este sentido, lo encuentra el hombre mediante un compromiso con algo externo a él mismo (como nos lo enseña la Logoterapia de Viktor Frankl): con la trascendencia. El amor es la fuerza trascendente más grande. El amor en todas sus múltiples formas. El mueve el sol y los astros (Dante). Fácilmente pensamos que el hombre solo busca su bienestar en el ámbito del placer, en hacer lo que quiere. El hombre está a la búsqueda de sentido. Es la presencia de sentido en su existencia (ser tenido en cuenta, tener una misión) lo que le procura la verdadera felicidad. La felicidad es el resultado de una vida llena de sentido.

Vuelvo a esta idea de transcendencia y de destino. Pero, ¿cuál es nuestro «destino»? Las crónicas mencionan que en 1808, tuvo lugar un encuentro entre el emperador francés Napoleón y el escritor alemán Goethe. En un determinado momento, abordaron el tema del teatro francés, hablando del teatro trágico y del destino. Napoleón dijo entonces bruscamente: «¿Qué visión tenemos hoy del destino? El destino es la polí­tica».

En 1921, el empresario y polí­tico alemán Walter Rathenau parafraseó y actualizó los propósitos de Napoleón afirmando que: «el destino es la economí­a». Para la época contemporánea, Rathenau está probablemente más próximo a la verdad que Napoleón; pero quizás deberí­amos interesarnos de la misma manera en la paráfrasis del filósofo y polí­tico alemán, Ernst Vollrath en su última obra Was ist das Politische? (¿Qué es lo Polí­tico?), aparecida en 2003, el año de su muerte. «No, el espí­ritu es el destino y el destino es espí­ritu. Pero lo esencial del espí­ritu es la libertad».

Este es precisamente el punto de partida del personalismo: el espí­ritu de libertad, en el sentido preciso de â»libertad humana». Para Jacques Maritain, la libertad es el fin último de la humanización; pero libertad no entendida como libertinaje o como autonomí­a estrictamente racional, sino más bien como realización de la persona humana en concordancia con su naturaleza, especialmente la culminación en la perfección moral y espiritual. Un hombre o una mujer libre han abandonado la envidia, la mezquindad, el miedo al otro y han elegido la voz del amor. Sabemos que la vida es complicada, pero su camino profundo debiera ser este.

En lo alto de la pirámide, por encima de la polí­tica y de la economí­a, y de todo aquello con que el hombre llena su vida en la tierra, planea la significación espiritual. Y este significado espiritual de la esencia del humanismo -humanizar el mundo por la libertad, la responsabilidad y la solidaridad- debe alimentar nuestra vida entera y nuestra vida social con corazón y espí­ritu, y llenarla de sentido y de esperanza.

 Esto vale igualmente para estos tiempos llamados difí­ciles. Como escribió san Agustí­n. «Somos los tiempos. Seamos buenos y los tiempos serán buenos».