(Comunicación presentada en las I Jornadas de la AEP:

«Itinerarios del personalismo», UCM, 26-27 de noviembre de 2004)

G. Casanova. Valencia.

El presente estudio supone un intento de acercamiento a la persona desde algunos de los escritos del filósofo K. Wojtyla anteriores a su pontificado. Se intentará mostrar como la naturaleza íntima de la persona tiene una estructura de don, lo que hace de ella el origen y lugar propio del amor.

El principio de esta aproximación a la persona pasa por el reconocimiento de un dato fenomenológico básico: el amor tiene su lugar propio en la realidad relacional. Se trata de algo que se asienta en la relación y, además, en una relación de trascendencia: por el amor, el que ama trasciende su propia realidad para hacerse otro intencionalmente[1].

En efecto, sólo el ser personal posee la capacidad de trascendencia. Esta capacidad delimita la diferencia esencial entre la persona y el simple individuo. La persona es un ser individual, pero no se limita a ser individuo[2]. Dicha capacidad de trascendencia se realiza y manifiesta en la acción libre, y requiere un sustrato ontológico acorde a su perfección entitativa; este sustrato ontológico es lo que Wojtyla denomina ego, el “yo”. Se trata de un centro existencial concreto con capacidad de autodeterminación debido a que es autodependiente. Sus acciones son capaces de llevarlo hacia fuera de sí mismo, de manera que el objeto de sus acciones no determina su obrar, sino que éste es independiente de su objeto. La persona es el ser que puede decir “quiero, pero podría no querer”[3].

Wojtyla se refiere a dos tipos de trascendencia: trascendencia horizontal y trascendencia vertical. La primera corresponde a los actos intencionales del ser humano; son aquellos en los que «el sujeto sale de sus límites para dirigirse hacia un objeto»[4]. La segunda es la consecuencia de la autodeterminación, de la libertad, y no sólo debida al carácter intencional de la volición hacia un fin[5].

La trascendencia horizontal tiene su raíz y fundamento en la trascendencia vertical. Esto quiere decir que la capacidad de abrirse al otro en una relación de donación sólo puede ser posible en aquellos seres capaces de autodeterminarse. En otras palabras, sólo las personas pueden amar, pues sólo en ellas se da un principio de autodeterminación, es decir, de libertad en la voluntad, que les capacita para obrar sin estar determinadas por el objeto al que la voluntad tiende.

Esta indeterminación hacia el objeto propia de los actos volitivos humanos, está reflejando una estructura más profunda. Se trata de la estructura del ego, o de la persona, la cual debe ser una estructura de autoposesión: «La autodeterminación, que es la base dinámica propia para el devenir (fieri) de la persona, presupone una complejidad especial en la estructura de la persona. Sólo puede ser persona quien tenga posesión de sí mismo y sea, al mismo tiempo, su propia, única y exclusiva posesión»[6].

Así, el constitutivo de la persona es la autoposesión, que permite la autodeterminación y el autogobierno[7]. De la existencia de esta estructura de autoposesión que es el ego derivan la autodeterminación y el autogobierno como dos formas de relación de la voluntad con su soporte ontológico, en las que la voluntad se manifiesta libre.

La libertad entonces es una propiedad de la voluntad, que surge a tenor del modo en que la voluntad, como facultad de la persona, se relaciona con el ego. Por tanto, la libertad no es una potencia del ego, ni mucho menos una potencia absoluta, es decir, ab-suelta de la estructura del sujeto, sino precisamente todo lo contrario, ya que la libertad es la propiedad de la voluntad que permite la unificación o integración de todos los dinamismos humanos desde el centro concreto existencial que es la persona[8].

Por ello mismo, en el caso del ser personal humano, la autodeterminación tiene además una significación de realización. La realización personal en la acción supone que la acción se dirige al ego como su objeto más propio y primario, de manera que todos los demás objetos de volición resultan en cierto modo externos y remotos: «la objetividad directa y más íntima es la del ego, es decir, la del propio sujeto del ego»[9].

De lo expuesto hasta aquí se desprende que la apertura a la realidad del otro, que es un caso particular del trascender horizontal, configura una realidad inter-personal, que es una realidad relacional en la que las realidades que se relacionan son personales. Es claro entonces que el amor revierte, como a su fundamento y a su objeto primario, al ente que es persona. En otras palabras, la acción de amar está desvelando la existencia de un principio operativo personal y, como la otra cara de la misma moneda, la persona sólo es tratada con justicia desde la recepción del amor: «la persona es un bien tal, que sólo el amor puede dictar la actitud apropiada y valedera respecto de ella»[10]. Esta es la norma personalista, denominada así con el fin de distinguir la especificidad del obrar ético para con la persona y diferenciarla del tratamiento de las naturalezas no personales[11].

En dicha norma se asienta el precepto del amor: “ama a la persona”. Según el mandamiento del amor, «puédese decir que la justicia exige que la persona sea amada, y que sería contrario a la justicia servirse de la persona como de un medio»[12]. En este punto Wojtyla distingue el precepto del amor de la norma personalista.En efecto, la norma personalista se constituye sobre la base de una axiología que describe el bien de la persona. Por ello la norma personalista prescribe lo que a la persona le es debido, en una actitud de justicia para con el Creador. Así, el precepto del amor debe servirse de la norma personalista como de su guía[13], pues lo que éste aporta a la norma no es sino un contenido concreto y positivo[14].

Por tanto podemos concluir que el amor es la acción propia y específica de la persona, ya que se puede ver que sólo el espíritu es capaz de donarse, porque sólo el espíritu escapa a la necesidad propia de la estructura causa-efecto cuando describe la naturaleza física. En el nivel de la sola naturaleza no es posible la novedad, en el espíritu sí[15]; ello es debido a que dicho nivel de realidad –la naturaleza física– escapa a la integración de los dinamismos caracterizada como libre, precisamente porque no hay base ontológica para la libertad, puesto que el centro concreto de existencia es meramente individual, no personal. Donde no hay ego, no puede haber libertad, pues no hay voluntad y, por tanto, no hay posibilidad de una relación del acto volitivo con el ego, que es precisamente lo que define a la voluntad libre tal y como se acaba de mencionar[16].

Sólo la persona puede amar porque su centro de integración es espiritual; supone autoposesión que da lugar a autodeterminación y autogobierno; es perfectible según su obrar, es decir, posee trascendencia vertical; y todo ello permite la capacidad de salir de sí mismo en el obrar, es decir, le permite desarrollar una trascendencia horizontal, en primer lugar en el nivel intencional cognoscitivo, pero muy especialmente en el nivel tendencial, en el acto volitivo libre.

Se ha hecho referencia al carácter relacional que la libertad tiene con respecto a la voluntad, como potencia espiritual, y al ego, como sustrato ontológico personal. Este último aspecto sirve de guía para ver cómo el valor de la persona se asienta en el bien de ésta misma, y éste (el bien de la persona) se asienta en el ser del hombre. Además, en el caso de la subjetividad personal, el bien es relativo al ser de un modo especial, a saber, como tarea que debe ser realizado libremente. El hombre es un ser perfectible e histórico, pues él no es solamente el sujeto de su perfectibilidad, sino también su agente, ya que es un ser moral. Ello permite que el bien de la persona sea algo a realizar causativamente por la persona, y que aparezca como deber moral, libre y amable a la vez.

En cuanto al bien de la persona, puede decirse que es objetivo y subjetivo a la vez. Es objetivo porque tiene un carácter propio que le permite ser definido de modo abstracto; se trata de un bien universal porque es el bien adecuado a toda persona, ya que es el bien de la naturaleza personal. Al mismo tiempo, es un bien subjetivo porque la persona es una subjetividad, es decir, su ser es el propio de un sujeto, en oposición al ser del objeto. El calificativo de objetivo, por tanto, no dice relación a un modo de ser real, sino a un modo de ser intencional, es decir, en tanto que objeto de conocimiento intelectual y susceptible de ser definido. Así, el bien objetivo de la persona dice relación a un bien –propio del ser personal en tanto que ser personal– que es susceptible de ser conocido de modo abstracto y universal, es decir, que es susceptible de ser objetivado por la inteligencia. Y esto en virtud de que se trata de un bien de una estructura concreta, existencial, que tiene una naturaleza determinada. Por tanto, el bien objetivo de la persona es algo que puede ser conocido tanto mediante la experiencia como mediante la aprehensión intelectual[17].

Pero el bien objetivo, en tanto que bien del ser, no es el bien tal y como se muestra en la reducción fenomenológica, porque ésta capta el aparecer del ser, el fenómeno, no su fundamento real. La comprensión del bien objetivo reclama la relación con el ser del cual es bien. Por ello, Wojtyla señala la necesidad de pasar del plano fenomenológico al plano metafísico, si se quiere desarrollar una antropología según el ser de la persona, y no meramente según el manifestarse de la persona[18].

El bien objetivo de la persona se asienta en la dimensión entitativa de la misma. Esto quiere decir que el bien de la persona es tal porque es el bien de su ser, el que le corresponde a su ser personal. Por tanto, el origen de dicho bien debe buscarse allí donde se busca el origen de la persona misma. Ahora bien, señala Wojtyla que el origen de la persona está en la voluntad creadora de Dios, fuente de toda perfección y de toda bondad. Luego el origen del bien de la persona está en el proyecto creador divino, que es participación de su mismo ser y bondad infinitos. Así, el bien de la persona se asienta en la misma esencia divina, en cuanto ésta es dada a participar, por amor, en el acto creador: «El valor moral de las acciones humanas está en una relación real con los bienes sobrenaturales, cuyo origen es, ante todo, la misma Esencia de Dios»[19]. Por ello, no es la voluntad humana –ni siquiera la voluntad divina, si se puede hablar así– la instancia fundante del bien, ya sea éste ontológico o moral, sino la totalidad de la esencia divina[20].

Por ello, puede decirse que la subjetividad personal es de suyo un bien absoluto. Absoluto se opone a relativo, de modo que todo tratamiento inadecuado de un valor absoluto es de suyo una alienación; es decir, el bien de la persona exige un respeto incondicionado, y esta exigencia es de justicia, por lo que su incumplimiento es de suyo injusto. La subjetividad personal es un bien absoluto en virtud de su estructura espíritu-corpórea, pues tal estructura es participación de la esencia divina y esto revela que el hombre, en su creación, ha sido amado por sí mismo. Esto es lo que otorga carácter absoluto a la dignidad de la persona humana. Así, el bien que respeta la dignidad propia del ser de la persona humana, o como suele decir, es el “bien de la persona”. Por ello, “bien de la persona” se conjuga  siempre en singular, pues dice relación al bien de toda la persona, en su integridad dinámica de todas sus capacidades y tendencias. Esta integridad, por su parte, es exigida por el carácter de unidad que todo ente ostenta por el hecho de existir, y que se denomina “unidad trascendental del ser”. El papel rector de la integración dinámica de todos los bienes que concurren en la realización del bien de la persona corresponde, necesariamente, a las facultades que, en virtud de su superioridad, son capaces de integrar[21]. Por ello, todas las tendencias y los bienes buscados por ellas deben responder al bien que la inteligencia capta como el más adecuado para la realización libre de la persona. Esto es lo que Wojtyla designa como el papel rector de la razón en la ética, y que consiste en que la razón “determina lo que de por sí es un bien, y es digno, por tanto, de la voluntad humana, cuando lo presenta ante el hombre como fin”[22].

Por ello, el bien de la persona no es algo acabado, sino que se presenta como un bien a realizar, es decir, como un bien que tiene que ir haciéndose realidad a través de la acción humana. Puede decirse que no es un bien dado de hecho, sino un bien de derecho. Esta expresión, en el caso del ser humano, tiene una significación especial: no se refiere únicamente al carácter de logro que tiene todo bien en tanto que realiza la perfectibilidad de un ser, sino que además introduce al bien en la esfera de lo justo, la cual, en último término y como se ha señalado más arriba, se resuelve en una relación de justicia para con el Creador[23]. De este modo, el comportamiento ético no es en primer término un compromiso religioso o social, sino la propia naturaleza humana expresándose; dicha expresión, si es auténtica, obedece a la naturaleza intrínseca de lo que se expresa, y por tanto, del mismo modo que expresa el ser del hombre, expresa también lo que al hombre es debido, y por eso la Ética auténtica es un saber reglado, normativo, que se asienta en la justicia: es ético lo que por derecho propio corresponde al hombre. Por el contrario, será no ético lo que frustra esa justicia, negando al hombre lo que le es propio. Precisamente por esto la eticidad no es nunca un rasgo accidental del ser, por lo que suele decirse que el hombre es un ser necesariamente ético, ya que la eticidad está inscrita en su esencia, constituyéndola.

En cuanto al valor, también es necesario conectarlo con el bien, porque éste es su fundamento. En efecto, el valor se define como algo que consiste en ser valente: La realidad del valor es el valer; el valor no reside tanto en las cosas como en la actividad de una conciencia, pero ello no equivale a hacer depender el valor de la inmanencia de la conciencia, pues el valor se refiere a la existencia del bien, que es siempre una propiedad del ser real. De este modo, el valor se refiere al ser en tanto que es bueno y es apreciado como tal por una subjetividad. Por ello, «la verdad parece desempeñar también un papel esencial en la experiencia del valor. Es la verdad sobre este o aquel objeto la que cristaliza este o aquel momento de bien»[24]. En definitiva, podría decirse que el valor es la presentación fenomenológica del bien.

Sin embargo, si el valor es la dimensión subjetiva del bien, no es una realidad definible sólo subjetivamente, pues su determinación conceptual o su sentido depende del bien ontológico como de su fundamento.Wojtyla insiste sobre la necesidad de no olvidar la conexión entre el bien del ser y el valor, pues esta conexión permite una aproximación fenomenológica a los valores que no traiciona la dignidad de la persona; por el contrario, la desconexión entre el bien y el valor lleva a un subjetivismo en la experiencia ética, y es fácil que ésta derive en el voluntarismo propio del relativismo moral, desvirtuando la naturaleza íntima de la persona entendida ésta como estructura de amor.

[1]     «Es cosa clara que el amor no es unilateral por su misma naturaleza, sino que, al contrario, es bilateral, que existe entre personas, que es social. Su ser, en su plenitud, es inter-personal y no individual» K.Wojtyla, Amor y responsabilidad, Razón y fe, Madrid, 1978, 2ª ed. p. 89. Wojtyla trata esta apertura como superación del egoísmo en su crítica al utilitarismo (Ibid., pp. 30-36).

[2]     «El concepto de “persona” tiene un contenido más inclusivo que el concepto de “individual”, lo mismo que la persona es más que la naturaleza individualizada» K.Wojtyla, Persona y acción, BAC, Madrid, 1982, p. 90.

[3]     Cfr. Ibid., pp. 123-150.

[4]     Ibid., p. 139. «La forma en que el sujeto traspasa sus límites en este tipo de acto difiere de su forma de salir en los actos de voluntad, cuyo carácter es conativo» Ibid., p. 139.

[5]     Ibid., p. 139.

[6]     Ibid., p. 124.

[7]     «Estando en posesión de sí mismo, el hombre puede autodeterminarse. Al mismo tiempo, la voluntad, todo “yo quiero” auténtico, revela, confirma y realiza la autoposesión, que es adecuada únicamente para la persona: el hecho de que la persona es sui iuris, dueña de sí misma» Ibid., p. 124. «Debido a la autodeterminación, cada uno se gobierna a sí mismo, ejerce realmente sobre sí mismo esa capacidad específica que ningún otro puede ejercer o ejecutar. En el pensamiento medieval, esto quedaba reflejado en el adagio persona est alteri incommunicabilis» Ibid., p. 125.

[8]     Cfr. ibid., p. 135.

[9]     Ibid., p. 128. Este es el fundamento del carácter personalista de la acción: en la acción buena, el hombre se hace bueno, en la acción mala el hombre se hace malo (cfr. Karol Wojtyla, «En busca de una base para el perfectivismo en la ética», en Mi visión del hombre, Palabra, Madrid, 1997, p. 136.). «La experiencia del “yo quiero” contiene también la autodeterminación y no sólo la intencionalidad. El dirigirse hacia un objeto externo que se considera como fin o como valor, implica, simultáneamente, una orientación fundamental hacia el ego en cuanto objeto» Ibid, p. 129.

[10]    Karol Wojtyla, Amor y responsabilidad, op. cit., pp. 37-38; Cfr. Karol Wojtyla, «El problema de la ética sexual católica» en El don del amor, Palabra, Madrid, 2000, pp. 141-149.

[11]    «La persona humana, que es el ser más perfecto del mundo visible, tiene también el valor más alto. El valor de la persona es, a su vez, la base de la norma que debe gobernar las acciones que tienen a la persona como objeto. Esta norma debe ser llamada personalista para distinguirla de otras normas, que están basadas en las varias naturalezas de los seres de valor inferior al ser humano, naturalezas no personales» Karol Wojtyla, «El problema de la ética sexual católica» en El don del amor, op. cit., p. 142.

[12]    Karol Wojtyla, Amor y responsabilidad, op. cit., p. 39.

[13]    Cfr. ibid., pp. 36-41. «El mandamiento del amor, tal como está formulado en el Evangelio, es más que la norma personalista: comprende también el principio fundamental del orden sobrenatural, de la relación sobrenatural entre Dios y los hombres. No obstante, la norma personalista entra ciertamente a formar parte de él, constituye el contenido natural del mandamiento del amor, que nosotros estamos en condiciones de aprehenderlo con nuestra sola razón, sin el recurso a la fe» Ibid., p. 238.

[14]Cfr. Karol Wojtyla, «El problema de la ética sexual católica» en El don del amor, op. cit., pp. 144-145.

[15]    «en el dinamismo de la naturaleza misma no hay actuación, no hay acciones, sino únicamente lo que, hablando en sentido estricto, podemos denominar “activaciones” (…) la naturaleza se puede identificar, hasta cierto punto, con la potencialidad, que está en el origen de las mismas activaciones (…) La actuación –acción en sentido estricto (…)– es algo de lo que sólo se puede hablar en el caso de la autodeterminación» Karol Wojtyla, Persona y acción, op. cit., pp. 136-137.

[16]    «La falta de dependencia del ego en la dinamización del sujeto equivale a la ausencia de libertad, o en cualquier caso, a la ausencia de base real para la libertad. Aquí se sitúa la línea intuitiva, la línea divisoria mejor probada, que en la experiencia primaria separa entre persona y naturaleza, entre el mundo de las personas y el mundo de los individuos» Ibid., p. 138.

[17]  «La capacidad normativa del hombre está sustancialmente ligada a la capacidad de captar la esencia misma del bien de modo general (…) La razón abstrae la formulación general del bien de los entes concretos, los bienes particulares que el hombre encuentra en su acción» Karol Wojtyla, «El fundamento metafísico y fenomenológico de la norma moral en Tomás de Aquino y Max Scheler» en Mi visión del hombre, op. cit., pp. 259-260.

[18]    Cfr. Karol Wojtyla, Max Scheler y la ética cristiana, BAC, Madrid, 1982, p. 217.

[19]    Ibid., p. 157.

[20]    «La voluntad de Dios no es, ciertamente, el origen del bien moral (…) La voluntad de Dios es solamente el origen del orden moral» Ibid., p. 154.

[21]  Cfr. Karol Wojtyla, «El fundamento metafísico y fenomenológico de la norma moral en Tomás de Aquino y Max Scheler» en Mi visión del hombre, op. cit., pp. 256-257.

[22] Karol Wojtyla, «El papel dirigente o auxiliar de la razón en la ética en Tomás de Aquino, Hume y Kant» en Mi visión del hombre, op cit., pp. 226-227.

[23]    Cfr. Karol Wojtyla, Educación en el amor, Diana, Méjico, 1997, pp 57-59. Cfr. Karol Wojtyla, Amor y responsabilidad, op. cit, pp. 279-283.

[24]    Karol Wojtyla, Persona y acción, op. cit., p. 166.