Por J. Barraca, Profesor Titular de Filosofí­a en la Universidad Rey Juan Carlos (Madrid)

-PRESENTACIÓN A MODO DE SíNTESIS.

 El filósofo Karol Wojtyla no se limitó a especular sobre lo humano y lo divino, así­ como en torno al peculiar encuentro entre ambas realidades. También, supo encarnar su inquietud reflexiva en una honda ocupación, en un compromiso personal infatigable por ayudar y servir a sus semejantes. Esta conversión de teorí­a y de práctica, de pensamiento y vida, que constantemente realizó, halla uno de sus vértices en la cuestión del amor. El amor, en efecto, constituye una de las claves fundamentales de la actividad filosófica y existencial de Wojtyla. Ahora bien, en concreto, el amor adquiere, en su pensar y en su vivir, la forma precisa de la vocación. Así­, desde su perspectiva, amar a otros consiste, ante todo, en una llamada profunda de sentido. A ello, se suma su vincular amor y vocación a la honda clave de la persona, siempre concreta, única, cercana (próxima). Mas, además, esto, en su caso, tomó la figura no sólo de un hermoso discurso lleno de fecundidad, sino de un itinerario biográfico, que supo transformar esta verdad reflexiva en el luminoso reflejo de un conmovedor testimonio.

 Todo ello supone, a nuestro juicio, una clave decisiva para comprender la fecundidad de su pensamiento, al ser aplicado luego sobre los más diversos campos: como la ética, la corporeidad, el trabajo, etc. Pero, singulármente, revela su extraordinaria riqueza al ser proyectado sobre la cuestión de la femineidad y la especial sensibilidad de Wojtyla hacia la mujer.

-LA VOCACIÓN AL AMOR DE K. WOJTYLA.

 Toda persona recibe la llamada a amar a otras, pues ésta se halla inscrita en lo más hondo de nuestro ser. Pero el que esta llamada no se ahogara, poco a poco, en el caso concreto de Wojtyla, puede considerarse un verdadero misterio. Esto, porque, desde el comienzo, su existencia se reveló cercada, acosada por el mal y el dolor en un extremo excepcional; lo que, por cierto, sucedió hasta su misma muerte [1].

  Wojtyla quedó huérfano de madre en su temprana infancia. Al sufrimiento por esta orfandad, se unió enseguida el derivado de la penosa situación vivida por su patria y Europa, salvajemente laceradas. Además, él tuvo que experimentar, en primera persona, la brutal persecución desplegada por el feroz totalitarismo comunista, tanto contra la resistencia cultural, como, en especial, contra la Iglesia, en cuyo corazón se encontró siempre. A todo esto, sucedieron, luego, las portentosas dificultades del gobierno eclesiástico, en su momento, selladas con su bestial intento de asesinato, su extenuante entrega a la labor pastoral, su larga enfermedad, y por último su agoní­a postrera [2].

 Sin embargo, la llamada del amor no sólo no se ahogó en su interior, sino que fue robusteciéndose. Se hizo cada vez más fuerte, gracias a la respuesta de enorme generosidad que él acertó siempre a darle. Para quien se da así­, el sufrimiento se convierte en un auténtico crisol de amor, que lo convierte en un acero forjado.

 La transfiguración de todo este dolor en amor, se operó, a lo largo de su vida, a través de una personalidad cuya raí­z se situó en la libre entrega de su ser a Cristo. Éste fue el orfebre, silencioso, que labró el bronce de su magnánimo corazón. Su primera encí­clica, Redemptor Hominis [3], en clara clave cristocéntrica, testimonia este hecho. En cuanto a los valores más caracterí­sticos de su fecundo carácter -los ingredientes secretos de su liderazgo- pueden, probablemente, encontrarse en su espontánea humanidad (su natural amor a la persona concreta) y su cultura integral (filosófica, artí­stica, teológica, etc).

 La interpretación de todo su deambular temporal bajo esta clarividente clave de la vocación, no debe juzgarse ajena a él mismo. Así­, el propio Wojtyla la escoge a la hora de dar cuenta de sí­ en numerosas ocasiones. Esto queda patente en obras de gran carga personal y de fuerte calado biográfico, en las que se relata y reflexiona acerca de su camino existencial. Considérese, por ejemplo, Cruzando el umbral de la esperanza [4], y las páginas dedicadas a la narración de sus experiencias y enseñanzas más í­ntimas. O, también, en la significativa Don y misterio [5], en la que revela su vida entera como una vocación, en la que juegan un papel central los sacramentos cristianos del sacerdocio y de la eucaristí­a. O, asimismo, en sus obras artí­sticas, literarias y dramáticas (como Nuestro hermano en Dios, pieza centrada en la peculiar vocación del conocido hermano Alberto, antes pintor, y que de algún modo describe el sendero existencial del propio Wojtyla).

 Un contundente testimonio, por último, de la pertinencia de comprender en clave vocacional la entera biografí­a de Wojtyla, puede hallarse en la homilí­a pronunciada en su misa funeral. El cardenal Ratzinger, su colaborador y amigo, la describió en efecto como una respuesta a una triple llamada -vocación- de lo Alto: la llamada al bautismo, al sacerdocio, y finalmente al pontificado. En el fondo, se trata, pues, aquí­, de una sobrecogedora muestra de respuesta fiel a esa vocación a amar, con total radicalidad, hecha por Dios a cada persona.

 -EL AMOR COMO VOCACIÓN.

  Wojtyla no sólo vivió de modo extraordinario su propia vocación al amor, sino que también a menudo reflexionó con una particular agudeza acerca de ella. De esto, ofrecen sobrada prueba sus lecciones, estudios y escritos más diversos. En especial, merecen atención aquí­, a este respecto, sus consideraciones de í­ndole filosófica, dado el tenor de este trabajo.

 Ya desde su primera obra filosófica de importancia -la genial Amor y responsabilidad [6]– queda fuertemente marcada la impronta de la categorí­a filosófica de la vocación, como clave de bóveda de su reflexión en torno al ser humano, y en especial sobre el amor. El amor es una vocación, la más honda y radical de cuantas escucha el hombre, nos dirá, y su latido se esconde en las mismas entrañas del corazón de todo lo humano. La persona es, según él, vocación, vocación al amor y del amor.

De hecho, esta obra surgió como respuesta del autor a la inquietud de los jóvenes de su entorno, suscitada en el marco de su acompañamiento pastoral, en concreto en el campo de las relaciones de pareja y la sexualidad. Wojtyla quiso enseñar a sus coetáneos que el sexo también obedece a esa sagrada ley de la persona, que es la llamada a amar al otro, y que no cabe vivir la sexualidad adecuadamente desgajada de esta vocación universal al amor.

 La célebre teologí­a del cuerpo de Juan Pablo II ofrece, en su conjunto, otra muestra de esto. Consultemos, a este respecto, la magna publicación de sus mediaciones, realizada por el Pontificio Instituto Juan Pablo II para el estudio del matrimonio y la familia [7]. Sus catequesis están llenas de la clave de la vocación. La corporalidad implica, según éstas, también, una dimensión ordenada a esa honda vocación del sujeto, que es el amor. Y no sólo esto, sino que la paternidad y la maternidad mismas son interpretadas, dentro de este contexto, en clave de vocación.

 Finalmente, las reflexiones de carácter global sobre la propia Iglesia, Europa o la cultura actual, también, se ven atravesadas por el eje filosófico de la vocación, y ello de un modo muy intenso. Recuérdense, como muestra de ello, las sin duda precursoras reflexiones de Memoria e identidad. Todas estas realidades, en fin, de acuerdo con Wojtyla, son también vocación, y vocación al amor; ahora bien, cada una lo es desde su propio ser y su especí­fica naturaleza e identidad. Ello, porque la persona misma, núcleo del amor, es sin duda y ante todo: vocación.

 -EL VALOR DE LA PERSONA.

 Existe un pilar fundamental que sustenta los dos arcos entrecruzados del amor y la vocación, en el pensamiento vivido de Wojtyla. Esta roca angular, de su vida y de su meditación, puede señalarse con una expresión que se repite en sus reflexiones: el valor de la persona. En efecto, en su reconocimiento del inigualable valor de la persona hallan su fundamento el resto de sus hechos y consideraciones.

 Ahora bien, esto es tanto, en el fondo, como atribuir a Wojtyla un sano personalismo. Sin que esto desmerezca, claro está, su conexión í­ntima con muchas tradiciones filosóficas fecundas; como, por ejemplo, también, singularmente la aristotélico-tomista, la platónica-agustiniana o, en general, las más estrechamente vinculadas a lo mejor del humanismo de todas las épocas. Mas, también, es cierto afirmar que Wojtyla, además de todo lo anterior, posee un hondo tenor personalista, en el sentido de apoyar su pensar y su actuar sobre la base de la persona, con un alcance teórico-práctico verdaderamente radical.

 En efecto, para Wojtyla, el amor propiamente dicho se encuentra unido a la realidad de la persona. Amor y persona, persona y amor se entrelazan indisolublemente. Y la razón última de ello estriba en que su noción de amor supone la «afirmación del valor de la persona» [8]. En definitiva, amar a alguien exige y, en el fondo, consiste, de algún modo, en re-conocer su valor inmenso en cuanto persona, el valor inalienable de su persona concreta e irremplazable. Amar es realizar un acto personalista, en este sentido; amar es afirmar al otro como persona. En resumen, distinguirlo de las cosas de una manera incomparable, como sólo puede distinguirlo o diferenciarlo su propio ser personal.

 Con la vocación, asistimos a algo semejante. Tener vocación resulta un hecho dado únicamente a las personas. Sólo las personas poseen propiamente vocación. Porque la vocación procede de la persona, y a ella va destinada. Esto, debido a que la vocación es llamada, y sólo la persona llama en sentido estricto, con la voz inconfundible de lo único, de lo exclusivo, de lo dotado de un valor transcendente. De ahí­, también, en definitiva, el que tener vocación o responder a ella implique asimismo afirmar el valor de la persona.

 El entrecruzamiento de los caminos del amor y de la persona, en Wojtyla, no es un punto final, una conclusión de su curso reflexivo o vital. Supone, por el contrario, el auténtico punto de partida de su pensamiento hecho vida. En el abrazo del amor y la vocación se halla, a nuestro entender, la fuente, el reguero de donde mana su obra total. He aquí­, en sí­ntesis, a nuestro juicio, la causa e inspiración primordiales de su labor. Un testimonio lúcido de ello, lo encontramos una vez más en su primer libro. Se trata nada menos que de sus últimas lí­neas. Ellas sirven para concluir, también, mejor que las nuestras, esta breve consideración:

 << no podrán alcanzar su fin mas que cuando sepan ver objetivamente la persona y su vocación natural (y sobrenatural) que es el amor>> [9].


[1] Rotundo testimonio de ello reside en sus últimos años, y en su sostener la cruz de su misión hasta el postrer instante.

[2] Así­ se atestigua ya en: Biografí­a de Juan Pablo II: Testigo de esperanza, de G. Weigel, Plaza y Janés, Barcelona, 1999.

[3] Redemptor hominis, Juan Pablo II, 1979.

[4] Cruzando el umbral de la esperanza, Juan Pablo II,  Plaza y Janés, editado por V. Messori, traducción de P. A. Urbina,  Barcelona, 1994.

[5] Don y misterio, Juan Pablo II, 1996.

[6] Amor y responsabilidad, K. Wojtyla, Razón y Fe, traducción de J-A. Segarra,11ª ed., Madrid, 1979.

[7] Hombre y mujer los creó: el amor humano en el plano divino, Juan Pablo II, Instiuto Juan Pablo II, Cristiandad, Madrid, 2000.

[8] Amor y responsabilidad, cit., p. 132 y ss.

[9] Amor y responsabilidad, cit., p. 342.