Por J. Barraca, Profesor Titular de Filosofí­a en la Universidad Rey Juan Carlos (Madrid).

(Comunicación presentada en las I Jornadas de la AEP: «Itinerarios del personalismo», UCM, 26-27 de noviembre de 2004

-El futuro del hombre, a la luz de la persona.

Si algún día se cumple la profecía que augura que “la belleza salvará al mundo”, sin duda, esa belleza será la de la persona [1]. Porque sólo la persona alcanza a albergar una belleza infinita, y, desde luego, de esa clase es la que necesita nuestro mundo, si ha de ser rescatado, para siempre, de su propia autodestrucción. De ahí, el que podamos afirmar que el tiempo futuro del hombre requiere “la contemplación”, serena y admirada, a la par, de la belleza dimanada por la persona.

A nadie le resultará difícil prever que, sin esto, los seres humanos se precipitarán veloces hacia su propio aniquilamiento. No es difícil adivinarlo, pues, sin el respeto nacido de la contemplación de la persona, los hombres ya no pueden co-existir felizmente. Su grado de poder, tanto sobre sí mismos como sobre los otros, y su entorno, está en ciernes de alcanzar tal altura e intensidad, que demanda, de forma imperiosa, un extremado cuidado.

Pues bien, si la Filosofía que se inspira en la persona, tiene alguna virtualidad o vigencia, de verdadero calado, ello se debe a la belleza singular de la fuente de la que brota. En pocas palabras, no hay Filosofía de la persona sin una condición previa: “admirar la belleza de la persona” [2]. En esto consiste, precisamente, el origen de nuestro común filosofar. ¿Qué es, o, mejor, quién es, un filósofo de la persona? A nuestro entender, lo es aquel que capta, con asombro, la luz que emana de la persona, y osa indagar con su razón en lo profundo que la irradia [3].

-Seducido por otras bellezas.

Paradójicamente, hoy, el hombre contempla la belleza de casi todo, excepto de sí mismo. Parece fascinado por el reflejo luminoso de las cosas, que aún destellan en el tiempo, incluso en medio de esta época de oscuro nihilismo cultural. Su ojo se ha abierto estético hacia todo, excepto hacia su propia existencia. Se parece a un desconcertante caballero, de atractivo exterior, que se ocultase a sí mismo, asqueado, su propia figura, debido a alguna inconfesable razón [4].

En los últimos tiempos, ha vuelto a valorar la belleza impagable de la naturaleza. Tal vez, esto a causa de su creciente conocimiento sobre la escandalosa fragilidad de la misma, ante su voluntad destructora. Mas, por completo, vive desde hace ya varios siglos fascinado por la belleza de sus propias realizaciones. Desde el Renacimiento, se ha convertido en un suicida Narciso, siempre al borde de perderse tras su reflejo. En especial, se ha enamorado del brillo de su tecnología. Sus propias producciones técnicas, artísticas y científicas le mantienen sumido en un confuso estupor.

Pero, qué son estas dos bellezas asombrosas, sin su más honda raíz… En qué quedan, cuando se las separa, de modo drástico, del humus que las nutre, y del sol que les da la vida. En el fondo, la belleza del cosmos o universo, y la del obrar humano, derivan de una hermosura mucho más profunda. Ésta es la belleza radical, originaria, de la persona [5]. Una belleza que posee toda y cada persona, en un grado único pero inagotable, a la vez; una hermosura que remite, de modo directo, a lo Infinito. En efecto, una belleza de tal calibre que el más sobrecogedor horizonte no llega ni a columbrar. Y, con milagro, una belleza que nunca se apaga, ni siquiera en el rostro que ha sido destrozado o deformado. La fecunda tierra de lo humano, y la luz de lo divino, se conjugan en la persona del hombre. Así, aunque su planta radique en lo humano o temporal, en la dignidad del hombre; su último fundamento, señala hacia la misma transcendencia de Dios.

-La belleza metafísica.

Esa belleza, más profunda, puede denominarse “metafísica”. Es la belleza que existe en el propio “ser” del hombre.

No se encuentra ya en la figura del hombre, desde la perspectiva puramente sensible. No consiste en la armonía o pujanza de su cuerpo, ni siquiera en el fulgor que asoma, desde el rostro, por medio de esa ventana del alma que es la mirada. Sin duda, todo esto es real y admirable. Con justo esmero, lo han cantado los artistas clásicos.

Se trata, aquí, en cambio, de su belleza más íntima y honda. La belleza de su mismo ser,  la que cabe llamar metafísica u ontológica.

Esta clase de belleza “transciende” la Historia humana –con los logros y horrores, que lastran nuestra memoria-, e incluso la limitación individual de cada hombre. En ella, pues, late el pulso de lo transcendental [6].

De hecho, se dice que la belleza sintetiza en sí a todos los transcendentales del ser. La belleza implicaría, la vinculación singularísima que se da entre lo bueno, lo verdadero y lo uno; consiste en la armonía de su conjunción, dado que éstos convergen al cabo en un punto. De manera que la belleza no sólo es buena, verdadera y unitaria, de algún modo; sino que, también, en su más alto sentido y alcance, la Belleza es el Bien, es la Verdad, y es la Unidad. He aquí la belleza propiamente metafísica, una innominada dimensión del ser mismo, aquella que conectamos desde esta reflexión con la persona.

Ésta es, además, la que alienta en lo más hondo de la persona, el resplandor de su dignidad. Por tanto, ha de movernos a un sumo respeto hacia toda y cada persona, más allá de sus actos o conductas particulares. Es una cualidad intrínseca, derivada de su forma de ser, no de su actuación concreta; o, mejor, es su ser mismo, visto desde la óptica o perspectiva de su hermosura más íntima. Al contemplar así a la persona, la admiración debe invitarnos a vivir a la altura de dicha dignidad. Esto, en relación con nosotros mismos, en cuanto personas, y con los otros.

 

-Lo bello del ser personal.

Se ha definido lo bello –el “pulchrum” de los latinos- como la difícil articulación de la proporción, la completud o integridad, y la claridad, en un mismo ser [7]. Pues bien, los tres elementos pueden atribuirse, en un grado excelso, a la persona, a toda persona, y a cada persona individualmente considerada.

En primer lugar, la belleza metafísica de la persona se muestra en la “claridad” de su ser. Esta luz emana de su propio “acto de ser”, de su ser “quien” es, y no otra cosa u otra persona. Podemos llamar a esta nota la TRANSPARENCIA de la persona. Dicha transparencia, pertenece por derecho y de forma única, al ser personal, un ser verdaderamente inigualable y plenamente “actual”. Esto, pues la persona contiene el máximo grado de ser posible, delimitado en cada caso por su naturaleza o esencia, ya primera o segunda (en el hombre, para empezar, la racional)[8].

Esta transparencia o luminosidad plena, reflejo de la de Dios, no equivale en el hombre a la sinceridad o autenticidad moral, que, sin embargo, debe responder a ella. Se trata de la superior acogida y proyección de la luz espléndida de lo real, que encarna el ser personal.

En segundo lugar, la belleza inagotable de toda persona se encuentra en la especial armonía interior de su ser. Existe, en efecto, una proporción admirable en el acto de ser persona. El acto personal –que no los actos segundos, puestos por el sujeto personal finito, a menudo desproporcionados- revela una prodigiosa simetría interna. Esta “forma” se halla en una íntima correspondencia con su materia. Dicho de otra manera, el acto propio de ser persona “unifica”, de modo sorprendente, la naturaleza o esencia en que la persona es, con su existencia concreta e intransferible del todo.

Por último, la persona es “completa”, de una manera extrema, en cuanto a su ser específico. Lo completo, lo sin carencia o falta de la persona, se develan en su acto primero. Así, su acto de ser, o la actualidad misma de su ser persona, exhibe una singular perfección, en su no incluir ausencia de nada apropiado. Ello, por el don peculiar de la vida inteligente (o del espíritu,  lo inmaterial), que le da plenitud a su ser, y lo llena o completa, lo acaba, al vivificarlo por entero.

En síntesis, podemos señalar esta belleza metafísica de la persona refiriéndonos al ORDEN interno de su ser. La belleza se define como “splendor ordinis” (y “splendor formae”). Ahora bien, la persona se halla inimitablemente ordenada por dentro, desde su íntimo acto de ser. El orden interior de la persona ha llevado a los filósofos a considerarla un “micro-cosmos”; es decir, un pequeño universo, en sí mismo, en cuyo seno se vinculasen sus diversos principios. En un sentido derivado de este hecho, se afirma -con razón- que el mundo entero se halla “ordenado” a la persona, por cuanto ésta supone la meta y el sentido más plenos de su devenir. La persona es la cima del cosmos, de esta manera, su cumbre más hermosa, y desde la se que divisa mejor, siempre con una encendida admiración, la realidad.

-La belleza  del alma o de lo espiritual.

Lo bello es lo que “place a la razón”, de acuerdo con Santo Tomás. Según esto, la persona ofrece un sumo contento a la contemplación estética más profunda. El motivo se halla en que, a la razón, nada puede agradarle más que captar el inigualable orden interno, presente en lo intelectual o espiritual.

La razón se complace al ver lo que vive de modo inteligente, encuentra un deleite especial al contemplarlo. Por encima de las realidades materiales, paisajes, obras de arte, realizaciones técnicas, la mente del hombre queda sobrecogida ante la presencia de lo espiritual. Por supuesto, esto lo conoce también inicialmente gracias a sus sentidos, pero no sólo por medio de ellos, puesto que propiamente lo espiritual es invisible, en cuanto no es visible a los ojos.

De aquí, el que el mismo Santo Tomás concluyese que “nada hay más bello que un alma buena”. Esto, dado que el bien constituye el horizonte de perfección o plenitud de la naturaleza de todo ser. Lo entenderemos, también, si captamos que el mismo término “hermoso” –de “phermosus”-,  indica “forma” (de “morfé”), frente a lo “in-forme”, lo “de-forme” o lo “a-morfo”. Pues bien, la forma de toda otra forma del hombre es el alma; lo espiritual conlleva la forma de las formas, en la persona. Su parentesco con lo bello, aparece así desde su origen.

Nosotros podemos resumir esta idea apuntando que, en definitiva, la inteligencia aguda de la persona, el espíritu, todo lo penetra y busca asimilarlo. Así, se hace todo en todo, de alguna manera, llenándose de cuanta belleza se halla dispersa en el mundo, condensándola en sí.

-Lo hermoso del carácter o la libertad.

Los antiguos griegos reunían en una expresión la referencia a lo bueno y a lo bello (“kalós-agathón”). Con ello, indicaban la estrecha relación que palpita, en efecto, entre el bien y la belleza. Además, proyectaban esta idea sobre el hombre, y hablaban del ser humano “noble”, con nobleza, el que poseía tanto el atributo de lo bello, como el de lo bueno. Mas éste no constituía, sólo, un ser más o menos digno de admiración, sino que implicaba un modelo a imitar, un horizonte de excelencia al que cada persona debía tender, por medio de una esmerada educación (“paideia”).

La síntesis de lo bello y lo bueno, en el hombre, no proviene, ciertamente, de un golpe de efecto aislado, sino que surge de su propio carácter. Es el ajustar, libre y creativo, de su vida a lo valioso, lo que va conformando su esplendor. Pues bien, en ello se halla una enorme belleza. Ésta es la del actuar ético del hombre, radicado en su carácter virtuoso o moral.

Ahora bien, la persona constituye precisamente el protagonista de esta belleza. Lo es, porque en ella se sitúa el sujeto del obrar, de la vida ética o de la libertad. Toda persona porta en sí la virtualidad de configurar esa personalidad propia, de acuerdo con los valores y la virtud, la de elevarse en su dignidad ética. De ahí el que, cuando actúa de esta forma, la persona se reviste de una destacada nobleza. Al desarrollar su carácter o personalidad, de acuerdo con esta excelencia, se realiza más plenamente, y configura bellamente su propio ser libre.

Esta clase de belleza -la moral- brilla en las obras más nobles de los hombres, en aquellas que nacen de su libertad, y se adecúan a su naturaleza, orientada al amor. Desde luego, su última raíz arranca de la belleza ontológica o metafísica de la persona, la de su ser. Gracias al ser absolutamente único e irrepetible, no ya de su carácter o libertad éticos, sino de su mismo ser, de su acto de ser quien es, la persona cuenta con el fundamento profundo para la belleza ulterior de su propio obrar.

-Belleza del amor, y de la vocación personal.

Sin duda, el amor otorga a la persona el aro luminoso desde el que se muestra su belleza. Él pone la luz, que la belleza de la persona refleja de modo incomparable, y a la par de manera inextinguible.

La persona es fruto del amor, y su ser mismo lo refracta, por encima de su ejercicio concreto de la libertad. Corresponda o no al amor que le da el ser, la persona lo contiene en su existir.

Nada hay más bello, en fin, que el amor de la persona, el amor personal. Ante todo, porque ser y amor confluyen, al cabo, en la unidad y autenticidad del bien, cuyo extremo es un bien personal. El amor mejor es, en efecto, también, personal; no es el amor en abstracto, ni un querer genérico sin nombre propio –nombre propio es el de la persona, o el de lo que refleja su belleza-. Nótese que no se trata, aquí, del amor como mera capacidad, de la potencia sin acto para amar, sino del “acto de amor”, y, además, del acto de los actos, que pertenece siempre a la persona. Ella trae su origen de un acto de amor personal tal, que funda su existencia; un amor en acto infinito, que late, siempre palpitante, desde lo alto, y que se hace persona, que ha hecho y que sigue haciendo –que engendra o crea-, que funda a la persona. Un amor originario, en definitiva, que constituye el fondo de su ser, y al que toda y cada persona está llamada a responder.

Esta llamada del amor y al amor, conforma el núcleo de la persona, su ser [9]. Procede, en último extremo, del Infinito, al modo de una insoslayable invocación o reclamo, que se convierte, en la dimensión comunitaria del sujeto, en una con-vocación a la unidad inter-personal.

Por otro lado, la propia persona llama a cuanto le rodea; y lo hace, de modo, plenamente personal, a las otras personas. Su voz tiene un timbre inconfundible, singular, al igual que su nombre propio. Llama, en efecto, a participar de su vida, de su existencia única e irrepetible a través del amor, participación que no significa jamás confusión, asimilación reductora. Esta es la fuerza del amor personal: la “unidad en la diversidad”, el principio, a su vez, de su inimitable belleza. La persona quiere, pues, con su llamada, comunicar su bien más preciado, a sí misma, sin disolverlo en el otro; está abierta, desde dentro, a lo otro, a lo real, lo acoge y se da a ello. Esta apertura intensísima a lo real, hace que la persona pueda describirse en suma como “una llamada”, una “vocación”. Llamada del Infinito, que llama a su vez, de modo inigualable. Una voz única que clama, gracias a que es solicitada tierna e íntimamente por Dios. Precisamente, en esta solicitud intransferible hacia todos y cada uno, se revela, cuanto aquí hemos procurado dibujar. En síntesis, una inconfundible e insobornable belleza: la belleza de la persona.

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[1] Palabras de la célebre novela El idiota, de F. Dostoievsky.

[2] De aquí, lo destacado del valor de trabajos de reflexión tan fecundos, para el pensamiento actual, como el de U. Ferrer: ¿Qué significa ser persona?, Ed. Palabra, Madrid, 2002. Cf., en especial, su síntesis de la visión de la persona de Edith Stein.

[3] Como contexto filosófico general de este esfuerzo, en forma de una antropología centrada en la persona, remitimos al tratado de J. M. Burgos: Antropología: una guía para la existencia, Ed. Palabra, colecc. Albatros, Madrid, 2003.

[4] Un icono de este fenómeno se halla, en efecto, en la novela de Oscar Wilde: El retrato de Dorian Gray.

[5] Sobre el valor de la persona, puede verse nuestro trabajo: “El valor incomparable de la persona”, en: Comunicar valores humanos, VV. AA., Unión Editorial, Madrid, 2002.

[6] Una fértil figura de esta visión transcendental de lo bello, se halla hoy en el pensamiento U. v. Baltasar. Cf., como muestra, El corazón del mundo, Ed. Encuentro, Madrid, 1999.

[7] Sobre la belleza en la reflexión filosófica actual, desde una óptica personalista, puede acudirse a la obra en general de A. López Quintás. Por ejemplo, La Filosofía y su fecundidad pedagógica, Rev. Estudios, Madrid, 2003.

[8] Para una profundización en el ser específico de la persona, remitimos a: El pensamiento de Santo Tomás de Aquino para el hombre de hoy, VV. AA., A. Lobato (director), tratado 3º, por E. Forment, Edicep, Valencia, 1994.

[9] Sobre la vocación, el amor y la persona, cf. nuestro trabajo: Vocación y persona, Unión editorial, Madrid, 2003.