(Comunicación presentada en las I Jornadas de la AEP: «Itinerarios del personalismo», UCM, 26-27 de noviembre de 2004)

M Pilar Ferrer Rodríguez

Profesora de Antropología en la Facultad de Dirección de Empresas

Universidad de Valencia

Toda la obra filosófica y literaria de Karol Wojtyla constituye según Tadeusz Styczen un único tratado sobre el hombre y su verdad[1]. El hombre es él mismo a través de la verdad y alcanzará su plena realización en la donación. La relación con la verdad decide acerca de su humanidad y constituye la dignidad de su persona. Adán, como veremos, ha buscado, luchado, elegido. Al fin ha reconocido la verdad, y se ha abandonado a ella. En una de sus últimas obras Esplendor de paternidad Wojtyla manifiesta en palabras de Adán: “Hace ya muchos años que vivo como hombre desterrado de lo más profundo de mi personalidad y, al mismo tiempo, condenando a buscarla a fondo”[2].

Adam o Adán para Wojtyla es el hombre, que representa a toda la humanidad. Y en el teatro de Wojtyla retorna de modo inevitable y elocuente. Será Adán la sustancia del drama escrito por Wojtyla en 1960, El taller del orfebre. También será el protagonista de la obra Hermano de nuestro Dios, así mismo Adán es el nombre del personaje central de la última obra teatral compuesta por el ya arzobispo Wojtyla, Esplendor de paternidad. Y de nuevo, más próximo en el tiempo, la figura de Adán es evocada en las últimas composiciones poéticas de Juan Pablo II, el Tríptico Romano nacido del asombro de un anciano de 83 años por la increíble maravilla del ser humano[3]; y se expresa con estas palabras:

 «Al caer, el torrente no se asombra.

Y los bosques bajan silenciosamente al ritmo del torrente pero, ¡el hombre se asombra!

El umbral en que el mundo lo traspasa,

es el umbral del asombro. (Antaño a este asombro lo llamaron Adán)»[4]

Adán por consiguiente es la materia de la que Wojtyla dramaturgo saca su inspiración. Pero es también el objeto de investigación del Wojtyla filósofo, el punto de partida de Wojtyla teólogo, la pasión de Wojtyla sacerdote, obispo y sucesor de Pedro.

            Especial importancia tiene para nuestro autor el personaje de Hermano de nuestro Dios como ha manifestado él mismo en el  libro autobiográfico Don y Misterio. Describe así al Hermano Alberto en 1996: “Me pregunto a veces qué papel ha desempeñado en mi vocación la figura del Santo Fray Alberto. Adam Chmielowski -éste era su nombre- no era sacerdote. Todos en Polonia saben quien fue. En el período de mi interés por el teatro rapsódico y por el arte, la figura de este hombre valiente, que había tomado parte en la «insurrección de enero» (1863) perdiendo una pierna durante los combates, tenía para mí una atracción espiritual particular. Como es sabido, Fray Alberto era pintor: había realizado sus estudios en Munich. El patrimonio artístico que dejó muestra que tenía un gran talento. Sin embargo, en un cierto momento de su vida este hombre rompe con el arte porque comprende que Dios lo llama a tareas más importantes. Conociendo el ambiente de los pobres de Cracovia, Adam Chmielowski decide convertirse en uno de ellos, no como el limosnero que llega desde fuera para distribuir dones, sino como uno que se da a sí mismo para servir a los desheredados. Este fascinante ejemplo de sacrificio suscita muchos seguidores. En la historia de la espiritualidad polaca Fray Alberto ocupa un lugar especial. Para mí su figura fue determinante, porque encontré en él un particular apoyo espiritual y un ejemplo en mi alejamiento del arte, de la literatura y del teatro, por la elección radical de la vocación al sacerdocio. Una de las alegrías más grandes que he tenido como Papa ha sido la de elevar al honor de los altares a este pobrecito de Cracovia. Muchos autores de la literatura polaca han inmortalizado la figura de Fray Alberto. También yo, siendo joven sacerdote, en la época en que era coadjutor en la iglesia de San Florián de Cracovia, le dediqué una obra dramática llamada El Hermano de nuestro Dios, saldando así la gran deuda de gratitud que había contraído con él”[5].

Y así mismo en su libro ¡Levantaos, vamos! al hablar de los santos de Cracovia como modelos que se han de imitar dice: “Un puesto preferente en mi recuerdo y, más tarde en mi corazón, ocupa fray Alberto-Adam Chmielowski. Combatió durante la insurrección.. Para mi era una figura admirable. Espiritualmente me sentía muy unido a él. Su personalidad me fascinaba. Ví en él un modelo para mi: dejó el arte para ser siervo de los pobres.. Su historia me ayudó mucho a abandonar el arte para entrar en el seminario”[6].

No es la primera vez que Juan Pablo II se refiere a su pasado de dramaturgo, pero de manera inédita, en el volumen por los cincuenta años de su sacerdocio, pone en relación su propio transcurrir humano y el de Adam Chmielowski ¿Cuál es la deuda resuelta con tres actos de prosa desenvuelta e intensa? Se entrelazan muchos destinos sobre la escena de Hermano de nuestro Dios, el drama compuesto por Wojtyla entre 1944 y 1949: el perfil histórico del combatiente por la libertad que se hace artista y después apóstol, el personaje Adam-Alberto creado por Karol Wojtyla. Admite en Don y Misterio haber adquirido una deuda con el monje polaco: ha desarrollado un papel en su vida, ha sido el inspirador de una elección definitiva; con él, y como él, ha seguido a Cristo alejándose del arte. Después lo ha hecho el protagonista de un drama, al fin lo ha canonizado. Adam es como su alter ego, tienen en común la oportunidad de repetir con San Pablo: “Todo ya lo considero una pérdida frente a la sublimidad del conocimiento de Jesucristo, mi Señor, por el cual he dejado perder todas estas cosas…..” (Fil 3,8). ¿Deuda salvada? Precisamente una lectura atenta de la obra dramática de Karol Wojtyla parecería decir lo contrario, ya que ha hablado de Adán en otras obras. Por otra parte tenemos constancia de la influencia en su vocación de su familia, los obreros de la fábrica Solvay y Jan Tyranowski, el sastre de Debniki, como ha puesto de relieve también en Don y Misterio.

Juan Pablo II canonizando a Adam Chmielowski, cerraba un círculo de relaciones que habían definido su vida. No era  ya  el dramaturgo sino el primer Papa eslavo en la historia de la Iglesia, no escribía ya reseñas con el seudónimo de Andrzej Jawien sino encíclicas que sacudían el mundo. El actor apasionado que recitaba los versos de Slowacki en la “catacumba” de Debnniki, en la Cracovia ocupada por los nazis, se había transformado en el  atleta de Dios que gritaba al mundo y a su patria, no tener miedo. Sobre los prados a la sombra del Castillo de Wawel, ante su Polonia todavía “en estado de asedio”, Juan Pablo II sabía que cualquier palabra suya tenía gran peso: a los polacos encerrados y humillados les ponía como referencia un “rebelde”, Adam, un héroe de la  insurrección, de la resistencia moral y cultural. No era ya un autor a la conquista del propio personaje, sino un pastor consciente de la carga moral explosiva de una existencia plasmada por el amor. Una gran distancia separaba al joven sacerdote, que se ensayaba con el Teatro Rapsódico, del pontífice que hablaba a través de las homilías. La escena era distinta. Punto de unión, Adam Chmielowski: es él quién había empujado a Karol Wojtyla a abandonarse a su destino.

La canonización del 12 de noviembre de 1989, no es el acto conclusivo de la relación entre Hermano Alberto y Juan Pablo II. Adam, en la ejemplaridad como en la dramaticidad de su existencia, retorna en la obra y en el magisterio del Papa. Es el arquetipo del hombre autentico, que lucha, se debate, se interroga y al fin se rinde al Misterio. Adam, o deberíamos decir en este punto Adán, es aún la fascinación de Karol Wojtyla. Los confines históricos se difuminan y permanece la esencialidad de la vida de Adam-Adán. Es una criatura que vive el difícil don de la libertad. Es el ser humano que en todo instante debe escoger la Verdad y con ella descubrir el dolor de pertenecer a Otro, la dependencia del Ser que lo crea.

Para Juan Pablo II la aventura humana es el objeto de toda su reflexión. La verdad sobre el ser criatura merece un análisis que no puede ser sólo filosófico, sino que debe revestir todas las dimensiones. Todo parte de la capacidad de maravillarse, del asombro frente al Adán-Hombre, que tiene ansias de realización y anhelo de infinito. En Persona y acto ha escrito con lenguaje filosófico que el hombre descubridor de tantos misterios de la naturaleza, debe ser descubierto de nuevo aun permaneciendo siempre de algún modo un ser desconocido, exige continuamente una nueva y más madura expresión de su naturaleza. Una evidencia que en el drama Esplendor de paternidad de 1964 es confiada a la declaración en la introducción del “Yo” Adán: “Desde ya hace muchos años vivo como un hombre exiliado de lo más profundo de mi personalidad y al mismo tiempo obligado a indagarla a fondo”[7]. Esta convicción expresada con visión poética testimonia cómo Adán es para Wojtyla “el icono emblemático del hombre mismo como persona”.

Si en el plano metafísico el pensamiento del Pontífice retoma la tradición filosófica cristiana que aporta un valor absoluto al concepto de Persona, en el ámbito del drama la atracción por el hombre-Adán se convierte en materia poética. La antropología y la teología de Wojtyla se basan en personajes presentados siempre a la búsqueda dramática de la verdad de sí mismos, de una verdad existencial que está siempre en relación con un “Tu”.

En una entrevista realizada al director de cine Krysztof Zanussi, amigo personal de Wojtyla desde los años 60 y que ha llevado al cine la obra Hermano de nuestro Dios, al a pregunta ¿Cuál es el principal mensaje que trasmite la obra? Contestó: “Entre la justicia y la misericordia, lo primero es el amor. Es un diálogo entre el concepto marxista y el cristiano, que se identifica con la víctima sufriente. Esta obra es el germen del pensamiento personalista del Papa, que luego ha venido desarrollando a lo largo de sus encíclicas y escritos”[8]

La certeza de fe por la que el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios es asumida en los dramas de Wojtyla como una verdad originaria. Una verdad que el hombre debe sin embargo conquistar, redescubrir en la historia, a través de la libertad y ha de expresarse en relaciones de búsqueda del otro, de asombro, de encuentro amoroso que lleva al don.

Adan-Chmielowski, en Hermano de nuestro Dios, llega al origen de su humanidad en el encuentro con los pobres. Reflejándose en el Ecce Homo, el cuadro en el que ha pintado al Cristo Crucificado, advierte el abismo que lo separa del Tu. Su arte no es más que aproximación, expresa la incapacidad de poseer con los colores la Belleza de lo divino. “Tu eres siempre más profundo que mi visión -grita al Cristo-Hombre que él mismo ha representado- Y siempre más lejano. No consigo extraerTe de mi visión. Quiero decir –espera-, quiero decir: “¿Acaso no puede ya conciliarse contigo lo que llevo en mi visión y lo que abrazo con mi alma? ¿Por qué? ¿Por qué? Dime. ¿Qué más puedo hacer por ti en ellos? ¡Como se te puede preguntar a ti, que no has conocido límites! Mientras que yo, yo busco siempre las líneas de lo que abrazo sin ningún contorno, y busco la huella de lo que llevo en mí sin peso alguno. Y así  el peso cuya huella imprimo y el contorno que dibujo, no son Tu perfil, ¡ni la impronta de Tu belleza!”[9]. Un drama que se desarrolla pero que no se concluye en la opción por los pobres.

El diálogo mantenido por el protagonista con el confesor es la revelación que lo conduce a la verdad de sí mismo: “Déjate plasmar por el amor”[10], Adam se convertirá en el hermano Alberto, compartirá la pobreza de los más pobres, se hará pobre entre los pobres, nada junto a la nada, y de este modo llegará a poseer el Todo. El imperativo del amor -déjate plasmar por el amor- entrega al alma de Adam el reposo, aunque no la paz, y al mismo tiempo un conocimiento distinto de la realidad. La tentación de amar sólo con el intelecto, que también había acechado al joven artista, es superada con un acto libre, en la decisión de abrazar a los pobres. Una experiencia vertiginosa, en la que el “Yo” se pierde en el “Tu”. ”Conozco sobre todo una Fuerza que me puede -explica Adam ya decidido en su destino- Me vence infinitamente con el amor. No puedo soportar esta tensión. Es algo que me confunde, me humilla; pero al mismo tiempo me guía, me permite progresar”[11].

Podemos encontrar en las palabras de Adán el drama existencial del hombre que se percibe como dependiente, que advierte su libertad en el momento en que se encuentra con el misterio de la Cruz. Es la confrontación con un Dios que se hace Carne por amor al hombre. La Verdad se aprecia en el abandono a Cristo, pero no se posee para siempre. Más bien el hombre la conquista progresivamente, al repetirse sus actos libres.

En El taller del orfebre, la conquista personal de Adán, su conciencia de ser criatura, se extiende, y reviste la dimensión humana más importante, la de la afectividad. En el drama que busca precisamente la sacramentalidad del amor humano, la figura de Adán llama a todos los otros personajes a la inevitable confrontación con el Dios creador. Es él quién desvela el sentido del amor buscado, perseguido, rechazado, vivido por los protagonistas. Teresa, uno de los seis personajes que se encuentran para contar su relación de pareja, define a Adam así en el último acto, cuando la fatigosa definición del ser-persona se ha realizado en la reciprocidad de las relaciones de amor: “Adán nos ha nombrado a todos, -explica Teresa- uno después de otro. Ha callado su nombre, ha sido una especie de denominador común de todos nosotros, portavoz y juez al mismo tiempo”[12].

Adán se revela con carácter universal: “Y he aquí que siempre vuelve el pensamiento de que yo debería encontrarme a mi mismo en cada hombre, buscándome no desde fuera sino desde dentro”[13]. Asume la tarea de explicar el amor, de indicar la estructura que lleva toda relación afectiva que interesa al hombre, y así manifiesta su consistencia ontológica. “El amor no es una aventura. Toma sabor de un hombre entero. Tiene su peso específico. Es el peso de todo tu destino. No puede durar un solo momento. La eternidad del hombre pasa a través del amor. He aquí porque se reencuentra en la dimensión de Dios: sólo El es la eternidad”[14].

Describe al ser humano que tiene anhelo de infinito, criatura que ansía la eternidad y que al mismo tiempo vive aquí y ahora, en un momento concreto de la historia. Existe el límite y la tensión a lo eterno, la finitud y el deseo de lo divino. Entre estos dos polos se debate la libertad de Anna, en el Taller del orfebre, dividida por la necesidad de amar y ser amada según su medida personal, tentada por el deseo de satisfacer en el instante su urgencia de afecto y también aún ligada al amor por el marido. Un amor que ha sido consagrado delante de Dios, un sentimiento que es espejo imperfecto del Amor Absoluto. A ella Adán le muestra el destino de las vírgenes necias que no esperan al Esposo, pero hace también una bellísima reflexión sobre el amor humano. “Nada hay que permanezca tanto en la en la superficie de la vida humana como el amor, ni nada que sea más desconocido y misterioso. La diferencia entre lo que hay en la superficie y lo que está escondido en el amor origina precisamente el drama. Es éste uno de los mayores dramas de la existencia humana”[15]. Lo que Adán explica no es un problema cognoscitivo, sino que reviste el corazón humano. El amor es el banco de prueba de una visión metafísica y al mismo tiempo teológica. Sólo en una perspectiva de dependencia, en una relación “yo”-”tu”, al amor humano se le concede el “para siempre” al que anhela. La condición del hombre enamorado se trasciende hasta realizar una reflexión sobre el sentido de ser criatura. Para Adán los hombres “son felices un instante, cuando creen haber alcanzado los confines de la existencia, y haber arrancado todos los velos, sin residuos. Sí, en efecto: sobre la otra orilla no ha quedado nada, después del éxtasis no permanece nada, no hay ya nada”. ¿Es esto por lo tanto el destino humano? El asombro de Adán es el de todo “Yo” tomando contacto con la realidad de su deseo, en profunda comunión con su rostro más verdadero. “Pero no puede ser, ¡no es posible que no quede nada! ¡Escuchadme, no puede ser! El hombre es un continum, una totalidad y continuidad. ¡Y no puede reducirse a la nada”[16].

Adam-Adán muestra como en la relación de amor, a través de la comunión de dos almas, el “Yo” afirma su eternidad. El amor humano se inserta en el Amor del Ser, de él toma prestada la medida absoluta.

El drama insertado en una perspectiva metafísica, se propone también para una lectura teológica. Y es un teólogo, el polaco Jozef Tischner el que introduce el Adán que Wojtyla escoge como protagonista de su último drama, Esplendor de paternidad, publicado en 1964, cuando nuestro autor era ya arzobispo de Cracovia. “Miremos a Adán -escribe Tischner- Su dimensión es la dimensión de nuestra soledad. Soledad significa que yo no estoy en ti y tú no estás en mí. Vivimos uno al lado de otro, el hombre con el otro, pero yo no soy tuyo y tu no eres mío”[17]. La soledad del hombre es la condición de su finitud, es el ser arrojado en el mundo de Heidegger, la aproximación a la muerte que termina, para los existencialistas, con la naturaleza humana. Dice Adán: “Cuando engendro es para hacerme solitario entre los engendrados; porque les transmito el germen de la soledad”[18]. La condena de la muerte, el límite que marca al ser humano transmitido por Adán a sus hijos a través de las generaciones, la soledad emerge como condición ontológica.

Aquí nos encontramos con lo que podemos considerar la plena realización del “teatro interior” intentada por Wojtyla, con profundidad filosófica. Los protagonistas Adán, Mónica y la Madre no tienen ningún contorno real, son arquetipos. Su drama es el drama de la existencia humana y de la relación del hombre con Dios, presentado por imágenes visuales. No por casualidad el arzobispo de Cracovia escogió el subtítulo de “Misterium” para Esplendor de paternidad, como para sugerir una triple lectura, dramática, filosófica y teológica. Adán conoce su carga, su soledad pero sabe que ésta no lo agota. “No has hecho de mí un ser cerrado; -dice- no me has cerrado del todo. La soledad no es el fondo de mi ser, pero emerge en un punto muy preciso”[19]. Adán está inmerso en un cosmos cristiano, la verdad sobre su existencia es definida a través de lo que Tischner llama “interacción creativa”, una experiencia misteriosa en la que un “Yo” se convierte en un “Tú”. La relación de amor buscada no es ya la que existe entre un hombre y una mujer, sino la que hay entre padre e hijo. Es la generación la dimensión que permite definir el ser humano, y la paternidad y maternidad sus connotaciones existenciales. Karol Wojtyla algunos años más tarde habría hablado del hombre como “comunión interpersonal”, cuyo ser se define en la relación con el Otro. Wojtyla ve precisamente en la relación de paternidad entre Dios-Padre y el Hombre-Hijo, la posibilidad de salvación y al mismo tiempo de conocimiento para la humanidad. A Adán no le queda más que aceptar el estado de hijo, de reflejar, en su engendrar, la interacción existente entre las personas de la Trinidad[20]. Una elección difícil: “Miro con admiración al Esposo, -confiesa Adán- sin embargo no sé transformarme en él. ¡Está tan lleno de contenido humano! Él es la antítesis viva de toda soledad. Si pudiera arraigarme en Él, si fuese capaz de habitar en Él, brotaría en mí aquel amor del que El rebosa. Es el amor que en el Hijo revela al Padre”[21]. Junto a Adán introduce una figura nueva, la Madre, la anunciadora de la esperanza y de la promesa. La irradiación de la paternidad pasa a través de Ella, obra a través de su maternidad. Es ella la que “transforma la soledad en maternidad”, que ayuda a Adán en la elección de engendrar, es ella la que revela: “en mí vive un amor más fuerte que la soledad. No viene este amor de mi misma. Y aunque quiera hablar de él, el silencio es aquí más elocuente que las palabras”[22]. En ella “permanece la herencia de todos los hombres, injertados en la muerte del Esposo”[23]. Con Tischner podemos descubrir que en una interpretación teológica, la Madre es María, su “Sí” a Dios es el evento que permite la Interacción Absoluta de actuar en la creación y por consiguiente en la redención. Al Adán-hombre se contrapone así el Adán-Esposo, el Hijo de Dios, la persona de la Trinidad, perfecta en la obediencia y en la apertura, que llevará a la salvación[24].

Raramente el teatro permite reflexiones que revistan la esencia misma del hombre, el sentido de su vida. Sin embargo era necesario partir de aquí para hablar del teatro de Wojtyla, partir de Adán, de lo que habíamos llamado la aspiración de Juan Pablo II. Precisamente la consistencia y la complejidad de la materia permite entender la excepcionalidad del teatro del pontífice.

Es un teólogo que a través de la Revelación explica el destino de Adán, es un filósofo que lo pone en el centro de una metafísica, es un pastor que lo ama acompañándolo en su camino. Pero al mismo tiempo es cierto que es el Wojtyla dramaturgo el que le da vida sobre la escena. Wojtyla quiere dar voz a Adán, quiere hacerlo materia dramática. Hay que preguntarse ¿qué tipo de teatro es necesario para Adán, qué solución representativa se necesita para vivir la dramaticidad y la complejidad de su naturaleza? ¿Y ante todo, de dónde nace la necesidad de representar a Adán? La respuesta está en el teatro rapsódico cuya esencia y misión lo definía así: su destino, hoy como ayer, ha sido y es el de servir como espejo o modelo a la naturaleza y a la vida, de reproducir la verdad del bien y del mal en el mundo, de dar forma al espíritu del tiempo y al espíritu del progreso y de constituir la belleza[25]. Para Wojtyla, el drama no es más que una vía, después de la poesía y el arte, para llegar a la Verdad. Es más, en un periodo bien preciso de su vida el teatro fue la vía privilegiada para interpretar la realidad y la historia.

El elemento fundamental del arte dramático es la palabra humana viviente. Ella es al mismo tiempo el núcleo del drama, una levadura a través de la cual pasan las acciones humanas y en la que encuentra su dinámica. El teatro rapsódico en suma es un teatro de “profundidad interior”, espacioes una palabra que Wojtyla usa frecuentemente en sus poemas y en sus dramas. De él emergen las personas; en este espacio ellas circundan al protagonista, a veces de manera amenazadora; y en su interior ellas se desvanecen. Se deja a un lado el movimiento para enfatizar la palabra[26]. Las situaciones son casi siempre estáticas, el campo de acción es limitado, mientras el flujo de la prosa romántica traspasa al actor y llega al corazón, pero sería mejor decir al alma, del espectador-oyente. No hay nunca una trama, no procede de una situación trágica o cómica, no hay acción sino la aparente inmovilidad de una idea. Es un teatro que presenta toda la fuerza, la verdad y la profundidad de un problema. Ya sea la situación de opresión en que vive un pueblo entero o el drama de un individuo, el amor por la patria o la pasión entre un hombre y una mujer, la evolución es sólo y exclusivamente confiada a la palabra, a su capacidad de abstracción, en la búsqueda de una esencia universal. No hay fábula, sino únicamente la presencia de la Idea. En el esfuerzo de representar un drama universal, al discurrir a través del personaje Adán-Hombre, Wojtyla opta por la definición de un espacio interior que contenga, fuera del tiempo, toda la dinámica del alma humana. Los elementos exteriores se relativizan, mientras se dilata la interioridad.

El actor no representa, no sustituye a una persona, no se limita a recitar, no se convierte en un personaje; es “portador de un problema”, entra y sale de su carácter, lo interpreta y lo juzga con despego, está sometido a la idea. Este estilo de teatro se basa sobre la palabra[27]. “La palabra, antes de ser pronunciada en el escenario, vive en la historia del hombre como dimensión fundamental de su experiencia espiritual”[28].

Y es que, como ha puesto de relieve el profesor Reale[29], todas las obras literarias contienen los mismos conceptos de fondo de la filosofía, expresados de forma artística clarificadora e iluminante, alguna vez de manera más convincente. De ahí que no se pueda entender a Wojtyla filósofo, si no se discute y se presenta también a Wojtyla poeta, y no se comprende a fondo a Wojtyla  poeta y filósofo, si se descuida la dimensión teológica.

Los textos teatrales compuestos con este espíritu vienen a ser  “dramas espirituales del hombre”, viajes metafísicos a lo íntimo de la conciencia, como se nota en particular en Hermano de nuestro Dios, en el Taller del orfebre y en Esplendor de paternidad”[30]. Nuestro objetivo en estas breves líneas ha sido dar a conocer un poco más al Wojtyla poeta y descubrir algo de cómo la vocación artística está al servicio de la Belleza, entendida “como expresión visible del bien”.

[1] KAROL WOJTYLA, Mi visión del hombre, Introducción, Palabra, Madrid 1997, p. 7.

[2] Esplendor de paternidad, en BAC, Madrid 1990, p. 129.

[3] Seguimos en este escrito algunas de las ideas de la conferencia pronunciada por Cristiana Caricato en Edimburgo el 19 de Agosto de 2000, (en prensa). Así mismo tenemos presente el artículo de Boleslao Taborski en la Introducción de Fratello del nostro Dio en Karol Wojtyla. Tutte le oppere letterarie. Bompiani, Milano 2001, pp. 563 y ss.

[4] Juan Pablo II, Tríptico Romano. UCAM, Murcia, 2003, p. 20.

[5] JUAN PABLO II, Don y misterio, BAC, Madrid, 1996, pp. 45-46.

[6] ¡Levantaos !¡Vamos! Plaza Janés Barcelona, 2004, p. 167.

[7] KAROL WOJTYLA, Esplendor de paternidad, BAC, Madrid  1990, p. 129.

[8] Entrevista de María Luengo a Krysztof Zanussi, Director de cine y teatro, en La Razón, Madrid, 26-XI-2003, p. 31.

[9] KAROL WOJTYLA, Hermano de nuestro Dios, op. Cit., p. 64.

[10] Ibidem, p. 69.

[11] Ibidem, p. 78.

[12] KAROL WOJTYLA, El taller del orfebre, op. cit, p. 99.

[13] KAROL WOJTYLA, Esplendor de paternidad, op. cit., p.129

[14] KAROL WOJTYLA, Talle del orfebre. op. cit, p. 55.

[15] Ibidem, p. 52.

[16] Ibidem, p. 52.

[17] Cfr. JOZEF TISCHNER, L’ Irradiazione della reciprocita  creatice, en Karol Wojtyla Filosofo Teologo Poeta,  Atti del Colloquio Internazionali Del pensiero cristiano organizato da ISTRA Editrice Vaticana, 1982, pp 307 y ss..

[18] Esplendor de paternidad, op. cit., p. 133.

[19] Ibidem p. 134.

[20] Cfr. TISCHNER, op. cit.,p. 311.

[21] Ibidem, p. 174.

[22] Esplendor,  op.cit., p. 171.

[23] Cfr. p. 167.

[24] Cfr, TISCHER, op. cit, p. 310.

[25] Cfr. K WOJTYLA, Sul teatro della parola, en Tutte le oppere letterarie. Bompiani, Milano 2001, pp. 968.

[26] Cfr. B. TABORSKI, Introduzione Fratello del nostro Dio, en Karol Wojtyla. Tutte le oppere letterarie. Bompiani, Milano 2001, p. 584.

[27]Cfr. B. TABORSKI, Introduzine generale parte seconda, Drammi, en Karol Wojtyla. Tutte le oppere letterarie. Bompiani, Milano 2001, pp. 255.

[28] Don y Misterio, op., cit., p. 21.

[29] Cfr. GIOVANNE REALE, Presentazione, en Karol Wojtyla. Tutte le oppere letterarie. Bompiani, Milano 2001, p. XV.

[30] Cfr. ibidem.,p. XVII.