El tema es un flechazo inquietante en el firmamento plácido del pensamiento, y lo es más en la suavidad de la existencia que camina, aparentemente sin tropiezos, por la vía rápida y segura de la vida laboral. Sin embargo este dardo es el timbrazo del despertador que llama a la existencia auténtica en el trabajo psicoterapéutico, y éste avanza en medio de matorrales y veredas que se ocultan entre las hierbas de lo cotidiano. Cuando el psicoterapeuta no se expone al encuentro y a la supervisión, el consultorio corre el peligro de volverse una mazmorra en donde la prepotencia mata la vida y las categorías científicas invalidan la singularidad.

Una boya salta del fondo anunciándome una figura que presagia un camino para explorar, cuyas primeras palabras se convirtieron en una pregunta: ¿cómo enfrento el proceso de una sesión psicoterapéutica? Al levantar el rostro supe que estaba de frente ante el tema de la evaluación y brotaron unas palabras esculpidas en el primer escollo por Perls y Goodman: …la evaluación no es otra cosa que el movimiento de lo inacabado hacia su realización[1].La evaluación impulsa a cada proceso hacia su actualización. Ésta es su tarea: cooperar en el despliegue de cada ser y no aterrorizar y paralizar a los sujetos en quienes acontecen dichos procesos. Cada ser avanza en el tren de aterrizaje para alcanzar en el vuelo su ser-inacabado. La existencia sólo se vive existiéndo-se. El ave sólo deja hinchar sus alas en el vuelo.

Estas primeras líneas me llevan a plantear las nociones maestras que seguiré en este escrito: la evaluación y la supervisión, la conciencia y, la persona y la presentificación.

1. EVALUACIÓN Y SUPERVISIÓN

Al avanzar por esta reflexión reventó desde el tallo del recuerdo la flor de un evento: era un sábado por la tarde. Al regreso de la comida empezamos la clase de supervisión. Éramos un grupo de personas que estudiábamos la maestría en psicoterapia guestalt y habíamos pasado la línea que separaba la mitad de la formación. Aquel curso era relevante para nosotros: nos aportaría un modelo, a la luz del cual, aprenderíamos a dar psicoterapia. Llegamos con la ilusión de los niños y «el libro bajo el brazo». Todos teníamos a la vista la redacción de nuestros casos. Después de un tiempo, le tocó su turno a uno de los miembros del grupo. Con gran emoción comenzó a leer. La sorpresa me atrapó y aumentaba al observar que el docente interrumpía, se burlaba y al finalizar el estudiante su lectura, pegó un grito: “esto es el ejemplo de una «antisesión» –con esto quiso expresar que el trabajo del compañero no servía para «nada»–”.

Quedé paralizado y mis compañeros también. Lo primero que visualicé fue el contraste al repasar cómo nos supervisaban los profesores de la Normal de Maestros donde estudié y lo que acababa de presenciar en aquel momento del hombre que se decía «el número uno de la terapia guestalt en México». De entrada: qué triste que alguien piense que es el número uno de algo, porque quiere decir que a su alrededor no hay nadie. Los demás que le rodean, le adulan y le siguen no serán sino una copia o una repetición de «El Mismo», –sigo aquí el significado que le da Emmanuel Lévinas a este término y no el de la psicología como «self»–. Para eso traeré las palabras que lo describen en El humanismo del otro hombre: …el sentido, en tanto que orientación, no indica un impulso, un fuera de sí hacia lo otro que sí, puesto que la filosofía insiste en absorber todo Otro (Autre) en lo Mismo (Même) y en neutralizar la alteridad[2].

Afirmar que alguien es «el mejor», «el número uno», es mostrar la reducción con la que cada día se cierra más en sí mismo. Es creer que abre las ventanas para ver la exterioridad y en realidad sólo usa a los demás como espejos para mirarse a sí mismo. La tristeza y el desánimo lo asaltan ya que nadie cubre sus expectativas. Nadie llena sus exigencias. Con frecuencia se siente traicionado y piensa que los demás son desleales puesto que no «son como él quiere que sean».

Regreso al punto que abandoné: nuestros “profes” eran duros, exigentes y disciplinados. Nos ponían a temblar. Al mismo tiempo eran respetuosos y comprensivos. Atestiguaban que evaluar es «darle dimensión histórica a la persona». Es privilegiar en cada uno su vivencia de aprendizaje como proceso, pero ¡qué pasaba en este lugar! El docente había arrasado con la dignidad de su estudiante. Tuve la impresión de que en el grupo se había roto algo. Un silencio abrasador nos envolvió. Unos renglones escritos por Buber flamearon el suceso: en la crisis del ser humano que experimentamos en esta hora quedan cuestionadas dos realidades: la persona y la verdad[3].

Sin lugar a dudas, esto expresaba el mundo roto en donde a veces vivimos y en donde la complicidad hace gala de sus mejores atavíos. ¿Qué verdad se podría enseñar en tal manifestación de in-humanidad? Muchas más cosas pasaron y se dijeron aquella tarde. Entre otras se le preguntó al conductor si los psicoterapeutas del Instituto que dirigía y él mismo, documentaban sus casos, entre ellos los nuestros y si pudiésemos verlos. Apareció la verborrea, las ofertas y promesas fueron y vinieron, el hecho es que jamás pudimos ver los documentos. Su actuación mostró que la documentación, el seguimiento y la supervisión de los casos no eran valiosos. Eso sí, un tiempo después publicó un Manual de supervisión y, curiosamente observé que había escritos nuestros, traducciones nuestras, propuestas nuestras y jamás las refirió. Pensé para mis adentros: “esto es una manera de no respetar a la persona: es un robo”.

Al llegar aquí, una nueva señal aparece con otra pregunta que se bifurca: ¿qué y cómo se supervisan los psicoterapeutas con enfoque existencial? En algunos casos, callejón sin salida. En otros, labor de hortelano. Necesito voltear la mirada y regresar hacia la entrada de este escrito con otra pregunta que se abre en una y: ¿cómo y para qué elegí mi profesión? La respuesta a esta interrogante me permitirá evaluar mi trabajo y saber hacia dónde voy en él.

1.1 La elección

Cuando platico con algunas personas que me conocieron en la infancia, en esa edad fronteriza con la adolescencia coinciden en algo: “es que era tan claro que serías profesor”. Aquello que era tan obvio para ellos, no lo era para mí. Yo quería ser futbolista y jugar como lo hacían mis “profes” a quienes miraba con el brillo en los ojos de la ilusión. Si para saltar a la cancha necesitaba estudiar para profesor, lo haría. Con el paso del tiempo el magisterio me atrapó y el fútbol se transformó en un instrumento que propiciaba «un lugar de encuentro con mis alumnos». Muy pronto aparecieron las personas excepcionales quienes con sus diferencias me llevaron a mundos insospechados: el mundo sin sonidos o con sonidos distorsionados y lenguajes disfuncionales en las personas con problemas de audición y lenguaje; el engarrotamiento, la parálisis y las traiciones del aparato locomotor y sobre todo, la ruptura del pensamiento y la distancia con la conciencia en las discapacidades intelectuales. Más tarde la ruptura social, la locura y la genialidad llamaron a mi puerta. La docencia y la psicología clínica se tomaron del brazo para caminar juntas.

Hoy sé que el magisterio y la psicología clínica son mi lugar de trabajo, mas no quiero olvidar las palabras que enunciara Gabriel Marcel casi al final de la octava lección de la primera parte de las Gifford Lectures, pronunciadas en la Universidad de Aberdeen: …lo cierto es que todos corremos el riesgo de que las circunstancias en que se desarrolla nuestra existencia tiendan a convertirnos en extraños en lo más profundo de nosotros mismos…[4].

Para que esa extrañeza no me atrape y me aliene, quiero realizar dos acciones: 1) declarar que el abrevadero principal que nutre la inspiración de mi trabajo es el enfoque existencial-personalista y que bajo su luz pretendo continuar mi labor; 2) remontarme lo que sea necesario y encontrar el manantial que surte el río de mi vida, desde el horizonte actual que me ilumina. Es una labor de arqueología hacia el centro de la montaña. Ahí voy: escucho a lo lejos unas palabras de Lupita, mi esposa, en una ocasión en la que estábamos abrazados y llorando: “qué te pasa, me dijo, no te salen lágrimas”. “No lo sé, –respondí–, así me pasa muchas veces”.

¿Cómo aprendí a llorar y mantener «secos los ojos»? El primer letrero que llega dice: «los hombres no lloran». Me suena muy familiar de tanto que lo he oído, mas no cuadra en mi vivencia. En casa sí se podía llorar alrededor de una emoción de tristeza, placer, añoranza, alegría… a menos que viniera una orden explícita como: “no llores, ni te estoy haciendo nada…”, “ni chilles, que al fin ni te pegué tan fuerte…”, o alguna otra semejante. Detrás de estas palabras estalla un trueno que atraviesa la nube espesa del olvido: «tú eres la alegría de la casa», y casi podía terminar la orden: “no puedes estar triste, ni llorar”. Ésta sí es la llave que abre la cerradura. Para no entristecer a los demás aprendí a llorar por la nariz. El diagnóstico de sinusitis que me llegó como un chubasco de arena en plena adolescencia describe mi tristeza apelmazada. Este padecimiento anuncia la «inflamación de los senos del cráneo». Visualizo esta zona como el delta de un río al que confluyen los veneros que ligan al oído, los ojos y la nariz. La inflamación expresaba el atiborramiento de las lágrimas que se podrían al estancarse. A veces, además, salía un mal olor de mi nariz: peste y podredumbre se cobijaban en mi cabeza como un niño abandonado.

En este hecho se puede ver cómo se fomenta en la educación dicotómica a creer que hay «una mente» y «un cuerpo». Dos sustancias que se afanan por conseguir el control de una sobre la otra. Si gana «la mente» se fundamenta el psicologismo –tan socorrido ahora en el «constructivismo»–, si lo hace «el cuerpo», se fertiliza el biologicismo –tan querido en algunas de las escuelas de medicina y enfermería–. Entre tanto, empecé a tener un «control deliberado» sobre mi cuerpo, ya que era «algo que poseía». A partir de aquí surgieron una cantidad de estrategias y explicaciones para asegurar el control. Había que dominar al cuerpo para que no se entristeciera y menos aún que lo manifestara.

Acabo de llegar a la respuesta de una de las preguntas que abrí al inicio: ¿cómo y para qué elegí mi profesión? Cómo: abonando la fortaleza que me permitiera vivir alegremente y al mismo tiempo que me ayudara a someter la tristeza que se atoraba en el desierto de mi dureza. Me falta dar el último martillazo en este aprendizaje: uno de mis directores de secundaria decía que “estaba prohibido llorar, pues eso dejaba ver un modo de ser sentimentaloide”. Él quería “hombres de carácter, recios, fuertes; hombres a toda prueba”. Qué bien me venía esta alcayata para terminar de sostener mi fortaleza. El camino para ganar el cariño de mis maestros estaba abierto. Con esta virtud en mi bolsillo podía avanzar con firmeza y gallardía. Carlos Díaz, mi gran amigo español, habla de esta virtud. Claro que encaja muy bien en mis avances:

Toda virtus (de vir) es fuerza, y por eso la fortaleza está presente en cada virtud. […] Para los griegos de tradición estoica la virtud es fortaleza y elevación de ánimo frente a los impulsos irracionales y los azares de la fortuna, mientras que para los de tradición homérica significa excelencia de carácter, armonía, plenitud del hombre de bien que realiza el fin al cual está llamado. Sin la sabiduría el esfuerzo es ciego, pero sin el esfuerzo la sabiduría es impotente…[5].

Un ala de la tradición cristiana trató de unir: la plenitud del hombre y su armonía eran hijas del esfuerzo y la fortaleza. Esta unidad forjaba al «hombre de carácter». Ya puedo ver enmarcado el lema con letras de oro: sería un profesor cristiano sostenido en un hombre de carácter radiante de alegría.

Éste fue el cómo, ahora viene el para qué: mi meta era conseguir que la gente de mi alrededor estuviera alegre. Muchas veces pregunto a las personas: “¿cómo estás”, y espero una enorme sonrisa, una luz en sus ojos y unas palabras que me digan: “contenta, muy contenta”. Si es así, continúo, si no, casi muero en ese instante, y me lanzo a dar explicaciones o a realizar acciones que les devuelvan el contento y la sonrisa a su cara. Cada clase que imparto, cada sesión de terapia que facilito se encaminan a propiciar la vida de la alegría en mis alumnos o en mis pacientes. Cuando al terminar la sesión la persona o las personas florecen en ella, mi cuerpo se expande y mi interior se despliega rebozando en el amor. Cuando no, se me escurre la cara y el desamor me cubre con su manto. La tristeza me asalta y empieza a escurrir por los orificios de mi nariz y aparece algo nuevo: mi respiración se atasca.

Una nueva pista; voy tras ella. La primera parte puso los andamios para mostrar que la actitud neurótica busca resolver de la mejor manera posible una urgencia crónica. En mi situación fue la meta neurótica que me impuse: llenar de alegría la vida de los demás y lograr que estuvieran contentos. En el fondo era querer manipularlos para que vivieran como yo quería: contentos, ya que la tristeza no era bien vista. Al tocar Sartre esta emoción lo hace con un tino que fotografía mi vivencia: …la alegría es una conducta mágica que tiende a llevar a cabo como por conjuro la posesión del objeto deseado como totalidad instantánea[6].

Abundaré en una imagen que dejé atrás: en el delta del río los vientos se cruzan. A veces arrasan una orilla mientras pasan por encima de la otra que está protegida. En otras ocasiones se arremolinan despellejando el centro. Hay días en que los vientos suben río arriba como delfines de plata y soplan hacia la montaña, y hay días en que bajan como la caballería que arremete a la infantería que lucha campo abierto en el mar y vociferan en las aguas que chocan. El hecho es que los vientos juegan un papel primordial en la garganta del río y entonces la palabra se fortalece o se desfigura. Aquí apunta el nuevo tema: la voz.

1.2 La palabra y la voz

Reconocer que «soy la alegría de los demás» significa que vivo preocupado de que los demás vivan como «yo quiero», aunque parezca muy bueno “para ellos”, y curiosamente perdido de mí mismo: siempre mirando hacia fuera y esperando la palabra de consuelo que viene de los otros. También he de reconocer que cuando capto la alegría de los demás me lleno de entusiasmo y gratitud con la vida. ¿Cómo puedo armonizar el darme a los demás sin perderme y el confirmarme sin desperdiciar a los demás? En este puente que coloca sus cimientos a cada lado, se sostienen las palabras de Emmanuel Mounier:

…Una persona no es un haz de reivindicaciones vueltas hacia dentro en el interior de una frontera arbitraria, y no sé qué deseo inquietante de afirmación. Se trata de un estilo reductor de las influencias, pero ampliamente abierto a ellas, un poder orientado de espera y acogida. Es una fuerza nerviosa de creación y de dominio, pero en el seno de una comunión humana donde toda creación es un resplandor, todo dominio un servicio. Es una libertad de iniciativa […] una promesa de amistades múltiples, un ofrecimiento de sí. Solamente nos encontramos al perdernos; sólo se posee lo que se ama […] sólo se posee lo que se da. Ni reivindicación ni dimisión […] Creemos en un movimiento cruzado de interiorización y de don[7].

No puedo ser una libertad de iniciativa si he perdido mi propio centro y desde ahí mi voz. Mi palabra se trastoca en una reivindicación que grita e insulta tratando de ocultar mis envidias y aparentando, a veces, una lucha por los demás: simulo salvar a los otros cuando en verdad me estoy esforzando por salvarme a mí mismo. Busco aplastar la mediocridad que veo en los otros cuando en realidad quiero desgajar las medianías que se enredan en mis miedos a la vida[8].

Si al self lo describe la psicoterapia guestalt como un sistema de ajustes creativos, con los datos anteriores se puede ver que se desvirtúan las funciones creativas de autorregulación, las funciones de aceptación de la novedad, las funciones de destrucción y de reintegración de la experiencia. Resurge aquí una de las condiciones básicas de la psicoterapia: la disponibilidad del paciente que describe su apertura, su estar listo para ser fecundado. En medio de ese desastre aparente hay una unidad interior de disposición. La disponibilidad prepara a la persona para estar-verdaderamente-con-el-otro, lograr un cono-ser, y esto requiere de tres condiciones:

1) una actitud de apertura,

2) una actitud de verdadera implicación y

3) una toma de posición fundamental.

¡Cuánta bondad en el paciente!: llega con toda sencillez y humildad a los brazos del psicoterapeuta, como el niño que corre indefenso a los brazos de su padre o al regazo de su madre. ¡Qué imagen de grandeza! El psicoterapeuta no puede menos que venerar esa tierra fértil que se entrega a su semilla. Algo que debe quedar claro es un postulado que viene cabalgando desde el amanecer de la psicoterapia guestalt: el paciente solicita ayuda porque él no puede ayudarse a sí mismo[9].

Para que la psicoterapia se vuelva una estrategia al servicio de la persona, requiere entre otras cosas, favorecer la recuperación, por parte del paciente, de la conciencia inmediata de sí mismo como fuerza integradora. Norman Schub clarifica lo que es este evento:

Darse cuenta es el proceso metodológico centrado en el presente de ayudar a la persona a aprender a experimentar y concientizar lo que ocurre en su interior en un momento dado. Darse cuenta incluye la habilidad de reportar lo que sucede y se experimenta, quedarse en el proceso[10].

A partir de ahí el paciente continuará como elemento activo en el trabajo y aunque de pronto parezca dar la impresión de ser un estudiante de psicoterapia y ser un paciente obediente, en realidad está entrando en el corazón de su existencia y recuperando su poder creador. Empieza a desplazarse de la sensación de enfermedad que lo agobia, y a veces podía usar para manipular, hacia la nueva sensación de estar aprendiendo, de estar-descubriendo una zona floreciente en su vida y paladear el gusto de saberse responsable de ella. El paciente se vuelve un testigo de la labor de las psicoterapias con enfoque existencial-personalista: desarrolla una dialéctica socrática.

Cuando el paciente se vivencia activo en la sesión y dispuesto a experienciar, empieza a probar el riesgo de extrapolar el uso de su potencial creativo; no de repetir la sesión afuera, y descubre que es más valioso experimentar con lo que viene de fuera que con lo parcialmente artificial del experimento y querrá exponerse a decir su palabra. Poco a poco su self perfila sus fronteras de una manera más significativa. Ahora, sin amenazas ni seducciones sabe que nadie está completo en los contornos de su piel. Necesita al otro. El amor ya no es cooperar a que el otro cumpla su expectativa, lo cual arrastra irremisiblemente al des-amor, sino que el otro reviente en plenitud. La piel no sólo es permeabilidad sino grito que provoca al otro, a menos que se endurezca y se envuelva en «el ostracismo» (Ojo como nota: Gabriel Marcel usa este término para hablar de las personas que se encierran en sí mismas sin posibilidad de disposición para el encuentro con el otro. Me gusta la imagen y le añado el valor de la dureza de la piel que se refuerza para impedir el ingreso del otro).

La psicoterapia guestalt «puso la pica en Flandes» al anotar la ruptura del lenguaje: …el lenguaje neurótico consiste en utilizar una forma de lenguaje en lugar de y no al mismo tiempo que las capacidades que lo subyacen. Es el aislamiento de la personalidad verbal[11]. El sonido de mi voz era como un carruaje del que yo tiraba, pero que en muchos momentos iba sin mí, pues yo no me reconocía en él. Al ver esto, cada día confirmo más que la personalidad del niño se empieza a formar al aprender a hablar. El niño repite las palabras que su madre, su padre o los seres que lo aman, le enseñan con gran ilusión. Saborea las palabras y las dice con gran orgullo pues su pronunciación le aporta una sensación de pertenencia a esa familia que habla así.

Se puede categorizar a la personalidad como estructura del lenguaje. Para lograrlo se requiere de seguir una secuencia: se empieza a crear una serie de relaciones sociales preverbales del organismo. Más tarde se da la formación de una personalidad verbal en el campo organismo/entorno y, finalmente se amarran las relaciones subsecuentes de esta personalidad con las otras[12]. El flujo del habla cuenta con algunas características: 1) el estilo, ritmo, animación y punto de culminación que expresan una necesidad orgánica del que habla; 2) la actitud retórica eficaz en la situación interpersonal (v. gr.: asustar, alentar, agradar…); 3) contenido o verdad sobre los objetos impersonales de los que se habla[13].

Dejé unos puntos suspensivos porque justamente aquí se quebraba la columna vertebral que sostenía la emergencia de mi voz. Al escuchar la hermosa y sonora voz de mi padre al cantar, caía pasmado de admiración y tal como mostró Jean-Paul Sartre, el acto de ad-mirar propicia la alienación de algo propio que se pone en el objeto de admiración. Unas palabras de este autor preparan el amarre de esta reflexión: …la mirada que manifiestan los ojos, de cualquier naturaleza que sean, es pura remisión a mí mismo[14]. Al tratar de mirar-se a partir de la mirada del otro, la ad-miración lo avienta a uno fuera de sí mismo y se pierde. La alienación salta como un bólido que estalla fuera de sí mismo, sin poder recuperarse en ese momento. Con el tiempo, ese objeto se coloca a mayor distancia y por último se le entroniza en el altar de los ídolos. El espacio que se abre obliga a realizar un esfuerzo mayor para cerrar esa situación inconclusa, que en realidad no queda abierta, sino cerrada de la mejor manera posible para ese momento y con las herramientas que se cuenta, pero no suficientemente satisfactoria.

Esta insatisfacción va minando a la persona y propicia una descomposición de la vida sobre la que Gabriel Marcel reflexiona al traer a colación el sentido de la palabra inglesa stale y staleness que designa al pan duro, pero más aún a lo que se vuelve rancio y en lo cotidiano se refiere a lo que está acabado, a lo que no tiene futuro y lo lanza diciendo que este fenómeno deviene en las zonas estancadas del espíritu. Esta obstrucción impulsa hacia la putrefacción. La vida se corrompe. No podía disfrutar de mi voz porque como no era como la de mi padre, no valía la pena. Era fea y desafinada. No podía reconocerme en ella.

El camino hacia la verbalización está abierto: el habla se vuelve espejo de todo y toda vivencia. Ya no se experimenta, se habla. La verbalización sustituye la vida. La historia personal se vuelve discurso, anécdota ex-céntrica:

…todo lo que se presenta como reminiscencia o proyecto no es realmente ni recuerdo ni anticipación, que son formas de la imaginación, sino que es una historia que el concepto que uno tiene de sí mismo se cuenta a sí mismo[15].

Por eso el «rollo» apesta, harta. Es una narración falsa de sí mismo que le permite mantener una fachada para evitar el embarazo del silencio, la revelación y la afirmación de sí mismo. Las palabras se desbordan como los animales en una estampida envuelta en la polvareda de la confusión o se pierden en la monotonía como el agua que se hunde inútilmente en el asfalto. Las palabras avasallan estruendosas al silencio creador y a la disponibilidad fecunda. La persona «verborreica» se infla, miente y promete para que su palabra tenga valor y le ayude a ganar el amor de los demás, pero el castigo a su narcisismo es eco: seguir enamorado de sí mismo y oyéndose a sí mismo, al tiempo que cree que oye a los otros. Lo más grave es que la persona «verborreica» ni siquiera oye su propia voz. Ama el discurso y se justifica constantemente. No resuelve, sólo habla.

Me resultó tan aleccionador el personaje del carnero en el filme de Tierra de Osos cuando grita: tú cállate y sin reconocer-se oye el eco y cree que es otro. Empieza a pelear y a gritar tratando de callar-lo, sin saber que lo que busca es callar su propia cháchara y al final del día cae extenuado, acabando consigo mismo. Recordemos el «mito de Narciso»: Narciso, hijo del río Cefiso y de la ninfa Liriope, se enamora de sí mismo y al contemplar su imagen en el río, le resultó tan hermosa que se lanzó sobre ella, y buscándose a sí mismo, terminó perdiéndose, ya que se ahogó y las aguas lo convirtieron en la flor que lleva su nombre.

Al querer ser la alegría de los otros, falsifiqué mi voz. Sólo así podía agradarlos. Lentamente descubrí y acepté en mí la forma neurótica de la verbalización que trataba de salvarme de la náusea de la verbalización y del fracaso en la comunicación. Ahora lo veo claro: hace tiempo cargo en la base de mi cuello, por la parte de atrás entre la cabeza y la espalda, a la altura de los hombros, el madero de la yunta. Me cansé de abrir el surco, ya que no era sembrar, sino seducir. Quiero aprender a sembrar, y, como lo dice bellamente Heidegger, a abandonar la siembra a las fuerzas del crecimiento[16]. Seguiré poniendo lo mejor de mí en mi tarea docente y psicoterapéutica, y mis alumnos y pacientes podrán nutrirse, pero su ascenso por el camino de la alegría será tarea suya, y ésta es mi palabra.

1.3 La afirmación

Una persona cercana al Dr. Paul Ricoeur –el Sr. Iván Cedrón– me platicó que en una ocasión el Profesor estaba en el aeropuerto para ir a dictar una conferencia. Mientras llegaba la hora de su salida se puso a conversar y «se le fue el santo al cielo». De pronto unas palabras lo volvieron a la realidad: escuchó que lo voceaban para que se presentara en la puerta de abordaje pues su avión estaba a punto de despegar. Escuchó unas palabras que lo pusieron en alerta: “el pasajero Paul Ricoeur, favor de…”. El campanazo lo sacó del ensimismamiento de la charla, volteó a ver a su interlocutor y pronunció unas palabras al mismo tiempo que se señalaba y abría tremendos ojos: “c’est moi”. “Ese soy yo”, y salió corriendo[17].

Para empezar: el «soy yo» no es una afirmación de sí mismo, sino una respuesta al otro que con el avance de la relación se vuelve un tú, y entonces cobra sentido. Sí «yo, soy yo» y «tú, eres tú». El «yo» aparece a la luz del «tú», como lo sostiene mi buen amigo el Dr. Carlos Díaz, Martin Buber, Emmanuel Mounier y el propio Gabriel Marcel. El sentimiento de afirmación empieza a avanzar desde la fecundación del otro. El sí mismo puede atreverse a indagar enfrentando a la desconfianza, puede explorar la admiración leal sin necesidad de aferrarse, puede probar la soledad sin engarruñarse en el aislamiento, puede usar su agresividad sin caer en la hostilidad y puede dejarse volar en las alas de la creatividad sin perderse en la confusión o la excentricidad.

La poesía me salvó del infortunio al que abandonaba mi voz y no mi palabra. En la poesía el ritmo lo aporta el ritmo respiratorio; el verso, la velocidad del movimiento; la medida, la danza; las estancias y párrafos, el silogismo, la antítesis y otros aspectos del pensamiento; el apogeo, la intensificación orgástica del sentimiento. Al final, todo disminuye y puede dormir en el silencio.

Al soltar el yugo que estaba bien forjado en el entramado de un sistema del tipo introyección-proyección, sin olvidar algunas conductas retroflectoras, los vientos empezaron a liberar las aguas. Mi sinusitis ha mermado enormemente y mi mandato se ha despeñado por el acantilado desde el horizonte de mi nueva responsabilidad. El veneno del desamor no tendrá entrada en mi vida por ese desfiladero. El amor se nutrirá de la vida en libertad de mis pacientes y mis alumnos que elegirán cómo sentirse con respecto a su vida. Yo seré responsable del experimento de búsqueda y no cargaré con lo que le toca a los demás.

Quiero tomar prestado uno de los objetivos que Marcel ha puesto en su filosofía como una de las metas para las psicoterapias con enfoque existencial-personalista:

…Creo que puedo decir, sin exagerar, que todo mi esfuerzo filosófico puede definirse como tendiente a la producción —me repugna utilizar este término físico— de corrientes mediante las cuales la vida renace en ciertas regiones del espíritu que parecían entregadas al entorpecimiento y expuestas a la descomposición[18].

Este enfoque favorece la fecundación de las zonas vírgenes que en cada persona quieren comprometerse y decir sí a la vida en el amor que la cobija. Puedo asegurarles que la neurosis es una forma significativa que la persona utiliza para avanzar cuando percibe que sus fuerzas son limitadas y no halla en ese momento otro camino para desplegar su potencial. La neurosis muestra la nobleza del hombre para no doblegarse ante las fuerzas de disminución y las potencias de dislocación. La neurosis es un canto al amor en la vida que avanza por encima de cualquier catástrofe y que ella previene a la persona de disolverse en la nada o perder su centro. También, la neurosis es grito de pobre, de aquel que desde su miseria se muestra débil y extiende la mano con la añoranza de que otro la tome y en colaboración lo vuelva al mundo de la esperanza. Y con mi palabra, el día de hoy, ésta es mi profesión de fe.

Carlos Díaz termina uno de sus libros[19] con unas palabras que quiero hacer mías para cerrar este apartado y preparar el siguiente que será un espacio de reflexión sobre el tema de la persona al que quiere apostarle el enfoque existencial-personalista:

                        Que el sol brille templado

                         sobre vuestros rostros.

                        Que la lluvia caiga suave

                         sobre vuestros campos.

                        Que el viento sople siempre

                         a vuestra espalda.

                        Y, hasta que volvamos a encontrarnos

que Dios os guarde en la palma de su mano.

[1] Perls, Hefferline y Goodman. Terapia Gestalt: Excitación y crecimiento de la personalidad humana. Vol. dos, segunda parte, cap. 5, 6, p. 91. Centro de Terapia y Psicología. Madrid, 2002.

[2] Lévinas, Emmanuel. El humanismo del otro hombre. p. 37. Caparrós editores. Colección Esprit. Madrid, 1998.

[3] Buber, Martin. La pregunta al genuino en la obra reunida bajo el título de El camino del ser humano y otros escritos en la versión española de Carlos Díaz. p. 115.Editorial Emmanuel Mounier. Colección persona. Madrid, 2004.

[4] Marcel, Gabriel. Mi vida en El misterio del ser para Obras selectas, volumen I, 8ª. Lección, p. 158. B. A. C. Madrid, MMII.

[5] Díaz, Carlos. Diez virtudes para vivir con humanidad. II, 1, p.17. Editorial Emmanuel Mounier. Colección sinergia. Serie roja. Madrid, 2001.

[6] Sartre, Jean-Paul. Bosquejo de una teoría de las emociones. p. 98.Alianza editorial. Madrid, 1987.

[7] Mounier, Emmanuel. Revolución personalista y comunitaria en Obras completas, vol. I, I, 1, p. 194. Ediciones sígueme. Salamanca, 1992.

[8] Cfr. Lowen, Alexander. El miedo a la vida. Editorial Era Naciente. Buenos Aires, 1980.

[9] Perls, Hefferline y Goodman. Ob. cit. Vol. dos, segunda parte, cap. 2, 12, p. 32.

[10] Schub, Norman. Trabajo de base en la obra reunida bajo el título La base del trabajo terapéutico guestalt en la versión española de Guadalupe Amescua. p. 2. CEIG Editorial. Xalapa, 2001.

[11] Perls, Hefferline y Goodman. Ob. cit. Vol. dos, segunda parte, cap. 7, p. 123.

[12] Cfr. Perls, Hefferline y Goodman. Ob. cit.

[13] Cfr. Perls, Hefferline y Goodman. Ob. cit.

[14] Sartre, Jean-Paul. El ser y la nada. Ensayo de ontología fenomenológica. Tercera parte, cap. 1, IV, p. 335. Editorial Losada, S. A. Buenos Aires, 1979.

[15] Perls, Hefferline y Goodman. Ob. cit. Vol. dos, segunda parte, cap. 7, 3, p. 129.

[16] Heidegger, Martin. La pregunta por la técnica en la obra reunida bajo el título de Filosofía, ciencia y técnica en la versión al español de Francisco Soler. p. 123. Editorial universitaria. Santiago de Chile, 1997.

[17] Cedrón, Iván. Palabras recogidas de viva voz. París, noviembre de 2002.

[18] Marcel, Gabriel. De la negación a la invocación en Obras selectas. Vol II, I, pp. 17 y 18.B. A. C. Madrid, MMIV.

[19] Díaz, Carlos. Ob. cit. XI, p. 100.