* Publicado en La Gaceta, 3-VII-06.

            La ofensiva de la ideología dominante contra el matrimonio y la familia continúa de forma implacable. Uno de los últimos episodios lo acaba de reflejar con agudeza José Miguel Serrano en las páginas de La Gaceta mostrando cómo la nueva ley de Reproducción Humana Asistida desactiva los engarces antropológicos que constituyen el núcleo familiar clásico sustituyéndolos por vínculos artificiales procedentes de las versiones extremistas de las teorías de género. El mismo fenómeno lo hemos tenido que sufrir en la llamada ley del “divorcio express», en la del “matrimonio homosexual”, etc.

            Tales leyes no son brochazos al aire. Responden a una doble intención muy definida. Por un lado pretenden legalizar fenómenos sociales emergentes procedentes de la desestructuración de la familia clásica occidental. Por otro lado, son leyes pedagógicas que buscan la aceleración de ese mismo proceso pues se emiten justamente desde las instancias ideológicas que generan esa desestabilización. Estamos, pues, ante un fenómeno complejo.

            Para poner orden en esta confusa situación me parece urgente realizar un profundo trabajo de purificación conceptual y lingüística que permita llamar a cada cosa por su nombre y actuar en consecuencia. De otro modo, al embrollado momento que ya vivimos se suma la distorsión causada por la utilización forzada –cuando no manifiestamente manipuladora- de conceptos clásicos familiares para describir estructuras pseudo-familiares profundamente diferentes.

Las homoparejas constituyen un buen ejemplo. Se trata, probablemente, de una estructura interpersonal con elementos radicalmente novedosos pues no hay datos de que  hayan existido anteriormente parejas de homosexuales con una pretensión pública de carácter matrimonial como la que contemplamos en nuestros días. Ese fenómeno constituye una auténtica novedad y como tal debe ser advertido. Buena muestra de ello es que no hay ningún vocablo español que pueda reflejarlo de manera precisa y esa es sin duda la razón por la que se ha impuesto socialmente el término de “matrimonio homosexual”.

            Ahora bien, tal expresión es sumamente desafortunada porque genera de manera automática una profunda confusión entre dos realidades heterogéneas: la unión entre un hombre y una mujer con el objetivo de tener hijos y fundar una familia y la unión meramente sentimental de dos personas del mismo sexo. El abismo antropológico que separa ambas realidades es enorme, pero sociológicamente puede resultar empañado por el empleo del mismo término para ambas hasta el punto de que se acabe comparando churras con merinas con toda tranquilidad y sin ningún atisbo de desasosiego.

No se trata de ciencia-ficción desde luego. Un periódico de ámbito nacional exponía muy recientemente las últimas estadísticas sobre la nupcialidad en España comparando el número de “matrimonios heterosexuales” con el de “matrimonios homosexuales” (y constatando la no sorprendente exigüidad de estos últimos). Ahora bien, y con todos mis respetos, tal tipo de comparación no deja de ser una estupidez porque todo matrimonio es inevitablemente heterosexual. Es como intentar comparar la leche blanca con la leche verde o azul. La leche es blanca. La leche azul no es leche, es otra cosa. Lo mismo ocurre con las parejas de homosexuales. No son matrimonios por la sencilla razón de que no pueden serlo, pues esa institución requiere la heterosexualidad. Son una realidad social en parte novedosa generada por la evolución de Occidente. Por eso, conviene darles un nombre que responda a la originalidad social que efectivamente representan, pero que no los confunda con aquello que ni son ni pueden ser. Mi propuesta es denominarlos homoparejas. Tendremos así matrimonios y homoparejas: dos nombres distintos para dos realidades distintas. Un modo simple y eficaz de evitar muchos malentendidos.