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Resumen

El presente artículo analiza dos posiciones secularistas sobre el papel de las convicciones religiosas en la argumentación bioética. El laicismo excluyente de Sádaba rechaza la racionalidad del hecho religioso y extiende una sospecha cautelar sobre la argumentación bioética del creyente. Por el contrario, la posición abierta de Habermas-Rawls considera a las religiones razonables como una de las visiones comprehensivas características del Estado liberal, anima a los ciudadanos secularizados a valorar sus aportaciones e insta al Estado secular y, por tanto, neutral, a no imponer a todos la cosmovisión laicista. Sólo la segunda perspectiva sienta las bases para un diálogo fructífero y sereno en el ámbito bioético.

Abstract

This article analyses the position of two secularized theories on the role of religious beliefs in bioethical reasoning. The excluding laicism of Sádaba rejects the rationality of religious fact and extend a general suspicion about the bioethical reasoning of believer. Contrary, the open position of Habermas-Rawls considers reasonable religions as one of the typical comprehensive views of liberal State, encourage secularized citizens to value his contributions and urge to secular and, then, neutral, State not to impose to all citizens a secularized cosmo-vision. Only the second perspective put the bases for a fruitful and calm dialogue in the bioethical area.

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El creciente proceso de secularización en las sociedades occidentales, agudizado en países como España por la toma de decisiones gubernamentales con una decidida orientación laicista, está incidiendo en el debate social extremando las tensiones entre aquellos bioéticos que apelan –implícita o explícitamente- a un fondo religioso, generalmente cristiano, y los que apelan –con mayor o menor radicalidad- a un fondo exclusivamente secularizado. Esta bipolaridad de perspectivas afecta cobra en bioética una intensidad especial porque los temas que se discuten suelen implicar valores que afectan sustancialmente a las cosmovisiones al girar en torno al hecho radical de la vida: aborto, eutanasia, clonación, etc. En este artículo se analizan dos visiones secularistas muy diferentes del problema, a pesar de inspirarse en una misma matriz kantiana: la excluyente o radical de Sádaba y las abiertas o constructivas de Habermas y Rawls.

  1. El laicismo excluyente de Javier Sádaba

Sádaba expone su posición en un texto muy explícito desde el título: Principios de bioética laica[1], que justifica de esta manera. “Hablamos de bioética laica porque otros oponen una bioética teológica o confesional. Además, la materializan a través de cualquiera de las instituciones a las que tienen acceso en la sociedad. Queremos, en consecuencia, hacer hincapié en la autonomía de la ética subyacente a la bioética, en su construcción estrictamente humana. (…) No se trata de un laicismo cerrado, de una vuelta al pasado o de resucitar guerra alguna contra las religiones. Se trata, más bien, de discutir con toda la racionalidad posible. Sólo estamos en contra de las intromisiones públicas no justificadas en la vida de los ciudadanos. Ni más ni menos”[2].

Su postura, en principio razonable, parece orientada a formular una bioética exclusivamente racional, pero sin ánimo de contraposición con lo religioso. Y, como confirmación, se cuida de distinguir dos tipos de laicismo. El primero, característico del silgo XIX, habría sido agresivamente hostil frente a la religión; el segundo, el que él propone, se limitaría exclusivamente a “oponerse a las interferencias, en el espacio público, de las instituciones religiosas; de aquellas instituciones religiosas que intenten obtener situaciones de ventaja o de privilegio”[3]. Sin embargo, si pasamos de las afirmaciones de principio al desarrollo de la argumentación encontramos un sistemático rechazo de todo planteamiento religioso basado en su no-racionalidad o, con diversos matices -en ocasiones con ninguno-, en su irracionalidad. Para Sádaba, la religión es un hecho irracional, perspectiva que se argumenta y fundamenta desde múltiples perspectivas[4].

La primera es la confrontación entre ciencia y religión. Para Sádaba “el progreso científico mina los fundamentos supuestamente racionales de la fe”[5], afirmación que se apoya inicialmente en la teoría evolucionista de Darwin, que habría causado una crisis insuperable en las religiones, y se extiende posteriormente a otros ámbitos científicos como el estatuto personal del embrión. Hay personas que afirman su carácter personal pero, según Sádaba, “la mayoría de la comunidad científica no opina, desde luego, del mismo modo. Pero los creyentes cristianos, por el contrario, están absolutamente convencidos de que en ese conjunto de células diminuto anida un ser humano”[6]. Lo mismo sucede con muchos otros avances científicos hasta el punto de que resulta posible afirmar que “los desarrollos biotecnológicos van contra la línea de flotación de la estructura de las creencias custodiadas por las Iglesias”[7]. Especialmente reveladoras son sus conclusiones sobre la clonación. Después de presentar las propuestas de científicos tanto a favor como en contra de la viabilidad ética de esta nueva técnica, concluye, de manera realmente sorprendente, que, en todo caso, “conviene distinguir entre los científicos, por muy en contra que estén de la clonación, y las personas religiosas”[8]. ¿Se debería entonces concluir que no existen científicos creyentes?

El segundo punto es la adscripción de una minoría de edad a las personas creyentes. Si la ciencia es lo racional, y la religión es contraria a la ciencia, las personas religiosas no pueden ser otra cosa que menores de edad, que, confusos y temerosos ante el avance de una razón que desmonta sus creencias, son incapaces de abandonar el “refugio de lo trascendente” (en terminología de Denett) y persisten en seguir aferrados a unas creencias –injustificables- pero que les facilitan mediante sus dogmas recorrer el complejo y oscuro camino de la vida. El hombre religioso, al encararse con los enigmas de la vida –el dolor, la ignorancia, la muerte- no se decide a hacerles frente como lo que son, temas “estrictamente humanos”, y busca respuesta en un más allá al que se adhiere de forma irracional, “hipotecando la libertad” para instalarse en una “ciega seguridad”. Estamos, claramente, ante una visión de la religión como alienación[9] o, siendo más precisos, ante una perspectiva ilustrada radical de origen kantiano.

La consecuencia lógica de estos planteamientos es grave: la sospecha sistemática sobre la argumentación del creyente. Hay un ejemplo especialmente ilustrativo al respecto. Al tratar acerca del estatuto personal del embrión, Sádaba acude a un texto de Barahona y Antuñano[10], discute y valora sus tesis, pero concluye sorprendentemente que “la postura que estamos criticando y que en el fondo es deudora de una conciencia religiosa y no de la imparcialidad de la ciencia no es fácil de sostener”[11]. Sorpresa que está plenamente justificada porque en la argumentación de estos dos autores no hay ninguna referencia de tipo religioso sino que se limitan a apuntar una idea muy simple y completamente experimental. Si se deja crecer una célula muscular, una célula de tejido conectivo y un cigoto, sólo en el último caso aparece un hombre o una mujer, lo cual únicamente puede significar que el cigoto es una persona, sólo que en potencia, es decir, no completamente desarrollada. Pues bien, a pesar de que se trata de una argumentación que recurre a un dato completamente accesible a cualquier persona, Sádaba concluye que “en el fondo es deudora de una conciencia religiosa”, de lo cual parece que se debería deducir que el razonamiento no tiene valor simplemente porque esa persona es creyente y posee una concepción trascendente de la persona, o, en otros términos que, aunque un creyente desarrolle una argumentación científica, ésta se encuentra automáticamente bajo sospecha por el mero hecho de haber sido propuesta por un creyente ya que este no puede escapar a las consecuencias de su filiación religiosa que llevan inevitablemente una marca de oposición a la ciencia y, por tanto, de irracionalidad.

No se trata de ninguna extrapolación. Sádaba mantiene esta tesis expresamente. En otro lugar en el que se plantea la posibilidad de que el creyente reaccione ante ese rechazo y reivindique la estricta racionalidad de su argumentación comenta. “¿Qué se puede responder a tales planteamientos? En primer lugar, que existe siempre la sospecha de que, a pesar de que usen como apoyo argumentos racionales, en el fondo están condicionados por la creencia religiosa, mirando más a Roma que a Atenas. Y, en segundo lugar, cosa del todo decisiva, que incluso si usan los principios en cuestión de modo estricto, la última justificación siempre será teológica. Más aún, es dicha teología la que complementaría la argumentación racional, taponando las incertidumbres e inseguridades que rodean a cualquier principio moral. Pero la ética trata de mantenerse en pie sola. Aunque cojee”[12].

¿Qué posibilidades le quedan entonces al creyente para ser admitido con rango paritario en el discurso público bioético? No parece que muchas porque va a estar siempre bajo sospecha por el mero hecho de ser creyente. Aunque argumente de manera puramente racional siempre se podrá objetar que su posición es insostenible porque “en el fondo es deudora de una conciencia religiosa”. Así, ningún trabajo científico de un creyente tendrá valor ni podrá ser utilizado. Y si, dando un paso más, alguien tuviera la osadía no sólo de presentarse como creyente sino de recurrir de manera explícita a la dimensión religiosa en algún tipo de argumentación, se vería socialmente estigmatizado. Parece pues, claro, que se puede calificar al laicismo de Sádaba como excluyente o radical toda vez que pretende excluir decididamente del debate público a todo aquel que mantenga un mínimo de convicciones religiosas. Pero tal actitud supone inclinar la balanza social y pública exclusivamente de una parte y, como ha señalado Ollero, genera “una viciosa circularidad. Se parte implícitamente de que la religión es asunto privado. Se constata que determinados ciudadanos, de los que cabe fundadamente sospechar alberguen convicciones religiosas, discrepan en cuestiones de interés público de otros, que convierten a su vez el no tenerlas en rasgo relevante de su propia identidad. Se acaba dando por supuesto que las convicciones de éstos son ‘públicas’, mientras las de aquéllos se ven degradadas a meramente privadas. El círculo se cierra: un argumento –todo lo discutible que se quiera pero obviamente público- resulta expulsado de ese ámbito por su presunta connotación religiosa”[13].

  1. El problema de la racionalidad ilustrada

¿Tiene razón Sádaba? Esta es la cuestión decisiva, pues, desde un laicismo de este tipo, se podría responder a las observaciones anteriores que, si bien su postura puede parecer dura, excluyente o incluso sectaria, ello no es más que una consecuencia de un uso apropiado de la razón. El laicismo no tendría la culpa de que la religión se oponga a la razón, de que, siendo ésta un asunto meramente privado, debería tratar de no inmiscuirse en los asuntos públicos y de que, en caso de que no siguiera esta recomendación, acabe sufriendo el castigo de la exclusión social. En este planteamiento hay, sin embargo, demasiadas tesis supuestas y no todas ellas correctas.

Ante todo, hay que cuestionar la presunta oposición entre ciencia y religión. Tal oposición no existe. Si bien la ciencia ha planteado problemas a la religión también es cierto lo contrario; en ocasiones, sostiene tesis que confirman su visión de la realidad. Baste pensar, por ejemplo, en la teoría del Big-bang que parece hecha a molde para confirmar la visión cristiana creacionista sobre el origen del universo. Este hecho es muy importante porque desmontaría de partida la presunta irracionalidad de la religión en la que se basa todo el discurso previo y permitiría establecer un debate más paritario –más racional- entre las dos posiciones. Sostener de partida la irracionalidad de la religión por su presunta oposición a la ciencia –desconociendo, voluntariamente o no, y entre muchos otros factores, la existencia de numerosos científicos creyentes- conduce a poner al adversario fuera de juego desde el inicio de la partida con un movimiento que no parece suficientemente justificado.

El punto central, de todos modos, es el apelo sistemático y recurrente de Sádaba a la razón. Su argumentación básica es que la ética tiene un proceder exclusivamente racional que excluye, por su propia configuración, todo aquello que pueda tener una connotación religiosa. La opción sería, en definitiva, o razón o religión. La disyunción es ciertamente radical, pero ¿está justificada? Depende del modelo de racionalidad que utilicemos. Si usamos un modelo ilustrado radical, como hace Sádaba, sí. Lo que ocurre es que no es el único modelo posible, existen múltiples modalidades de razón. En contra de lo que pueda parecer, y de lo que Sádaba da a entender, el término no es unívoco.

McIntyre ha afrontado la cuestión mediante su concepto de tradición epistemológica[14]. Su tesis no consiste simplemente en afirmar que existen diferentes modos de comprender la realidad, algo evidente, sino que existen diferentes modos de comprender nuestro modo de comprender, que existen, en definitiva, diferentes tradiciones epistemológicas asociadas a tradiciones más globales. Cada una de estas tradiciones elabora una determinada percepción de la existencia y del hombre y, dentro de ella, una determinada manera de entender lo que significa razonar. McIntyre, en concreto, ha estudiado tres: la enciclopedia, la genealogía y la tradición. Y Sádaba se enmarca plenamente en una de ellas, la de la enciclopedia que es también la de la Ilustración y que hunde sus raíces en Kant.

La racionalidad kantiana se postula ante todo como esencialmente igual para todos los hombres. Recordemos el imperativo kantiano: obra como si aquello que haces se pudiera convertir en regla universal de comportamiento. De ahí su afán y su tendencia universalista, reforzada por su formalismo característico. Las reglas de la ética deben valer para todos los hombres, un aspecto en el que insiste repetidas veces Sádaba. Pero, además, y este es el punto que nos interesa ahora, esa racionalidad se presenta como específicamente no religiosa y probablemente como atea. La postura de Kant con respecto a la religión es compleja pero, si atendemos a la obra que dedica específicamente al tema, La religión dentro de los límites de la pura razón, la actitud que se desprende no sólo es claramente atea, sino hostil y agresiva, dentro, eso sí, de los márgenes posibles en una época en la que la acusación de ateísmo podía tener serias repercusiones[15].

Kant no sólo reinterpreta sistemáticamente toda la religión en términos exclusivamente morales, sino que critica todas las manifestaciones religiosas que no se reducen a un comportamiento moral, además de detallar una larga lista de deformaciones religiosas y abusos que los diferentes credos han perpetrado a lo largo de la historia. Él mismo se cuida de precisar su postura: “Adopto en primer lugar la tesis siguiente como un principio que no necesita de ninguna demostración: todo lo que, aparte de la buena conducta de vida, se figura el hombre poder hacer para hacerse agradable a Dios es mera ilusión religiosa y falso servicio de Dios[16]. En otros términos, todo lo que en la religión no se reduce a moral es ilusorio y falso o, también, la religión en cuanto religión no sólo no tiene sentido para Kant, sino que es falsa y superflua en el mejor de los casos[17].

Esta es la fuente de la que bebe Sádaba, que saca las consecuencias. Parte de una crítica radical de la religiosidad, que es excluida de la racionalidad, y justifica así su expulsión del ámbito público. No tiene sentido que se conceda espacio cívico a aquellas personas que sostienen posiciones irracionales. En todo caso, y ya se está haciendo con ello una concesión significativa, se puede admitir que las mantengan en foros privados, pero lo que no es admisible es que irrumpan en el ámbito común pues pervertirían y deformarían todo el orden social. Si esas personas quieren intervenir en el espacio público tendrán que hacerlo prescindiendo y dejando al margen sus opiniones religiosas, pues, en la medida en que se apoyen en ellas, estarán contaminando la reflexión racional. Aplicado a la bioética, esto significa que la persona religiosa tendrá que prescindir de estas convicciones si quiere participar en el debate público, si quiere hacer bioética laica, es decir, bioética auténticamente racional. Pero como, evidentemente, es muy difícil prescindir por arte de magia de las propias convicciones, siempre quedará la sospecha de que el creyente está apelando o sustentando sus afirmaciones en ese fondo religioso por lo que, con razón, estará siempre bajo sospecha.

La racionalidad laicista radical plantea, por tanto, dos problemas de envergadura en el debate bioético, el de su verdad y el de su actitud con respecto a las posiciones discrepantes de fondo religioso. Ambas están relacionadas. El problema de la verdad tiene dos aspectos. Uno es la validez del modelo de razón universalista de raíz kantiana. Se trata de un asunto muy interesante, pues de ahí se deduce la universalidad, al menos potencial, de las leyes morales. Y, en este sentido, hay que reconocerle a Sádaba el mérito de optar decididamente por esta universalidad en un contexto cultural en el que la opción políticamente correcta es el relativismo más o menos acentuado[18]. Este aspecto, sin embargo, no afecta a nuestra discusión por lo que lo dejaremos de lado. El punto central es su posición sobre la religión. Y su visión tan negativa sugiere al menos dos comentarios. El primero es que se fija tan solo en las consecuencias negativas del fenómeno religioso –que las hay- pero deja completamente de lado las positivas. Pensar, por ejemplo, que el cristianismo sólo ha influido negativamente en Occidente y, además, que su teología es débil e irracional, no deja de ser una posición sesgada y reductiva. La influencia cultural del cristianismo en Occidente ha sido inmensa, lo cual no ha podido ser posible más que gracias a su potencia de significado.

Además, y es el segundo punto, la transición desde esta posición al debate público no puede más que resultar traumática. Un amplísimo porcentaje de la población occidental es cristiana y, por lo tanto, un amplio número de bioéticos. ¿Cómo se puede establecer una relación intelectual con ellos si se parte de la irracionalidad de sus convicciones? El diálogo profundo resulta prácticamente imposible. Es más, es posible que se insinúe la tentación de excluirlos del debate por no considerarlos solventes generando así una lógica discriminatoria basada en la auto-proclamación de la verdad exclusiva de las propias posiciones. ¿Es esto una postura democrática? ¿Puede surgir de ella un enriquecimiento del debate público? ¿No se corre el peligro de generar una confrontación radical pues, al no reconocer al otro su calidad intelectual, se le estimula a comportarse de la misma manera? ¿No entramos así en una mera lógica de la fuerza?

  1. Un laicismo constructivo: Rawls y Habermas

Si todas las concepciones no-religiosas plantearan posiciones radicales y excluyentes, la posibilidad de un debate profundo entre bioéticas sostenidas en convicciones diversas resultaría inviable. Afortunadamente no es así. Existen elaboraciones mucho más sofisticadas y democráticas, como las de Habermas[19] y Rawls[20], que sienta las bases teóricas para establecer un diálogo inteligible y fecundo. El punto de partida, inevitable, es el respeto del hecho religioso. Sin esta base no es posible seguir adelante. Su posición debe considerarse razonable. Si no, el diálogo jamás podrá establecerse. Sólo habrá confrontación. Esta es, justamente, la posición de Habermas[21], quien equilibra la balanza añadiendo la necesidad, por parte de las religiones, de aceptar las reglas del juego democrático precisando que “desde la óptica del Estado liberal, sólo merecen el predicado de ‘racionales’ aquellas comunidades religiosas que renuncia por propia convicción a imponer con violencia sus verdades de fe y a forzar militarmente la consciencia (Gewissen) de sus propios miembros (tanto más a manipularlos para que comentan atentados suicidas). Dicha renuncia se debe a una triple reflexión de los creyentes sobre su lugar en una sociedad pluralista. Primera, la conciencia religiosa tiene ante todo que asimilar el encuentro cognitivamente disonante con otras confesiones y religiones. Segunda, tiene que avenirse a la autoridad de las ciencias, que son las que poseen el monopolio social del saber terrenal. Finalmente, tiene que comprometerse con las premisas de los Estados constitucionales, basados en una moral profana”[22].

Es claro, si nos limitamos ahora al cristianismo, que tal actitud ha sido asumida desde hace tiempo tanto por los fieles como por las autoridades de las Iglesias cristianas y, por tanto, cumplen todos los requisitos señalados por Habermas. Pero, además, hay que añadir que, en cualquier caso, la declaración de racionalidad no es una graciosa concesión que el pensamiento secular puede hacer al cristianismo sino el resultado ineludible de una confrontación con la historia. El cristianismo es una religión intelectual que ha aportado muchos elementos relevantes a la cultura de Occidente, tesis que Habermas sostiene explícitamente al reconocer que la filosofía se ha apropiado de “contenidos genuinamente cristianos” que han quedado plasmados en conceptos tan relevantes como “responsabilidad, autonomía y justificación, historia y memoria, reinicio, innovación y retorno, emancipación y cumplimiento, desprendimiento, interiorización y materialización, individualismo y comunidad. Es cierto que ha transformado el sentido originalmente religioso, pero no lo ha vaciado devaluándolo ni consumiéndolo. Un ejemplo de esta apropiación que salva el contenido original sería la traducción del hecho de que el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios al concepto de igual y absoluta dignidad de todas las personas”[23]. Si se admite, como debería hacerse, este dato histórico, la confrontación o el diálogo entre las posiciones secular y cristiana se establece en unos parámetros completamente diversos y mucho más fructíferos: los de la igualdad. El problema ya no consiste en establecer u observar cómo una doctrina que se considera radicalmente superior a otra debe intentar desplazarla o anularla sino en determinar cómo dos posiciones que se consideran iguales en dignidad, pero difieren en sus contenidos, deben hacer para entenderse.

Este es justamente el problema que Rawls, también desde una perspectiva secularizada, se ha planteado: cómo resolver en un sistema democrático los enfrentamientos entre diferentes visiones comprehensivas (comprehensive views). Una visión comprehensiva es una teoría, doctrina, creencia, etc. que  proporciona una visión global de la realidad y que, por ese mismo hecho, es necesariamente incompatible –tomada en su totalidad- con cualquier otra visión comprehensiva. Rawls establece una división esencial entre visiones razonables, que son las que aceptan los valores democráticos, y visiones no razonables, que son las que no lo hacen. Estas últimas no plantean un problema teórico grave (aunque pueden plantear graves dificultades prácticas), pues deben ser simplemente combatidas. El problema lo plantean las visiones razonables. ¿Cómo debe gestionar el sistema democrático esa diversidad?

Rawls parte de dos hechos. El primero es que tal diversidad no es negativa, sino positiva, “un rasgo permanente de la cultura pública democrática”[24]. La gente no sólo piensa y pensará de manera diferente, sino que es bueno y lógico que sea así, es el resultado normal del ejercicio de la razón práctica por parte de los seres humanos. El segundo hecho es que, por muy razonable que sea una visión, si pretende ser la única vigente en un sistema democrático, sólo podrá lograrlo por medio de la opresión. Algo que vale exactamente tanto para las visiones religiosas como para las ilustradas o cualquier otra. “Un entendimiento continuo y compartido sobre una doctrina comprehensiva religiosa, filosófica o moral sólo puede ser mantenido mediante el uso opresivo del poder estatal. (…). En la sociedad de la Edad Media, más o menos unida en la afirmación de la fe católica, la Inquisición no era un accidente; se necesitaba su eliminación de la herejía para conservar las creencias religiosas compartidas. Lo mismo vale, según creo, de cualquier doctrina comprehensiva razonable, filosófica o moral, tanto si tiene carácter religioso como si no lo tiene. Una sociedad unida por una forma razonable de utilitarismo, o por los liberalismos razonables de Kant o de Mill, requeriría también las sanciones del poder estatal para mantenerse unida. Llamemos a eso ‘el hecho de la opresión’”[25].

Además, Rawls insiste repetidas veces, en línea con Habermas, en el carácter razonable del hecho religioso, en su capacidad de elaborar visiones comprehensivas de igual dignidad que las seculares, así como en un dato fundamental del liberalismo político: este no se plantea la eliminación de ninguna visión razonable. Lo que intenta solventar es cómo gestionar la diversidad partiendo del respeto de esa diversidad. Y, parecería que respondiendo directamente a Sádaba, afirma: “A veces se dejan oír referencias al llamado proyecto ilustrado de encontrar una doctrina filosófica secular fundada en la razón y, sin embargo, comprehensiva. Podría resultar apropiada para el mundo moderno, se pensaba, puesto que se suponía que la autoridad religiosa y la fe de las épocas cristianas habrían dejado de ser dominantes. No necesitamos discutir si existe o alguna vez existió ese proyecto ilustrado, pues, sea como fuere, el liberalismo político, según yo lo concibo, y la justicia como equidad como una forma del mismo, no tienen ambiciones de ese tipo. Como queda dicho, el liberalismo político da por sentado no sólo el pluralismo simple, sino el hecho del pluralismo razonable, y, además de eso parte del supuesto de que algunas de las principales doctrina comprehensivas existentes son religiosas”[26].

La solución que propone Rawls para generar un espacio social común en el que no se enfrenten las diferentes posiciones comprehensivas consiste en primer lugar en delimitar un sector específicamente político que afecte, por tanto, sólo a una pequeña parte de la visión comprehensiva, y, posteriormente, en promover el apoyo de todas las visiones a ese sector de valores para lograr el consenso entrecruzado (overlapping consensus) que necesita toda sociedad. Este consenso se vería ulteriormente facilitado porque apelaría en primer lugar a las personas, a los ciudadanos individuales, y no a las visiones comprehensiva en cuanto tales, pues estas nunca van a poder identificarse totalmente con ese proyecto de mínimos. “Puesto que la concepción política es compartida por todos y las doctrinas razonables no lo son, tenemos que distinguir entre una base pública de justificación generalmente aceptable para los ciudadanos en lo atinente a cuestiones políticas fundamentales y varias bases no públicas de justificación que pertenecen a las varias doctrinas comprehensivas y que sólo resultan aceptables para sus adeptos”[27].

  1. Conclusiones

¿Qué consecuencias se derivan de estas premisas para el diálogo bioético entre convicciones seculares y religiosas? La primera es el respeto, humano e intelectual. Aunque se discrepe en puntos fundamentales, se debe respetar la visión comprehensiva del otro, lo que significa evitar en ambos lados las posiciones fundamentalistas. Sólo es lícito el arrinconamiento de las posiciones irracionales pero, en principio, ni las seculares ni las religiosas lo son, a no ser que lo demuestren de manera evidente. Y el cristianismo ha demostrado suficientemente lo contrario.

El segundo punto es que ninguna de ellas debe intentar someter a la otra en el nivel político, lo cual supone un esfuerzo por ambas partes. La posición religiosa debe renunciar a parte de sus pretensiones de globalidad y de omnicomprensión para dejar espacio a las visiones diversas o contrarias, empresa que puede ser difícil de ejecutar porque el proyecto religioso implica constitutivamente el rasgo de la totalidad. Pero lo mismo cabe decir de las posiciones laicas. No tienen derecho a imponer de manera unilateral su visión del mundo, lo cual, como ha señalado con claridad Habermas, implica que el Estado no puede identificarse con la visión laicista, pues esto significaría optar exclusivamente –al menos a nivel público- por una sola de las opciones en conflicto. “La neutralidad cosmovisiva del poder estatal, que garantiza las mismas libertades éticas para todos los ciudadanos, es incompatible con la generalización política de una visión del mundo laicista. Los ciudadanos secularizados, en cuanto que actúan en su papel de ciudadanos del Estado, no pueden negar por principio a los conceptos religiosos su potencial de verdad, ni pueden negar a los conciudadanos creyentes su derecho a realizar aportaciones en lenguaje religioso a las discusiones públicas. Es más, una cultura liberal política puede incluso esperar de los ciudadanos secularizados que participen en los esfuerzos para traducir aportaciones importantes del lenguaje religioso a un lenguaje más asequible para el público general”[28].

El texto es realmente rico. Habermas no sólo rechaza la secularización del Estado como contraria a la neutralidad del estado liberal, sino que, por esa misma neutralidad, sostiene que la persona creyente no tiene que modificar su lenguaje en el momento de la intervención pública. Del mismo modo que el ciudadano secularizado interviene en su lenguaje, el ciudadano creyente debe poder hacerlo en el suyo, ya que, frente al Estado, sus dos visiones comprehensivas, en la medida que son razonables, tienen el mismo valor. Pero Habermas da todavía un paso más. Anima incluso al ciudadano secularizado a traducir las aportaciones del lenguaje religioso a un lenguaje asequible a todos. ¿Por qué? Ante todo porque si se parte de que la visión comprehensiva religiosa es razonable, de esa traducción sólo podrán surgir argumentos razonables que podrán o no ser aceptados por el conjunto de la sociedad, pero que en todo caso estimularán un debate que enriquecerá la discusión pública. Pero, sobre todo, porque Habermas es sensible a los valores de la religión. Es sensible a la riqueza afectiva y moral generada por la religión cristiana que no es completamente traducible, a pesar de los esfuerzos de Kant, en términos exclusivamente seculares. Pecado no es lo mismo que falta, la trascendencia no es reducible a la creencia en la razón y no hay sustitutos fáciles para la esperanza cristiana, todo lo cual confiere a la religión una fuerte capacidad motivadora de orden ético. Una persona religiosa, al fin y al cabo, tiene motivos muchos más profundos para actuar bien que una que no lo es, y las escépticas sociedades occidentales, con una fuerte crisis de valores, no se pueden permitir el lujo de desperdiciar semejante energía moral.

Es evidente que las posiciones de Habermas y Rawls no van a evitar los conflictos sociales ni los agrios debates, especialmente en bioética, pues lo que está en juego es excesivamente elevado. Pero, es igualmente cierto que el marco que establecen es mucho más razonable y democrático que el propuesto por Sádaba. Las posiciones secularizadas y las posiciones religiosas no tienen necesariamente por qué enfrentarse como ha mostrado, por ejemplo, la reciente campaña en Italia contra el Referéndum de modificación de la Ley de Fecundación Artificial, que ha visto como las mismas tesis se sostenían desde bandos opuestos. Al fin y al cabo, la razón –teórica y práctica- es un privilegio de todo hombre, y, desde el respeto a esta razón, puede crearse un marco de debate que, sin idealismos irrealizables, genere un diálogo sereno y sin exclusiones.

* Publicado en “Cuadernos de Bioética”, XIX, 2008/1, pp. 29-41.

[1] Sádaba, J., Principios de una bioética laica, Gedisa, Barcelona, 2004.

[2] Ibid., 10.

[3] Ibid., 75.

[4] Parecería, por tanto, que se debería concluir que las afirmaciones dialogantes de Sádaba son meramente estratégicas.

[5] Ibid., 65 (cursiva nuestra).

[6] Ibid., 85. Curiosamente, la realidad científica es muy diversa. Cfr. López Moratalla, N. y Iraburu, M. J., Los quince primeros días de una vida humana, Eunsa, Pamplona, 2004.

[7] Sádaba, op.cit. 69.

[8] Ibid., 92.

[9] “Lo esencial en la intuición o determinación del ser divino es exclusivamente humano; por eso la intuición del hombre en cuanto que objeto de la conciencia sólo puede ser negativa, adversa al hombre. Para enriquecer a Dios debe empobrecer al hombre; para que Dios sea todo, el hombre deber ser nada” (Feuerbach, L. La esencia del cristianismo, Trotta, Madrid, 1995, 76-77).

[10] Barahona, M. L. y Antuñano, S. La clonación  humana, Ariel, Barcelona, 2002.

[11] Sádaba, op.cit. 90.

[12] Ibid., 91-92.

[13] Ollero, A. Bioderecho. Entre la vida y la muerte, Aranzadi, Pamplona, 2006, 209 y, más en general, 208-214.

[14] Cfr. McIntyre, A. Tres versiones rivales de la ética. Enciclopedia, genealogía y tradición, Rialp, Madrid 1992. El tema, desde otras perspectivas, ha sido abordado también por la hermenéutica, la filosofía de la ciencia, etc.

[15] Cfr. Burgos, J. M. Sobre el concepto de religión en Kant, Paideia, 72-2 (2005), 233-249.

[16] Kant, I. La religión dentro de los límites de la mera razón, Alianza, Madrid 2001, 206. Una valoración histórica de la posición kantiana en Habermas, J., El futuro de la naturaleza humana¸ Paidós, Barcelona, 2002, 140 ss.

[17] La visión antirreligiosa de Kant, puede ser confirmada por su actitud personal. “Aunque Kant había alimentado en su filosofía la esperanza de una vida eterna y de un estadio futuro, en su vida personal se había mostrado muy frío hacia esas ideas. Scheffner le había oído a menudo burlarse de las plegarias y de otras prácticas religiosas. La religión organizada lo sacaba de quicio. Para todos los que lo trataron directamente, era evidente que Kant no creía en un Dios personal. Habiendo postulado a Dios y a la inmortalidad, él mismo no creía en ninguna de estas cosas. Su meditada opinión era que tales creencias son exclusivamente una cuestión de ‘necesidades individuales’. Y Kant no sentía tal necesidad” (Kuehn, M. Kant: una biografía, Acento, Madrid 2003, 29, cursiva nuestra).

[18] Sádaba, op.cit., 51, 54.

[19] Habermas, J., El futuro de la naturaleza humana¸ cit. En este texto Habermas sale al paso de los abusos de lo que denomina eugenesia liberal ligada a las nuevas técnicas científicas de reproducción humana.

[20] Rawls, J. El liberalismo político, Crítica, Barcelona, 2005. Como es sabido, en esta obra hay una evolución significativa –que él mismo reconoce- frente a su más conocida A theory of justice.

[21] “La expectativa de la concordancia de fe y conocimiento se merece tan sólo el predicado ‘razonable’ cuando se otorga a las creencias religiosas –también desde el conocimiento secular- un estatus epistémico que no se tache simplemente de irracional” (Habermas, J., Ratzinger, J. Dialéctica de la secularización, Encuentro, Madrid, 2006, 46).

[22] Habermas, J., El futuro de la naturaleza humana¸ cit., 132-133.

[23] Habermas, J., Ratzinger, J. Dialéctica de la secularización, cit., 42.

[24] Rawls, J. op.cit., 66.

[25] Ibid. 67-68.

[26] Ibid. 14.

[27] Ibid. 15.

[28] Habermas, J., Ratzinger, J. op.cit., 46-47. “Hasta ahora, a los únicos a los que el Estado liberal ha exigido, como quien dice, dividir su identidad en dos partes, una privada y otra pública, ha sido a sus ciudadanos creyentes. Son ellos los que tienen que traducir sus convicciones religiosas a un lenguaje secular si aspiran a que sus argumentos encuentren aprobación mayoritaria” (Habermas, J., El futuro de la naturaleza humana¸ cit., 138).