¿Aborto y felicidad?,

Por Nieves Gómez Álvarez*

Parece que en el actual debate sobre el aborto, la cuestión que se está ventilando es derechos de la mujer: sí­ o no; progresismo y europeí­smo: sí­ o no. Pero en el fondo, como en todas las cuestiones humanas, la cuestión de fondo resulta ser otra, mucho más humana, mucho más importante: felicidad de la mujer sí­ o no (y, por lo tanto del hombre, porque ya sabemos que son felicidades interdependientes).

Dejando aparte nuestra fe o increencia en la polí­tica para dilucidar algo en principio tan  delicado como es la felicidad de las personas, parece que en la cuestión del aborto el problema se plantea cuando se llega al hecho de que la mujer pueda o no «disponer del propio cuerpo».

En la lógica de muchos y, sobre todo, de muchas, hay una curiosa relación mental entre este hecho, el de poder disponer de sí­ misma y felicidad, entre independencia y autorrealización; y sin embargo, si llevamos este hecho, el uso de la propia persona y del propio cuerpo a su máximo extremo, los tipos vitales de mujer a los que se llega no son precisamente un modelo de eso tan importante que es la felicidad. Se puede hacer un ensayo mental de intentar pensar cómo serí­a una mujer que hiciese siempre, radicalmente, en todo, con su cuerpo lo que «le diese la gana»; todos sabemos que después de medio minuto la conclusión serí­a que no es precisamente un modelo envidiable ni de libertad verdadera ni menos de felicidad.

Porque… ¿es atractivo para la mayorí­a de las mujeres un tipo de mujer frí­a, sin ví­nculos afectivos reales, independiente hasta la dejadez, que desprecia las relaciones estables y la maternidad? ¿Un modelo de mujer que sólo busca relaciones pasajeras y que no tiene capacidad de compromiso? ¿Un tipo de mujer para la que sólo cuenta una parcela de la vida, como es la actividad profesional y una carencia absoluta de donación (de salida de sí­), en esa forma que es la maternidad? Serí­a interesante conocer cuál es la respuesta masculina y cuál la femenina a las preguntas anteriores.

Más bien el resultado parece ser que un tipo de mujer así­ no es atractivo para otras y que un tipo de mujer en el que prima este tipo de lógica es más bien un calco facilón y un poco tosco de una posible frivolidad masculina ante la vida, de la incapacidad que algunos hombres poco logrados han mostrado de tomar la vida en serio. ¿Cómo vamos a ser felices así­ las mujeres?

La mayorí­a de las mujeres aspiran, aspiramos, a ser personas más completas, con una personalidad en la que se equilibre armónicamente un dentro y un fuera, una justa independencia y la capacidad de establecer ví­nculos con los otros; una capacidad de decidir de forma madura sobre sí­ misma y la propia vida y una actitud de respeto hacia el espacio vital de los demás.

Con lo cual llegamos a la paradoja de que la ley que se acaba de aprobar y que en boca de muchos es lo máximo del progresismo, del feminismo y del europeí­smo, puede que no lo sean tanto en realidad.

Porque, pensémoslo a fondo: ¿qué es el progreso? ¿La actitud que lleva hacia adelante o la que lleva hacia atrás? Parece que deberí­amos decidir justamente que la que nos lleva hacia delante. Pero más en concreto: ¿a quién hace progresar el aborto? ¿A la mujer que se somete a él y queda lastrada, dañada para toda la vida? No parece, como demuestran los que se dedican a atender a mujeres que sufren el sí­ndrome post-aborto. ¿Hace entonces progresar el aborto al niño o niña abortado? Parece que menos todaví­a. ¿Pues a quién hace progresar el aborto? ¿A la sociedad al menos?

Una mente lúcida debe concluir que muchí­simo menos; si al nivel individual el aborto no hace progresar a las personas, a nivel colectivo los resultados de una legislación abortista durante 20 años muestran que no es así­: una población progresivamente envejecida, dificultades económicas porque no hay trabajadores que cubran las futuras pensiones, frivolización de la vida humana; y un largo etcétera que a una sociedad como Estados Unidos le ha hecho dar marcha atrás en una polí­tica de este tipo, porque no es conveniente para la nación en global.

Sinceramente, entonces, debemos preguntarnos: si de hecho el aborto no nos hace avanzar, ¿de dónde ha salido el tópico de que el aborto es progresista? Hablando en plata: cuando una cierta forma de personalidad masculina decide que es similar a divertido ser un irresponsable con su sexualidad y además ve en la ley una posibilidad para que apoye su enorme frivolidad sin que tenga que dar cuenta de sus atropellos, entonces, en una actitud que bascula entre el cinismo y la hipocresí­a, con el gesto de frotarse las manos, ha decidido que el aborto es un signo de progreso. ¿Por qué? Porque le permite hacer lo que le de la gana.

Pero, de nuevo, si somos todos un poco lúcidos, esto no es verdadero progreso, y menos aún para las mujeres; es que, mirado en su realidad bajo esta tosca lógica, el aborto está debilitando aún más los derechos de la mujer. No deja de espantar que las mujeres mismas se estén dejando arrastrar por esta lógica inhumana y que denominen «ser vivo» a lo que saben perfectamente que es un ser personal único e irrepetible, en un acto de autoengaño, que dejará perplejos a los investigadores de dentro de 200 años que lean las crónicas de nuestra época. Lo único que cabe equiparar a progreso humano es una práctica responsable y madura de la sexualidad, a un tipo de amor en el que hombre y mujer se vivan mutuamente como complementarios, como iguales en dignidad.

Si, entonces, estamos de acuerdo, el progreso es la actitud que lleva hacia adelante, pero deberí­amos estar también de acuerdo, ya que todos somos democráticos y solidarios, en que este progreso deberí­a ser para todos, y no sólo para algunos. Es decir, que el progresismo deberí­a llevarnos a todos hacia delante, si es que el progreso es lo que nos hace a todos más humanos, más a la altura de las capacidades intelectuales, morales, vitales que cada uno de nosotros tenemos por serlo.

Pero ¿por qué entonces se está excluyendo desde el inicio no sólo a algunos ciudadanos, sino a muchos, que están en ví­as de nacer? Cada uno podrí­a pensar cuál es el adjetivo que denomina a aquellos (o aquellas) que por prejuicios o por ignorancia, o por tópicos, o por los tres juntos, dejan de lado a otros. Piénsese en cómo se denomina a los que han realizado esta exclusión mental, a lo largo de la historia, frente a los que son de otro color, o a los que son de otros paí­ses o a los que profesan otra religión. ¿Y qué pasa entonces con los que son, simplemente, de otro tamaño? ¿Tenemos que aceptar a la ligera que la intolerancia y el racismo no pasan en un sentido pero sí­ en otro?

Y bien, ¿puede una ley que introduce la violencia hacia la mujer realmente asegurar su independencia y su autorrealización? Porque no nos engañemos, es auténtica violencia la que se ejerce contra el cuerpo de la mujer cuando un pequeño es succionado o triturado (y no digamos si es auténtica violencia para el que lo sufre y que según los ginecólogos, tiene sensibilidad suficientemente desarrollada para sentir lo que se le hace). Y, por desgracia, todos lo sabemos también, la violencia genera más violencia, y en este caso, es la mujer quien lo vuelve a pagar; como el hijo o hija ya no está, porque ha sido abortado y el problema ha desaparecido (mejor no nos preguntamos cómo ni dónde ha desaparecido, no vaya a ser que nos den escalofrí­os) pues la mujer lo paga con quien queda: con ella misma.

El hecho de que la mujer lo pague consigo misma tiene un nombre técnico, que resulta ser el sí­ndrome post-aborto; este sí­ndrome no es otra cosa que la incapacidad de la mujer de perdonarse por lo que sabe un tremendo e irremediable error. Y de la que el hombre se desentiende con un simple encogimiento de hombros.

Cuanto más se examina la cuestión, más contradictorio resulta que una ley del aborto sea pro-women, porque destruye desde la raí­z todas las posibilidades humanas de la mujer, ya que la anula como persona.

Pero es que es más: ¿por qué tiene que pagar la independencia y la autorrealización de la mujer este precio cuando es de todos sabido que un hecho como el aborto no es inofensivo en absoluto y deja secuelas incurables de por vida? ¿Por qué tiene que aceptar la mujer esta forma de violencia sobre sí­? Y sobre todo, es increí­ble que tenga que aceptarlo sin más hoy dí­a cuando la medicina está más avanzada que nunca y podrí­an ser aceptables mil y una soluciones mejores antes que recurrir al aborto[1].

No parece que una ley que empieza por ser violenta acabe pací­ficamente. Cuanto menos, si lo que se promete es una ampliación de la violencia, al menos se nos debe conceder el margen de la duda, de que este hecho pueda traer algo positivo para nuestra sociedad. Y a una ley que comienza por ganar la independencia a costa de la ruina vital de por vida, no parece que las mujeres que piensan puedan pedirle eso tan importante que es la felicidad.

¿Es este hecho del aborto un derecho y un signo de europeí­smo, como anda volando por nuestra sociedad este etéreo tópico inconsciente? El filósofo español Julián Marí­as, discí­pulo y amigo del también filósofo europeí­sta José Ortega y Gasset tiene textos espléndidos sobre el significado y la personalidad europea, y más bien en ellos hace notar que el ser europeo consiste en un estar abierto al otro, al extraño, en una asombrosa capacidad de innovación: «[…] Europa consiste […] en salir de sí­ misma. […]. En rigor, Europa no es un sustantivo; es más bien un verbo, «europeizar» [2]; parece ser que el aborto no tiene mucho que ver con el abrirse al otro, sino que por el contrario, es al otro a quien se niega abrirse a la vida. Más que una apertura, el aborto es oclusión. Incompatible, entonces, en absoluto, ser abortista y ser europeí­sta. Porque el abortista está defendiendo la extinción de Europa a largo plazo.

Más allá de slogans publicitarios o de anuncios de moda, las mujeres felices (que las hay) son, somos, personas maduras, que han sabido hacer eso tan delicado en el mundo actual como es tener talento y saber realizar en un mundo cambiante y en el que ya no son tan fáciles los cauces de realización una forma de mujer completa, en la que no sólo cuentan la cualificación intelectual y los aspectos profesionales, sino que también y además, son importantes aspectos afectivos, intereses culturales; una forma de mujer en la que se pueden conciliar el dentro de la dedicación a la familia y el ser una mujer 10 en aspectos domésticos y familiares con el fuera de la profesión elegida, con la presencia social en la que la mujer es estimada por el trabajo que realiza y en la que su labor es también importante.

En su fascinante libro La felicidad humana[3] explica Julián Marí­as cómo es la forma de felicidad masculina, cómo la forma de felicidad femenina; ¿es importante para la mujer el trabajo? Por supuesto. Y muchas de nosotras, mujeres europeas del 2009, disfrutamos con nuestro trabajo, sabemos que es importante nuestra presencia social y nuestra manera de hacer las cosas; nos gusta además el fuera literal de conocer de primera mano otros paí­ses, otros idiomas, otras culturas, sin conformarnos con los tópicos.

Por otro lado: ¿Es importante para ella la familia? Por supuesto también, al igual que lo son muchas cosas, al igual que para ella es imprescindible conciliar muchas facetas que para el hombre parecen ser casi siempre secundarias.

Pero certeramente, como siempre, Marí­as da en el clavo: lo que nos hace felices a las mujeres es el sabernos estimadas, valoradas, en una palabra amadas. Hecho que tiene una dimensión interior, familiar si se quiere, pero también una dimensión externa, social, que la mujer realiza sobre todo con su trabajo y con las relaciones profesionales que en ellas enlaza.

Pero entonces surgen más problemas y se palpa aún más la falsificación de la vida real de muchas mujeres a la que se puede llegar con la aprobación de una ley poco pensada o -aún peor- mal pensada y querida en su maldad.

La pregunta clave es: ¿podrí­a garantizar la estima -individual, social- de la mujer una ley de por sí­? Y aún más: ¿Podrí­a garantizarla una ley como la que ahora se acaba de aprobar? Porque parece que si se empieza por no estimar al alguien diminuto, o de tantos centí­metros o de unos pocos kilos, que la mujer lleva dentro de sí­, resulta un poco difí­cil de creer que en el fondo se la esté estimando a ella misma.

¿Cómo puede creerse que una ley del aborto va a garantizar la felicidad de la mujer si el aborto introduce el no amor, el desamor desde la raí­z: de madre hacia el hijo al que se mata, de mujer hacia sí­ misma, de mujer hacia el resto de la sociedad? La dificultad masculina de comprender el drama que constituye el aborto para la mujer está en que comete constantemente el error de calcar sobre la mujer su forma de ser feliz, cuando la mujer necesita de otros elementos, o al menos de otro orden, para serlo. La independencia radical no produce en absoluto felicidad, sino infelicidad.

En otro de sus inteligentes libros, El curso del tiempo[4], el creativo discí­pulo de Ortega reitera en artí­culos recientes una y otra vez el significado del aborto -por lo visto, es un tema que no lleva visos de ganar el premio a la originalidad-. Al menos tres de sus artí­culos en este libro se refieren directamente al asunto, entre los cuales destaca por su claridad orteguiana «Una visión antropológica del aborto»; pero algunos de los piropos filosóficos que le dedica al tema son los siguientes: es «el más atroz error intelectual y humano -antropológico- de todo el siglo», «una plaga social y a gran escala», «una de las cuestiones más graves y de más profundas consecuencias». Llega un momento en que Marí­as se pregunta, directamente: ¿por qué el aborto? En un mundo que es cada vez más globalizado, que cada vez tiene más medios, más ciencia, más de todo, resulta ser paradójico, pero la lógica del hombre posmoderno y desencantado, del hombre de las mediocridades y de la vida de cualquier manera, parece concluir que es él mismo quien sobra, que más de todo y más calidad de todo, pero menos personas; las personas resultan ser lo menos valioso y por lo tanto, que se puede hacer con ellas lo mismo que con los documentos que ya no se necesitan en el portátil y que se arrojan, lindamente, con solo pulsar una tecla, a la papelera virtual. Es decir, que en un mundo tan rico en recursos, nos encontramos con la desconcertante contradicción de que es el hombre quien «molesta».

Pero con esta lógica de tres no se llega muy lejos; los que nos dedicamos a trabajos de atención al público, a las personas, sabemos bien de otra forma de ver la realidad, sobre todo la realidad personal, y de otro modo de tratar a las personas concretas.

Más aún: cuando además del trato cotidiano con pasajeros de todo tipo y de todas las culturas, tenemos un interés teórico en averiguar qué sea la persona y cuál su valor, una ley como la actual comienza a aparecer como un intento bastante sospechoso de ser analizado con un poco de detenimiento.

Se podrí­a imaginar qué pasarí­a si esta lógica ilógica del «me molesta el otro» fuese el trato cotidiano que nosotras azafatas, dispensamos a los pasajeros cuando pasan por el aeropuerto. Sinceramente yo me pregunto, si es un comportamiento que a una azafata no se le tolerarí­a por razones lógicas, cómo es que se le está  permitiendo a los polí­ticos, que se supone buscan el bien común, ya que se trata del mismo tipo de atropello, sólo que hacia personas que están o estarán en proceso.

¿Por qué el aborto, entonces? Marí­as no se anda con rodeos: en el mundo actual hay una tendencia manifiesta a vivir contra la verdad[5], y sobre todo en algunos sectores, una voluntad expresa -una mala voluntad, todo sea dicho- de despersonalizar, de manipular a otras personas y de hacerles perder su dignidad como tales: «¿Por qué? Creo que por debajo de todos los argumentos que se esgrimen hay una voluntad profunda de <<despersonalizar>> al hombre en general y de perturbar la esencial dualidad de la vida humana, varón y mujer, irreductibles e inseparables, constituidos por la referencia mutua. […] De esto se trata, esto es lo que se está ventilando. La Humanidad va a decidir  […] si sigue hacia delante o vuelve a la prehistoria […]»[6].

¿Por qué? Porque así­ son más manejables y sobre ellas se puede ejercer el vano orgullo del dominio; los que están acostumbrados a tratar con mujeres que ya han abortado saben de este hecho, y de la dificultad que encuentran estas mujeres para asumir su propia vida. Y, por supuesto, tampoco hay que obviar el hecho sabido de la oscura industria del abortismo y de los beneficios -sangrientos beneficios- económicos que esto conlleva para algunos con una ética anterior al Homo sapiens.

Volvemos entonces al punto inicial: ¿es el aborto un signo de progreso, cuando no hace avanzar, sino que incapacita a la mujer que lo realiza temporal o permanentemente, para tomar las riendas de su propia vida? ¿Es el aborto una muestra de feminismo, cuando destroza literalmente las capacidades de la mujer? ¿Es el aborto un signo de europeí­smo, cuando hace más decrépitas, más cerradas sobre sí­ mismas, más inconscientes a todas las naciones que lo practican[7]? ¿Es el aborto, como muchos, muchas, parecen que quieren hacernos deducir, un garante de la libertad y de la  felicidad de la mujer? ¿Es, en fin, lógico pensar: aborto y felicidad?

Más bien deberí­amos llegar, si somos rigurosos, a una conclusión diferente, en la cual los dos términos son absolutamente excluyentes: O aborto o felicidad.

Y esto supone que lo progresista, lo verdaderamente feminista, lo europeo más genuino, por mucho que algunos tendenciosos o recalcitrantes irracionales no quieran aceptarlo, es proteger la vida humana, y, en todo caso desde la polí­tica, hacer viable su felicidad, en todo caso no estorbarla.  

La primera reacción al saber que esta enorme despersonalización puede ser ejercida sobre miles de adolescentes podrí­a ser el desasosiego, pensando si serán capaces nuestras jóvenes de 16 años de hacer frente a esta marea, cuando la gran mayorí­a está bien cloroformada con las diversiones a base de botellón y etcéteras. Nos preguntamos si serán maduras, si están preparadas para soportar la manipulación a que se las quiere someter, si serán capaces de distinguir que los dos términos analizados más arriba son totalmente excluyentes, que cuando se elige uno, a la vez, necesaria, irrevocablemente, se está rechazando el otro.

Sin embargo, si tenemos fe en la mujer y en sus capacidades, indudablemente tenemos que tenerla en las que van a ser las mujeres españolas del futuro, sean cuales sean sus carencias educativas, afectivas, éticas.

A mí­ me gustarí­a, me encantarí­a ver las mejores reacciones de las adolescentes ante la injusticia ¿Cuáles son las mejores reacciones de las adolescentes? Las de una justa rebeldí­a. Las de la rebeldí­a que se levanta contra una ley -si es que se le puede llamar así­- intervencionista, invasiva, que se excede de sus competencias propias.

Después de que esta especie de imposición caprichosa abortiva ha llegado a ser aprobada, a mi me gustarí­a comprobar que las adolescentes siguen siéndolo y que se siguen rebelando ante un abuso. Las reacciones más inteligentes de nuestras jóvenes serí­an las que se tiene ante toda decisión basada en la imposición y en la fijación mental de unos pocos: en primer lugar no hacerla caso, ignorarla (sin guardar ningún mal sentimiento hacia ninguna persona, por supuesto); en segundo lugar, buscar soluciones mejores y más humanas, asumiendo serena y maduramente el control de la propia vida y en tercer lugar darse cuenta de que este intervencionismo puede ser neutralizado cuando somos humanos, humanas y no toleramos que nuestro nivel personal sea rebajado. Por encima de todo, lo humano es proteger lo humano, y no aniquilarlo. Principio ético básico que parece tener que aprender una vez más el hombre posmoderno.

Porque ¿qué sucederí­a si toda la sociedad, incluso aunque esta ley siguiese adelante, la ignorase y buscase soluciones mejores? Indudablemente, el nivel de felicidad colectiva aumentarí­a su calidad.

¿Qué pasarí­a si las reacciones ante esta ley fuesen las que se merece: las de la madurez?

Porque la caprichosidad se neutraliza con la madurez. Y, no lo olvidemos, estas reacciones son posibles, sobre todo cuando existen reacciones de verdadera mujer, como la del personaje protagonizado por Ingrid Thulin en el clásico de Bergman Fresas salvajes, cuando se nos muestra cómo es la reacción de una madura, inteligente y bella mujer en un momento de decisión: «vuelvo para decirle que no acepto sus condiciones», condiciones que están basadas en una cierta angustia masculina al sinsentido de la vida y en el oscuro miedo a la vaciedad del mundo, en definitiva, al sin-amor experimentado anteriormente. Sin duda es éste, el pensamiento inconsciente de que la vida no merece la pena, el punto de partida que hay que tomar para invirtiéndolo -la vida, aunque compleja, sí­ merece la pena ser vivida-, comenzar a cimentar una sociedad sobre el valor real de las personas y sobre la posibilidad real de la felicidad.


* Azafata en el aeropuerto de Madrid, investigadora de la obra de Julián Marí­as en el tema de la mujer, miembro de la Asociación Española de Personalismo.

[1] Una práctica de la sexualidad madura implica ante todo, desde el principio, un respeto al valor de la persona, a la persona que es el otro u otra, y no un mero juego con su cuerpo, por lo cual se llega a la lógica conclusión de que el uso de los anticonceptivos artificiales no respeta este valor y reduce al otro, de ser amado a ser usado (para el propio placer). Con lo cual la relación no es amor, sino otra cosa (y en esta relación caracterizada por yo domino-tú eres dominada, yo no me responsabilizo-tú vas a cargar con las consecuencias si las hay se destruye de raí­z la posibilidad de la felicidad de la mujer, que tiene bastante que ver con la posibilidad de una unión de personas. Desde este punto de vista, la opinión de la autora es que una relación madura auténtica debe excluir desde el principio la posibilidad de los medios de anticoncepción citados, por no llegar al nivel de una cultura adecuada de la persona. La aceptación o no de estos métodos ya implica una posición mental también hacia el aborto.

[2] Marí­as, J: Obras completas II. Revista de Occidente, Madrid, 1958, 346. En Ortega se puede encontrar un legado asombroso sobre España y Europa, en este sentido se puede consultar su propia obra y también el certero libro de Harold Raley: José Ortega y Gasset, filósofo de la unidad europea. Revista de Occidente, Madrid, 1977. En Marí­as hay una extensa bibliografí­a sobre el tema, aquí­ me gustarí­a señalar una de ellas, por la proyección hacia el futuro que contiene: el «programa europeo» contenido en La justicia social y otras justicias, Seminarios y Ediciones, SA, Madrid, 1974, 93, ya que en él se refleja que Marí­as se siente a la vez pleno español europeo y de que este hecho ya implica en cierto modo una referencia al resto de los paí­ses de Europa y un activo interés por acercarse a ellos. Es decir, que es un signo de europeí­smo más bien la apertura hacia la vida, hacia lo distinto,  y no la maní­a de obturarla. Y además, en la idea de la España europea de Marí­as está presente en todo momento la idea de que se apoya sobre una conciencia universalista, según la cual todos los seres humanos somos iguales en dignidad.

[3] Marí­as, J.: La felicidad humana. Alianza Editorial, Madrid, 2006.

[4] Marí­as, J.: El curso del tiempo II. Alianza Editorial, Madrid, 1998.

[5] Marí­as, J.: Obras completas II. Revista de Occidente, Madrid, 1958, 98-99.

[6] Marí­as, J: El curso del tiempo II. Alianza Editorial, Madrid, 1998, 267.

[7] Marí­as, J: Ibid, 267: «Y se lo defiende y propaga en paí­ses como Europa, en que el descenso de la natalidad es angustioso, en que apenas nacen niños, ni siquiera para mantener la población. Europa va a ser un continente de viejos, y si la tendencia se prolonga, una comunidad en ví­as de extinción; y es donde con más encarnizamiento se hace la propaganda del aborto».