Comunicación presentada en las IX Jornadas: “España en la filosofía española contemporánea” (23-25.X.2014)

      Ortega y Gasset escribió ampliamente sobre el amor y son asimismo diversos los trabajos que han mostrado la importancia que le atribuye en cuestiones como la creación de una nueva sensibilidad a la altura de los tiempos del siglo XX o su inserción en la mecánica social, básicamente desde su desarrollo inter-sexual, esto es, la centralidad histórica de la mujer como elemento incitador y seleccionador del hombre. Menor atención se ha dado sin embargo a otras proyecciones que según su teoría posee el amor dentro del proceso de configuración de la sociedad, como su carácter explicativo de la decadencia de España o su condición necesaria para la existencia de toda nación sanamente constituida. Ambas situaciones se entienden desde el concepto de “cultura del amor”, definición que utiliza en un artículo de 1917 y que tomaremos como centro de esta reflexión. En efecto, nuestro objetivo es el de poner de manifiesto la relevancia que dicha categoría tiene en dos sentidos: la creación de la idea de nación de Ortega al proyectar en ella la teoría de la razón vital que va desarrollando al comienzo de los años diez, y su valor explicativo de la circunstancia española de aquella etapa del siglo XX. Veremos que si bien el filósofo no utiliza la expresión de cultura del amor hasta 1917, en fechas anteriores se encuentra de forma latente la propuesta que incluye con esta expresión, y que asimismo es la base sobre la que desarrollará poco después su concepción sobre la invertebración de España.

  1. Persona y quehacer

    Una premisa importante para la comprensión de la idea de nación de Ortega la supone el hecho de que radique su base en el individuo. En una de las conferencias que ofreció en Buenos Aires en 1916 dijo que cada pueblo es “el ensayo de una nueva manera de vivir, es decir, de una nueva manera de sentir la existencia” [1], o una “genuina manera de pensar”, según había afirmado en un medio de comunicación argentino en 1912[2]. Aunque pueda parecer lo contrario si no se toma en su contexto esta definición, con ella muestra que no parte en su teoría de un metarrelato esencialista, sino que concibe la nación como un organismo proyectivo en el que cada sujeto tiene una posición, una perspectiva que se une a la de los demás, siendo de esta suerte el hombre-medio dominante en cada época el que explica su situación. Por ello, no puede entenderse su concepción de la nacionalidad si no partimos antes de su definición de persona. Se ha estudiado ampliamente esta noción, y aquí únicamente recordaremos que meditando sobre ella en 1917 afirma el filósofo que “la noción de persona es una de las víctimas del siglo XIX”[3], y que es menester una aclaración de dicha categoría. Aunque más adelante tomaría esta responsabilidad, en la etapa de configuración de su filosofía original da las claves para una interpretación que convierte al “quehacer”, a la salvación de la circunstancia, en su pilar. Desde su visión del hombre, si bien el esfuerzo individual es básico, el hecho de incluirse cada individuo en una circunstancia que comprende a otros significa que contar con el prójimo sea esencial.

    Partiendo de esta premisa, en las Meditaciones del Quijote (1914) sostiene que dicha relación tiene únicamente dos posibles trayectorias: la mediatizada por el amor, y la interrumpida por el odio. Desde el concepto platónico de pleonexia, recuerda que amar significa descubrir cómo la integración del otro en la propia circunstancia es el único modo de salvación individual, pues “lo amado es, por lo pronto, lo que nos parece imprescindible”. Frente a ello, “la inconexión es el aniquilamiento”, y su causa última el rencor[4], que puede proyectarse tanto en relación a los demás como en cuanto que método de análisis de la realidad. Centrándonos en lo primero, la dimensión circunstancializada de la persona es lo que implica que sea menester integrar al otro en el proyecto individual, tras descubrir cómo sus necesidades se relacionan con las propias. Ello implica una comprensión directa de la situación que vive cada uno, de sus problemas y necesidades, porque en lo concreto se manifiesta el amor y se descubren las posibilidades de mejora. Resumía así Laín Entralgo que la noción orteguiana del hombre como “constitución futurisa” nos lleva a directamente a la emergencia del amor en tanto que método de comprensión de una realidad manifestada en creencias, idea que en paráfrasis de San Agustín resume diciendo que “non intratur in realitatem nisi per amorem” (“no ese entra en la realidad sino por el amor”)[5].

    La trascendencia basada en lo compartido estará presente siempre en los análisis de la realidad española que haga Ortega, incluyendo también su propuesta de reforma administrativa. Esta no puede basarse en un esquema abstracto que viole la realidad, sino en el respeto a la situación donde puede darse la relación de amor entre los españoles, el lugar en el que comienza el proceso de conexión de la situación de cada uno con la del otro y de ésta con la de los demás: la provincia. Según desarrollará en su conocida obra La redención de las provincias (1931), es ésta la categoría básica de la vida del hombre medio, donde se integran en primera instancia los españoles, que en un segundo círculo, y a partir de un proyecto mediatizado también por el amor, se incorporan en la nación. Así, en 1917 escribirá, alegrándose por la reunión de los intelectuales bilbaínos en torno a la revista Hermes, que “en la articulación de esas voluntades (las de cada núcleo local español) veo yo la única España posible”; esto es, en la existencia de “armonía” entre las distintas “melodías peninsulares”[6].

    Frente a ello, la persona que no se relaciona con las demás desde el amor no puede crear cultura ni integrarse en una nación. La barbarie, escribe en Para la cultura del amor, consiste en que el hombre se enroque en una de las múltiples facetas de la realidad, la suya propia, desconociendo que la cultura es la “resolución de contradicciones”. Y oponiéndose al utopismo, sostiene que este amor no es místico, basado en la idealización, sino “vulgar”, existente al alcance de todos los hombres porque tiene que ver con su quehacer diario. La cultura que ha de conformar la vida cotidiana adquiere así su sentido porque parte del respeto a la circunstancia, y por ello es posible que genere la adhesión a un proyecto compartido. Alude también al amor como “mecanismo psicológico” para señalar que en la naturaleza humana radica su potencia socializadora, de suerte que toda reforma tendrá que hacerse en esta faceta de la existencia y no en otras como la política. Expresándolo metafóricamente, afirma que no es Eros, la Urania Afrodita, sino Afrodita Pandemos –la del pueblo– la que encarna la idea de una cultura del amor como base de la nacionalidad[7].

    Esta metáfora que une religión y sociedad no es baladí, pues indica una cuestión que autores como Benedict Anderson han puesto de manifiesto: el hecho de que el nacionalismo aparezca en el siglo XIX como una nueva religión en tanto que elemento de comunión de los ciudadanos[8]. Más claramente se ven las consecuencias de esta situación en un artículo que pertenece a una etapa anterior de la vida de Ortega, 1910, cuando hablando de Pablo Iglesias señalaba que toda nacionalidad requiere de un pouvoir spirituel, como lo llamara Saint-Simon, un principio de unidad que engarce a los hombres. Si en el Medioevo fue el cristianismo, el nuevo poder espiritual del siglo XX sería el socialismo –entendido como cultura–, que no únicamente ofrece esperanza sino también justicia y con ello caridad[9]. De un modo más radical, y haciendo una suerte de reducción antropológica de la religión al modo de Schopenhauer, define también que “Dios, en una palabra, es la cultura”[10], o de un modo inverso, que es menester implantar en España “la religión de la cultura”[11]. Por esto es el sectarismo que atisba en el materialismo conservador primero, y de cada vez con más fuerza en el sindicalismo revolucionario, lo que impide la constitución de los individuos en una sociedad cohesionada. En 1915 escribe en La guerra, los pueblos y los dioses que “un pueblo es su mitología”, entendiendo por ello el  “edificio espiritual” que conforma la “estructura psicológica” de los hombres; y que dada la desconexión entre los individuos, no puede hablarse propiamente de que en España conformen una nación[12].

    En este punto cabe recordar a una de las principales influencias de Ortega, Fichte, cuya propuesta de reforma del carácter alemán parte de una fuerte crítica al individualismo. En los famosos Discursos a la nación alemana alertaba de que “un pueblo puede depravarse por completo, es decir, ser egoísta, pues el egoísmo es la raíz de todas las demás depravaciones”. La alternativa que proponía era una “educación nacional” que debía basarse en el desarrollo de lazos desde el amor a una cultura que, por ser universal, no podía implicar el desprecio materialista[13]. Numerosos son los artículos en los que Ortega señala que el egoísmo caracteriza a sus compatriotas, especialmente a los conservadores, y plantea así que el amor no ha de superar únicamente al odio, sino también a esta otra actitud desintegradora.

    Pero la cultura que une a los individuos con usos y costumbres no es lo único importante, pues, recordemos lo escrito más arriba, la integración del amor se refiere también al conocimiento como tal. En la concepción de Ortega la nación es una relación dinámica de masas y élites, siendo función de las segundas la elevación de las primeras a partir de la ejemplaridad. Si en el caso de las relaciones entre seres humanos componentes de la masa el amor juega un papel “vulgar”, en última instancia incluso motivado por el interés personal, en el nexo de aquéllas con las minorías directoras el amor intelectual es el que hay que tener presente. También desde Platón señalará que la filosofía es la ciencia general del amor, porque aspira a comprender una realidad donde el conocimiento está integrado y jerarquizado, unido para conformar el saber y evitar su dispersión. Si la cultura ha de ser la religión de los ciudadanos, ha de sustentarse en todos los ámbitos y dimensiones del conocimiento, y por ello seguir el principio unitivo de la caridad. En Meditaciones del Quijote se ve cómo el odio entre personas, la separación entre sus perspectivas, tiene un correlato en el conocimiento dado que el especialismo, como lo llamaría más tarde, supone el acercamiento a la realidad sin la búsqueda de su unidad, de su sentido. Los intelectuales que vertebran la nación deben comprender cómo es el mundo, España, en su totalidad, y sólo entonces podrán organizar racionalmente a las masas.

  1. El carácter nacional de los españoles

    ¿Qué ocurre en la circunstancia española del primer tercio del siglo XX? Según Ortega, que España no es una nación –en sentido cívico al menos– y que esto se debe a la situación que define el carácter de sus compatriotas. En el contexto regeneracionista de meditación sobre el ethos de los españoles, el estudio del carácter fue clave. Algunos autores lo vincularon a la libertad, otros al catolicismo, y él, desde un “patriotismo del dolor” que huye de las utopías, al odio. Cuando se está preguntando qué es España en Meditaciones del Quijote, confiesa que “yo sospecho que, merced a causas desconocidas, la morada íntima de los españoles fue tomada tiempo hace por el odio”, que “los españoles ofrecemos a la vida un corazón blindado de rencor” y ello ha provocado el aniquilamiento de los valores y la consecuente corrupción de las relaciones de los españoles con el mundo[14].

    Con estas afirmaciones que ofrece Ortega en el primero de sus libros que tratan sobre la identidad española, recurre a la definición de un mal de raíz psicológico, que es posible curar en tanto que no radica en la raza, sino en la cultura que adquiere el individuo concreto. En 1911 confesaba no creer en “esas presuntas psicologías de los pueblos”, desmarcándose de su maestro Joaquín Costa para criticar el romanticismo y el historicismo hegeliano, corrientes ambas que durante el XIX sofocaron la libertad de la persona en tanto que constructora de su sociedad[15]. El “determinismo histórico” con “nociones biológicas” no tiene cabida en su interpretación de la historia, afirma en 1915, pero sí el “determinismo radical de la historia” entendido en sentido “psicológico” o “ideológico”. Mas no es realmente un fatalismo lo que defiende, porque al decir esto en La guerra, los pueblos y los dioses señala también que la libertad es consecuencia necesaria de esta actitud, y que son las ideas de cada uno las que permiten el ejercicio de la misma[16]. De este modo, Ortega sí vincula el carácter con la idea de nación, mas con una posición liberal, que vemos expuesta dos años antes en El Imparcial. En “Sencillas reflexiones” afirmaba que la invertebración de su patria no es una cuestión de orden público, sino una “tragedia de secular desarrollo” cuyos orígenes se encuentran en la psicología y actitud vital de los españoles. España es una “turbera de detritus históricos” que es menester “organizar en nación”, y que esto es así porque la “última realidad del alma española” es la “histeria”, un odio que impide la “energía para solidaridades fecundas” y que tiene su origen en que cada español sea un “hombre roto”[17].  Con más fuerza lo dirá con ocasión de la Gran Guerra cuando, pese a su apoyo a la causa anglófila, denuncie que “la enfermedad mayor que padece España” es la “discordia, la terrible secesión de los corazones, el odio omnímodo, el rencor”[18].

    En el artículo mencionado anteriormente ofrece el filósofo como paradigma de la situación que está describiendo la Semana Trágica de 1909, que le da un referente para analizar unas fechas igualmente caracterizadas por la existencia de episodios de violencia política, y asimismo de constitución de un sindicalismo revolucionario con la CNT en 1911. Todavía más, 1917 es la fecha en la que el odio se manifestará con más fuerza en tanto que motor de la actuación de los españoles, con los episodios del juntismo –inicialmente bien valorado– y la huelga obrera de verano, hechos ambos que en España invertebrada denominará “particularismo”. Interpretando aquéllos sucesos, acaecidos en el mismo año en el que la Revolución Rusa o el transcurso de la Guerra mundial contribuyen a afianzar su tesis, define a los políticos de España como generadores de “terrible siembra de odios”[19] en 1919 y “fabricantes de rencor” un año antes. Así titula un texto que avanza de forma muy clara las tesis de España invertebrada, cuando citando a Mommsen escribe que “la historia de un pueblo es la historia de una vasta integración”. Demuestra este texto que la incorporación no es únicamente de regiones –o reinos en el caso medieval–, sino especialmente de individuos que comparten un proyecto. Lamenta nuevamente que quienes dirijan los destinos de su patria se muevan por el rencor, no ensayando la “fraternidad nacional” y provocando la ruptura de los espíritus. Según define con claridad y precisión, “un pueblo es un monumento que el amor se erige a sí mismo”, y ocurre que  “sin amor –que es simpatía, más respeto, más comprensión mutua-, las piedras del edificio nacional huyen unas de otras y ponen sobre el paisaje la mueca lamentable de las ruinas”. La cultura del amor es aquello de lo que carecen las élites, pues su “temperamento inferior” se debe a que no disponen de una moralidad verdadera que puedan transmitir a sus compatriotas[20].

    Es interesante al respecto la interpretación que hace el filósofo de una realidad muy importante para el desarrollo del nacionalismo español de comienzos del siglo XX: Marruecos. Meditando en 1911 sobre esta región, no únicamente no defiende el intervencionismo militarista, sino que habla de la nación norteafricana como ejemplo de la cultura del amor. Muestra que el Islam actuó como el saint-simoniano “pouvoir spirituel”, construyendo un pueblo sobre las cabilas cuya razón de ser era la vida “centrífuga en perpetua negación del vecino”[21]. Utilizando estos significantes, ya habló en 1908 de otras “tribus” bárbaras, pero del interior de España, las que conforman un “cabilismo conservador” en el que integra tanto a conservadores como liberales[22]; y que en la década siguiente ya incluían a toda la masa española y, como veremos, también a los intelectuales. En un orden muy distinto, recordando una conversación con Fernando de los Ríos al volver éste descorazonado por el espíritu belicoso que en 1920 percibió en los obreros granadinos, señala al rencor como “agente de atomización” que evita la cohesión social[23]. Pero más interesantes es ver cómo para Ortega esta destrucción no es únicamente elemento de la circunstancia inmediata, sino también del pasado hispánico. Con las expresiones que hemos mencionado, comprobamos que el filósofo da también respuesta a un debate capital en la reflexión sobre la realidad nacional a comienzos del siglo XX: las causas de la decadencia de España. Se trata de un tema que ya había sido ampliamente estudiado en el siglo anterior, por ejemplo con Cánovas, y que en los años que nos ocupan formaba parte del análisis de autores de toda Europa. Baste recordar la Decadencia de Occidente de Spengler, cuyo primer tomo se publicó en 1918 y cuya traducción patrocinaría, o una obra que en la etapa de configuración de la Razón vital ya había estudiado sobradamente: La reforma intelectual y moral de Renan (1871).

    En lo que respecta a España, al igual que en relación al carácter de los españoles, las interpretaciones sobre la decadencia eran muy variadas, atribuyéndose a veces a factores exógenos como la llegada de los Borbones en 1700 o la invasión francesa de 1808, o de índole endógena, como el influjo del catolicismo o la ausencia de una burguesía. En el caso de Ortega, partidario de la tesis internalista, la exposición más amplia sobre esta cuestión la detallará también en España invertebrada, afirmando que la paulatina desintegración del Imperio es más que una decadencia la plasmación de una enfermedad de origen. Tal y como vemos en el artículo citado más arriba, es el odio la causa última de esta desintegración, según afirma también en 1912 al defender la necesidad de ejecutar una interpretación en clave terapéutica de la historia nacional, postulando que ha de verse “la historia de España como la historia de una enfermedad”[24]. Pero no de una enfermedad física, racial, como aquélla que amplios sectores de la sociedad inglesa atribuyeron a la degeneración de su raza, celebrando para solventarlo en el mismo 1912 el I Congreso Internacional de Eugenesia; o la que el pensamiento nacionalsocialista atribuía al influjo de los judíos. Para Ortega, la española es una “enfermedad espiritual”, consistente en la “falta de jerarquía en los valores afectivos con que respondemos a las cosas”[25]. Según esta hermenéutica, la decadencia de la raza española –entendida en sentido de cultura, de “manera de pensar”[26]– se debe al carácter personal de los integrantes del pueblo, y por ello la pedagogía es la base de la reforma. En 1913 resume el programa que desarrollará en Meditaciones del Quijote al decir que “un pueblo enfermo de odios sólo puede sanarlo el amor”[27]. Entendemos así que cuando en 1917 hable de la cultura del amor en El Espectador, señale que tiene esta realidad “una magnífica potencia pedagógica que deberíamos más ampliamente cultivar”[28].

  1. La conversión de los intelectuales al amor: la intelectualidad

   El odio se relaciona también con la interpretación que hace Ortega de los intelectuales españoles, que en ocasiones describe como la causa del mismo y en otras, de su proyección. Lo segundo en tanto que, especialmente desde 1917, comienza a hablar del “ressentiment”, por ahora de la España oficial, pero de cada vez más insistentemente del hombre-masa, como causa de la desintegración de España[29]. Lo primero, dado que, especialmente en su análisis de los años 1910 a 1916, aunque sin abandonar nunca esta postura, explica desde el odio el fracaso histórico de su influjo sobre el pueblo. Frente a ello apela a aplicar la pedagogía amorosa como programa político, tal y como señaló en su famosa conferencia de 1910 reimpresa en 1916, postulando la organización racional de las masas. También en 1912 dice que “la aspiración socialista es la organización de la vida humana, según la estricta razón”[30]. Mas hay que entender que dicha organización nada tiene que ver con la planificación económica o política de los totalitarismos, que parten en su conceptualización del mundo de una razón abstracta que Ortega siempre criticará. El marxismo del comunismo o el hegelianismo del fascismo se adscriben a una teoría de la racionalidad propia del siglo XIX, que él busca superar. La razón vital que va desarrollando entre 1912 y 1914 le permite solucionar aquella incomprensión del concepto de persona que más arriba mencionábamos, dado que parte no de una construcción etérea sino del respeto a la realidad, de lo que es verdaderamente un sujeto detrás de su conciencia: un individuo circunstancializado, y por ello con vocación de trascendencia en el prójimo. Según ha estudiado Jorge Acevedo, la distinción que Heidegger hace entre Ratio y Logos está implícita en la racionalidad orteguiana, que se basa en el acercamiento a la existencia tal y como es, y no en un intento de control o dominación de la misma[31]. La palabra no es un medio de dominación del mundo como en Nietzsche, sino de compenetración con él. De ahí que aplicar la razón vital a la comprensión de España signifique la opción por un patriotismo fenomenológico, que ama a las cosas porque las respeta, desechando un patriotismo utópico que buscaría adaptar la situación de España a un esquema de perfección previamente construido[32].

    La pedagogía orteguiana requiere sin embargo de un paso previo, que es la organización de los intelectuales. El socialismo al que se adscribe en su juventud, “heredero del antiguo poder espiritual”, carece de conexión con el mundo científico y universitario, según afirma en 1912[33]. Y lo que es más grave desde su interpretación, los propios intelectuales españoles se encuentran desintegrados entre sí. En la filosofía orteguiana de la historia la dialéctica entre generaciones es la clave, entendiendo por generación casi lo mismo que por pueblo: una perspectiva ante el mundo[34]. De ahí que el modo en virtud del que se ha comportado históricamente la minoría de una sociedad sea la que en gran medida termine explicando cuál es el resultado de su configuración en nación. La degeneración española no se motivó únicamente por el carácter enfermizo de un pueblo lleno de odio, sino también por la perspectiva histórica desde la que la élite concibió su propio papel y la relación con las masas. Con su interpretación de la historia afirma que en el siglo XVI no se produjo únicamente el inicio de la destrucción del Imperio español, sino que además se inició el desarrollo de una perspectiva ante la realidad que no la amaba, pues sustituyéndola no optaba por la integración del conocimiento. En Ensayo de estética a manera de prólogo (1914), afirma que “el pecado original de la época moderna” es el subjetivismo, al que no duda en bautizar como “enfermedad mental de la Edad que empieza con el Renacimiento”[35], y que, dirá dos años después, considera “en grado superlativo, la enfermedad de España”[36]. El odio tiene así su origen en el influjo nocivo que ha ejercido sobre ellos una élite adscrita a un planteamiento erróneo, y así interpreta el fracaso histórico de la intelectualidad española y particularmente de la generación del 98.

    El subjetivismo intelectual se tradujo en base a esta teoría en un subjetivismo político, que en su circunstancia aflora en la masa a partir de las cuestiones ya señaladas, como el anarquismo o el juntismo, pero también en los intelectuales. Dado que la nación es una relación dinámica de masas y élites, es la segunda la mayor culpable de una realidad que tiene siglos de existencia en España, y sobre la que es menester actuar en primer lugar. La organización de los intelectuales es una obra a la que destinó Ortega enormes energías, desde iniciativas como la Liga de Educación Política Española de 1914 o el semanario España de 1915 y El Sol que junto a Urgoiti funda en 1917. Con todas estas actuaciones pretendía lograr la rectificación del carácter nacional de los españoles desde el paso previo de convertir, como dice Santos Juliá, a los intelectuales en intelectualidad[37]. El amor al conocimiento es lo que ha de llevar a los escritores, científicos, historiadores…a unirse, para conformar juntos la sabiduría integral, desde la que poder interpretar la situación y organizar después a las masas.

    El amor para los intelectuales tiene por tanto dos dimensiones: práctica y teórica. Lo primero, en tanto que plantea conseguir que trabajen juntos, según decía ya en 1911 a Zulueta al confesarle su aspiración de crear un núcleo de “convivencia omnímoda, una fraternidad”[38]. Más claramente lo dice sin embargo en 1915, cuando en La nación frente al Estado apela a la unidad de los españoles, buscando “la gran cordialidad española más allá de las tertulias del bien y del mal”[39]. El segundo aspecto se debe a que con la razón vital ofrecía a las minorías directoras una filosofía que hacía de la integración y el respeto por la realidad su máxima aspiración, y de este modo les permitiría acabar con aquél “desamor a la razón” que en 1912 definía como nota más característica de todos los órdenes de la cultura[40]. El mal español consecuencia del subjetivismo es en este sentido también causa de la decadencia, y así afirma comentando la frivolidad de los españoles en 1915 que “no hay enfermedad espiritual más honda que esa falta de jerarquía en los valores afectivos con que respondemos a las cosas”[41]. No solamente ante la política, como en este artículo denunciaba, sino en todo el quehacer intelectual. Aunque será con El tema de nuestro tiempo de 1923 cuando lo desarrolle con más intensidad, también en 1916 recordaba que todas las ciencias, como la biología, la física o la historia, caminaban en la misma dirección que iluminaba la razón vital, y los intelectuales españoles debían ejercer su influjo sobre la sociedad teniendo presente la nueva sensibilidad del siglo XX, que la filosofía, como ciencia amorosa por excelencia que es, les permitiría analizar bien. Por ello se entiende que en el prólogo que escribió a la Pedagogía general derivada del fin de la educación de Herbart dijera que “si el maestro ha de ser pedagogo, ha de ser maestro el filósofo”[42]. No únicamente es aplicable esto a los maestros que lo son por profesión, sino que también la intelectualidad tiene la misión de organizar a la sociedad ejerciendo su influjo desde la labor profesional que les correspondiera.

    Con ello Ortega pretende solucionar el caos social que percibe en su patria, evitando la otra solución propuesta por diversos sectores de la población: la dictadura, que finalmente en 1923 se impondría. En 1919 recordaba que con un cirujano de hierro no se acabaría con la enfermedad española, sino que muy por el contrario, se acrecentaría, pues en el “corazón del pueblo” crecerían el “odio” y el “rencor”, siendo por el contrario la solución la aplicación de un liberalismo sincero, desde el que se hiciera de cada ser humano una persona comprometida con su circunstancia, integrada así en el proyecto nacional[43]. El papel de los intelectuales como Ortega sería también el de llevar hasta la política el principio de la pedagogía amorosa, pero sabiendo siempre que la solución es pre-política, social. Así resume su propuesta ese mismo año, al postular una “gobernación cordial” respetuosa con el sentir individual, integrándose en un “plan de vida nacional” atractivo y entusiasmador[44].

  1. Conclusión

     Lo que se ha tratado de mostrar en las páginas anteriores son tres cosas. Primero, que según la filosofía orteguiana las categorías de nación y de amor están estrechamente relacionadas, dado que la interpretación del hombre desde la razón vital conlleva la comprensión de su dimensión circunstancializada. En segundo lugar, que el contenido de esta teoría choca con la realidad analizada, pues según Ortega el odio define el carácter de los españoles. Hemos visto que éste existe no únicamente en la España de los años diez y veinte, sino que explica también en gran medida su degeneración histórica, vinculada al subjetivismo filosófico que ha configurado la perspectiva de las diversas generaciones intelectuales. Finalmente, se ha señalado que la solución orteguiana pasa por una pedagogía del amor entendida en dos sentidos: por un lado, la organización de las élites como requisito para la estructuración de las masas; y por otro, la aplicación de los postulados de la razón vital al análisis de la circunstancia española.

[1] J. Ortega y Gasset, Introducción a los problemas actuales de la filosofía, en J. Ortega y Gasset, Meditación de nuestro tiempo: las conferencias de Buenos Aires, 1916-1928, Fondo de Cultura Económica, Madrid, 20066, pp.37-193, p.36.

[2] J. Ortega y Gasset, Calma política, en J. Ortega y Gasset, Obras Completas. Tomo I (1902-1915), Taurus: Fundación José Ortega y Gasset, Madrid, 2005, pp. 540-544, p.543.

[3] J. Ortega y Gasset, Para la cultura del amor, en J. Ortega y Gasset, Obras completas. Tomo II (1916), Taurus: Fundación José Ortega y Gasset, Madrid 2004, pp.276-280, p.279.

[4] J. Ortega y Gasset, Meditaciones del Quijote. Edición de José Luis Villacañas, Madrid, Biblioteca Nueva, 2004, pp.155-156.

[5] P. Laín Entralgo, Ciencia, esperanza y amor en el pensamiento de Ortega, en J. San Martín (coord.), Ortega y la fenomenología: actas de la I Semana Española de fenomenología, Madrid, UNED, 1992, pp.325-328, p.334.

[6] J. Ortega y Gasset, Brindis en el banquete de la revista “Hermes”, en J. Ortega y Gasset, Obras Completas. Tomo III (1917-1925), Taurus: Fundación José Ortega y Gasset, Madrid, 2004, pp. 39-42, p.41.

[7] J. Ortega y Gasset, Para la cultura del amor, cit., p.280.

[8] B.R. Anderson, Comunidades imaginadas: reflexiones sobre el origen y difusión del nacionalismo, Fondo de Cultura Económica, México, 2007, p.29

[9] J. Ortega y Gasset, Pablo Iglesias, en J. Ortega y Gasset, Obras Completas. Tomo I, cit., pp. 345-347, p.347.

[10] J. Ortega y Gasset, La teología de Renan, en Obras Completas. Tomo I, cit., pp. 332-335, p.335.

[11] J. Ortega y Gasset, Diputado por la cultura, en Obras Completas. Tomo I, cit., pp.349-452, p.351.

[12] J. Ortega y Gasset, La guerra, los pueblos y los dioses, en J. Ortega y Gasset, Obras Completas. Tomo I, cit., pp. 914-918, p.918.

[13] J.G. Fichte, Discursos a la nación alemana, Tecnos, Madrid, 1988, pp.18 y 25.

[14] J. Ortega y Gasset, Meditaciones del Quijote, cit., p. 53.

[15] J. Ortega y Gasset, Observaciones, en J. Ortega y Gasset, Obras Completas. Tomo I, cit., pp. 405-409, p.407-409.

[16] J. Ortega y Gasset, La guerra, los pueblos y los dioses, cit., p.915.

[17] J. Ortega y Gasset, Sencillas reflexiones, en J. Ortega y Gasset, Obras Completas. Tomo I, cit., pp.591-601, pp.596-597.

[18] J. Ortega y Gasset, Una manera de pensar, en J. Ortega y Gasset, Obras Completas. Tomo I, cit., pp. 906-913, p. 909.

[19] J. Ortega y Gasset, Un problema de organización española, en J. Ortega y Gasset, Obras Completas. Tomo III, cit., pp.207-210, p. 208.

[20] J. Ortega y Gasset, Fabricantes de rencor, en J. Ortega y Gasset, Obras Completas. Tomo III, cit., pp.78-80.

[21] J. Ortega y Gasset, El problema de Marruecos, en J. Ortega y Gasset, Obras Completas. Tomo I, cit., pp. 423-433, pp. 425-432.

[22] J. Ortega y Gasset, El cabilismo, teoría conservadora, en J. Ortega y Gasset, Obras Completas. Tomo I, cit., pp. 173-175, p. 175.

[23] J. Ortega y Gasset, Todo es posible en España, en J. Ortega y Gasset, Obras Completas. Tomo III, cit., pp.357-359, p. 358.

[24] J. Ortega y Gasset, Nuevo libro de Azorín, en J. Ortega y Gasset, Obras Completas. Tomo I, cit., 535-539, p.538.

[25] J. Ortega y Gasset, ¡Libertad, divino tesoro!, en J. Ortega y Gasset, Obras Completas. Tomo I, cit., pp.889-894, p.891.

[26] J. Ortega y Gasset, La guerra, los pueblos y los dioses, cit., p.915.

[27] J. Ortega y Gasset, Sencillas reflexiones, en J. Ortega y Gasset, Obras Completas. Tomo I, cit., pp. 591-601, p.597.

[28] J. Ortega y Gasset, Para la cultura del amor, cit., p. 280.

[29] J. Ortega y Gasset, Una carta, en J. Ortega y Gasset, Obras Completas. Tomo III, cit., pp.353-356, p. 354.

[30] J. Ortega y Gasset, Restauración, en J. Ortega y Gasset, Obras Completas. Tomo I, cit., 553-558, p.557.

[31] J. Acevedo, Una nota sobre Ortega y Heidegger, en “Revista de Estudios Orteguianos”, 25 (2012), pp. 109-117.

[32] Sobre estas dos nociones, vid: J. Bagur Taltavull, J. Ortega y Gasset en el movimiento reformista: la Liga de Educación Política Española como proyección del “patriotismo fenomenológico” (1913-1916), en “Ab Initio. Revista digital para estudiantes de historia”, 10 (2014), pp. 153-188.

[33] J. Ortega y Gasset, Miscelánea socialista, en J. Ortega y Gasset, Obras Completas. Tomo I, cit., pp. 564-570, p.564.

[34] J. Ortega y Gasset, [Notas para dos reuniones de la Liga de Educación Política Española], en J. Ortega y Gasset, Obras completas. Tomo VII (1902/1905). Obra póstuma, pp.332-337, p. 334.

[35] J. Ortega y Gasset, Ensayo de estética a manera de prólogo, en J. Ortega y Gasset, Obras completas. Tomo I, cit., pp.664-680, p. 670.

[36] J. Ortega y Gasset, Personas, Obras, Cosas, en J. Ortega y Gasset, Obras Completas. Tomo II, cit., pp. 7-150, p. 9.

[37] S. Juliá, Historias de las dos Españas, Taurus, Madrid, 2006, p.161.

[38] J. Ortega y Gasset, Carta a Luis de Zulueta. 15 de noviembre de 1911, en Fundación José Ortega y Gasset, Fondo José Ortega y Gasset, Sig: CD-Z/9, ID: 10418.

[39] J. Ortega y Gasset, La nación frente al estado”, en J. Ortega y Gasset, Obras Completas. Tomo I, cit., 836-838, p. 836.

[40] J. Ortega y Gasset, Restauración, cit., p.556.

[41] J. Ortega y Gasset, ¡Libertad, divino tesoro!, cit., p. 891.

[42] J. Ortega y Gasset, Prólogo a la “Pedagogía general derivada del fin de la educación”, de J.F. Herbart, en J. Ortega y Gasset, Obras Completas. Tomo I, cit., pp.681-705, p. 682.

[43] J. Ortega y Gasset, En 1919, “Dictadura” es sinónimo de “anarquía”, en J. Ortega y Gasset, Obras Completas. Tomo III, cit., pp. 203-206, p. 205.

[44] J. Ortega y Gasset, Al entrar en liza, en J. Ortega y Gasset, Obras Completas. Tomo III, cit., pp.245-247, p. 246.