Publicado en “Scio”, 3 (2008), pp. 69-87

 

            El concepto de naturaleza humana tiende a usarse en los debates culturales pero sin una clara conciencia de su complejidad, lo que genera importantes problemas. El presente artículo muestra y describe, en primer lugar, cuatro conceptos de naturaleza: el naturalista, el culturalista y el clásico con dos sub-versiones: el tomista y el personalista. A continuación se señalan las implicaciones de la complejidad de este concepto y, se concluye, que: 1) resulta eficaz emplearlo para sustentar los valores compartidos, especialmente los que se refieren a la igualdad de los hombres; 2) no resulta eficaz para defender valores socialmente discutidos. Por último, se apunta que un recurso indiscriminado y excesivamente rápido al concepto de naturaleza puede causar un declive del análisis antropológico y ético, como ha sucedido históricamente con la familia.

Palabras clave: naturaleza, ley natural, naturalismo, tomismo, personalismo, cultura, valores

            The concept of human nature is frequently used in culture discussions but without a clear awareness of its complexity, causing important troubles. This article shows and describes, first of all, four concepts of human nature: naturalistic, culturalistic, and classic with two sub-versions: thomistic and personalistic. In second place the author mentions the consequences of the complexity of this concept arriving to these conclusions: 1) it is convenient to use it to reinforce common values, specially those referred to equality of human persons; 2) it is not convenient to use it to defend values not accepted by society.  Finally, it is mentioned that the indiscriminate and too fast use of the concept of nature could cause a declining of the anthropological and ethical analysis, as it historically happened with family.

Key words: Nature, natural law, naturalismo, tomism, personalismo, culture, values

Una de las características que define a buena parte de nuestras sociedades es la de una fragmentación de orientación relativista. La liquidación del proyecto ilustrado ha traído consigo la cultura o mentalidad post-moderna, uno de cuyos rasgos fundamentales es la negación de la posibilidad de los grandes relatos. Las grandes interpretaciones habrían tocado a su fin y solo cabría atreverse con explicaciones e interpretaciones de pequeños sectores de la realidad. Sin descartar que el enorme grado de complejidad alcanzado por nuestra sociedad suponga un punto a favor de esta posición parece claro que, tomada en sí misma, conduce a una visión fragmentada del mundo y, por tanto, tiende a favorecer una posición relativista. Cada persona poseería su visión de un pequeño enclave intelectual, pero, sin un marco común en el que integrar y contrastar esas visiones, no cabría apelar a un conocimiento objetivo y válido desde un punto de vista intersubjetivo.

Esta situación genera notables dificultades epistemológicas en todos los ámbitos del saber, pero uno de los más afectados es la antropología. El panorama antes descrito de manera general se cumple al pie de la letra. El conocimiento sobre el hombre se ha multiplicado de manera exponencial y la caída de las ideologías ha eliminado las interpretaciones integradoras. El resultado es una imagen caleidoscópica, que se modifica a cada instante, según las últimas novedades colgadas en la red. El caldo de cultivo para una visión relativista parece asegurado. Ante esta situación, se advierte en los últimos años un renovado interés por el concepto de naturaleza y, más precisamente, de naturaleza humana, entrevisto como un anclaje intelectual que permitiría afrontar (y resolver) los retos apuntados. El concepto de naturaleza, en efecto, posee una solidez y unidad muy característicos por lo que cabría deducir que es la solución a los problemas en juego. Permitiría fundar un concepto del hombre unitario y estable y resolver, por tanto, desde la raíz, y tocando terreno firme, esos dilemas tan graves que confunden la mente contemporánea. A la fragmentación y al relativismo se podría oponer la integración y la objetividad propias del concepto de naturaleza humana o de la ley natural en el terreno moral. Ahora bien, ¿es esto cierto? o, ¿hasta qué punto?

Se trata de una pregunta significativa tanto desde el punto de vista teórico -¿cuál es el concepto adecuado de naturaleza?- como por su influencia en el debate cultural. No es infrecuente, por ejemplo, que quienes recurren habitualmente al concepto de naturaleza no sean conscientes de los problemas que presenta, lo que les lleva a fracasar en los objetivos que persiguen. Pretenden que la naturaleza funde los valores que quieren difundir pero, a veces, este tipo de argumentación se vuelve en su contra. Por ello, y teniendo en cuenta la centralidad de las cuestiones antropológicas y morales que hoy en día están en juego, parece sobradamente justificado una reflexión en torno a este concepto[2].

1. Tres conceptos clave de naturaleza humana

Ante todo resulta necesario precisar que el concepto de naturaleza no es, filosóficamente hablando, unívoco, sino casi, más bien, equívoco. Existen múltiples conceptos de naturaleza hasta el punto de que Ferrrater-Mora afirma que “se han dado centenares de definiciones del término ‘naturaleza’, y ello, además, en diversos terrenos: en las ciencias positivas, en la jurisprudencia, en la ética, en la teología, en la estética, etc. Parece ser, pues, lo más razonable concluir que no hay en la modernidad ningún concepto común de naturaleza”[3]. Esta advertencia resulta extraordinariamente útil para eliminar ya de partida una visión simplista cuyo presupuesto sería la unicidad del concepto de naturaleza. Para bien o para mal, tal concepto único no existe, al contrario, existen múltiples modos de entender ese término tan esencial en la filosofía. La multiplicidad radical no puede ser, de todos modos, el punto de llegada, pues imposibilitaría sin más nuestra reflexión. Y, de hecho, resulta relativamente sencillo evitar este escollo porque se pueden identificar algunos conceptos más aceptados que otros y, por consiguiente, con mayor relevancia social y cultural. Estos son los que nos interesa analizar. A mi juicio, son fundamentalmente tres: el naturalista, el culturalista y el clásico.

La concepción naturalista y culturalista están relacionadas entre sí. Coinciden en la visión de la naturaleza, pero no en la del hombre. Ambas asumen que por naturaleza hay que entender las dimensiones orgánicas, deterministas, y, por tanto, no libres de la persona. Apuestan, consecuentemente, por un uso del término naturaleza (o naturaleza humana) similar al que prevalece en el lenguaje común, es decir, a la naturaleza entendida como el mundo de lo natural: minerales, plantas y animales[4]. Desde esta perspectiva, la naturaleza humana remite justamente a todo lo orgánico y somático que existe en el hombre. La gran diferencia entre ambas posiciones es que, para los naturalistas, en el hombre no hay nada más que naturaleza o dimensión corporal, mientras que para los culturalistas también existe una dimensión cultural que prevalece sobre la somática e incluso tiene derecho a dominarla y someterla[5].

Mosterín, representante de la línea naturalista, explicita las posiciones de esta corriente de manera muy clara.

Pocas dudas caben, afirma, de que la tesis de la inexistencia de una naturaleza humana o la de su carácter incorpóreo y cuasiespiritista son falsas. Aunque en el pasado las concepciones tradicionales, de raíz religiosa, han inspirado gran parte de las ideas filosóficas acerca de la naturaleza humana, su incompatibilidad con la ciencia actual las hace irrelevantes. Parece que lo que necesitamos es, valga la redundancia, una concepción naturalista de la naturaleza humana. Tal concepción solo ha resultado posible desde la revolución llevada a cabo por Charles Darwin (1809-1882) y sus seguidores en la biología. Aunque el naturalismo evolucionista ha triunfado en toda regla en el pensamiento científico y en la filosofía cercana a la ciencia, todavía colea la resistencia a considerarnos como lo que somos, como animales, y la predilección por los mitos que nos identifican con ángeles caídos, fantasmas incorporados, sujetos trascendentales en un reino de espíritus puros o meros productos culturales implantados en tábulas rasas[6].

 Dejando de lado ahora los prejuicios anti-espiritualistas de Mosterín queda claro que, para los naturalistas, es indudable que existe una naturaleza humana, solo que esa naturaleza es de tipo animal. Por tanto, se oponen tanto a la posición culturalista[7] como a la posición clásica que podemos identificar aquí, de manera todavía provisional, como la que incorpora una visión trascendente.

La posición culturalista también acepta la existencia de una naturaleza humana, pero, como considera que esta naturaleza refleja la dimensión animal del hombre, estima, con razón, que la persona no puede identificarse con ella, sino que debe alzarse por encima y superarla. Lo propio del hombre es ser dueño de sí mismo, no estar sometido a una naturaleza orgánica como ocurre con los animales. Por eso, la visión del hombre de los culturalistas se construye en oposición al concepto de naturaleza (que, como se ha señalado, comparten con los naturalistas). Ortega ha expresado esta oposición con contundencia y belleza:

Podéis llamar a la Naturaleza como gustéis; es la diosa que acude a una evocación de mil nombres: naturaleza es la materia, es lo fisiológico, es lo espontáneo. En una sinfonía de Beethoven pone la Naturaleza las tripas de cabra sobre el puente de los rubios violines, da la madera para los oboes, el metal para los clarines, el aire vibrátil para las ondas sonoras. Y todo lo que en una sinfonía de Beethoven no es tripas de cabra, ni madera, ni metal, ni aire inquieto, es cultura[8].

En una posición intermedia encontramos a la visión clásica, que se apoya directamente en el concepto metafísico de naturaleza entendido como la esencia en cuanto principio de operaciones. Este concepto tiene un origen aristotélico (la physis) y, si bien está pensado inicialmente para el mundo no humano[9], cabe hacer una ampliación semántica que permite utilizarlo también para los hombres[10]. Desde esta perspectiva, la naturaleza refleja el principio de acción de toda la persona (tanto de su dimensión orgánica como espiritual) y, por eso, resolvería por superación los dilemas planteados por otras visiones. No sería necesario enfrentarse ni oponerse al concepto de naturaleza (como han pensado Kant, Marx, Sartre y otros) porque la naturaleza no daría razón sólo de la dimensión orgánica, sino de todo el hombre. Comportarse de acuerdo con la naturaleza humana sería comportarse según el modo de ser integral de la persona, por lo que no incluiría un sometimiento de lo racional a lo irracional-vegetativo.

2. Las dos perspectivas de la posición clásica

            Para tener en mano todos los elementos del problema hay que explicitar todavía otros dos puntos. El primero es que la concepción predominante es la culturalista, es ella la que establece los parámetros identitarios de nuestra sociedad. Y así, el hombre, hoy en día, aparece para un gran número de ciudadanos, y especialmente para un gran número de intelectuales, como una base orgánica natural que la técnica y la cultura pueden modificar. Este es un dato que no se puede olvidar –y que recordaremos en su momento- pues nuestro objetivo no es una simple determinación teórica del concepto concreto de naturaleza, sino validar su utilidad retórica en un debate público, lo que implica necesariamente tener en cuenta los parámetros culturales predominantes pues los espectadores van a juzgar de acuerdo con ellos.

En segundo lugar hay que constatar una diversidad de orientaciones dentro de la posición clásica que, de modo aproximado, podríamos identificar con la posición escolástica (o tomista, si se quiere) y la personalista[11]. El origen de la diversidad se puede situar en el modo de responder a la pregunta: ¿resuelve el concepto clásico de naturaleza las dificultades que plantean los modelos naturalista y culturalista? La respuesta del tomismo es positiva. El recurso al concepto metafísico de naturaleza resolvería todas las objeciones que la filosofía contemporánea ha hecho al concepto de naturaleza y que estarían basadas, en última instancia, en un error o en mala voluntad intelectual. El error consistiría en identificar el todo con la parte y reducir la naturaleza como principio de todas las operaciones humanas a la naturaleza como principio exclusivo de las operaciones somáticas. Tal reducción no puede y no debe ser aceptada (en esto, los culturalistas tienen razón) pero la filosofía clásica, de hecho, no lo hace y por eso esta crítica es infundada.

La mala voluntad intelectual radica en oponerse al concepto de naturaleza por las implicaciones trascendentes y creacionistas que, se quiera o no, incluye. Sartre lo ha expuesto con cínica lucidez. Según él, en la Ilustración muchos pensadores prescindieron de Dios (Diderot, Voltaire, etc.), pero siguieron manteniendo el concepto de naturaleza como el modelo universal de lo humano. Sin embargo, añade,

el existencialismo ateo que yo represento es más coherente. Declara que si Dios no existe, hay por lo menos un ser en el que la existencia precede a la esencia, un ser que existe antes de poder ser definido por ningún concepto, y que este ser es el hombre o, como dice Heidegger, la realidad humana. ¿Qué significa aquí que la existencia precede a la esencia? Significa que el hombre empieza por existir, se encuentra, surge en el mundo, y que después se define. El hombre, tal como lo concibe el existencialista, si no es definible, es porque empieza por no ser nada. Sólo será después, y será tal como se haya hecho. Así, pues, no hay naturaleza humana, porque no hay Dios que pueda concebirla[12].

La posición del personalismo es distinta. Por un lado, es consciente de la posibilidad sartriana, y la rechaza. En esto coincide sin fisuras con el tomismo. Pero su respuesta a la cuestión clave, si el recurso al concepto metafísico de esencia resuelve todos los problemas, es diferente. Entiende que no o, dicho de otro modo, considera que la modernidad tiene parte de razón, por lo menos desde un punto de vista histórico. En efecto, en teoría, el concepto metafísico de naturaleza podría dar respuesta cumplida de todos los dinamismos del hombre pero, en la práctica, no lo logra de modo adecuado porque el concepto aristotélico de naturaleza está viciado por su origen mundano. Aristóteles lo pensó fundamentalmente para el mundo natural y, de hecho, este es su significado primario: la naturaleza como el mundo de lo natural. Después, el tomismo intentó la ampliación al hombre, pero no lo logró de un modo completamente satisfactorio. Se desembarazó al concepto de su limitación explícita al mundo material y así pasó de entenderse como “la esencia material como principio de operaciones” a entenderse como “la esencia en cuanto principio de operaciones”, por lo que, en principio, podía utilizarse para los hombres. El problema estriba en que esta ampliación no alcanzó a modificar la estructura interna del concepto tomado de la teoría hilemórfica aristotélica, lo que generó un lastre “cosista”. Los modos de ser de las cosas, de las que había sido extraído y para las que había sido pensando, se aplicaban de manera algo inconsciente a las personas generando dificultades para comprender y explicar en toda su profundidad y originalidad lo que es propio y específico del hombre. He denominado a este problema el “lastre griego” y, algunas de las consecuencias que, a mi juicio, se pueden observar en el concepto de naturaleza son las siguientes:

Estaticidad: aunque podría parecer contradictorio acusar a la naturaleza tomista de estática cuando justamente su rasgo propio es ser principio de movimiento, la afirmación se puede justificar al menos por las siguientes razones: 1) los dinamismos tomistas están muy definidos y son unidireccionales, de ida y retorno hacia la causa final que posee quizá excesiva importancia; hay poca dinamicidad transversal; 2) los dinamismos se suelen entender como tendencias que se imponen al hombre y que este puede aceptar libremente pero no como dinamismos que el mismo hombre genera; esto supone una debilidad en el concepto de libertad así como el oscurecimiento de su carácter originario en relación a las tendencias de los animales; 3) la relación del hombre con Dios se describe en ocasiones mediante una utilización instrumental pasiva en la que “la voluntad es movida por Dios”[13]. Es cierto que Tomás aclara que Dios mueve a cada causa según su modo de ser y, a las causas libres las mueve como libres, pero es la palabra “mover” la que levanta suspicacias. ¿Es un término adecuado para el hombre o no es más que otra manifestación del lastre griego? Mientras que resulta lógico afirmar que las cosas son movidas, no parece tan adecuado usar esa expresión para las personas. Es más, lo propio de las personas no consiste solo en el automovimiento sino en la autoposesión, intrínsecamente contradictoria con un manejo instrumental como ya aclaró Kant.

Cabe apuntar, por último, que este carácter estático, como ha señalado Alvarez Munárriz, tendría su última razón de ser en la concepción aristotélica del movimiento que es entendido como imperfección que busca la perfección[14], lo que supone automáticamente una priorización de lo acabado frente a lo que está en curso, aconteciendo y ocurriendo. Pero el movimiento no solo tiene sentido como búsqueda de un fin sino que también es valioso por sí mismo, en cuanto movimiento. No siempre se viaja para llegar a algún sitio sino que lo que se busca precisamente es viajar; de igual manera, el cazador no busca la mera captura de las piezas –podría comprarlas en un mercado- sino la acción de cazar en cuanto tal.

Rigidez: la estaticidad corre paralela a una cierta rigidez que se puede apreciar, por ejemplo, en la concepción de los fines. ¿Puede el hombre, según la teoría de la acción tomista, elegir sus propios fines y en qué medida? La respuesta a esta cuestión no es evidente pues Tomás de Aquino no la rechaza de plano, como sí hacen otros tomistas. De hecho, parece haber ciertas oscilaciones en su pensamiento. Por ejemplo, en la q. 13 de la I-II señala que “el fin en cuanto tal, no cae bajo la elección”[15] si bien continúa indicando que lo que es fin en un orden puede ser medio en otro, y así sí que cae bajo la elección. Pero un poco antes, también en la q. 10, afirma que “el fin último mueve a la voluntad necesariamente, porque es un bien perfecto. Y, de igual modo aquello que se ordena a este fin, sin lo cual el fin no puede ser, como ser y vivir y cosas similares”[16]. El asunto, como se ve, es complejo, pero lo que no admite dudas es que la tendencia general que desprende este planteamiento es la de una imagen rígida del hombre muy estructurado y quizás encorsetado por un abanico de fines sobre los que tiene poco margen de maniobra.

Estos fines, y es otro problema, tampoco aparecen mediatizados por la cultura y la historia; son presentados como atemporales por su arraigo en la naturaleza humana que es también universal y ahistórica. Y, si bien es cierto que la naturaleza humana no cambia esencialmente, también lo es que existe siempre en un momento concreto de la historia y en una cultura determinada, y si no se tematiza y se formula esa relación, si no se establecen y se teorizan los mecanismos de variación, se acaba proponiendo una estructura de fines muy abstracta e impersonal.

Exterioridad: un tercer punto problemático del concepto de naturaleza tomista es que ahonda poco en la interioridad de la persona: el mundo interior del sujeto apenas aparece. Por ejemplo, los fines a los que tiende parecen ser objetos situados fuera de él y que debería alcanzar mediante su movimiento (de modo semejante a lo que sucede en el movimiento local aristotélico). Pero, en realidad, los fines no están completamente fuera del sujeto; en buena parte no son otra cosa que la finalización dinámica de la estructura antropológica del sujeto ya que este es parcialmente autoteleológico. Esto supone, en definitivo, un cierto objetivismo de la naturaleza tomista y una desatención sistemática de la subjetividad. Este punto ha sido claramente advertido por Wojtyla. “La concepción de la persona que encontramos en Santo Tomás es objetivista. Casi da la impresión de que en ella no hay lugar para el análisis de la conciencia y de la autoconciencia como síntomas verdaderamente específicos de la persona-sujeto. Para Santo Tomás, la persona es obviamente un sujeto, un sujeto particularísimo de la existencia y de la acción, ya que posee subsistencia en la naturaleza racional y es capaz de conciencia y de autoconciencia. En cambio, parece que no hay lugar en su visión objetivista de la realidad para el análisis de la conciencia y de la autoconciencia, de las que sobre todo, se ocupan la filosofía y la psicología modernas. (…) Por consiguiente, en Santo Tomás vemos muy bien la persona en su existencia y acción objetivas, pero es difícil vislumbrar allí las experiencias vividas de la persona”[17].

Estos son algunos de los problemas que la modernidad ha entrevisto de manera más o menos lúcida en el concepto de naturaleza clásico y son justamente los que conducen al conflicto típicamente moderno entre naturaleza y cultura que teóricamente no debería existir puesto que la naturaleza en sentido metafísico incluye a la cultura (es decir, a las operaciones inteligentes y libres de la persona) pero que, de hecho, existe porque: 1) el concepto metafísico de naturaleza no ha superado adecuadamente la ampliación y, por tanto, presenta rasgos estáticos, rígidos y exteriores que le impiden dar una imagen integral y plenamente correcta de la persona; 2) a veces, la posición clásica se olvida de la ampliación y utiliza un concepto de naturaleza naturalista que excluye explícitamente lo cultural y, en consecuencia, no puede ser usado como expresión de la esencia de todo el hombre. Este uso genera además un problema adicional: una ambigüedad terminológica, pues no siempre resulta claro qué sentido de naturaleza se emplea, si el naturalista o el metafísico ampliado.

Esta ambigüedad terminológica –que no supone necesariamente una confusión conceptual- la podemos encontrar, por ejemplo, en un autor tan renombrado como Spaemann. Al plantearse el valor moral de las inclinaciones (que tienen una dimensión orgánica no libre), comenta: “La interpretación de la inclinación no tiene lugar por sí sola. No es naturaleza, sino precisamente eso que llamamos lo racional. Es justamente en la razón donde la naturaleza aparece como naturaleza”[18]. La ambigüedad (terminológica) de la frase que hemos puesto en cursiva es manifiesta, incluso parece expresamente buscada: sólo la naturaleza con razón es auténtica naturaleza; luego estamos hablando de dos sentidos de naturaleza, uno de los cuales es reductivo porque refleja exclusivamente la parte somática. Es decir que, como sostiene el personalismo, la modernidad tiene parte de razón al entender que, al menos en ciertos planteamientos y perspectivas, el concepto de naturaleza clásico tiende a reflejar sólo la dimensión vegetativa del hombre[19].

La constatación de esta dificultad conlleva que el uso del concepto de naturaleza en el personalismo sea cauto y limitado. Se entiende, por un lado, que es extremadamente valioso puesto que refleja de manera probablemente inmejorable la igualdad esencial de todos los seres humanos pero es consciente al mismo tiempo de las fisuras y problemas que presenta. Mounier lo ha expuesto con su característica brillantez.

Hay un mundo de las personas. Si ellas formaran una pluralidad absoluta, resultaría imposible pronunciar a su respecto este nombre común de persona. Es necesario que haya entre ellas alguna medida común. Nuestro tiempo rechaza la idea de una naturaleza humana permanente, porque toma conciencia de las posibilidades aún inexploradas de nuestra condición. Reprocha al prejuicio de la ‘naturaleza humana’ limitarlas de antemano. En verdad, resultan a menudo tan sorprendentes que no se debe fijarles límites sino con extremada prudencia. Pero una cosa es negarse a la tiranía de las definiciones formales y otra negar al hombre, como a menudo lo hace el existencialismo, toda esencia y toda estructura. Si cada hombre no es sino lo que él se hace, no hay ni humanidad, ni historia, no comunidad (…). Así, el personalismo coloca entre sus ideas claves la afirmación de la unidad de la humanidad en el espacio y en el tiempo, presentida por algunas escuelas de fines de la Antigüedad y afirmada en la tradición judeocristiana[20].

En definitiva, el personalismo afirma con convicción la existencia de la naturaleza humana entendida como “la afirmación de la unidad de la humanidad en el espacio y en el tiempo”. Todos los hombres somos esencialmente iguales tanto sincrónica como diacrónicamente. Pero, al mismo tiempo, es consciente de los problemas que implica el concepto aristotélico de naturaleza y, por eso, no lo emplea habitualmente –o solo de manera limitada- en su arquitectura filosófica optando por lo que he llamado “la transición a la persona”, es decir, la construcción de una antropología edificada principalmente sobre el concepto de persona para evitar los problemas que hemos apuntado (por ejemplo, la contraposición naturaleza-cultura, su carácter ahistórico y estático, su posible ambigüedad, etc.)[21].

3. Primeras implicaciones

            Expuestas las principales posiciones sobre el concepto de naturaleza estamos ya en condiciones de afrontar directamente su utilidad en el debate cultural. Cabría plantearse ante todo si la introducción no ha sido excesivamente detallada, si resulta realmente necesario pasearse por esta exposición de modelos de naturaleza antes de llegar al núcleo de la cuestión. Desde mi punto de vista, la cuestión no ofrece ninguna duda, porque el primer requisito para una utilización adecuada del término naturaleza es la conciencia de la complejidad de significados que encierra, lo que implica que no se trata de un arma pulimentada y perfecta, una especie de misil inteligente que va a alcanzar el blanco sin posibilidad de error, sino –para bien o para mal- de un instrumento mucho más limitado y problemático que, mal empleado, se puede volver en contra convertido inesperadamente en un boomerang. La primera consecuencia importante que podemos obtener ya, por lo tanto, es la necesidad de evitar la ingenuidad y la simplicidad. El concepto de naturaleza es complejo y presenta problemas. Este debe ser, necesariamente, el punto de partida.

            Una primera consecuencia o, más bien, un desarrollo de lo anterior es que se trata de un concepto socialmente ambiguo: no todos le van a dar el mismo significado cuando se utilice. Según la ideología personal unos entenderán una cosa y otros entenderán otra, lo cual genera, es inevitable, una cierta confusión con el agravante de que la posición predominante es la culturalista, es decir, que cuando se emplee ese término la mayor parte de las personas van a entender que se está hablando de una naturaleza de tipo orgánico aunque quien la emplee pretenda referirse a algo muy diferente. De aquí no se deriva automáticamente que no se deba o que no se pueda usar este término; sí se deriva, por el contrario, que se debe ser consciente de su sentido cultural primario y, con ese dato en la mente, actuar en consecuencia.

            Ratzinger ofrece una espléndida muestra de cuanto estamos diciendo cuando, en el famoso debate con Habermas acerca de la secularización, afirma expresamente que no va a usar el concepto de naturaleza en su argumentación porque se ha convertido en un término confuso.

“El derecho natural, afirma, ha seguido siendo –sobre todo en la Iglesia católica- el argumento con el cual se apela a la razón común en el diálogo con la sociedad laica y con las demás comunidades religiosas y se buscan las bases para un entendimiento sobre los principios éticos del derecho en una sociedad laica y pluralista. Pero este instrumento, por desgracia, ha dejado de ser fiable, y por eso en esta conversación mía no quiero basarme en él. La idea del derecho natural presuponía un concepto de naturaleza en el que la naturaleza y la razón se entrelazaban y en el que la naturaleza misma era racional. Al prevalecer la teoría de la evolución, esta concepción de la naturaleza se ha quebrado: la naturaleza en cuanto tal no es racional –se nos dice- aunque haya en ella comportamientos racionales; éste es el diagnóstico evolucionista, que hoy en día parece indiscutible”[22].

Ratzinger podría haber actuado de modo diverso, podría haber optado por basar su argumentación en el derecho natural, pero entonces una parte importante de los seguidores del debate entendería automáticamente que la perspectiva que estaba proponiendo era de tipo naturalista, que estaba intentado justificar comportamientos morales en estructuras corporales o biológicas, lo cual es manifiestamente erróneo. Por supuesto, se puede estar de acuerdo o no con esta estrategia, pero hay que alabar, en cualquier caso, que se trata de una decisión consciente que parte del conocimiento de la complejidad conceptual del término y de cuál es la posición predominante[23].

Una situación similar se presenta con el concepto de ley natural. La Iglesia, a partir fundamentalmente de Tomás de Aquino, la ha usado de manera muy habitual para exponer su visión de la moral, pero hoy en día, el término resulta difícil de entender y de aceptar. Lo natural es lo orgánico y animal: la naturaleza. ¿Qué puede significar entonces una ley natural más que una ley orgánica-determinista y, por tanto, enfrentada a la libertad? Que no signifique eso de hecho en la tradición clásica no implica que, también de hecho, sí lo signifique en nuestra cultura. A esta dificultad se añade además en este caso la que aporta el concepto de ley. Nuestra cultura entiende por ley las que establece el ordenamiento jurídico. Se trata, por tanto, de leyes externas al sujeto. ¿Son las leyes morales externas al sujeto, es decir, heterónomas, o provienen de su interior? Provienen de su interior, evidentemente, de su naturaleza, si se quiere, o de su condición de persona. Nadie se las impone, es el hombre quien siente interiormente la experiencia de la moralidad y del deber[24]. Pues bien, nada de esto queda claro con la expresión “ley natural” y, por eso, parece sensato usar otras expresiones que, aludiendo al mismo contenido, no generan de un modo casi visceral ese rechazo. Cabría hablar, por ejemplo, de ley moral, principios morales, etc.

Se puede estar o no de acuerdo con esta perspectiva, pero lo que está fuera de discusión es que es necesario conocer los problemas que plantea este término para no entrar en una batalla no solo de manera improvisada sino sin ni siquiera saber quienes son los enemigos. Si alguien afirma, por ejemplo, que usar preservativos está mal porque es contrario a la naturaleza de las relaciones sexuales entre el hombre y la mujer, una respuesta previsible es que esa visión de la naturaleza esconde un prejuicio biologicista según el cual el hombre y la mujer tendrían que someterse a su estructura biológica sin tener en cuenta lo que les dicta su inteligencia, sus sentimientos y su voluntad. Tampoco será improbable que se le conteste diciendo que esa respuesta es válida para su visión de la naturaleza humana, pero que existen otras diversas. Si, quien se ha apoyado en el concepto de naturaleza, sabe que pueda tener estas respuestas, probablemente tendrá una contra-argumentación preparada, si no, puede quedar totalmente desarbolado.

4. Valores compartidos, valores discutidos

            Asumiendo ya que el término naturaleza es complejo y puede llegar a ser incluso traicionero queda pendiente la pregunta decisiva: ¿vale la pena utilizarlo, solo en algunas condiciones o nunca? Sin ánimo de agotar la cuestión, que puede adquirir matices muy diversos según el ámbito y las circunstancias en las que se plantee, me parece que se pueden distinguir tres contextos o escenarios fundamentales.

4.1. Los valores compartidos

            Se apela a la naturaleza para significar que una acción es moral o inmoral. Por ejemplo: “el sadismo o la tortura es un comportamiento antinatural” o, por el contrario, “es natural o conforme con la naturaleza humana ayudar a los demás cuando tienen alguna dificultad”. Al decir que es antinatural se entiende que es contraria al modo de ser adecuado del hombre y, en ese sentido, la acción queda moralmente calificada como deshonesta o reprobable; o, al revés, si se afirma que es conforme a la naturaleza humana se presupone, de una manera más o menos explícita, que es un comportamiento moralmente adecuado. ¿Es en este caso correcto y, sobre todo, útil, el recurso a la naturaleza humana?

            Teóricamente es claro que las acciones inmorales son contrarias a la naturaleza humana, y las morales le son favorables, partiendo, es evidente, de una concepción clásica de naturaleza, pues desde un punto de vista culturalista la cuestión sería mucho más compleja. Pero lo que nos interesa ahora es establecer la capacidad retórica de esta apelación, es decir, su capacidad de convicción. Desde este punto de vista estimo que un recurso a la naturaleza como modo de ser del hombre –no en clave estrictamente biologicista ni mecanicista- puede ser bien recibida pues existe una convicción generalizada de que los hombres somos básicamente iguales. Por eso, una apelación a esa igualdad –que es lo que se realiza en estos casos- tiene siempre cierta capacidad de convicción. Si los hombre somos de un modo, y ese comportamiento es contrario al modo de ser del hombre, al menos en alguna medida debe ser reprobable.

            Consecuentemente, el recurso al “modo de ser del hombre” puede ser utilizado con cierta ventaja en los debates culturales pero con un límite importante: solo tiene eficacia cuando el valor al que se está haciendo referencia está asumido como valor social; en otros términos, es un valor compartido. Si no es así, no será eficaz porque que este tipo de recurso tiene solo un valor de refuerzo. Nunca va a convencer a las personas a menos que estén previamente convencidas. Si se afirma, utilizando los ejemplos anteriores, que el sadismo es contrario a la naturaleza humana o al modo de ser del hombre y que por eso es reprobable, en realidad, lo que se está haciendo es reforzar una convicción previa. La persona, previamente, está convencida de que el sadismo es malo y, por eso, cuando se indica que es contrario a la naturaleza, apoya o consiente en esa formulación. Pero no sucedería lo mismo si no estuviese convencida de la maldad o bondad de ese hecho. La homosexualidad es el ejemplo más claro. Hace años, la afirmación de la antinaturalidad de la homosexualidad era un argumento que podía ser esgrimido con eficacia pero hoy no es posible porque la sociedad ha cambiado su valoración de este comportamiento y no admite de manera generalizada –por la influencia de la teorías de género- que sea un comportamiento antinatural. Muchos piensan que es una opción sexual más. Por eso ya no es posible usar esa argumentación.

En resumen: nuestra primera conclusión es que es posible emplear el recurso a la naturaleza en el debate público siempre que se use en su acepción de “modo de ser del hombre” y se refiera a valores compartidos socialmente[25].

4.2 La reivindicación de la igualdad

            Hay un área temática en el que el recurso a la naturaleza humana puede resultar especialmente eficaz: el que se refiere a todos aquellos aspectos que están relacionados con la igualdad esencial de los seres humanos. La razón estriba en que el concepto de naturaleza refleja de manera especialmente adecuada esa igualdad común. La naturaleza es lo que nos acomuna, nos hace iguales y partícipes de la misma humanidad. Y esta idea –independientemente de su formulación concreta, que puede variar- es un valor que, además, hoy es compartido de manera muy amplia. Por eso, en este punto concreto se reúnen dos aspectos favorables: la adecuación con la que el concepto de naturaleza refleja la igualdad esencial del género humano y el hecho de que esta igualad es un valor compartido, lo que, como acabamos de ver, también juega a su favor.

Por ejemplo, frente a un comportamiento racista o xenófobo, se puede argumentar: este comportamiento es inmoral porque todos los hombres somos esencialmente iguales, todos tenemos la misma naturaleza. Es difícil que alguien cuestione esta afirmación. Lo mismo ocurriría en un caso de discriminación de la mujer. No se puede discriminar a la mujer, se podría argumentar, porque tiene la misma naturaleza que el hombre. Es cierto que para fundamentar esta posición quizás es más corriente recurrir al concepto de dignidad humana o de derechos humanos porque tienen un reconocimiento todavía más amplio. Y así, la argumentación adoptaría esta forma: no se puede discriminar a la mujer porque tiene la misma dignidad que el hombre, o bien, no se puede discriminar a ninguna raza porque los derechos humanos son los mismos para todos. Pero, aun siendo esto cierto, la afirmación basada en la naturaleza probablemente sería aceptada. Y lo mismo podemos decir de cualquier intento de fundamentación universalista de la ética. Una ética que valga para todos sólo puede apoyarse en la universalidad de la naturaleza humana, es decir, en la existencia de una fundamental igualdad entre todos los hombres. Kant fomentó la interpretación biologicista del concepto clásico de naturaleza como una consecuencia de sus premisas gnoseológicas y antropológicas y, en particular, de su radical intento de refutación de Hume. Pero, al mismo tiempo, intentó establecer una ética universal que sólo se puede basar en que todos los hombres somos esencialmente iguales, es decir, en la naturaleza común de los hombres. Por eso, del mismo modo que podemos encontrar una interpretación culturalista del concepto de naturaleza en su filosofía[26], también es posible encontrar pasajes en los que usa el término naturaleza en el sentido de “unidad de la humanidad”. Este sentido es inevitable para todo aquel que asuma una igualdad esencial de todo el género humano y, uno de los modos más directos y mejores de expresarlo, es usando el término de naturaleza humana[27].

4.3 Los valores morales discutidos

¿Qué ocurre, sin embargo, cuando los valores morales que se pretende promover no son socialmente compartidos? ¿Es útil en este caso apelar al concepto de naturaleza? La respuesta, en este caso, es negativa porque lo que está justamente en juego es establecer socialmente en qué consiste o cuál es el contenido de esa naturaleza humana. Planteemos dos casos diferentes. Uno en el que podemos dar por sentado que es fácil establecer un juicio moral y otro en el que no es tan sencillo. El primero ya lo hemos utilizado: la homosexualidad. Para un grupo importante de personas los comportamientos de tipo homosexual son contrarios a la naturaleza tanto desde un punto de vista biológico como moral. Pero no para todos, porque su visión de la naturaleza humana o del hombre es distinta. Y, como no hay acuerdo general al respecto, la apelación a la naturaleza en este caso es vacía, porque este concepto no está socialmente definido. Por eso, si alguien sostiene que la homosexualidad es rechazable porque es contraria a la naturaleza humana, se puede contraargumentar muy fácilmente diciendo que eso será para el concepto de naturaleza humana del que habla, pero según otro concepto de naturaleza humana sucede todo lo contrario. Resulta perfectamente correcto porque se entiende –desde la teoría del género- que no hay por qué subordinar la libertad a la biología. Y ahí se cierra la posibilidad de contraargumentación. Una determinada visión de la naturaleza humana se opone a otra visión de la naturaleza humana. Y eso es todo. Sólo cuando alguna logre prevalecer socialmente, esa apelación comenzará a surtir efecto. Y eso es lo que está ocurriendo hoy en día, pero con la teoría favorable al comportamiento homosexual. Pocos en un debate público se atreverán a sostener en este momento que consideran el comportamiento homosexual antinatural.

Un caso metodológicamente similar –aunque diverso desde el punto de vista de la epistemología moral- se plantea cuando aparece un tipo de acción completamente nuevo, lo que está sucediendo últimamente con frecuencia gracias a la tecnología y la investigación científica[28]. Pongamos un caso no evidente aunque por ahora todavía improbable. ¿Es lícita la modificación del genoma humano? Por la novedad del hecho, nadie realmente puede saber de una manera inmediata si esto es correcto, hasta qué punto y en qué medida. Es necesaria la investigación médica y moral. En estas condiciones, no tiene mucho sentido recurrir a la naturaleza humana porque lo que se trata de descubrir, precisamente, es en qué consiste la naturaleza humana, o, mejor dicho, cuál es el comportamiento correcto de la persona en unas circunstancias en las que nunca antes se había encontrado. Rhonheimer ha visto bien el problema:

“Por paradójico que parezca: para saber qué es la ‘naturaleza humana’, o para interpretarla adecuadamente, tenemos que conocer antes lo ‘bueno para el hombre’. El conocimiento de la naturaleza humana, así pues, no es un punto de partida de la ética, sino más bien uno de sus resultados”[29].

En definitiva, frente a valores morales discutidos, la opción adecuada no es el recurso a la naturaleza sino la implementación de un discurso fundado y coherente de tipo antropológico y ético que explicite las razones por las que se considera que un determinado comportamiento es correcto o incorrecto. Esto significa, si lo aplicamos a los dos casos anteriores que, si se estima que el comportamiento homosexual es perjudicial para las personas, el modo de abordarlo en un debate público consistirá en desgranar las consecuencias éticas y antropológicas en las que esa inadecuación se pone de manifiesto. Y si, de hecho, es un comportamiento inadecuado, esos problemas y desavenencias tienen que existir. El mismo planteamiento –aunque con diferencias- se puede aplicar a la terapia génica. Si es buena o mala, o si tiene sentido aplicarla con una serie de límites y barreras o no será algo que habrá que demostrar mediante argumentaciones médicas y antropológicas válidas para esta situación nueva en la historia de la humanidad.

5. Un problema colateral

            Las últimas reflexiones nos introducen en un problema colateral pero importante que se puede producir por un recurso demasiado rápido al concepto de naturaleza: la evasión o la no elaboración del discurso antropológico o ético necesario para justificar con solidez los comportamientos que se consideran correctos. En efecto, si no se es consciente de que el concepto de naturaleza no supone la panacea para los debates culturales, si se piensa que da respuesta automática a los problemas porque sus contenidos –de un modo misterioso o bien sustentado en un apoyo dogmático no racionalizado- están fijados y determinados en todos sus detalles, se puede creer que basta con emplearlo para resolver los dilemas sociales en vez de tomarse la molestia y el trabajo de desarrollar una argumentación antropológica o ética fundada y coherente. La naturaleza se convierte así en una pantalla que oculta –por pereza o ignorancia- la necesidad de razones sólidas y depuradas.

            Un ejemplo paradigmático de este problema lo encontramos en la familia, en concreto, en el fácil recurso a la idea de la familia como institución o realidad natural. Se trata de un concepto complejo, con muchas implicaciones, que parte de la idea de que la familia aparece natural e inevitablemente en todas las sociedades humanas porque el hombre es un ser familiar y necesita de la familia. Esto es, por supuesto, cierto, pero quienes recurren a este concepto consideran además que también es natural que esa familia se componga de un padre y de una madre, unidos de manera estable, que viven juntos con los hijos que ambos han engendrado. Y esto ya no es tan sencillo de demostrar desde un punto de vista sociológico, es más, es imposible. Una cosa es que se considere que este es el mejor tipo de familia y otra que sea la familia natural. Es, sin duda, un tipo de familia bastante frecuente pero, de hecho, existe una gran diversidad de estructuras familiares, algunas de ellas también muy extendidas como la familia poligámica. Hay que tener en cuenta, además, que esta variedad es totalmente inevitable por la sencilla razón de que el hombre no es nunca mera naturaleza orgánica –aquí reaparece la ambigüedad del concepto clásico de naturaleza – sino naturaleza y cultura, lo que implica que el “hecho familiar”, que este sí es universal[30], se manifiesta en las sociedades de múltiples modos según las características de cada cultura[31].

            No es esta, de todos modos, la cuestión que queríamos abordar para concluir estas reflexiones sino las consecuencias teóricas que, a nuestro juicio, tiene este planteamiento y que consisten, fundamentalmente, en una debilitación de la reflexión sobre la familia. La afirmación de la naturalidad del hecho-familia conlleva de manera casi automática un declive del análisis teórico, justificado porque no parece que tenga mucho sentido pararse a pensar sobre las razones de lo natural. Lo natural es así porque así ha sido hecho y así lo hemos encontrado. La pregunta acerca del porqué no tiene apenas sentido mientras que sí puede tenerlo la del cómo. ¿Por qué los leones o las jirafas se comportan de una determinada manera? Son preguntas que apenas generan pensamiento ya que inciden sobre lo evidente. Sí tiene sentido, por el contrario, lograr un conocimiento lo más detallado posible de su comportamiento para aumentar nuestro conocimiento y resolver los problemas, por ejemplo ecológicos, que se puedan plantear.

            La arrogación de un carácter natural a la familia ha generado una actitud semejante. Se ha despreciado el porqué y se ha insistido sobre todo en el cómo con la consiguiente paralización y empobrecimiento de la reflexión filosófica sobre la familia y de su elaboración cultural[32]. El mecanismo intelectual que conduce a este resultado es el mismo: si la familia es natural, es decir, si es como es de manera espontáneo, ¿para qué preocuparse de intentar entender el porqué de esa estructura? ¿Es que es acaso posible? ¿Se puede descubrir por qué hay hombres, mujeres e hijos? En todo caso y en última instancia, lo único que podría ofrecerse es una respuesta creacionista pero que no aporta riqueza semántica. Las cosas son así, porque así lo ha querido Dios.

No se trata de una afirmación gratuita. En el año 1959 escribía un estudioso de la familia:

“En cuanto a los principios fundamentales de la moral familiar, hay que decir que han sido considerados como evidentes hasta época reciente. Apenas existe la preocupación de demostrarlos. Las teorías opuestas se refutan despreciándolas, y los argumentos del consentimiento del género humano y de las exigencias de la naturaleza son los que más se esgrimen. Hoy en día la situación ha cambiado. Una doctrina nueva propugna opiniones contrarias a la moral tradicional; y los autores católicos sienten la necesidad de apoyar la concepción tradicional y cristiana de la familia en una argumentación racional y más estricta. Esta actitud es reciente y no todavía general”[33].

            Este es el último problema que quería evidenciar y que puede –aunque no necesariamente- estar ligado al uso frecuente del concepto de naturaleza humana. El de pensar que contiene por una vía misteriosa la resolución a los problemas que toda sociedad se plantea en la permanente investigación y descubrimiento de los misterios del ser humano y, arropados en esa convicción, abdicar de la tarea de pensar, que es, ciertamente, fatigosa y difícil, pero inevitable en cualquier empresa en la que este en juego la comprensión profunda del hombre.

[1] Publicado en “Scio”, 3 (2008), pp. 69-87.

[2] Para estas reflexiones me baso en Burgos, J. M. (2007). Repensar la naturaleza humana. Pamplona: Eiunsa. Donde algunas de las ideas que expongo se encuentran tratadas con más detalle.

[3] Voz “Naturaleza” en Ferrater Mora, J.  (2004). Diccionario de Filosofía. Barcelona: Ariel.

[4] Cfr. Glacken, C. J. (1995). Huellas en la playa de Rodas. Naturaleza y cultura en el pensamiento occidental desde la Antigüedad hasta finales del siglo XVIII. Barcelona: Ediciones del Serbal.

[5]Como es sabido, esta es la base intelectual de la teoría del género: cada persona puede construir la identidad sexual que desee sobre un sustrato orgánico y biológico en principio no modificable.

[6] Mosterín, J. (2006). La naturaleza humana. Madrid: Espasa Calpe, p. 23 (cursiva nuestra).

[7] Pinker, uno de los principales representes de esta corriente, ha rechazado la posición culturalista dominante mediante una crítica de sus tres estereotipos fundamentales simbolizados en tres construcciones teóricas: la Tabla Rasa, generada por el empirismo y que afirma que no hay nada innato en el hombre, todo es cultura; el Buen Salvaje (la posición romántica cuyo representante típico es Rousseau y afirma que el hombre es bueno por naturaleza) y el Fantasma en la Máquina (el dualismo representado idealmente por Descartes según el cual, el hombre sería una mente que emplearía un cuerpo para sus fines). Cfr. Pinker, S. (2003). La tabla rasa. La negación moderna de la naturaleza humana. Barcelona: Paidós.

[8] Ortega y Gasset, J. Renan, Obras Completas, I. Madrid: Alianza, p. 459. Sobre el concepto de naturaleza en Ortega vid.: Massa, F. J. (1966). El concepto de naturaleza en Ortega y Gasset. Barcelona: EditEuro Universitaria.

[9] “Algunas cosas son por naturaleza, otras por otras causas. Por naturaleza, los animales y sus partes, las plantas y los cuerpos simples como la tierra, el fuego, el aire y el agua –pues decimos que éstas y otras cosas semejantes son por naturaleza. Todas estas cosas parecen diferenciarse de las que no están constituidas por naturaleza, porque cada una de ellas tiene en sí misma un principio de movimiento y de reposo, sea con respecto al lugar o al aumento o a la disminución o a la alteración. Por el contrario, una cama, una prenda de vestir o cualquier otra cosa de género semejante, en cuanto que las significamos por su nombre y en tanto que son productos del arte, no tiene en sí mismas ninguna tendencia natural al cambio” (Aristóteles, Física, II 192 b, 1-19, traducción de G. R. de Echandía. Madrid: Gredos).

[10] Cfr. Artigas, M., Sanguineti, J. J. Filosofía de la naturaleza (1993, 3ª ed.). Pamplona: Eunsa, pp. 118-119.

[11]Podría plantearse cuál es el tipo de tomismo que mantiene esta posición, pero eso nos llevaría demasiado lejos. Por otro lado, la perspectiva que planteo es, a mi juicio, una característica general del tomismo, si bien puede variar en sus diversas formulaciones. Y se puede encontrar, por supuesto, en S. Tomás. Cfr., por ejemplo, S. Th., I-II, q. 10, a. 1: “Si la voluntad se mueve naturalmente hacia algo”.

[12] Sartre, J. P. (1989). El existencialismo es un humanismo. Barcelona: Edhasa, pp. 16-17. Wojtyla se ha referido a estos dos planteamientos denominándolos conflicto aparente y conflicto real. Cfr. Wojtyla, K. (2003, 4ª ed.). La persona humana y el derecho natural. En Wojtyla, K. Mi visión del hombre. Madrid: Palabra.

[13] Tomás de Aquino, S. Th., I-II, q. 6, a. 1, ad 3.

[14] Cfr. Álvarez Munárriz, L. (1996). Perspectivas sobre la naturaleza humana, Murcia: DM, p. 47.

[15] Tomás de Aquino, S. Th., I-II, q. 13, a. 3.

[16] Tomás de Aquino, S. Th., I-II, q, 10, a. 2.

[17] K. Wojtyla, El personalismo tomista, en Mi visión del hombre, cit., pp. 311-312.

[18] Spaemann, R. (1991). La naturaleza como instancia de apelación moral. En Alvira, R. (ed.), El hombre: inmanencia y trascendencia, vol. I, Pamplona: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, p. 59 (cursiva nuestra). El mismo problema se puede apreciar en el título de otra obra suya: Spaemann, R. (1989). Lo natural y lo racional. Madrid: Rialp.

[19] Buttiglione también ha advertido el problema: “La doctrina tradicionalista usa un concepto de naturaleza que es equívoco y que, por su ambigüedad, pone en peligro de perder de vista la diferencia entre el orden personalista (fundado en la naturaleza espiritual particular del hombre y, por consiguiente, en la libertad) y el orden propio al resto de la naturaleza (en el cual la naturaleza en el sentido ontológico coincide con la naturaleza entendida en sentido fenomenológico-naturalista, o al menos se desprende de ella de una manera menos drástica que en el caso de la persona)” (Buttiglione, R. (1982). El pensamiento de Karol Wojtyla. Madrid: Encuentro, p. 214).

[20] Mounier, E. (1997). El personalismo, Madrid: ACC, p. 26 (cursiva mía).

[21] Por tanto, resulta claramente limitada la tesis de Rodríguez Lizano, quien estima que los personalistas «suelen evitar hablar de naturaleza al referirse al hombre porque, por influencia de las posiciones fenoménicas y existencialistas, tienden a reducir el concepto de naturaleza a lo corpóreo y determinado. Esta posición no garantiza una suficiente autonomía de la persona. No aprecian que la naturaleza expresa el modo de ser de cada ente y por ende reflejará que una naturaleza es libre cuando se refiere al ser humano o a cualquier ser espiritual” (Rodríguez Lizano. (1997). El personalismo. Sus luces y sombras. En El primado de la persona en la mora contemporánea. Pamplona: Universidad de Navarra, p. 306). El problema es mucho más complicado.

[22] Cfr. Ratzinger, J., Habermas, H., (2006). Dialéctica de la secularización. Madrid: Encuentro, p. 61.

[23] La otra actitud posible la encontramos en Sgreccia quien, en su conocido manual de bioética, emplea el concepto de naturaleza, pero advirtiendo de los problemas que lleva consigo. Cfr. Sgreccia, E. (1999). Manuale di bioetica. Vol. I, Fondamenti ed etica biomédica (3ª ed.), Milano: Vita e Pensiero, pp. 154-155.

[24]No me refiero a un deber de tipo kantiano sino a la experiencia de la moralidad en el sentido expuesto por Maritain y Wojtyla entre otros. Cfr. Burgos, J. M. (1995). La inteligencia ética. La propuesta de Jacques Maritain. Berna: Peter Lang, cap. 3.

[25] Aunque quizás sea innecesario, se pueda precisar que la asunción de estas variaciones sociales de significado no supone ningún tipo de cesión al relativismo sino la toma de conciencia de que las sociedades varían su valoración moral de determinados comportamientos. Y lo que se pretende es establecer cómo el recurso a la naturaleza puede inclinar esas variaciones del lado que un ciudadano considere justo y adecuado.

[26]  Véase, por ejemplo, esta afirmación: “Toda propensión es física –esto es: pertenece al albedrío del mismo como ser natural- o es moral, esto es: perteneciente al albedrío del mismo como ser moral” (Kant, I. (2001). La religión dentro de los límites de la pura razón. Madrid: Alianza, p. 49.

[27] Cfr. Trigg, R. (2001), Concepciones de la naturaleza humana. Una introducción histórica. Madrid: Alianza.

[28]Maritain tiene interesantes reflexiones sobre la evolución histórica del conocimiento moral. Cfr.Maritain, J. (1986). La loi naturelle ou loi non écrite. Fribourg (Suisse): Editions Universitaires, Collection Prémices, pp. 189-190 y Maritain, J. Pour une philosophie de l’histoire, Oeuvres complètes, vol. X.

[29] Rhonheimer, M. (2000). La perspectiva de la moral. Fundamentos de la ética filosófica, Rialp, Madrid, p. 194.

[30] Lévi-Strauss ha mostrado, por ejemplo, que el “tabú del incesto” y la consecuente ley de la exogamia son estructuras familiares presentes en todas las comunidades humanas. Cfr. Lévi-Strauss, C. (1998). Las estructuras elementales del parentesco. Madrid: Paidós.

[31] Volvemos a remarcar, desde otra perspectiva, que nuestra posición no favorece ningún tipo de relativismo, sino que, por el contrario, pretende reflejar un hecho objetivo: la inevitabilidad del hecho cultural en la existencia humana así como su inseparabilidad de la estructura orgánica y psíquica. En otros términos, en la persona real no existen estructuras puramente naturales en el sentido culturalista o naturalista.

[32] Cfr. Burgos, J. M. (2008). ¿Es posible una cultura de la familia?. En AA.VV., La familia, paradigma de cambio social. IESF. Barcelona: Universitat Internacional de Catalunya, pp. 345-364.

[33] Leclercq, J. (1961). La familia según el derecho natural. Barcelona: Herder, p. 15 (cursiva nuestra).