Publicado en J. M. Burgos, Reconstruir la persona. Ensayos personalistas, Palabra, Madrid 2009, cap. 6.

 

Que el hombre es un zoon politikon, un animal social en la terminología aristotélica, un ser que vive en relación y dependencia con los demás hombres es un dato fáctico elemental pero tremendamente complejo que cualquier filosofía debe intentar explicar. El personalismo lo ha intentado distinguiendo dos grandes frentes. El primero es el de la relación interpersonal, la relación yo-tú en la terminología acuñada por Martin Buber y después asumida por la colectividad filosófica. En este punto, su aportación ha sido original y notablemente enriquecedora al presentar delante de los ojos de la filosofía un tema tan esencial y significativo como ignorado por la filosofía precedente: la relación entre las personas. Ha elevado así el horizonte filosófico de la interrelación con el ello a la conexión con el yo, del conocimiento de objetos al conocimiento de personas, del deseo de objetos al deseo personal, de la relación como accidente, a la relación como elemento constitutivo de la identidad del sujeto.

El segundo frente, más clásico, es la relación persona-sociedad que incluye la determinación del entramado de influencias y dependencias recíprocas, así como el de la prioridad o primacía de cada uno de los términos. En este segundo ámbito, que es el que ahora queremos analizar, la situación es diferente. El personalismo plantea perspectivas y puntos originales, pero sobre un marco clásico ya preexistente sobre el que, si bien innova, no construye una perspectiva tan revolucionaria como la aportación de toda un área filosófica nueva. Esta diferencia seguramente depende de que la filosofía social y la filosofía política son segmentos que se alejan significativamente del núcleo central del personalismo, la antropología, y, por tanto, la extensión de los principios personalistas resulta más complicada y más difícil. Por eso, si bien encontramos consideraciones sobre la interpersonalidad en casi todos los personalistas, las reflexiones sociales y políticas detalladas son más escasas.

Las encontramos en von Hildebrand[3], en Edith Stein[4], en Stefanini[5], pero, sin duda, los dos grandes campeones del personalismo social son Emmanuel Mounier y Jacques Maritain. Son ellos los que tanto por interés personal como por su especial implicación en el mundo social y político de su tiempo elaboraron una filosofía social y política de más entidad y enjundia. Son, por tanto, ellos los que deben constituir el punto de referencia en cualquier exploración en este terreno. Y, de hecho, a ellos recurriremos en las páginas que siguen en las que vamos a intentar fijar algunos principios claves del personalismo social buscando mostrar lo común al pensamiento personalista.

Pero las diferencias existen. Hay diferencias, en un nivel teórico entre Maritain y Mounier. Y hay diferencias, mucho mayores, en la aplicación práctica, en la concreción política. La coincidencia en los principios sociales generales no significa necesariamente identificación en las decisiones. Entre medio hay demasiados factores que fuerzan una diversidad, por otra parte enriquecedora. “Por estar estrechamente ligados, para el personalismo, el pensamiento y la acción, afirma Mounier, se espera de él que defina no sólo métodos y perspectivas generales de acción, sino líneas precisas de conducta. Un personalismo que se contentase con especular acerca de las estructuras del universo personal, sin otro efecto, traicionaría su nombre. Sin embargo, añade, el nexo de los fines con los medios no es un nexo inmediato y evidente, a causa de las relaciones complejas que introduce la trascendencia de los valores. Dos hombres pueden estar de acuerdo sobre las páginas que preceden (se refiere al libro que ha escrito) y no estarlo sobre el problema de la escuela en Francia, sobre el sindicato que eligen o sobre las estructuras económicas que se deben fomentar”[6].

            Fijadas estas premisas, se impone pasar ya a la determinación de algunos principios clave del personalismo social. Nos ayudará en ello una breve memoria de los motivos sociales e históricos que dieron origen no solo al personalismo social sino a todo el movimiento personalista.

I. FUNDAMENTOS

1. Los dos principios fundamentales del personalismo comunitario

            El personalismo social o comunitario[7] surgió en la Europa de entreguerras, un mundo convulso que salía de una catástrofe y se dirigía hacia otra aprisionado entre dos grandes movimientos sociales, que pretendían resolver los grandes conflictos de la época, pero cuyo modelo antropológico era erróneo: el individualismo y el colectivismo.

El colectivismo, que inspiró movimientos tan poderosos como el marxismo, el nazismo o el fascismo, afirmaba como tesis básica la primacía de la sociedad sobre el individuo. Consideraba que las superestructuras sociales (Estado, Nación, clase) primaban decididamente sobre el individuo hasta el punto de que este encontraba la justificación última a su existencia mediante su dedicación y compromiso a ellas. Estas superestructuras no solo daban sentido a su vida individual ofreciéndole una meta en la que emplear sus impulsos y aspiraciones sino que le conferían grandeza y le liberaban de su miseria y pequeñez. De por sí un átomo infinitesimal entre millones de átomos, una mota de polvo en medio de la inmensidad del espacio y de la historia, el individuo cobraba existencia real participando en el gran proyecto colectivo, en la empresa común que permanecería cuando él desapareciera. La superestructura adquiría así un carácter sacral y redentor puesto que se convertía y se proponía por los líderes de los diferentes movimientos como un medio de liberación de las miserias inherentes a la condición humana[8].

Apelaban así a lo más profundo del hombre, a sus aspiraciones trascendentes, a sus ansias oscuras y quizá ignoradas de inmortalidad y, de ese modo convocaron fuerzas y energías enormes que transformaron la faz de Europa. Sería necesario, en este punto, un examen preciso para deslindar tendencias y matices en la corriente general de los colectivismos pero la repercusión de sus modelos extremos –comunismo y nazismo- fue, sin duda, desastrosa. La primacía de la superestructura sobre la persona la acabó convirtiendo en un mero instrumento al servicio de la meta colectiva y, poco más adelante, simplemente del poder establecido. La historia es conocida: aniquilaciones de masa, deportaciones, hambrunas, campos de concentración. Todo ello justificado por el proyecto colectivo convertido en un Dios que devoraba a sus propios hijos.

            El segundo gran modelo vigente –y totalmente antagónico- era el individualismo. También aquí habría que hacer muchos distingos pero podemos situar su origen en el cambio de paradigma económico y social ligado a la revolución industrial. El maquinismo, la capitalización, la urbanización abrieron en poco tiempo posibilidades inmensa de riqueza y de desarrollo que fascinaron a los contemporáneos y generaron una espiral de enriquecimiento y, paralelamente, de pobreza. En un mundo que se volvía vertiginoso y en el que los nuevos caminos llenos de posibilidades se multiplicaban, el individualismo reivindicaba al sujeto individual. Cada uno debía ser dejado a su propia suerte, a sus propias capacidades y a su propia libertad. El Estado no debía condicionar los caminos ni interferir en la libertad de la persona, sino, como mucho, generar un mínimo de condiciones de igualdad en la que los mejores –los más capaces, los más trabajadores, los que tuviesen más medios- lograsen, en recompensa de su iniciativa, los mayores medios. Es la doctrina del “laissez faire, laissez passer” que, en los primeros vagidos de la Revolución industrial condujo a un progreso inmenso solo paralelo al tremendo empobrecimiento y semi-esclavitud de las clases trabajadoras. Se trataba, en muchos casos, de la mera ley del más fuerte: salarios que generaban hambrunas, horarios de trabajo ininterrumpidos, etc. Esta situación tan dramática y tan inicua, esta reivindicación tan insolidaria de las cualidades personales fue una de las mechas que encendió, por justa reacción, el violento movimiento colectivista.

            Este es el panorama en el que nace el personalismo y, más en concreto, el personalismo social con un objetivo muy definido: encontrar un modelo antropológico alternativo a las dos grandes tendencias predominantes. “La vida y el pensamiento, escribía Martin Buber, se hayan ante la misma problemática. Así como la vida cree fácilmente que tiene que escoger entre individualismo y colectivismo, así también el pensamiento opina, falsamente, que tiene que escoger entre una antropología individualista y una sociología colectivista. La excluida alternativa “genuina”, una vez que se dé con ella, nos mostrará el camino”[9].

Esa excluida alternativa fue, precisamente, el personalismo comunitario, que se presentó inicialmente, como dejó dicho Lacroix, como un movimiento de reacción, como un intento de oposición a dos potentísimos modelos que escondían en sí una raíz inhumana y devastadora[10]. Y la clave del arco, el pilar en el que se buscó asentar esa nueva propuesta fue un concepto moderno y renovado de persona. Mounier y Maritain fueron los principales arquitectos de ese edificio a través de una amplia obra de filosofía social y política en la que articularon las consecuencias que ese nuevo modelo de persona implicaba en la comprensión y valoración de las estructuras familiares, económicas, políticas, etc. El tema es amplísimo, enorme, pero a mi juicio, es posible sintetizar las raíces fundamentales de esta perspectiva, el esquema básico que asume el personalismo en la relación persona sociedad a través de dos principios.

            Primer principio:  Primacía social de la persona

Si la persona es el ser más digno y valioso que existe, la sociedad debe estar al servicio de la persona. El Estado con todos sus organismos, el mercado y las demás instituciones sociales tienen sentido y se justifican en la medida en que sirven de un modo u otro al bien de la persona que es quien tiene el rango ontológico más elevado. En terminología de derechos esto significa que la persona tiene unos derechos inviolables que el Estado nunca puede traspasar ni violar porque estaría atentando contra su dignidad, algo que jamás está justificado.

Segundo principio: Deber de solidaridad por parte de la persona

La persona no es un ser solitario, solo puede lograr su plenitud personal si vive por y para los demás. En el orden social esto significa que la existencia adecuada y correcta de la persona le impone la obligación moral de vincularse con el bienestar material y espiritual de su comunidad. En otros términos, la persona no puede aislarse en un cómodo egoísmo protegido por el escudo de su dignidad o de sus cualidades personales, tiene un deber moral de solidaridad y de compromiso con la sociedad en la que vive[11].

Estos dos principios recogen el núcleo central de la posición personalista frente al colectivismo y el idealismo, tanto por lo que se refiere a sus elementos rechazables como a aquellos positivos. Veámoslo brevemente.

El primer principio rechaza del colectivismo su visión reductiva de la persona al afirmar que ésta prevalece siempre sobre cualquier idea abstracta o proyecto común (Nación, raza, dictadura del proletariado, etc.) mientras que el segundo asume la idea de que los elementos altruistas y las ideas colectivas son necesarios para aunar y compactar a la sociedad. El deber de solidaridad, en efecto, impone la obligación de construir la sociedad y de dedicar a ello buena parte de las propias ilusiones, recursos y esfuerzos.

Por lo que respecta al individualismo, el primer principio asume su elemento positivo: la primacía del individuo sobre la sociedad y la intuición de que las estructuras sociales deben revertir sobre todo a favor de las personas concretas e individuales. El segundo, por el contrario, rechaza su dimensión insolidaria proclive al egoísmo. La persona no puede enrocarse en su independencia y en sus cualidades para olvidarse de los débiles, de los necesitados, o simplemente, de las personas que nos rodean y con los que convivimos[12].

            El personalismo comunitario ha sido una doctrina fecunda, especialmente después de de la II Guerra Mundial. La magnitud del desastre conmocionó de tal manera el corazón de millones de personas que generó un gran movimiento social determinado a poner las bases sociales, jurídicas y políticas que impidieran la repetición de algo similar. Y esas bases pasaban ante todo y sobre todo por el reconocimiento de la dignidad de la persona como dogma social fundamental. A partir de la asunción social de esta premisa, el personalismo logró en la segunda mitad del siglo XX influir en acontecimientos tan relevantes como la formulación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (en la que intervino muy directamente Maritain), el contenido de diferentes Constituciones Europeas[13], o la gestación e impulso de la Unión Europea[14].

2. Maritain y Mounier: diferentes perspectivas sobre un fondo común

Este es el marco básico sobre el que se construye el edificio del personalismo social: Mounier y Maritain, sus dos grandes representantes, coinciden en él plenamente y se complementan. Mounier impulsó con gran fuerza el movimiento del personalismo comunitario a través de la revista “Esprit” y Maritain fue uno de sus principales teóricos, especialmente con sus dos grandes obras: Humanismo integral y El hombre y el Estado. Sin embargo, sobre esta base común, tuvieron orientaciones y planteamientos diferentes que interesa explicitar porque representan las dos grandes tendencias posibles dentro del personalismo social o comunitario: la opción social de izquierdas representada por Mounier y la posición más centrada y teórica de Maritain[15].

            Mounier fue un gran líder, un impulsor de proyectos y, en concreto, del movimiento personalista con el que buscaba renovar la sociedad desde sus fundamentos, urgiéndola al compromiso moral en favor de la clase obrera y de los más marginados, compromiso que las clases burguesas habían olvidado en el baúl de la comodidad. Y, para Mounier, ese proyecto debía realizarse a través de una “opción por el socialismo” que tenía, entre otros, los siguientes contenidos: “la abolición de la condición proletaria; la sustitución de la economía anárquica fundada sobre el provecho por una economía organizada sobre perspectivas totales de la persona; la socialización sin estatización de los sectores de la producción que mantienen la alienación económica; el desarrollo de la vida sindical; la rehabilitación del trabajo; la promoción, contra el compromiso paternalista, de la persona obrera; el primado del trabajo sobre el capital; la abolición de las clases formadas sobre la división del trabajo o de la fortuna; el primado de la responsabilidad personal sobre el aparato anónimo”[16].

            Esta opción hacia el socialismo convivió de forma natural con una actitud hostil hacia el capitalismo, concebido básicamente como un sistema que exaltaba al dinero por encima de todo, y para el que preveía en el futuro serias contradicciones y dificultades, especialmente en Europa, aunque también en Estados Unidos. De ahí que uno de los objetivos de la revolución personalista y comunitaria debía consistir precisamente en la “condenación y el derrocamiento por todos los medios, sobre todo por los legales, esto es, eficaces, del régimen capitalista actual”. Para entender el alcance exacto de esta propuesta hay que tener que Mounier tenía en mente principalmente al denominado “capitalismo salvaje” de la revolución industrial y, por eso, fue lo suficientemente inteligente para ser consciente de que podía evolucionar y que, en ese caso, esa evolución debía “ser seguida de cerca, sin aplicar ‘al capitalismo’ una noción trazada de una vez por todas e insensible al desarrollo de los hechos”[17].

            Mounier, sin embargo, murió muy joven, en 1950 y con 45 años, por lo que no pudo seguir esa evolución que quizá le habría hecho matizar su postura. El capitalismo actual, al que sería mejor llamar economía de mercado –para evitar tics ideológicos incontrolados- se separa mucho de un capitalismo meramente centrado en el beneficio[18]. Aún generando todavía problemas consistentes, no se propone exclusivamente la generación de capital, como lo muestran los altos controles sociales a los que está sometido: subsidios de paro, controles antimonopolio, fomento de la competencia, apoyo a empresas en quiebra, etc. A la vista de estos datos, y en coherencia con sus propias palabras, es posible que Mounier hubiera cambiado su juicio. Pero, no se trata más que de una hipótesis.

De hecho, experimentó más bien una evolución de signo contrario que le condujo de una posición política más central en los inicios de Esprit a una opción muy neta por el socialismo. Esa posición central había quedado reflejada en un slogan promovido por él y que se popularizó por esos años: “Ni de derechas ni de izquierdas”; pero, más adelante, él mismo revisa y reniega en parte de ese eslogan sobre todo por dos motivos: porque podía liberar del compromiso y dar espacio a la “utopía centrista”, es decir, a la abstención o inacción producto de sentirse en el “justo medio” y, por tanto, por encima y fuera de la realidad; y porque podía reforzar las posiciones conservadoras. Así, su posición última es una opción contundente por el socialismo: “Es bueno recordar que el personalismo no tiende a la edificación socialista, sino a la edificación de la ciudad socialista”[19] y una actitud compleja ante el comunismo producto de múltiples factores: un rechazo a los fundamentos teóricos materialistas, una simpatía innata, la creencia en el que el comunismo va a imponerse o, por lo menos, que su enorme fuerza –lo votaban el 30% de los franceses- obliga a colaborar con él; el miedo a que el fomento del anticomunismo debilite su capacidad transformadora de la sociedad, la más fuerte que existe en ese momento y abra paso de nuevo al liberalismo burgués, etc. Todo ello hace que Mounier se debata interiormente de manera angustiosa[20] y que, en definitiva, se oriente por un rechazo teórico de puntos clave del marxismo, un intento de colaboración en puntos prácticos y de no promover el movimiento anticomunista, al que no suele tratar excesivamente bien. La historia ha mostrado sobradamente que esta decisión no era la correcta; donde el marxismo se impuso instauró una dictadura, su revolución obrera se convirtió rápidamente en una jerárquica burocracia y, desde el punto de vista económico, ha sido arrollado por la economía de mercado que ha igualado de hecho la sociedad. Por todo ello, es inevitable que sus escritos de esa época aparezcan hoy, sobre todo en la parte económica y política, como desfasados y desorientados.

El caso de Maritain es distinto. Por un lado vivió más tiempo (murió en 1973) pero, sobre todo, residió durante un largo periodo en Estados Unidos, lo que le permitió formarse una idea distinta tanto del capitalismo como de la experiencia democrática. Y esa experiencia modificó su forma de pensar de modo que, si en Humanismo integral, escrito en 1936, encontramos una perspectiva sociopolítica bastante similar a la de Mounier[21], en El hombre y el Estado, escrito en 1953 y publicado originalmente en Estados Unidos, la perspectiva ha cambiado. Su vida en este país le permitió comprender que, de hecho, existían versiones del capitalismo compatibles con la dignidad de la persona, y que se alejaban notablemente de los comportamientos inhumanos propios de la revolución industrial. Como consecuencia de este cambio de actitud, en El hombre y el Estado no se encuentran críticas al capitalismo[22].

También fue distinta su actitud sociopolítica, lo que generó discusiones con Mounier (más joven que él). Maritain sentía la necesidad de involucrarse en los problemas sociales de su tiempo. De hecho, por ejemplo, firmó declaraciones de intelectuales sobre la Guerra civil española. Pero, en general, su actitud era más teórica y menos directa que la de Mounier. Él pretendía influir desde la cultura o desde la filosofía política, pero no desde la misma política. Y, de hecho, influyó notablemente, siendo considerado de facto el ideólogo de varios partidos demócrata cristianos (lo que, por otra parte, plantea un interrogante peculiar ya que nunca fue partidario de la unión de los cristianos en la política). Además, su posición política fue más centrada. Si bien, por las razones que acabamos de decir, nunca precisó su posición partidista ni perteneció a un partido político, de sus escritos se desprende una ideología más centrada, con simpatía por las causas sociales pero radicalmente contrario al comunismo como sistema.

 

 

II. LÍNEAS DE FUERZA

 

 

3. Sobre el bien común

El bien común es una noción clave en cualquier filosofía social pero parece estar desapareciendo del ámbito público siendo sustituida por otras de uso más frecuente que evocan sensibilidades más contemporáneas: bienestar, bien de la sociedad, utilidad pública, etc. El paso de una sociedad más idealista a otra más consumista, en el que prima la atractiva presencia de enormes cantidades de bienes materiales fácilmente disponibles es, sin duda, una de las raíces de esa modificación. Pero hay otra raíz, que es la que aquí vamos a considerar, que apunta al pluralismo de nuestras sociedades. Frente a los paradigmas del pasado, más uniformes y homogéneos (pensemos, por ejemplo, en la Cristiandad medieval), hoy habitamos en sociedades en las que los modelos de comportamiento y, sobre todo, los valores de referencia  varían significativamente de unos ciudadanos a otros.

En estas condiciones, la cuestión que se abre paso es: ¿es posible la existencia de un bien común?, ¿cabe hablar de un conjunto de valores que sea bueno para todos? Si no existe una comunidad axiológica mínina, una respuesta positiva parece problemática.  Engelhartd ha planteado esta dificultad en el campo bioético señalando que, la fragmentación de las sociedades actuales, da lugar a pequeñas comunidades que comparten conjuntos de valores pero que son extrañas al resto de comunidades, cada una de las cuales tiene, a su vez, su propio conjunto de valores[23]. Esta diversificación genera aislamiento y, a la postre, extranjería. Los miembros de una comunidad acaban siendo “extraños morales” para los miembros de las otras comunidades y la comunicación entre ellos se hace difícil si no imposible. Engelhardt intenta resolver esta dificultad estableciendo un mínimo común moral –la bioética secular- en la que todos podrían estar de acuerdo, pero el resultado de su esfuerzo es decepcionante. El mínimo común que establece ni siquiera sería capaz de garantizar el status de persona para los miembros más débiles de la sociedad: los embriones, los niños recién nacidos, los discapacitados[24].

¿Contempla el personalismo esta dificultad y, en caso positivo, aporta alguna solución? Para responder a esta cuestión viene de nuevo en nuestra ayuda Maritain pues fue perfectamente consciente del problema porque, de algún modo, jugaba en los dos campos[25]. Como tomista estaba ligado a la visión tradicional y clásica del bien común, que propone un modelo unitario y unificado de bien, mientras que como personalista, como filósofo político de la democracia y como hombre sensible a la libertad, no sólo era consciente del carácter pluralista de las sociedades contemporáneas, sino que le parecía un hecho en sí positivo; no un mal menor, sino el fruto lógico de la libertad. Por eso, intentó una mediación entre ambas posturas.

Maritain partía de la validez y necesidad de esta noción que entendía en estos términos: “El bien común de la ciudad no es la simple colección de los bienes privados, ni el bien propio de un todo (como la especie, por ejemplo, respecto a los individuos, o la colmena respecto a las abejas) que mira sólo a sí mismo y se sacrifica las partes. Es la buena vida humana de la multitud, de una multitud de personas; es su comunión en la vida buena; es, por tanto, común al todo y a las partes, sobre los cuales vuelve y a las que debe beneficiar so pena de desnaturalizarse”[26]. Y, al mismo tiempo, era consciente de que la aplicación de este concepto a las sociedades modernas requería una modificación que tuviese en cuenta tanto el pluralismo emergente como una conciencia más aguda de la libertad personal. Su tratamiento del problema fue como sigue.

En primer lugar, rebajó los objetivos tradicionales que se asignaban al bien común, tanto por lo que respecta a los contenidos como por el grado en que debían requerirse a cada sujeto. La perspectiva tradicional, en efecto, no solo asignaba unos contenidos muy precisos al bien colectivo, impulsados por una sociedad en los que los valores fundamentales eran indiscutidos, sino que asignaba un carácter perfeccionista a ese bien común. En otras palabras, la sociedad no solo tenía que decir qué era el bien sino que debía lograr que el hombre fuera virtuoso[27]. Maritain entiende que esta posición es excesivamente colectivizante y restrictiva y se desvía de ella ligera pero significativamente.

Por un lado, remarca que la búsqueda de la virtud (o de Dios) es tarea primariamente personal, no social. Es mala cosa meter a los gobernantes en los entresijos más íntimos de la persona. Se corre el peligro de que la sociedad no se limite sólo a proponer los modelos morales sino a imponerlos. La experiencia enseña que la promoción positiva de la virtud desde los ámbitos legislativos es fácil que acabe convirtiéndose o en un paternalismo entontecedor o en un dirigismo que manipule –bienintencionadamente en el mejor de los casos-  las conciencias. Nadie puede ni debe sustituir al individuo en la tarea de adquirir su virtud o su perfección. Se oponen a ello tanto la posibilidad de que el marco de valores personal sea diverso del colectivo como, en el caso de que hubiera una comunión básica de ideas entre el individuo y la sociedad, la enorme variabilidad y complejidad de lo real que, por eso, es materia librada a la prudencia, que es personal. Y, sobre todo, porque el hombre es más digno que la sociedad.

Paralelamente a este desplazamiento hacia lo personal, Maritain propone minimizar el contenido de lo que constituye el bien en de la sociedad[28], paso que, de algún modo, ya está contenido in nuce en ese desplazamiento. En la medida en que se renuncia a que el legislador pretenda lograr la virtud de los ciudadanos, el contenido del bien común se desprende automáticamente el conjunto de bienes correlativo. El tercer y definitivo momento consiste en señalar que el bien común, más que estar formado por un contenido muy determinado de bienes objetivos –materiales y morales- debe consistir sobre todo en un conjunto de condiciones que permitan a cada persona alcanzar lo que ella considera su bien personal y particular. Se establece así un marco más abierto pero no completamente indeterminado. Las condiciones, en efecto, son también bienes pero se diferencian de estos en su flexibilidad y apertura. No están cerradas y conclusas sino que posibilitan marcos de actuación en los que cada uno puede desplegar sus propias elecciones. En definitiva, para Maritain, “el fin supremo de la sociedad política es mejorar las condiciones de la vida humana en sí misma, es decir, procurar el bien común de la multitud de tal modo que cada persona concreta, no sólo en el ámbito de una clase privilegiada, sino de la entera población pueda verdaderamente alcanzar el grado de independencia propio de la vida civilizada”[29].

Dos son, pues, los pasos clave en su argumentación. En el primero sostiene que las estructuras sociales y políticas no se deben concebir como instrumentos para la consecución de la virtud como sucedía en las sociedades más tradicionales porque dicha búsqueda es, fundamentalmente, una tarea personal, no colectiva y porque el contenido concreto de los valores es, en parte, también personal. El segundo señala que la noción de bien común tiene que tener la suficiente flexibilidad para permitir la existencia de modelos de vida relativamente diversos. No tendría sentido, desde una consideración positiva de la libertad, establecer un bien común con unos contenidos tan precisos que sólo fueran compatibles con unos modos de vida muy restringidos y específicos.

            “La sociedad política, concluye Maritain, no tiene por oficio conducir a la persona humana a su perfección espiritual y a su plena libertad de autonomía, es decir, a la santidad (estado de liberación propiamente divino, puesto que la vida misma de Dios vive entonces en el hombre). Sin embargo, la sociedad política está destinada esencialmente, en razón del fin terrenal que la especifica, a desarrollar condiciones de medio que lleven a la multitud a un grado de vida material, intelectual y moral conveniente para el bien y la paz del todo, de tal suerte que cada persona se encuentre ayudada positivamente en la conquista progresiva de su plena vida de persona y de su libertad espiritual”[30].

4. La obra común: la construcción de la ciudad

            La limitación que el personalismo impone a la noción clásica de bien común encuentra una contrapartida estabilizadora en la idea de “obra común” o de la construcción de la ciudad. No se puede insistir tanto en la libertad individual y en el pluralismo axiológico que desaparezca un mínimo de unidad y de estructuración social pues si esto ocurriera se produciría, primero, una desintegración moral y después, probablemente, una desaparición integral de esa sociedad. Si no existen motivos para vivir juntos, la sociedad deja de tener sentido. Sin embargo, esto es lo que propone, en mayor o menor grado, el liberalismo ideológico. No establece ninguna mediación entre el individuo y el Estado sino que propone que cada individuo acuda, con su carga axiológica individual, a la plaza pública y, mediante transacciones intente llegar a un acuerdo o consenso sobre lo que debe realizar.

            El John Rawls de la Theory of justice es, probablemente, el ejemplo más emblemático de esta posición[31]. En esta famosa obra indica que las concepciones axiológicas de las personas, especialmente si se mantienen con convicción, no solo no son beneficiosas para la sociedad sino que constituyen un problema. Si los ciudadanos apuestan por conceptos diferentes de la vida y los mantienen con fortaleza, piensa Rawls, no habrá modo de llegar a un acuerdo; es más, lo más probable es que se deteriore el tejido social y no se avance en la construcción de la sociedad. Por eso, el modelo de construcción social que propone es que los ciudadanos acudan a la plaza pública prescindiendo de su concepción del bien; de ese modo, piensa Rawls, al romperse la fuerte ligadura que los ata a sus convicciones, estarán abiertas a otras posibles y será mucho más fácil llegar a un acuerdo. Rawls, de todos modos, no piensa que la ruptura con las convicciones individuales tenga que ser real, basta con que sea efectiva en el momento de la negociación, es decir, que cada uno acuda cegada por el “velo de la neutralidad” que homogeniza a todos.

            Se han vertido ríos de tinta sobre la propuesta de Rawls, y la complejidad del tema requeriría un análisis mínimamente detallado pero me voy a limitar solo a algunas anotaciones. El primero es que, si una persona tiene que prescindir de su concepción del bien para participar en una sociedad, se puede generar una grave falta de motivación social. En efecto, ¿qué sentido tiene colaborar en una sociedad que obliga a renunciar a las propias convicciones? ¿Para qué trabajar, sufrir y luchar por una comunidad que no solo no tiene alma sino que parece pedir a sus ciudadanos que renuncien a ella si quieren una plaza en las instituciones sociales? Es más, si la ciudad no tiene alma, una actitud sensata sería aprovecharse lo más posible de ella, segar abundantemente, si se puede, y olvidarse de sembrar.

            El liberalismo parece olvidar –o ser incapaz de asumir en su estructura téorica- que toda sociedad necesita un conjunto de valores que la mantengan viva, le den sentido, la unifiquen y permitan ilusionarse a los hombres que la habitan. En caso contrario, los grupos sociales se desmoronan. Y este es justamente el riesgo que corren las sociedades modernas por la crisis de valores que están incubando[32]. Frente a esta posición, el personalismo social –en esto muy cercano al comunitarismo- aboga por un reforzamiento de los valores, por una reproposición de proyectos cívicos a gran escala que refuercen y den sentido a la vida en común que caracteriza a una sociedad. Y, por ello, apuesta por la cohesión social basada en el respeto mutuo, la confianza y la colaboración, o en términos de Maritain, en un reconocimiento político del valor de la amistad fraterna. La desconfianza mutua es el mayor enemigo de la cohesión social y sólo puede generar discordia y disolución, mientras que la confianza ciudadana es el cimiento imprescindible de cualquier sociedad.

            El personalismo social, en definitiva, apuesta por proyectos de contenido axiológico que unifiquen a la sociedad, le den sentido y futuro, pero añade que esos proyectos sólo pueden construirse desde la amistad fraterna que hunde sus raíces en los terrenos evangélicos. Recurriendo de nuevo a Maritain: “si es absurdo esperar de la ciudad que haga a todos los hombres, tomados individualmente, buenos y fraternales unos para otros, se le puede y se le debe pedir, y esto es otra cosa, que tenga ella misma estructuras sociales, instituciones y leyes buenas e inspiradas en el espíritu de amistad fraternal, y que oriente las energías de la vida social hacia tal amistad, tanto más poderosamente cuando ésta es más difícil a los hijos de Adán”[33].

5. Las comunidades intermedias

            Hay una clasificación típica de los grupos sociales, que se remonta a Ferdinand Tönnies, que distingue entre la sociedad y la comunidad[34]. La primera se constituiría más bien por una decisión personal, por un contrato social (Rousseau) mediante el que el hombre, libremente, se determina o decide a participar en un determinado entorno. Sería, pues, en cierto sentido, algo artificial y distante de la persona, aunque reportaría beneficios al sujeto. La comunidad, por el contrario, surgiría de manera natural del contacto entre personas, del amor interpersonal o de las tradiciones transmitidas generación tras generación y acumuladas en las vísceras, en la sangre y en la cultura. Familia, pueblo y nación serían algunas de esas comunidades. Los personalistas han tendido generalmente a privilegiar a la comunidad: lo hizo Mounier y también Maritain, e igualmente lo hicieron Edith Stein y Dietrich von Hildebrand. La distinción, a mi juicio, requeriría ser matizada, pero ahora, me voy a centrar en otra cuestión: la reivindicación, también característica del personalismo social, de la importancia de las comunidades intermedias en el buen funcionamiento de una estructura estatal.

            Se trata de un tema de gran actualidad e importancia. De todos es conocida la importancia creciente que el Estado ha ido asumiendo en las sociedades modernas. La expansión del Estado nacional llegó a su apogeo con la concepción hegeliana que tuvo su epifanía en el delirio nazi. Después de la Segunda Guerra Mundial, el Estado también inició un proceso de expansión transformándose en el estado del bienestar. Este murió de éxito hace pocas década por lo que se ha invertido la tendencia y nos encontramos en un periodo de adelgazamiento de las estructuras estatales. A pesar de todo, el peso de las estructuras estatales sigue siendo muy grande, por lo que resulta imprescindible que su enorme fuerza y poder estén orientados y limitados. El principio general ya lo expresó lapidariamente Mounier: “El Estado es para el hombre, no el hombre para el Estado”[35]. Pero, para que se aplique eficazmente hay que recurrir a envides extra-estatales, una de ellas, quizá la más importante son las comunidades intermedias.

            Si bien el Estado debe ser para el hombre, resulta que es infinitamente más poderoso que cualquiera de los individuos que lo componen, por lo que si no se le ponen cortapisas ni límites, acaba imponiendo de manera arrolladora su potencia a los miembros del conjunto social. Es cierto que, en los Estados de Derecho, existe un sofisticado conjunto de reglas jurídicas y sociales que limitan sus prerrogativas y que las reglas del juego democrático permiten que los ciudadanos intervengan en la composición de los órganos de gobierno, pero esto no es suficiente. Es absolutamente necesario que existan comunidades intermedias que modulen y faciliten una relación adecuada entre la persona individual y el conjunto social o estatal. Además, las comunidades intermedias generan un humus imprescindible para que la persona puede vivir humanamente: establecer relaciones afectivas, sentirse integrado, tener raíces, pasado y futuro previsibles y cercanos. Poder decir “nosotros”, el pronombre peligroso en terminología de Sennet ya que implica dependencia y confianza, palabras vergonzantes en nuestras sociedades hiperestalizadas y con un capitalismo altamente desarrollado[36].

            Entre esas comunidades intermedias, descuella con absoluta supremacía la familia. No sólo es la comunidad originaria de la persona, sino el lugar por excelencia de la existencia personal, hasta el punto de que resulta posible afirmar que, en realidad, los hombres somos verdaderamente personas en un contexto familiar, porque sólo allí se nos quiere como seres únicos e irrepetibles. “El nacimiento de un hombre, señala Wojtyla, es extraordinario e irrepetible, y a la vez y de nuevo personal y comunitario. Pero más allá de esta dimensión, más allá de los confines de la familia, este hecho pierde ese carácter y se convierte en un dato estadístico, tema de objetivaciones de distinto género, hasta llegar al mero registro, que utiliza la estadística. La familia es el lugar en el que todo hombre se revela en su unicidad e irrepetibilidad”[37].

            Pero la familia no es importante sólo a nivel personal, también resulta insustituible para el entramado social. Algunos sociólogos del siglo XIX, como Durkheim, anunciaron su progresiva pérdida de importancia por considerarla una estructura tradicional que no sabría adaptarse al mundo moderno. Pero esa predicción se ha demostrado falsa. Después de intensos debates, la sociología contemporánea ha puesto de relieve que la familia moderna continúa desempeñando variadas e importantes funciones sociales que siguen haciendo de ella una pieza central de la sociedad[38]. Y, sin embargo, la familia sigue siendo infravalorada, se sigue produciendo el curioso fenómeno de su invisibilidad social: la institución más valorada por los ciudadanos es uno de las que menos relieve tiene en el ámbito público. Los motivos de esta situación son bastante complejos[39], pero una de las razones es la debilidad del asociacionismo familiar, es decir, de estructuras intermedias, en un nivel superior a la familia, que defiendan sus intereses frente al Estado. A esta carencia se está respondiendo hoy en día con un esfuerzo notable de organización que ha dado lugar a numerosas asociaciones al servicio de la familia di bien queda todavía mucho camino por recorrer.

            Este es un ejemplo concreto de por qué el personalismo social, insta al asociacionismo intermedio. La vocación social de la persona puede desarrollarse en el ámbito estrictamente político, pero antes de ese nivel existen otros, más cercanos y, por lo tanto, más accesibles, que tienen una importancia decisiva. Ese nivel lo constituye el conjunto de iniciativas y asociaciones que pueden dar alma al Estado y orientar sus decisiones de modo que beneficien y fomenten los valores que realmente interesan a las personas. El principio de solidaridad impone a las personas la obligación moral de participar, en la medida de sus posibilidades, en estas organizaciones.

[3] Cfr. D. von Hildebrand, Metaphysik der Gemeinschaft: Untersuchungen über Wesen und Wert der Gemeinschaft, Josef Habbel, Regensburg 1975.

[4] Cf., por ejemplo, E. Stein, Individuum und Gemeinschaft, en Beiträge zur philosophische Begründung der Psychologie und der Gesteswissenschaften, Max Niemeyer, Tubingen 1970, pp. 117-283 y Eine Unterschuung über Staat, en ibid., pp. 285-407. Sobre el tema Cfr. F. Merino, Edith Stein: de la antropología a la filosofía política, Universidad de Valencia, Valencia 2004.

[5] Cfr. L. Stefanini, Personalismo sociale (2ª ed.), Studium, Roma 1979.

[6] E. Mounier, El personalismo, ACC, Madrid 1990, p. 64. Se trata del mismo problema que se plantea en la aplicación de los principios generales de la Doctrina social de la Iglesia.

[7] El término personalismo comunitario fue acuñado por Maritain. Cfr. J. Maritain, El campesino del Garona, Desclée de Brouwer, Bilbao 1967, pp. 86-87. Actualmente se usa también como sinónimo de una particular corriente personalista que sigue específicamente a Mounier. Nosotros utilizaremos indistintamente los términos personalismo comunitario y personalismo social.

[8] Maritain ha analizado con gran profundidad el carácter religioso del marxismo. Cfr. J. Maritain, Humanismo integral, Palabra, Madrid 1999, pp. 64 y ss.

[9] M. Buber, ¿Qué es el hombre?, FCE, Madrid 1984, p. 146.

[10] Cfr. J. Lacroix, Le personnalisme comme anti-idéologie, 1972.

[11] Como señala Mounier, esto concede a la autoridad el derecho de ir en contra de aquellos intereses individuales que sean egoístas, pero no contra las personas como tales: “El poder tiene por fin el bien común de las personas, que no es la suma de los intereses individuales, y por ello puede burlarse de los intereses simplemente individuales, comprimir, prohibir actividades exteriores; pero este bien común no puede aplastar a una sola persona como tal, negar su lugar a un solo acto de auténtica libertad espiritual” (E. Mounier, Comunismo, anarquía, personalismo, Zero, Madrid 1973, p. 48).

[12] El liberalismo de Mill indica que el ciudadano no solo no debe perjudicar a los demás sino que tiene obligación de defender a la sociedad de posibles daños, pero no propone valores o proyectos comunes que vaya mucho más allá del ejercicio individual de la libertad. CFr. J. Stuart Mill, Sobre la libertad, Alianza, Madrid 2001, cap. 4.

[13] Cfr. R. Papini (coord.), La idea personalista en las Constituciones Nacionales, Fundación Humanismo y Democracia, Madrid 1982.

[14] Se llegó a hablar, por ejemplo, a inspiración de las revistas Esprit y L’Ordre Nouveau, del “personalismo federalista” como una clave para la construcción europea. Cfr. H. Brugmans, La idea europea (1920-1970), Moneda y Crédito, Madrid 1972, pp. 77-84.

[15] Además de una relación ideológica, ambos mantuvieron una amistad personal. Mounier fue discípulo de Maritain, pero discípulo autónomo y original, lo que generó inevitablmente controversias y desacuerdos dentro de su básica comunión de ideas y afectos. Sobre el tema J. Petit, Jacques Maritain, Emmanuel Mounier. Correspondence (1929-1939),Desclée de Brouwer, Paris 1973.

[16] E. Mounier, El personalismo, cit., p. 68. Cfr. L. Nicastro, Il socialismo “bianco”. La via di Mounier, Rubettino Editore, Catanzaro 2005.

[17] Ibid.

[18] La encíclica Centessimus annus (1991) valoró positivamente (con matices) la economía de mercado y, en este sentido, supuso un punto de inflexión importante frente a la crítica habitual de las encíclicas sociales al capitalismo. La razón estriba en que el sistema económico de referencia, aunque pudiese mantener el mismo nombre, de hecho había cambiado sustancialmente. Sobre el tema vid. M. Novak, The catholic ethic and the spirit of capitalism¸The Free Press, New York 1993.

[19] Cfr. E. Mounier, ¿Qué es el personalismo?, en Obras, III, Salamanca 1990, Sígueme, p. 253.

[20] Cfr. E. Mounier, Debate en alta voz con el comunismo (1946), Comunismo, anarquía, personalismo, cit., pp. 167-198.

[21] En este texto indica, por ejemplo, que se debe dar relevancia a la función social de la propiedad privada, que hay que fomentar la participación de los obreros en las empresas llegando en la medida de lo posible a la copropiedad, lo cual, añade, sólo será posible en un “estado consecutivo a la liquidación del capitalismo”, en el que hombre y no la fecundidad de la moneda sean la medida de las cosas y en el que las leyes económicas estén regidas en última instancia por leyes éticas (Cfr. J. Maritain, Humanismo integral, cit., p. 242).

[22] El mismo Maritain confirma la existencia de este cambio en Réflexions sur l’Amérique, Oeuvres complètes, vol. X, especialmente en el capítulo XIX.  Esta obra, publicada originalmente en inglés con el título Reflections on America (1958), recoge de manera ensayística el profundo impacto que Estados Unidos ejerció sobre él. Maritain creyó entrever en este país una sociedad cercana a su formulación de la nueva cristiandad: “una sociedad secular de inspiración religiosa” (pp. 906 ss.).

[23] Cfr. T. Engelhardt, Fundamentos de bioética, 2ª ed, Paidós, Barcelona 1995.

[24] Cfr. cap. 3.

[25] El libro paradigmático es J. Maritain, La personne et le bien commun, Oeuvres complètes, vol. IX, pero Maritain trató este tema de un modo u otro en todas sus obras políticas. Su posición sobre el bien común fue novedosa y compleja hasta el punto de que suscitó una animada polémica. Aquí nos limitamos a analizar el problema que plantea el pluralismo para el bien común. Para ampliar perspectivas cfr. J. M. Burgos, Para comprender a Maritain, Mounier, Salamanca 2006, pp. 149-164, y, entre otros posibles, C. Santamaría, Jacques Maritain y la polémica del bien común, ACN de P, Madrid 1955 y Ch. de Koninck, De la primacía del bien común contra los personalistas, Cultura Hispánica, Madrid 1952.

[26]J. Maritain, La personne et le bien commun, cit. p. 200.

[27] Cfr., por ejemplo, Tomás de Aquino, De regno, I, 5. Un comentario amplio en G. Chalmeta, La justicia política en Tomás de Aquino. Una interpretación del bien común político, Eunsa, Pamplona 2000, pp. 178 y ss.

[28] J. Maritain, Humanismo integral, cit., pp. 215-216.

[29] J. Maritain, L’uomo e lo Stato (2ª ed.), Massimo, Milano 1992, pp. 63-64 (cursiva nuestra). La comparación con la definición de la Gaudium et spes da que pensar: “El bien común, esto es, el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de las propia perfección” (Const. Apost. Gaudium et spes, n. 26). Cfr. R. Papini e P. Viotto, Jacques Maritain et le Concile Vatican II, Noter et Documents, 3 (2005), pp. 44-55.

[30] J. Maritain, Humanismo integral, cit., p. 175. Lo cual no significa, evidentemente, que el hombre no deba aspirar a su perfección espiritual, sino que el logro de esta aspiración es fundamentalmente personal y la sociedad debe contribuir no determinando el contenido preciso de esa perfección sino desarrollando las condiciones que permiten al hombre ese logro.

[31] Cfr. J. Rawls, Teoría de la justicia, Fondo de cultura económica, Madrid 1997. Hay una suavización de sus posiciones en J. Rawls, El liberalismo político, Crítica, Barcelona, 2005.

[32] Cfr. D. Bell, Las contradicciones culturales del capitalismo, Alianza, Madrid 1977.

[33] J. Maritain, Humanismo integral, cit., p. 251-252.

[34] Cfr. F. Tonnies, Community and society, Transaction Books, New Brunswick 1988.

[35] E. Mounier, El personalismo, cit., p. 68.

[36] Cfr. R. Sennett, La corrosión del carácter. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo (5ª ed.), Anagrama, Barcelona 2000. En este punto hay una clara convergencia con los planteamientos del comunitarismo contemporáneo que abogan justamente por la revitalización del tejido medio de la sociedad frente a la insistencia liberal en el individuo aislado frente al Estado. Cfr., por ejemplo, A. Etzioni, La tercera vía hacia una buena sociedad. Propuestas desde el comunitarismo, Trotta, Madrid 2000; La dimensión moral, Palabra, Madrid 2007 y, sobre el debate, S. Mulhall y A. Swift, El individuo frente a la comunidad. El debate entre liberales y comunitaristas, Temas de Hoy, Madrid 1996. También es patente la afinidad con la Doctrina Social de la Iglesia.

[37] K. Wojtyla, La familia como “communio personarum”, en El don del amor. Escritos sobre la familia, Palabra, Madrid 2000, p. 228.

[38] Una síntesis del debate se encuentra en P.P. Donati, P. Di Nicola, Lineamenti di sociologia della famiglia. Un approccio relazionale all’indagine sociologica, La Nuova Italia Scientifica, Roma 1991.

[39] Cfr. J. M. Burgos, Diagnóstico sobre la familia, Palabra, Madrid 2004.