Publicado en Tópicos 31 (2006), pp. 35-64

Resumen

El presente artículo explora la posición del personalismo en torno al concepto de praxis. Después de distinguir la teoría de la acción de la filosofía de la praxis se indican los dos principios clave de esta última según Wojtyla: el metafísico y el praxeológico. A continuación se analiza la posición aristotélico-tomista señalando que el personalismo propone una sustitución de la teoría tripartita de la acción –praxis, poiesis y contemplación- por una categorización abierta del obrar que incluya siempre la dimensión objetiva y subjetiva. En este punto el marxismo coincide con el personalismo, pero desde otra perspectiva se opone radicalmente a él porque por su antropología reductiva contradice los principios metafísico y praxeológico. Por último, se analiza la visión del personalismo entendido como praxis orientada a la praxis.

Abstract

This article analyses the position of personalism regarding the concept of praxis. After distinguishing the theory of action from the philosophy of praxis the article indicates the two key principles of the last one according to Wojtyla: the metaphysical and the preaxeological. Later on the article analyses the aristotelic-thomistic view pointing out that Personalism proposes a replacement of the tripartite theory of action –praxis, poiesis and contemplation- for a open categorization of action which must includes always the objective and subjective dimension. In this point Marxism coincides with Personalism, but from another point of view both are radically opposed because by his reductive anthropology Marxims opposes the metaphysical and praxeological principles. Lastly the article analyses Personalism understood as praxis oriented to praxis.

            1. Introducción

            El presente trabajo tiene dos fuentes o motivos. El primero remite a una posición filosófica precisa del autor que viene explorando desde hace años las posibilidades y potencialidades de la filosofía personalista[1]. El segundo lo proporcionó la invitación a participar en el coloquio organizado por la Universidad Panamericana  sobre el tema Verdad y praxis[2]. El coloquio sirvió como excusa y como catalizador para pensar, trabajar y poner por escrito algunas reflexiones sobre la praxis desde el punto de vista del personalismo que había ido elaborando a lo largo de algunos años. Dichas reflexiones tienen necesariamente un carácter exploratorio pues si bien el personalismo proporciona instrumentos conceptuales para abordar la praxis, tal abordaje no se ha hecho más que de manera muy limitada por algunos autores como Wojtyla o Zubiri[3]. Esto supone que algunas de las consideraciones que aquí se hacen poseen el carácter de primera aproximación a un problema, con las inevitables inexactitudes que tales intentos llevan consigo y que esperamos que el lector tenga a bien disculpar. Nos apoyaremos inicialmente en Wojtyla para realizar el pasaje de la teoría de la acción – mucho más transitada- a la filosofía de la praxis. Y, a partir de allí, y sobre los elementos que vayamos adquiriendo, confrontaremos la posición personalista con el aristotelismo y con el marxismo. Por último, afrontaremos la posibilidad de concebir al personalismo en sí mismo como praxis.

2. De la teoría de la acción a la filosofía de la praxis

            Para introducirse en la cuestión resulta muy adecuado el siguiente texto en el que Mounier expone la actitud general del personalismo ante la acción: “Que la existencia es acción, y la existencia más perfecta acción más perfecta, pero acción de todos modos, es una de las intuiciones maestras del pensamiento contemporáneo. Si repugna a algunos introducir la acción en el pensamiento y en la más alta vida espiritual, es porque se forjan de ella implícitamente una noción estrecha, al reducirla al impulso vital, a la utilidad o al devenir. Pero es necesario entenderla en su sentido más vasto. Por el lado del hombre, designará la experiencia espiritual integral; por el lado del ser, su fecundidad íntima. Se puede decir entonces: lo que no obra no es. El logos es verdad; desde el cristianismo es también camino y vida. Debemos a Maurice Blondel el haber afirmado ampliamente estas ideas. Una teoría de la acción no es, pues, un apéndice del personalismo, ocupa en él un lugar central”[4]. Que esto sea así resulta perfectamente coherente. El personalismo privilegia las dimensiones existenciales y dinámicas de la vida: la libertad; la temporalidad, que trae consigo el carácter narrativo o biográfico de la persona; la dinamicidad del ser, y sobre todo del sujeto, que se va dando forma a sí mismo y a cuanto le rodea, etc. Todo ello no puede por menos de poner en un primer plano a la acción entendida justamente como el modo de interacción del hombre consigo mismo y con la realidad, como la interfaz entre el sujeto y el mundo.

            Ahora bien, la acción puede ser abordada desde dos perspectivas diferentes, aunque profundamente interconectadas[5]. La primera de ellas consiste en mirar hacia dentro del hombre y concebirla como una dimensión específica del ser personal o, más bien, como el despliegue operativo de ese mismo ser. Desde esta perspectiva las cuestiones que deben ser resueltas, y que son las que se plantea la teoría de la acción, son las siguientes: ¿qué es exactamente la acción?, ¿cuál es su relación con la persona?, ¿qué es lo propio de la acción libre?, ¿cuál es la causa o el motivo de la acción?, ¿cuál es la relación entre inteligencia, voluntad y acción?, etc.[6]. La acción humana, sin embargo, no es un mero mecanismo interior al sujeto, no se agota en la interioridad ni en el sí-mismo de las personas. Trasciende a las fuentes de las que toma su energía y surge al exterior transformado el mundo. Desde este punto de vista, la acción no es fundamentalmente un engranaje integrado en un complejo mecanismo antropológico, sino la fuerza de ese mismo mecanismo en cuanto que modifica el entorno que le rodea. Considerada desde este punto de vista, la acción pierde su carácter intimista y se convierte en fuerza transformadora de la realidad, es decir, en praxis. En este marco, las preguntas y las cuestiones que se suscitan son muy diferentes: ¿cuántos tipos de acción hay?, ¿qué estructuran tienen?, ¿cómo transforman la realidad?, ¿qué relación hay entre el hombre y los objetos que crea?, etc.

            Este es justamente el terreno que nos interesa explorar en este texto pero, antes de iniciar esa indagación resulta necesario detenerse todavía un momento en el campo de la teoría de la acción y describir, aunque sea de manera muy sumaria, los rasgos esenciales del acto. El motivo es bastante obvio: praxis y acción humana, ya lo hemos dicho, no son realidades separadas ni mucho menos opuestas: no son, en el fondo, más que la misma acción, en un caso, analizada en relación a los presupuestos antropológicos que la hacen posible y, en el otro, en cuanto operando en el mundo es contemplada por un observador externo. Por ello, la concepción que se posea de una influirá inevitablemente en la concepción de la otra.

            De la teoría personalista de la acción nos interesa quedarnos ahora fundamentalmente con un dato: la descripción de la acción como una estructura bidimensional que opera siempre simultáneamente en dos direcciones: transitiva e intransitiva[7]. La acción humana, en efecto, es siempre transitiva pues siempre opera, impacta o influye en un objeto distinto (desde un punto de vista formal) del origen de la acción. La acción, en otras palabras, se aplica siempre a algo distinta de sí misma. El trabajo, las acciones económicas, el juego, la diversión, la contemplación miran siempre a algo (el objeto de la acción) diferente del sujeto que la efectúa[8]. Pero, simultáneamente, la acción humana es siempre intransitiva. No se trata aquí de que el objeto de la acción pueda ser el mismo sujeto. Esta posibilidad, en efecto, no va más allá de la transitividad porque el sujeto aparece ante su acción como una realidad externa a sí mismo: se llega a sí desde el exterior. Se trata de algo mucho más profundo. Se trata de que en cada acción -y ese cada es muy importante- por el mero hecho de actuar, el sujeto se modifica a sí mismo. Puede haber estado cavando, rezando, contemplando un cuadro o ensimismado delante de un paisaje. En cualquiera de esas situaciones nunca emerge de la acción sin una modificación interior, sin un cambio. La acción, que nunca había salido completamente del sí-mismo, deja siempre su marca en el en-sí. Notemos por último, porque esto es fundamental, que el objeto externo no determina en absoluto la existencia de esta modificación. Influye, por supuesto, en la cualidad de esa modificación, pero no en su existencia. Esta se da siempre porque toda acción humana es siempre intransitiva[9].

Este rasgo fundamental de la acción, sin embargo, ha quedado eclipsado durante mucho tiempo por el esplendor del objeto material y la capacidad humana de transformación del mundo. La exuberancia de nuestra potencialidad operativa nos ha impedido darnos cuenta o, por lo menos, reflexionar a fondo sobre la relevancia y las consecuencias de nuestra capacidad auto-operativa, es decir, sobre la capacidad de modificarnos a nosotros mismos. Pero sólo teniendo muy presente esta dimensión es posible llegar a una concepción equilibrada y justa de la praxis que no conduzca ni a espiritualismos quietistas ni a materialismos hiperactivos.

            Tenemos, por tanto, en definitiva, que la teoría de la acción adopta, generalmente, una perspectiva individual y, por así decir, de filosofía psicológica. Lo que le interesa es comprender la acción de una persona individual determinando la relación que se establece entre esa persona y su acción y el papel de los elementos que la posibilitan, determinan o configuran: la libertad, la inteligencia, la operatividad humana, la responsabilidad, la moralidad, etc. El término praxis, sin embargo, nos coloca en una perspectiva diferente. Nuestro foco de atención ya no se centra en el interior, en la subjetividad, sino en el exterior, en la energía operativa y transfiguradora de la acción. La praxis, además, no considera fundamentalmente la acción individual de una persona individual, sino el “obrar humano en general”, es decir, las acciones humanas tomadas como una colectividad, como un flujo operativo que surge de la humanidad como sujeto común. Podemos así proponer ya una posible definición de praxis: “el obrar humano en cuanto transformador de la realidad”. Este es el concepto sobre el que trabajaremos a continuación.

            3. La estructura de la praxis

En el artículo titulado El problema del constituirse de la cultura a través de la “praxis” humana[10], Wojtyla proporciona lo que, en mi opinión, pueden considerarse las dos claves principales de una concepción personalista de la praxis. La primera es la existencia de una doble prioridad del hombre sobre la praxis: metafísica y praxeológica. La prioridad metafísica se expresa en el conocido adagio clásico: operari sequitur esse. La praxis es un producto del hombre por lo que tanto su existencia como sus características están determinadas por ese hombre que la introduce en la existencia. No hay, por tanto, ni puede haber, praxis sin hombre, como no hay efecto sin causa. Wojtyla, por tanto, rechaza aquí todo estructuralismo y todo marxismo radical. Primero, el hombre; luego, la praxis. La intuición kierkegaardiana acerca de la radicalidad de la existencia individual es el primer factor que hay que considerar tanto al afrontar el tratamiento de la praxis como al intentar articularlo. Pero, para Wojtyla, la prioridad del hombre sobre la praxis no se detiene aquí. A la prioridad clásica hay que añadir la prioridad “praxeológica”, que es de orden ético, y sostiene que no solo la praxis procede del hombre (prioridad metafísica) sino que la praxis debe estar orientada hacia lo que conviene al hombre en cuanto ser trascendente y no meramente material.

Cada vez es más evidente la prodigiosa capacidad que posee la praxis de transformar el mundo. Pues bien, lo que dice Wojtyla, es que esa capacidad debe orientarse y dirigida hacia lo que le conviene de verdad al hombre. La praxis no puede ser un mecanismo ciego que multiplique de modo exponencial los bienes de consumo, los objetos mecánicos y tecnológicos y las riquezas materiales sin detenerse a considerar si tal multiplicación es buena para el hombre o si, por el contrario, acaba transformándolo en un esclavo voluntario –pero esclavo- de esos bienes que el mismo ha generado. Sin despreciar de ningún modo la dosis de humanidad que conlleva la proliferación de los bienes, la praxis humana debe ser consciente de que, para el hombre, como recordó Gabriel Marcel, lo más importante, no es tener sino ser[11].

            Esta doble prioridad se engarza y se fundamenta a su vez en la existencia de una doble dimensión de la praxis, que depende de la doble dimensión –transitiva e intransitiva- de la acción. La praxis humana posee, en primer lugar, una dimensión objetiva y estructural, cosmológica, que la capacita para transformar el mundo. El hecho resulta evidente, pero no por ello deja de asombrar una y otra vez. Frente a la dependencia del mundo natural que condicionaba casi completamente la vida de nuestros antecesores, habitamos hoy en espacios artificiales creados por nosotros mismos y que manipulamos a nuestro antojo. Nuestros instrumentos de interacción con la realidad son cada día más complejos y sofisticados. Los bienes de consumo y las posibilidades de elección se multiplican. La tierra entera cambia su faz bajo el imperio del hombre hasta el punto de que el mundo natural, que antes imponía su dura ley a los hombres, es hoy un mundo dominado que debe ser protegido para garantizar su subsistencia. Este es el fruto, impresionante, de la dimensión objetiva de la praxis, ligada a la dimensión transitiva de la acción. Pero existe, además, una segunda dimensión: la intransitiva o subjetiva que, en realidad, es la más importante. El obrar humano no sólo transforma las realidades externas, también es capaz de transformar a la misma persona a través, fundamentalmente, de la cultura y de sus manifestaciones.  Y este aspecto es siempre el más radical pues el hombre vale más por aquello que es que por aquello que tiene.

            La praxis personalista, por tanto, según Wojtyla se estructura sobre una doble prioridad metafísica y ética del hombre sobre la praxis y sobre una doble estructura de esa misma praxis que la hace capaz de producir bienes de consumo (en su dimensión transitiva) y operar sobre las capas profundas del hombre en su dimensión intransitiva.

Tal concepción resulta brillante y esclarecedora pero consideramos que, para que resulte más completa y equilibrada, debe contrapesarse remarcando el proceso de retroalimentación que la praxis genera sobre la persona. Wojtyla lo ha tenido presente ciertamente de hecho[12], pero, al menos en este texto, no lo ha tematizado expresamente. La cuestión, sin embargo es importante. El flujo vital y existencial no sólo se dirige del hombre hacia la praxis; también sigue el camino contrario, de la praxis a la persona. En otros términos: no sólo el obrar sigue al ser (prioridad metafísica), también el ser sigue al obrar. La potencialidad transfiguradora de la praxis humana (en su vertiente transitiva e intransitiva) modifica las condiciones de existencia de la realidad y el marco cultural y social en el que la persona se comprende y se vive a sí misma. Y, consiguientemente, cambia a la persona misma. El hombre contemporáneo es distinto en una medida importante de sus antecesores y ese cambio se debe en parte al influjo de la praxis acumulada y objetivada a través de innumerables generaciones. Tal influjo no niega la prioridad metafísica del hombre sobre la praxis, pero sí afirma: 1) que la relación hombre-praxis no es un proceso unidireccional sino circular y 2) que la influencia de la praxis sobre la conformación antropológica de la persona puede ser enorme[13].

            4. Trabajo, belleza, cultura: sobre la dimensión intransitiva de la praxis

Si bien Wojtyla no ha tematizado la estructura circular de la relación hombre-praxis, sí ha tratado un aspecto particularmente importante de esa relación: la importancia que posee la dimensión transitiva en una configuración adecuada de la cultura. El despliegue operativo de la acción humana, especializado y gestionado a través de la espectacular red social configurada por las profesiones, ha tenido tal éxito en nuestra sociedad que se ha convertido, por eso mismo, en una grave amenaza. El hombre corre el peligro de hacerse esclavo de su propia producción, del brillante mundo que ha generado, entregando su vida y su alma y perdiendo con ello los rasgos más profundos de su identidad. Vivir para el trabajo, o para consumir, o para disfrutar de placeres pasajeros, este es el riesgo, constante, cercano y riguroso en el que se encuentran hoy muchas personas.

¿Cómo se puede salir de esta espiral, de esta vorágine fascinante pero destructora? La receta de Wojtyla es precisa y contundente: mediante la admiración, la belleza y la verdad o, en otras palabras, mediante la promoción de la dimensión intransitiva de la praxis. Necesitamos amor, belleza, verdad, fascinación, trascendencia: un sentido para las cosas, un sentido para la vida. Necesitamos reposar de la acción incesante mediante la admiración y la contemplación para ser así capaces de dar sentido a esa misma acción evitando que se convierta en una huida hacia adelante que pueble el mundo de objetos mientras el hombre se vacía.

A esta tarea debe contribuir la auténtica cultura, es decir, la correcta objetivación de la dimensión intransitiva de la praxis en su vertiente configuradora de la comprensión y concepción del mundo. Y justo en este sentido indica Wojtyla que “la cultura como modo de existencia del modo específico y al mismo tiempo esencial para el hombre, se constituye en praxis humana sobre la base de una desinteresada afirmación frente a los actos y a las obras humanas, sobre el fundamento de la comunión interior con la verdad, el bien o lo bello. Donde falta la capacidad de sentirse fascinados, donde falta también por así decir lo que es ‘de necesidad social’ para tal fascinación, y las posturas de los ambientes y de las sociedades no va más allá de lo que es solamente útil, en tales condiciones falta en el fondo la cultura, o bien la cultura se encuentra en grave peligro”[14].

Pensemos, por un momento, continúa Wojtyla, en un asunto que puede parecer muy alejado de estas consideraciones, en la inmortalidad. Una sociedad, una cultura, centrada en la producción, en la acumulación de factores materiales (se trate de productos alimenticios o de ingenios tecnológicos) es una cultura centrada en la transitividad, es decir, en lo que pasa y perece; es, en otras palabras, una cultura de la muerte. Solo la dimensión intransitiva de la praxis (no utilitaria, contemplativa, orientada al ser y no al tener) es capaz de generar obras imperecederas portadoras de sentido que resisten al paso corrosivo y deletéreo del tiempo. Porque el hombre muere, ciertamente, pero deja su obra, su obra “intransitiva”, que no perece con él, sino que le sobrevive y en la que lega a la posteridad su mensaje implícito pero poderoso de trascendencia. Y ese mensaje (ya sea en la forma de teatro, escultura, poesía, literatura, música o pintura) se convierta así en fuente poderosa de intransitividad para las generaciones posteriores que accedan a él; fuente porque posee la capacidad interior de transmitir e inspirar la intransitividad a quienes entran en contacto con él; fuente porque la misma obra que el hombre ha creado con su espíritu parece reclamar, como un derecho que nadie debería conculcar, la inmortalidad[15]; y fuente, finalmente, porque la obra intransitiva se constituye como el mejor testimonio de la inmortalidad de aquel que la ha creado.

            5. Praxis personalista y praxis aristotélica

            Apuntadas ya algunas ideas acerca del concepto personalista de praxis, la comparación con el modelo aristotélico no sólo se presenta como interesante sino que resulta ineludible. Para cualquier doctrina, la confrontación con la posición aristotélica es siempre un envite del que puede y debe esperarse mucho. Si, además, como es el caso, el concepto de praxis tiene su origen en el propio Aristóteles, la comparación resulta insoslayable. Como es conocido, Aristóteles dividió la acción humana en tres grandes tipos: la producción, el obrar ético y la contemplación, cuyas características principales son las siguientes[16]:

            1) El hacer o, de un modo, más preciso, la producción (poiesis) está conformado por las acciones en las que el sujeto realiza una actividad concreta y material que implica una transformación de la realidad mediante la elaboración de un objeto externo a la persona. Los ejemplos son fáciles de encontrar y pueden multiplicarse: fabricar objetos, instrumentos, utensilios, trabajar en profesiones materiales como la construcción, la agricultura, la industria, etc. Lo propio de estas acciones es que son esencialmente transitivas ya que operan bajo el dominio y dirección del objeto. La persona, de hecho, está centrada en la realización (producción) del objeto externo que es el que determina el inicio y la finalización de la acción. La acción productiva, en definitiva, consiste en la modificación del mundo mediante la realización de un objeto.

            2) La segunda categoría de la acción la constituye el obrar moral al que Aristóteles denomina praxis.  A diferencia de la producción, aquí no estamos ante un mero salir externo del sujeto con el resultado de una modificación de la materia. La praxis afecta al mismo sujeto porque su contenido lo forman las acciones de tipo ético, que implican una decisión sobre el bien o sobre el mal y, por lo tanto, determinan su orientación ética. La praxis, por esta razón, no revierte sobre el exterior material, sino sobre la estructura antropológica y ética de la persona y posee, por eso, una dimensión intransitiva. La persona humana, mediante su obrar moral, se va haciendo buena o mala, y, si repite suficientemente los actos, virtuosa o viciosa a través de la generación de los hábitos. La praxis, es, por tanto, básicamente intransitiva.

            3) Aristóteles contempla por último una tercera categoría de acciones: la contemplación o teoría, que constituye el nivel de actividad más perfecto por tratarse del tipo de acción más puro y desinteresado. La producción estaba centrada y dominada por el objeto. La praxis se libera en gran medida de ese dominio, pero no completamente, pues la cadena de decisiones morales que el bien y el mal imponen y la gradualidad con la que el bien se logra, inyectan una dosis inevitable de finalidad exterior a la acción que degrada su calidad. Pero en la contemplación, en la pura teoría, no se busca nada más allá de la misma acción: el fin está integro en la acción y por eso la acción es plena y perfecta[17]. Se contempla para contemplar y la misma acción es contemplación. Por eso, la acción contemplativa es perfectamente intransitiva ya que permanece completamente en el interior del sujeto. Para Aristóteles, la contemplación es, fundamentalmente, una actividad intelectual: la acción más perfecta de la facultad más perfecta[18].

            Hasta aquí Aristóteles y la tradición clásica. La pregunta es ahora la siguiente: ¿Cuál es la visión del personalismo de esta clasificación y qué consecuencias saca para su visión de la praxis? Ciertamente, toda pieza clave de la arquitectura intelectual aristotélica merece enorme admiración y respeto, pues ha determinado los caminos de la mentes de los hombres a lo largos de decenas de siglos. Pero esa admiración y respeto no debe, si es el caso, ser obstáculo para un análisis crítico si se imponen, o por lo menos se intuyen, algunos posibles defectos o limitaciones. Y este es precisamente el caso en que nos encontramos. Si bien no se puede dejar de reconocer que Aristóteles ha sabido captar con su mirada genial algunos de los rasgos imperecederos de la acción humana – principalmente la transitividad y la intransitividad, así como una categorización específica del actuar humano- no se puede dejar de señalar que esta clasificación, tal como Aristóteles la realiza, plantea dificultades importantes. Son, fundamentalmente, dos, que afectan a las dos grandes ideas que Aristóteles formaliza mediante esta tripartición[19].

            La primera intuición brillante que Aristóteles versa en esta clasificación es el descubrimiento y formalización de las dimensiones transitiva e intransitiva de la acción humana. La acción humana posee ambas dimensiones y el Estagirita las distribuye y aplica en el modo que acabamos de describir. Ahora bien, el problema que se plantea es que la asignación de los elementos transitivo e intransitivo que Aristóteles realiza parece insatisfactoria. Acabamos de decir, -y ahora se puede entender mejor el porqué de nuestra insistencia en este dato- que toda acción humana posee una dimensión transitiva e intransitiva, que en toda acción el hombre no sólo modifica la realidad sino que se modifica a sí mismo. Pero esta no parece ser la posición de Aristóteles; para él, hay acciones que modifican la realidad (la poiesis) y hay acciones que modifican al sujeto (la praxis). Pero se trata de dos clases de acciones esencialmente diferentes. Pues bien, parece que aquí Aristóteles se equivoca. La moderna reflexión sobre la subjetividad o el mero análisis fenomenológico muestra sin lugar a dudas que toda acción deja una marca interna sobre el sujeto que la realiza y, esto, por una razón muy simple. Porque la acción nunca está determinada exclusivamente por el objeto, como parece pensar Aristóteles, especialmente en el caso de la producción, sino por el hombre que la realiza. La acción es siempre del hombre, verse sobre lo que verse, ya que no es otra cosa que la misma persona desplegando su energía transformadora. La acción, en otras palabras, nunca se puede distinguir radicalmente de la persona y, por eso, posee siempre una dimensión espiritual e intransitiva.

La conclusión radical que hay que sacar de este hecho es que, en realidad, y aunque a primera vista pueda parecer lo contrario, la clasificación de Aristóteles no describe acciones reales sino aspectos formales presentes en cada acción. No existen acciones solamente transitivas ni solamente intransitivas sino que, en toda acción (se trate de poner ladrillos o de “contemplar”) hay una dimensión transitiva u objetiva y otra intransitiva o subjetiva. Toda acción es realizada por un sujeto que modifica siempre su intimidad al realizarla (que lo haga más o menos es otra cuestión) y que, de igual modo, busca un objetivo mediante su realización (también en la contemplación)[20].

Este replanteamiento de la posición aristotélica permite asimismo sentar las bases para superar otro problema que ha afectado a esta tradición durante siglos: la excesiva separación entre los aspectos técnicos y morales de la acción. Si bien ambos aspectos se pueden distinguir, no resulta procedente separarlos drásticamente asignando los técnicos a la poiesis y los morales al obrar-praxis ya que en las acciones humanas reales no se da esa separación. El obrero que construye una valla está realizando simultáneamente una tarea humana y técnica con la que contribuye al bienestar de los demás hombres, y lo mismo sucede con cualquier otra acción. No tiene sentido, por tanto, distinguir acciones meramente técnicas o productivas y acciones morales. Sucede aquí algo parecido a lo que hemos comentado anteriormente sobre los tipos de acción. Cabe distinguir, por supuesto, entre los aspectos técnicos y morales de una acción pero sólo desde un punto de vista formal, no como acciones distintas.

En realidad, y quizás es algo que no se ha tenido suficientemente en cuenta por los que han aceptado esta clasificación, esta división está muy ligada a las circunstancias sociales y culturales de la época griega y romana (y, en parte, de la medieval que la retomó), muy distinta de la nuestra, y eso explica en parte los problemas que genera su utilización de manera no crítica. La distinción entre hacer y obrar tiene su origen, en buena medida, en la estructura social griega (y, en general, del mundo antiguo) que encomendaba las tareas pesadas y materiales (el trabajo) a los esclavos mientras que reservaba la actividad política y de ocio para los hombres libres[21]. Se entiende así que la poiesis fuese considerada una actividad inferior y transitiva ya que consistía en la producción de objetos por seres que no eran considerados personas.

Algo similar ocurre con la sobrevaloración de la contemplación o de la especulación, que depende de la visión aristotélica (griega) de los dioses y de algunas carencias antropológicas, como el concepto de amor. Los dioses aristotélicos no podían actuar, ya que eso hubiera significado que buscaban algo de lo que carecían y, por lo tanto, que eran imperfectos, es decir, no-dioses. Consecuentemente, Aristóteles concluyó que el obrar moral (agere) no podía ser la acción más perfecta ya que los dioses no la realizan. Él mismo lo explica con nitidez: “Que la felicidad perfecta es una actividad contemplativa será evidente también por lo siguiente. Consideramos que los dioses son en grado sumo bienaventurados y felices, pero ¿qué genero de acciones hemos de atribuirles? ¿Acaso las acciones justas? ¿No parecerá ridículo ver a los dioses haciendo contratos, devolviendo depósitos y otras cosas semejantes? ¿O deben ser contemplados afrontando peligros, arriesgando su vida para algo noble? ¿O acciones generosas? Pero, ¿a quién darán? Sería absurdo que también ellos tuvieran dinero o algo semejante. Y ¿cuáles serían sus acciones moderadas? ¿No será esto una alabanza vulgar, puesto que los dioses no tienen deseos malos? Aunque recurriéramos a todas estas virtudes, todas las alabanzas relativas a las acciones nos parecerían pequeñas e indignas de los dioses. Sin embargo, todos creemos que los dioses viven y que ejercen alguna actividad, no que duermen, como Endimión. Pues bien, si a un ser vivo se le quita la acción y, aún más, la producción, ¿qué le queda, sino la contemplación?”[22]. Si a esta perspectiva se añade el intelectualismo aristotélico, las conclusiones son evidentes: como la facultad más perfecta es la inteligencia, el acto más perfecto, que corresponde al ejercicio de la facultad más perfecta, es precisamente la especulación o contemplación.

Que los problemas que planteaba esta distinción no fuesen advertidos posteriormente por los pensadores cristianos medievales que la asumieron y formalizaron puede estar ligado a que las condiciones sociales y culturales de la época medieval todavía no habían cambiado lo suficiente. El trabajo profesional no había alcanzado el prestigio y la importancia que posee hoy en día (habría que esperar siglos)[23]. Y, consecuentemente, no se vieron impulsados a un repensamiento ni del concepto de trabajo ni del de praxis. También pudo influir que la mayor parte de ellos pertenecían a órdenes religiosas y, al no estar implicados en trabajos profesionales, la distinción entre técnica y moral, por ejemplo, no planteaba excesivas dificultades y, menos aún, la primacía de la contemplación. Esta, por el contrario, concordaba perfectamente con el ideal religioso de separación del mundo y de las cosas mundanas para concentrarse en “lo único importante”, y resultaba, por tanto, el tipo de actividad más perfecta de acuerdo con la tradición aristotélica si bien ligeramente modificada ya que Aristóteles propugnaba una contemplación casi exclusivamente intelectual, algo incompatible con el cristianismo[24].

Esta insuficiencia de la posición aristotélica parece poder demostrarse además a posteriori, en la parquedad y pobreza de las reflexiones que ha generado esta tradición tanto sobre el concepto de praxis como, sobre todo, sobre sus dimensiones específicas: juego, trabajo, descanso, creación estética, producción, etc. El escaso rango ontológico que se concede a la praxis supone ya, en efecto, una falta de aliciente para su estudio pero, además, al centrarse la discusión en la transitividad o intransitividad de la acción se pierde de vista la especificidad de cada acción. La diferencia entre jugar, trabajar o descansar, en efecto, no radica en ese punto, pues ambas dimensiones están presentes en cualquiera de esos tipos de acciones, sino en la realidad específica que la persona busca conseguir a través de cada una de ellas: la diversión, la obra realizada, el descanso. El hecho consumado, en cualquier caso, es que en esta tradición encontraremos raramente reflexiones originales sobre estas cuestiones.

Todas estas reflexiones conducen, en definitiva, a una conclusión ineludible: la necesidad de un replanteamiento profundo de la posición aristotélica. Ante todo, y fundamentalmente, debe reivindicarse la positividad del trabajo y de la praxis en cuanto tal. Ni la praxis ni el trabajo son el reducto forzado de los desheredados de la tierra, ni se sitúan en el último rango de la escala antropológica. Al contrario, constituyen una de las manifestaciones más excelsas de la dignidad de la persona. En segundo lugar, resulta necesaria proponer una nueva categorización global del obrar. Por praxis no se debe entender un tipo específico de acción humana, sino cualquier tipo de acción: el obrar humano considerado en su generalidad, cualquier tipo de obrar, siendo el trabajo ciertamente uno de los más importantes, pero no el único. Una vez sentadas estas bases resulta posible recuperar un aspecto esencial de la tradición aristotélica, su intuición de la existencia de una doble dimensión -intransitiva y transitiva- en la acción; pero ahora, en vez de asignar esas dimensiones a tipos de acciones específicas -la intransitividad a la praxis y transitividad a la poiesis–  hay que asignarlas –convertidas en elementos formales- a todas las acciones humanas porque toda acción humana es simultáneamente y siempre transitiva e intransitiva. Este planteamiento permite además superar la imperfecta jerarquización perfectiva aristotélica pues cualquier acción humana es ya de por sí intrínsecamente digna al poseer una dimensión intransitiva; y se rompe asimismo, por último, la excesiva separación que generaba la tripartición clásica entre moral (propia de la praxis) y técnica (propia de la poiesis). Ahora, toda acción humana posee o puede poseer simultáneamente una vertiente ética y otra vertiente técnica.

6. Praxis personalista y praxis marxista

            Desde este punto de vista, el concepto personalista parece coincidir casi exactamente con la concepción marxista de la praxis. Kitching, que ha trabajado esta cuestión, indica que Marx detectó en las posiciones de Hegel y Feuerbach una insistencia excesiva en la actividad intelectual de las personas, y reivindicó, por el contrario, la importancia de la actividad humana, de cualquier tipo de actividad. Esa reivindicación implicaba por un lado la exaltación de la actividad humana en general como constructora del mundo y, por otra, la desmitificación de la actividad intelectual como la actividad más perfecta. Esta perspectiva, por otra parte, y quizá conviene advertirlo, no implicaba ninguna renuncia ingenua al papel de la inteligencia en la acción sino la toma de conciencia de que la inteligencia está presente en todo tipo de acción y la constatación de que no son necesariamente más importantes las acciones en las que prevalece la actividad intelectual. Pensar sobre futiles cuestiones académicas, por ejemplo, es para Marx mucho menos importante y mucho más irresponsable que trabajar por la revolución. La teoría marxista, en definitiva, sostiene que los hombres no son seres pensantes, sino seres activos. “Los seres humanos hacen todo tipo de cosas (correr, saltar, construir, destruir, luchar, negociar, hacer, reparar, amar, odiar), y pensar es, por lo tanto, sólo una de las cosas que hacen. O, para expresarlo conjuntamente de una manera mejor, pensar está entremezclado y es una parte integral de todo lo que hacen. En breve, pensar es una parte integral de la vida activa, de la práctica (en alemán praxis) de una criatura activa y con objetivos (purposeful)”[25].

            Como es fácil de ver, este planteamiento parece concordar de modo muy sustancial con la posición personalista, tal como la acabamos de describir al intentar superar la teoría aristotélica: la praxis como categoría general del obrar; redimensionamiento del papel de la inteligencia, etc. Sin embargo, la concordancia entre la posición marxista y la personalista no es ni mucho menos tan completa y hay que estudiar el asunto con detalle para no llegar a conclusiones precipitadas o falsas. Ante todo resulta necesario precisar la posición de Marx y del marxismo para lo cual hay que remitirse a sus fuentes: Hegel y Feuerbach[26]. Hegel parece ser el primer filósofo que tomó conciencia explícita del valor intrínseco del trabajo y superó por fin su consideración exclusivamente instrumental. En el famoso texto de la Fenomenología del espíritu en el que analiza la relación entre el señor y el esclavo, afirma que la obligación que se le impone al esclavo de trabajar no es completamente negativa porque con ese trabajo se redime y se transforma a sí mismo mientras que, por el contrario, el señor, liberado de trabajar, cae en el ocio y en la dependencia del esclavo[27]. Feuerbach, por su parte, materializó la posición de Hegel, al señalar que, si bien sus análisis podían ser brillantes y sugerentes, tenían lugar en el mundo del pensamiento abstracto, al ser meras determinaciones del espíritu objetivo. Hegel, en realidad, alienaba el pensamiento, dando consistencia óntica a entidades puramente intelectuales como “simplicidad”, “humanidad”, “generalidad”, “objetividad”, etc. Pero, en verdad, los únicos sujetos existentes son los sujetos reales.

            La conjunción de la posición de Hegel con el materialismo de Feuerbach (alabado y censurado por Marx y Engels en las Once tesis sobre Fuerbach) conduce a la primera posición marxista sobre el trabajo y la praxis que podemos sintetizar en los siguientes puntos: 1) el hombre es un ser activo y trabajador capaz de transformar el mundo con su actividad; 2) esa actividad es multiforme, pero resulta especialmente importante en su dimensión productiva y material; 3) esa capacidad activa es una de sus mayores cualidades y de sus rasgos definitorios y, por supuesto, es esencial e intrínsecamente positiva; 4) en las sociedades capitalistas, el proletario pone esa capacidad y sus frutos al servicio de la burguesía dando lugar al proceso de alienación; 5) la importancia de la praxis activa es tan grande que pone a su servicio la actividad intelectual, dando la vuelta al planteamiento anterior. La acción ya no debe estar al servicio de la contemplación, sino al contrario, como afirma la famosa XI tesis sobre Feuerbach: “Los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de distintos modos. De lo que se trata es de transformarlo”[28].

            ¿Qué se puede concluir de todo esto? Ante todo que Marx captó con gran lucidez la relevancia de la acción en el conjunto de la vida humana y, especialmente, del trabajo, de su trascendencia material y social y de su sentido esencialmente positivo[29]. Sus análisis son poderosos e innovadores, y responden también a un conocimiento detallado de las condiciones culturales, sociales y económicas de su época. Marx, en otras palabras, elaboró una nueva concepción del trabajo sostenida en intuiciones originales y profundas de la praxis y de la acción humana. ¿Pero llegó Marx a elaborar –y esta es la cuestión clave- una auténtica y completa teoría de la praxis?

            La respuesta correcta parece ser que no. Por un lado, en los escritos posteriores a los Manuscritos económico filosóficos de 1844 no hay avances significativos en la concepción de la praxis. Las ideas básicas se repiten y no se progresa en el análisis del problema. Sí que se progresa, sin embargo, en un aspecto concreto: en el análisis de las prácticas de clase vistas desde una perspectiva social y productiva que es, en definitiva, lo que a Marx le interesaba. Su problema, en efecto, no era la praxis humana en general sino la praxis productiva en su dimensión transformadora de la sociedad. En el fondo, estaba poniendo en práctica su propia teoría. La misión de la filosofía (XI tesis sobre Feuerbach) no debía consistir en resolver cualquier posible problema especulativo (la praxis en general, todo tipo de praxis) sino en cambiar la sociedad. Y eso, según su pensamiento, sólo se podía lograr mediante la lucha de clases. Por eso centra ahí su análisis[30]. Hay, además, otro matiz importante: Marx va a dar cada vez más relevancia a la influencia de la praxis sobre el hombre. Aunque este es un ser activo y generador de praxis, es, a su vez, el resultado de esta praxis sustancializada en las relaciones de producción. Esta idea está ya presente en sus primeros escritos pero quizá de manera más implícita. Con el paso del tiempo, Marx insistirá en este lado de la balanza hasta vencerla en esta dirección: es la praxis, la praxis productiva a través de las condiciones materiales y económicas, la que determina la esencia humana, lo que el hombre es.

            Todo esto significa, en definitiva que, si bien Marx desarrolló elementos muy importantes para construir una filosofía de la praxis, no la construyó de hecho porque estaba interesado sólo en un aspecto: la praxis productiva. Por eso, si bien los epígonos marxistas como Gramsci, Sánchez Vázquez y otros[31], que pretenden identificar el marxismo con una filosofía de la praxis tienen a su favor las intuiciones originales de Marx, tienen en cambio en su contra que éste nunca elaboró una teoría completa y se limitó a su dimensión productiva[32]. Resulta, por tanto, incorrecto –o, al menos forzado- atribuir a Marx, como hace Kitching, una concepción global sobre todos los campos de la acción. Esta teoría global puede, en todo caso, atribuírsele a los tardíos filósofos de la praxis marxista, pero no sin dificultades puesto que topamos aquí con la cuestión clave: la antropología. No está nada claro, en efecto, que cualquier marxismo, incluido este último, dada la visión antropológica tan sesgada de la que parte, sea capaz simultáneamente de interesarse por todas las actividades de la vida humana y mantenerse marxista.

            Y es aquí donde comienza el conflicto intenso entre marxismo y personalismo. Porque hasta este momento, dejando de lado cuestiones importantes como hasta qué punto puede atribuírsele a Marx la doctrina que algunos filósofos de la praxis consideran marxista, sí hay convergencias notables en la comprensión de la praxis que parece de justicia remarcar: la concepción del hombre como un ser activo, es decir, como un ser en el que su actividad constituye una parte esencial y primaria de su identidad; la concepción de esa actividad como una dimensión , unitaria lo que implica tanto la superación del intelectualismo (aristotélico o idealista) como la eliminación de una categorización excesivamente estrecha de la acción, fundada, en el caso de Aristóteles, en una visión despreciativa del trabajo que el marxismo rápidamente detectó[33]. Y, consecuentemente, la concepción positiva de la praxis y del trabajo como medio de manifestación, de expresión y de realización de las potencialidades intrínsecas del ser humano, así como su comprensión como una realidad autoreferencial, es decir, no sólo transformadora de la naturaleza sino del hombre que la realiza.

            Hasta aquí las importantes convergencias. A partir de aquí las divergencias, también muy importantes, y dependientes de la diferente visión antropológica de ambas posiciones que se traduce en una estructuración de la relación hombre-praxis muy diferente. Para Marx, en efecto, el hombre no tiene naturaleza o, dicho de otro modo, la naturaleza no es un concepto cerrado, sino el producto de la historia y la evolución. “La esencia humana no es algo abstracto, inherente a cada uno de los individuos. Es, en su realidad, el conjunto de las relaciones sociales”[34]. Por eso, si bien el hombre actúa sobre el medio, la prioridad de esa relación corresponde al medio que es el que determina en cada momento la esencia humana y, consecuentemente, también, su modo de actuar. Ahora bien, como resulta fácil advertir, esta posición se opone frontalmente a la prioridad metafísica que el personalismo establece en la relación hombre-praxis. En efecto, no es la praxis quien genera al hombre sino que es el hombre el que genera la praxis, porque la prioridad existencial y metafísica corresponde a la persona y no a su actividad. Por muy central que sea la acción, no deja de ser un despliegue y exteriorización de la persona que es, por tanto, desde el punto de vista radical, la realidad fundamental.

Pero, además, el alma materialista y atea del marxismo también quiebra la prioridad praxeológica. Para una filosofía materialista la intransitividad, prolegómeno de la inmortalidad, no tiene sentido. Por eso, la praxis marxista real, a pesar de los esfuerzos teóricos de sus epígonos de la filosofía de la praxis, se orienta siempre y necesariamente hacia los medios de producción. ¿Hacia qué otra cosa podría orientarse una filosofía materialista?[35]. Eso no quiere decir que el marxismo no haya dedicado atención a la cultura; lo ha hecho, pero siempre como actividad secundaria y, sobre todo, al servicio de una visión del hombre en la que la dimensión intransitiva (es decir, trascendente) era irrelevante. Cultura, por tanto, sí; pero no como motor dinamizador de la fascinación por los valores espirituales sino como estructura al servicio de lo útil, como medio para potenciar la eficacia de los medios de producción y como mecanismo ideológico que permita la perduración de la concepción materialista de la existencia. En estos dos puntos la concepción marxista se sitúa en las antípodas del personalismo.

            7. El personalismo como praxis

            El personalismo, por último, no sólo es una filosofía de la praxis, una filosofía que toma en consideración la praxis; es una praxis en sí misma y una praxis orientada hacia la praxis. Es praxis porque toda acción humana lo es, y, por tanto, también la filosofía. Aquí, el personalismo no hace más que aplicarse a sí mismo su propia concepción de la praxis. Si entendemos por tal toda actividad humana, también hemos de incluir a la filosofía, en el bien entendido de que esto implica una visión adecuada de la filosofía que no la reduzca a una presunta actuación exclusiva o excesivamente intelectual. Es cierto, por supuesto, que la filosofía se caracteriza por un uso privilegiado y predominante del entendimiento, pero no lo es menos que nos encontramos ante una acción humana que, por tanto, involucra a toda la persona en cuanto tal. La filosofía no es pura actividad del intelecto, y ni siquiera este es su ideal (todo filósofo sabe que tal imagen no es más un espejismo idealizado): la filosofía es trabajo del hombre, de todo el hombre. Un trabajo que requiere estudio y reflexión, pero también, y quizás en no menor medida, interrelación personal, esfuerzo físico, búsqueda de materiales, obtención de fondos para ejecución de proyectos, diseño de planes para difusión de ideas, etc. Y todo eso este conjunto de actividades es ciertamente praxis, acción, y, más en concreto, la acción propia del trabajo intelectual.

            Pero el personalismo, además, es una praxis o, más en concreto, una filosofía orientada hacia la acción, afirmación que supone e implica una específica concepción del papel del filósofo en la sociedad. Para el personalismo, el filósofo no es un ser aislado y especial, separado del mundo y dedicado a la contemplación de las verdades imperecederas, sino un sujeto civil con una responsabilidad social. Un ciudadano como cualquier otro, con una profesión, su filosofía y, consecuentemente, con una responsabilidad: ayudar a la mejora de la sociedad a través de su actividad profesional, lo cual significa fundamentalmente la promoción y elaboración de una cultura acorde con la dignidad humana.

            Esta visión del papel del filósofo repercute a su vez en la concepción o estructuración de la filosofía personalista al imprimirle un giro práctico y una orientación hacia las áreas de la filosofía práctica. El giro práctico afecta a la misma estructura de la filosofía. Si utilizamos la distinción clásica entre filosofía práctica y especulativa (que tiene sus limitaciones, pero que es útil para plantear la cuestión), diríamos que el personalismo tiende a dar un peso interno significativo a la inteligencia práctica en su arquitectura conceptual, lo que significa que no se satisface con la “contemplación comprensiva” de la realidad, sino que busca diseñar mecanismos de acción que permitan intervenir en el fluido social[36]. Esto trae a su vez como consecuencia una específica orientación y determinación de sus contenidos. Si hay que intervenir en la sociedad, si hay que ayudar en la creación de una cultura poderosa pero humana, resulta claro que hay que dedicar especial atención a todas aquellas materias con especial impacto en la autocomprensión de la persona y en la organización social: la antropología, la ética, la filosofía social, etc. Esto no significa, por supuesto, que el personalismo no pueda ocuparse, y no se ocupe, de cuestiones de fundamentación, de gnoseología o de otras materias, pero sí señala una orientación privilegiada que va a hacer especialmente relevantes a algunas áreas dentro de esta línea de pensamiento[37].

            Cabría pensar que, vistas así las cosas, el personalismo no está muy lejos de la posición marxista en este mismo terreno. Y, en efecto, así es. Creo no equivocarme si afirmo que la inmensa mayoría de los filósofos personalistas suscribirían la famosa XI tesis sobre Feuerbach: “Los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de distintos modos. De lo que se trata es de transformarlo”. Y lo mismo se podría decir de buena parte de los presupuestos intelectuales que la sostienen (los que fundamentan la filosofía de la praxis). Pero también ahora hay que hacer matizaciones muy importantes.

            Ante todo debe ser claro que no hay conexión directa entre marxismo y personalismo; la teoría de la praxis personalista surge desde dentro de la propia experiencia personal de los filósofos personalistas y de su interés por colaborar en el bien de la sociedad. El origen de este planteamiento –o al menos parte de él- debe buscarse probablemente por otro lado muy diverso: en sus profundas convicciones religiosas, cristianas en su mayor parte, que implican e imponen una preocupación por el resto de la sociedad (amor al prójimo) de la que no es posible desentenderse si se quiere ser fiel a esos principios. La segunda cuestión es que la radical diferencia en la concepción de la persona que separa a ambas filosofía siempre acaba imponiendo su peso por encima de esta similitud (que, de todos modos, existe).

            Un texto de Gramsci me parece que lo muestra con claridad. Afirma este filósofo que se debe entender “la actividad filosófica no sólo como elaboración ‘individual’ de conceptos sistemáticamente coherentes sino además, y especialmente, como lucha cultural por transformar la ‘mentalidad’ popular y difundir las innovaciones filosóficas que demostrarán ser ‘históricamente’ verdaderas en la medida en que llegarán a ser universales concretamente, es decir, histórica y socialmente”[38]. Si nos atenemos a la primera parte del texto no estamos ciertamente muy lejos de la concepción personalista de la actividad filosófica tal y como la hemos descrito, pero en la continuación del escrito el planteamiento cambia radicalmente. Gramsci muestra un historicismo radical que le impide tener un concepto de verdad separado de la historia. Como el hombre no tiene naturaleza -consiste en relaciones sociales-, no podemos afirmar ninguna verdad absoluta acerca de él a menos que se haya impuesto históricamente. Pero esta perspectiva es radicalmente incorrecta para el personalismo. Si bien el hombre vive en la historia, no es historia y, por tanto, existe una naturaleza humana y un concepto fuerte de persona que se convierte en el punto de referencia de la verdad[39]. La afirmación histórica de un hecho, por tanto, nunca puede ser un criterio veritativo definitivo pues, de este modo, se justificarían todas las aberraciones de masa que los hombres, lamentablemente, hemos perpetrado a lo largo de la historia ya se trate del nazismo o del aborto. El criterio de verdad, ciertamente, se modela por la cultura y por la historia, pero no se puede reducir completamente a la cultura o a la historia porque, en ese caso, simplemente desaparece en cuanto tal.

            Llegamos así a la conclusión de estas reflexiones. Añadiría únicamente que, si bien el deseo de influencia social tanto de la filosofía como de los filósofos personalistas está presente en todos ellos (basta pensar, por ejemplo, en la relevancia pública de intelectuales como Mounier, Maritain, Guardini, Wojtyla, Marcel, etc.), cabe distinguir grosso modo dos actitudes relativamente diversas que se puede visualizar comparando la posición de Mounier y Maritain. El primero fue partidario de una acción social muy comprometida y directa que se rozara lo más posible con el tejido concreto de la vida. Maritain, por el contrario, fue más reservado y su compromiso social –no con la sociedad- fue menor. Entendía que su servicio debía hacerse básicamente desde la filosofía, mediante la elaboración de sistemas de ideas precisos y profundos que iluminaran la conciencia de los intelectuales, y que una excesiva implicación en el terreno social y político podía conllevar el peligro de debilitar la densidad de la filosofía transformándola en un mero acompañamiento, poco profundo y poco meditado, de la acción social. A mi entender, ambas posibilidades caben dentro del personalismo, ambas son lícitas. La corriente de personalismo comunitario, heredera directa de Mounier, ha optado generalmente por seguir fielmente la posición mounieriana. Personalmente, y en el marco de la sociedad de la primera mitad del siglo XXI, me parece más necesaria y fecunda la posición maritainiana. La creciente complejidad de nuestro entorno exige cada vez más finura, profundidad y sofisticación en las respuestas y propuestas a los problemas antropológicos y sociales. Y sólo una filosofía cada vez más precisa y elaborada puede estar a la altura de ese reto. Por eso considero que, para ser fiel a su vocación práctica, el personalismo debe ser hoy en día especialmente fiel a su vocación filosófica, pues sólo en la medida en que posea una arquitectura conceptual poderosa, profunda, sistemática y bien estructurada podrá ser realmente útil proporcionando a la sociedad el don que solo la filosofía posee: la iluminación de la inteligencia.

           

* Presidente de la Asociación Española de Personalismo. Universidad San Pablo-CEU

[1] El concepto de personalismo que aquí se utiliza se puede encontrar desarrollado en los siguientes textos: J.M. Burgos, El personalismo (2 ed.), Palabra, Madrid 2003 y Antropología: una guía para la existencia, Palabra, Madrid 2003.

[2] Una primera versión, muy reducida y parcial de este texto, se presentó como comunicación en dicho Congreso.

[3] Se ha señalado recientemente que existe la posibilidad de un tratamiento de la praxis desde Zubiri, tendencia que estaría en alza en el ámbito hispanoamericano a través de autores como I. Ellacuría, D. Gracia, G. Marquínez, A. González, J. Corominas, etc. No hemos explorado esta vía. Para un análisis de este planteamiento remitimos a O. Barroso, Verdad y acción. Para pensar la praxis desde la inteligencia sentiente de Zubiri, Comares, Granada 2002.

[4] E. Mounier, El personalismo, ACC, Madrid 1990, pp. 57 (cursiva nuestra).

[5] Abordamos aquí siempre la acción desde una perspectiva integral, es decir, como despliegue de toda la persona tal como ha sido desarrollada por Wojtyla en Persona y acción. En ese sentido, se corresponde siempre, en terminología tomista, con el “actus humanus” y no con el “actus hominis” (cfr. Tomás de Aquino, S. Th., I-II, q. 1, a.1). Por eso mismo, no resulta necesario explicitar siempre que se trata de un acto humano. Como dice Wojtyla: “llamamos acto exclusivamente a la acción consciente del hombre. Ninguna otra acción merece ese nombre. En la tradición filosófica de Occidente al término ‘acto’ corresponde el de ‘actus humanus’.  Si bien en nuestra terminología se encuentra a veces la expresión ‘acto humano’ no hace falta añadir humano porque sólo la acción humana es acto” (Persona e atto, LEV, Città del Vaticano 1982, p. 45; citamos por la edición italiana).

[6] Nos encontramos en el terreno de la antropología fundamental y la obra decisiva aquí, sin duda, es el trabajo de Karol Wojtyla, Persona y acción, un ensayo muy novedoso tanto porque aplica el método fenomenológico a una estructura filosófica aristotélico-tomista, como porque su método de análisis invierte el planteamiento clásico en el que se piensa primero la persona completa y después, como un añadido, complemento o accidente, se considera la acción. “En nuestro estudio, titulado Persona y acción, afirma Wojtyla, pretendemos invertir esa relación. No será un estudio del acto en el que se presupone a la persona. Hemos seguido una línea distinta de experiencia y de comprensión. Será, por el contrario, un estudio del acto que revela a la persona; estudio de la persona a través del acto. (…) (El acto) Nos permite analizar la existencia de la persona del modo más adecuado y comprenderla del modo más completo. Experimentamos el hecho de que el hombre es persona, y estamos convencidos de ello porque realiza actos” (K. Wojtyla, Persona e atto, cit., p. 29). Para profundizar en la posición de Wojtyla: cfr. J. M. Burgos (ed.), La filosofía personalista de Karol Wojtyla, Palabra, Madrid 2007.

[7] Tomamos esta idea de Persona y acción, donde Wojtyla la ha desarrollado magistralmente en relación a la libertad entendida como autodeterminación y elección.

[8] Ese objeto, evidentemente, puede ser el mismo hombre que actúa; por ejemplo, cuando se reflexiona sobre sí mismo; pero desde un punto de vista formal se trata de un objeto externo a la persona en cuanto esa reflexión no estaba inicialmente en el sujeto sino que se activa a través de la acción.

[9] Se podría objetar que si no hay objeto transitivo no hay efecto intransitivo; esto es cierto, pero tampoco hay acción. La cuestión es, simplemente, que toda acción humana sólo puede existir como tal en la medida en que posee las dos dimensiones.

[10] K. Wojtyla, El problema del constituirse de la cultura a través de la “praxis” humana, en El hombre y su destino (ed. a cargo de J. M. Burgos y A. Burgos), Palabra, Madrid 2000, pp. 187-203. En esta obra pueden encontrarse más referencias, aunque dispersas, sobre su concepto de praxis.

[11] Cfr. G. Marcel, Ser y tener, Caparrós, Madrid 1995.

[12] Lo comprobaremos en el epígrafe siguiente al hablar de la cultura.

[13] Este es el punto que vio con claridad el marxismo.

[14] K. Wojtyla, El problema del constituirse de la cultura a través de la “praxis” humana, en El hombre y su destino, cit., p. 199.

[15] La búsqueda y el ansia de la inmortalidad a través de las obras, una constante del espíritu humano, fue descrita magistralmente por Horacio: “No moriré del todo pues mis odas, /la parte más lograda de mí mismo /vencerán a la muerte destructora. /Cuando con la vestal suba el pontífice, /ambos callados hacia el Capitolio… /Yo creceré incesante, siglo a siglo, /renaceré en la estima venidera” (Horacio, Libro III, Oda 30, en Odas, traducción de L. J. Moreno, Plaza y Janés, Barcelona 2000). Lo que Wojtyla indica aquí es que el contacto con esa obra (praxis intransitiva objetivada) nos pone en conexión con la dimensión inmortal del hombre que la forjó reforzando de esta manera nuestro propio sentimiento y convicción acerca del carácter inmortal del ser humano.

[16] Cfr. Aristóteles, Ética a Nicómaco, VI, 4 y Tomás de Aquino, Comm. In Ethic. ad Nicom, VI, 4: “La acción que permanece en el mismo agente que la realiza se llama operación (obra), tal como ver, entender y querer. Pero la acción productiva es la operación que trasciende a la materia exterior para formar algo con ella, como, por ejemplo, el edificar y el cortar”.

[17] “Esta actividad (la contemplación) es la única que parece ser amada por sí misma, pues nada se saca de ella excepto la contemplación, mientras que de las actividades prácticas obtenemos más o menos, otras cosas, además de la acción misma” (Aristóteles, Ética a Nicómaco, X, 1177b 1-5; usamos la edición de Gredos, Madrid 1985).

[18] Tomás de Aquino rectificó posteriormente esta posición introduciendo el elemento amoroso y permitiendo de este modo aplicar la categoría aristotélica rectificada a la noción cristiana de contemplación amorosa de Dios en el cielo. Cfr. Tomás de Aquino, S. Th., I-II, qq. 1-4 y II-II, q. 180.

[19] Mounier intuyó que algo no funcionaba en la propuesta aristotélica, pero no desarrolló el tema con claridad. Sus reflexiones están esbozadas en El personalismo, cit., pp. 58 y ss.

[20] La distinción entre “obrar” y “hacer” sólo puede aceptarse si se entiende “no como una distinción entre dos géneros de acciones completamente independientes, sino como una distinción de aspectos formales que pueden ser poseídos por una misma acción” (A. Rodríguez Luño, Ética general, Eunsa, Pamplona 1991, p. 149).

[21] “Decimos que hay varias clases de esclavos, ya que sus actividades son varias. Una parte de ellos la constituyen los trabajadores manuales. Estos son, como lo indica su nombre, los que viven del trabajo de sus manos, entre los cuales está el obrero artesano. Por eso, en algunas ciudades antiguamente los artesanos no participaban de las magistraturas, hasta que llegó la democracia en su forma extrema. Así pues, ni el hombre de bien, ni el político, ni el buen ciudadano deben aprender los trabajos de tales subordinados, a no ser ocasionalmente para su servicio enteramente personal. De lo contrario, dejaría de ser el uno amo y el otro esclavo”  (Aristóteles, Política, III, 1277a12-b13: usamos la edición de Gredos, Madrid 1988). El cristianismo medieval modificó sustancialmente esta posición pero no fue capaz de llegar a una valoración “del trabajo como obra” (E. Borne, El trabajo y el hombre, Desclée, Buenos Aires, p. 39), es decir, a una valoración del trabajo por sí mismo y no sólo por su utilidad para conseguir otros objetivos. Véase, por ejemplo, Tomás de Aquino, S. Th., II-II, q. 187, a. 2.

[22] Aristóteles, Ética a Nicómaco, X, 7, 1178b 5-25 (cursiva nuestra).

[23] Mèda ha llegado a hablar de la “invención” del trabajo en la época moderna. Cfr. D. Mèda, El trabajo. Un valor en peligro de extinción, Gedisa, Barcelona 1988, pp. 50-75 y F. Díez, Utilidad, deseo y virtud. La formación de la idea moderna del trabajo, Península, Barcelona 2001.

[24] El cristianismo, sin embargo, impone una revisión mucho más profunda de esta idea ya que la transformación del concepto de Dios respecto a la visión griega es tan radical (Dios-amor) que da al traste con la justificación aristotélica de la perfección de la contemplación entendida como una especie de autarquía intelectual divina.

[25] G. Kitching, Karl Marx and the philosophy of praxis, Routledge, London 1988, pp. 26-27.

[26] Un tratamiento muy detallado de este tema se encuentra en la importante obra de A. Sánchez Vázquez, Filosofía de la praxis, Barcelona 1980. En la primera parte el autor analiza paso a paso la formación del concepto de praxis en el marxismo (especialmente en Marx, pero también en Lenin); en la segunda avanza en un análisis personal de la praxis. Vid. también G. Kitching, Karl Marx and the philosophy of praxis, cit., especialmente pp. 7-36.

[27] “Para el sentimiento de la potencia absoluta en general y en particular el servicio es solamente la disolución en sí, y aunque el miedo al señor es el comienzo de la sabiduría, la conciencia es con esto para ella misma y no el ser para sí. Pero a través del trabajo se llega a sí misma” (G.W.F. Hegel, Fenomenología del espíritu, RBA, Barcelona 202, p. 120, cursiva nuestra). Cabe añadir que si bien es cierto que Hegel parece intuir la dimensión positiva del trabajo, el espacio que le dedica es mínimo por lo que cabría plantearse si no hay una sobrevaloración de la aportación hegeliana a esta cuestión.

[28] K. Marx, F. Engels, El manifiesto comunista. Once tesis sobre Feuerbach (edición y material didáctico de A. Sanjuán), Alhambra, Madrid 1989, p. 109.

[29] Esta exaltación del trabajo llevó a Scheler, por contrapartida, a intentar disminuir su valor e importancia. Esto es muy manifiesto, por ejemplo, en Lavoro ed etica. Saggio di filosofia politica, Città Nuova 1997, donde define como trabajo y como trabajador a las tareas más repetitivas de la actividad humana y a quienes se encargan de ella. Consecuentemente, acaba considerando el trabajo sobre todo como una tarea ejecutiva cuya racionalidad es extrínseca, pues no la determina ni la crea el trabajador, que es un mero ejecutor, sino que le viene dada por fines exteriores que otro ha diseñado y le impone. Por eso, es lógico y normal que sea propio del trabajo que se realice a disgusto y se evite en la medida de lo posible. Por último, Scheler parece no ser consciente en absoluto de la dimensión autoreferencial del trabajo, es decir, de su valor intrínseco y no sólo instrumental. En este sentido, la posición de Marx es mucho más brillante y mucho más correcta. No se equivocaba al exaltar el trabajo. El punto débil de su postura es no insistir suficientemente en la dimensión intransitiva y espiritual del trabajo y de toda praxis.

[30] “Cuando preguntamos, por tanto, cuál es la relación esencial del trabajo, preguntamos por la relación entre el trabajador y la producción” (K. Marx, Manuscritos de economía y filosofía, Alianza, Madrid 2001, p. 109).

[31] Vid., por ejemplo, A. Gramsci, Introducción a la filosofía de la praxis, Península, Barcelona 1976 (se trata de una selección de textos de Cuadernos desde la cárcel realizada por J. Solé Turá) y también A. Sánchez Vázquez, Filosofía de la praxis, cit.

[32] Si resulta correcto o no definir al marxismo como una filosofía de la praxis es algo que excede los objetivos de este artículo, por lo que nos limitamos a apuntar únicamente que tal posición suscita serias dudas y que parece más bien un intento de adaptación a tiempos en que la ortodoxia marxista (la revolución del proletariado) resultaba ya insufrible e insostenible. Va mucha distancia de presentar el marxismo como una filosofía de la revolución a una filosofía de la praxis. También parece asimismo un intento de ampliar la base materialista de la antropología marxista a través de una concepción amplia y general de la praxis no reducida a la mera acción productiva.

[33] Esto supone también que hay importantes coincidencias en la interpretación y descripción de la historia del trabajo. Se puede comparar, por ejemplo, la interpretación que hace Sánchez Vázquez en la obra ya citada (pp. 15-51) con la que yo mismo hago en Antropología: una guía para la existencia, cit., pp. 253-264.

[34] VI tesis sobre Feuerbach; en K. Marx, F. Engels, El manifiesto comunista. Once tesis sobre Feuerbach, cit., p. 108. La definición se encuentra prácticamente en los mismos términos en Gramsci: “la ‘naturaleza humana’ es el ‘complejo de las relaciones sociales’ porque incluye la idea de devenir” (Introducción a la filosofía de la praxis, cit., p. 54), lo que parece indicar, en definitiva, que la evolución en la concepción antropológica por parte de los últimos marxista es casi imperceptible, lo cual, por otra parte, parece inevitable si se quiere permanecer en una mínima ortodoxia marxista.

[35] “En el conjunto de la praxis social, el papel determinante lo juegan los procesos de producción y distribución material de bienes y, consiguientemente, los procesos para dominar u oponerse a los organismos sociales que deciden el modo de producir y distribuir (la lucha política)” (A. Sanjuán en: K. Marx, F. Engels, El manifiesto comunista. Once tesis sobre Feuerbach, cit., p. 122, Glosario).

[36] Para Gramsci existen tres tipos de filosofía: la meramente receptiva, que considera el mundo inalterable y lo contempla; la ordenadora que ya implica una actividad del pensamiento, aunque limitada y angosta, y la creadora, que habría sido introducida por primera vez en la historia de la filosofía por la filosofía clásica (es decir, idealista) alemana  (cfr. A. Gramsci, Introducción a la filosofía de la praxis, cit., p. 41 y ss.).  La clasificación (aunque sólo está bosquejada) tiene elementos interesantes pero resulta algo restrictiva. De hecho, el personalismo no podría identificarse exclusivamente con ninguna de ellas pues todas contienen elementos irrenunciables. El marxismo, sin embargo, se identificaría con la última, aunque materializada, es decir, despojada de su ropaje idealista.

[37] No creo, por ejemplo, que tenga sentido hablar de una filosofía de la naturaleza o de una lógica personalista aunque, por supuesto, siempre puede haber una influencia indirecta en algunos conceptos.

[38] A. Gramsci, Introducción a la filosofía de la praxis, cit., p. 45.

[39] Cfr. J. M. Burgos, Repensar la naturaleza humana, Eiunsa, Pamplona 2007.