(Comunicación presentada en las VIII Jornadas de la AEP:
Bioética personalista:
fundamentación, práctica, perspectivas

Universidad Católica de Valencia
Valencia, 3-5 de mayo de 2012)

Joaquín Caldevilla*

 

1. El alma: las pruebas clásicas y modernas

            En la teología y la filosofía de los siglos pasados ha sido habitual plantear las pruebas de la existencia del alma espiritual –como realidad distinta del cuerpo material aunque unida esencialmente a él– desde un punto de vista metafísico y utilizando argumentos principalmente lógico-deductivos.

            Entre esos argumentos cabe destacar la teoría hilemórfica de Aristóteles. Es necesario que una forma o alma (o estructura) informe una materia para que ésta pueda tener vida propia, ya sea al nivel vegetativo, sensitivo o espiritual [1]; y en el nivel espiritual el alma es principio de la actividad racional. Lo anterior se puede comprobar experimentalmente al observar la diferencia que existe entre un cuerpo vivo y un cadáver, sin entrar ahora a la cuestión médica de que algunos elementos o sistemas del organismo mantienen cierta actividad mecánica o eléctrica, debido a la inercia, durante un tiempo después de la muerte. Aristóteles no afirma claramente la inmortalidad del alma, aunque admite en el hombre un alma intelectiva o intelecto (noûs) inmortal e incorruptible –distinto y separado de la parte sensitiva y vegetativa (psyché)–, que no parece personal sino único para todos los hombres [2].

            Santo Tomás de Aquino asume el planteamiento aristotélico, insistiendo en la unidad esencial y sustancial de alma y cuerpo en el hombre, pero manteniendo la supervivencia del alma separada del cuerpo después de la muerte y la no unicidad del intelecto agente para todo el género humano [3]. Y Descartes llega mucho más lejos, hasta el punto de entender que alma y cuerpo son dos sustancias distintas capaces de existir independientemente pero que han sido unidas para crear al hombre: el alma, el mundo interior, necesita del cuerpo como instrumento para interactuar con el mundo exterior [4].

            Desde un punto de vista antropológico y psicológico no han faltado tampoco intentos, más o menos logrados, de ofrecer algunas pruebas de la existencia del alma. Ya desde la época patrística sobresale el deseo humano universal de verdad, felicidad y eternidad –muy patente en san Agustín [5]–, que necesita ser satisfecho, y que no se puede resolver remitiendo a una simple explicación o construcción material o evolutiva. Otros aluden al hecho innegable del dominio de la mente sobre los impulsos biológicos, pudiendo ir incluso contra ellos: si el alma fuese una simple prolongación evolutiva del cuerpo resulta difícil aceptar que pudiese actuar contra ese cuerpo del que se ha derivado y contra alguna de sus pulsiones más fundamentales, como es el instinto de supervivencia; y, no obstante, somos capaces de hacer huelga de hambre, o de entregar la vida corporal por otra persona. Y ya en el siglo XX, la psiquiatría abundó en la universal experiencia subjetiva de la individualidad, la autoconciencia y la identidad del “yo” consciente, especialmente en el psicoanálisis de Freud (el “superyó” moral), que en alguna medida conecta con las antiguas tradiciones espirituales de Oriente.

            Se han utilizado también argumentos tomados de la antropología filosófica y la gnoseología, sin olvidar los descubrimientos aportados por la biología y la neurociencia. Por ejemplo, se ha hecho notar que algunas realidades humanas –como la intuición, la abstracción de las esencias, la autorreflexión, las expresiones artísticas (pintura, música, literatura), la libertad, el amor– no admiten fácilmente ser explicadas sólo mediante la neurofisiología, aunque produzcan ciertos reflejos o efectos en el cerebro: piden algo inmaterial previo en donde originarse. Análogamente, realidades como el orden, la estructura y la finalidad, que también se manifiestan en el ámbito biológico, no pueden explicarse recurriendo únicamente al azar, la probabilidad y la selección natural, incluso aceptando la posibilidad de la autoorganización de la materia como un motor de la evolución; aunque no faltan intentos elaborados desde la neurociencia [6]. Y esto porque se necesita una idea previa –inmaterial– al menos sobre las piezas básicas con las que construir y sobre las combinaciones favorables en cada nivel de complejidad [7].

            Pero las explicaciones sólo materialistas no dan razón de por qué hay algo que permanece y sigue unificando el todo a pesar de la evidencia científica de que las células del cuerpo son sustituidos en su casi totalidad –con excepción de las neuronas, aunque actualmente se piensa que cabría cierta regeneración en ellas– a lo más cada siete años (proceso denominado recambio celular), y de que continuamente se dan complejos intercambios de átomos y moléculas en el organismo. No obstante, se podría objetar que la permanencia de la estructura y la red neuronal asegura la unificación corporal, sin recurrir a un elemento distinto, pero esto no ha sido demostrado.

            En el campo de la cibernética se apunta también, en la moderna teoría de la información, a que en la comunicación y el lenguaje humanos se transmiten “paquetes de información” y “estructuras dotadas de sentido”, cuyo significado no parece posible reducir a un simple código matemático –como postularon Shannon y Weaver [8]–, pues toda información es captada siempre en un contexto dado, que es a su vez una estructura que da sentido y que ha sido provista previamente de dicho sentido “desde fuera”, pues de lo contrario se caería en la circularidad o en un proceso infinito. Esto lo ha mostrado Bertalanffy [9] –los sistemas vivos no pueden ser comprendidos desde el análisis de sus partes sino desde la visión de contexto del todo–, pero también Searle [10]: un programa informático sólo puede trabajar en un contexto formal de símbolos dado, un ordenador no “entiende” lo que hace ni existe intencionalidad en él; y esto vale también para las neuronas. Por este motivo, tampoco pueden asimilarse la información y el lenguaje a una simple configuración neuronal o a un conjunto de señales electromagnéticas.

            Otros se han apoyado en la evidencia de algunos fenómenos de percepción extrasensorial –telepatía, clarividencia, sensación de salida del cuerpo– para afirmar la posibilidad de la mente de superar los límites del espacio y el tiempo, haciéndose así inmaterial. Sin olvidar la psicoquinesis o capacidad para interactuar sobre la materia [11]: toda actividad mental (leer, escribir, pensar, imaginar, desear) provoca la movilización de millares de átomos de hidrógeno, carbono y oxígeno, y desencadena reacciones químicas que producen nueva materia. Y algunos afirman haber comprobado, con ayuda del PET, que cada estado mental produce un cambio en todo nuestro organismo; lo que es seguro es que en nuestro cerebro hay una cierta representación de todo el cuerpo, que se modifica con las experiencias y los cambios sensitivos y psicológicos [12].

            Pero hay más. En 2010, el doctor Peter Fenwick, un neuropsiquiatra londinense, levantó un gran revuelo al utilizar los resultados de sus investigaciones sobre las experiencias cercanas a la muerte (ECM) en 60 pacientes cardíacos del Southampton General Hospital para argumentar que podían suponer una evidencia científica de que la mente (el alma) es distinta del cerebro –aunque se sirva de él como instrumento–, y que podría pervivir después de la muerte. En el pasado se pensaba que estas experiencias se solían producir en el intervalo de reanimación, y que eran meramente anecdóticas. Sin embargo, en este reciente estudio, en el que se ha rastreado todo vestigio de actividad eléctrica cerebral, se sugiere que no es así [13]; no obstante, siempre cabría objetar que en quienes lograron ser reanimados permaneció una cierta actividad neuronal interior no detectable, pero esto no ha sido demostrado. A todo ello cabría añadir –mientras la ciencia no confirme otra cosa– que, como se observa en algunas curaciones espontáneas de ciertas enfermedades graves o teóricamente incurables, parece existir una realidad más allá del cuerpo –que se manifiesta, entre otras cosas, en ciertas actitudes heroicas o de superación máxima, y en la necesidad de dejar resueltos algunos asuntos antes de morir– capaz de cambiar positivamente la realidad corporal: es lo que comúnmente se denomina “el poder de la mente” [14]. Aunque siempre podría interpretarse como una respuesta neuronal debida al instinto de supervivencia; pero entonces la pregunta sería: ¿qué potencia dicho instinto en ese momento? ¿Algo distinto del cuerpo?

            Pero todos estos argumentos, demostraciones o pruebas, filosóficos y científicos, tienen una característica común: hablan del alma y el hombre en general, sin tener en cuenta la diferencia afectiva y sexual entre el varón y la mujer. Mi intención en las páginas que siguen es esbozar un argumento a favor de la existencia del alma espiritual partiendo precisamente de la diferencia sexual y la identidad de género. Un argumento que necesitará seguramente ser profundizado y perfeccionado con nuevas aportaciones.

2. Alma, sexo y género: una aproximación

            Para afrontar este tema nos acercaremos mediante pasos sucesivos al núcleo de la cuestión. En primer lugar, se suelen distinguir varios aspectos o dimensiones en la sexualidad humana [15]:

            a) el sexo biológico, que incluye a su vez: el “sexo genético” o “cromosómico”, establecido en el momento de la fecundación; el “sexo gonadal” u “hormonal”, encargado de desplegar y desarrollar lo indicado en el programa genético; y el “sexo somático” o “fenotípico”, que determina la estructura de los órganos reproductores internos y externos;

            b) el sexo psicológico, que alude a las vivencias psíquicas de una persona como varón o mujer, a la conciencia de pertenecer a un determinado sexo biológico; esta conciencia se forma, en un primer momento, alrededor de los dos o tres años y suele coincidir con el sexo biológico, aunque puede verse afectado hondamente por la educación y el ambiente;

            c) el sexo sociológico, que es el sexo asignado a un ser humano en el momento del nacimiento, tal como es percibido por las demás personas, y que determina las funciones y roles (estereotipos) que debe asumir en la sociedad.

            En segundo lugar, se observa que hay una estrecha relación entre ellos. “En la dinámica integradora de la personalidad humana un factor muy importante es el de la identidad. La persona adquiere progresivamente durante la infancia y la adolescencia conciencia de ser «uno mismo», adquiere conciencia de su identidad. Esta conciencia de la propia identidad se integra en un proceso de reconocimiento del propio ser y, consiguientemente, de la dimensión sexual del propio ser. (…) Los expertos suelen distinguir entre identidad sexual (es decir, conciencia de identidad psico-biológica del propio sexo, y de diferencia respecto al otro sexo) e identidad genérica (es decir, conciencia de identidad psico-social y cultural del papel que las personas de un determinado sexo desempeñan en la sociedad)” [16]. Y “corresponde a cada uno, hombre y mujer, reconocer y aceptar su identidad sexual”, teniendo en cuenta que “la diferencia y la complementariedad físicas, morales y espirituales, están orientadas a los bienes del matrimonio y al desarrollo de la vida familiar” [17].

            Sentada la distinción y relación entre identidad sexual e identidad genérica, entre el reconocimiento y aceptación del propio sexo y del propio rol social debido a ese sexo, respectivamente, es un hecho comprobable que, en un correcto y armónico proceso de integración, la identidad sexual y la genérica se complementan y refuerzan, puesto que las personas viven en sociedad de acuerdo con los aspectos culturales correspondientes a su sexo, aunque se puedan producir –y de hecho se han producido a lo largo de la historia humana– algunas variaciones (no esenciales) en los roles de uno y otro sexo dependiendo de la concreta configuración familiar y también social.

            Por otra parte, resulta evidente que se dan “errores de configuración” biológicos de la identidad sexual: patologías como el síndrome de Klinefelter (XXY) y el síndrome de Turner (X0), en los que las alteraciones del número de cromosomas o de los genes sexuales afectan también al desarrollo de las gónadas y con ello a la fabricación de las hormonas sexuales, dando lugar a malformaciones de los órganos sexuales y de los caracteres sexuales secundarios [18]; aunque algunos estudios médicos recientes parecen indicar que las patologías conocidas como “estados intersexuales” o “hermafroditismo” (verdadero o aparente) no implican necesariamente problemas de identidad sexual [19]. Pero es innegable que existen también alteraciones psicológicas en la configuración de la identidad de género: entre ellas encontramos la homosexualidad y el lesbianismo, el travestismo o el transexualismo.

            Desde hace algunas décadas se observan intentos de justificar biológicamente estos comportamientos, acudiendo a modificaciones hormonales e incluso a un posible “gen de la homosexualidad” [20]. En 2008, la Asociación Norteamericana de Psicología afirmó que, aunque se han realizado numerosas investigaciones sobre las posibles causas genéticas, hormonales y biológicas de la orientación sexual, no ha habido descubrimientos que permitan a los científicos concluir que dicha orientación esté determinada por uno o varios factores particulares [21]. Y es conocido que existen gays culturistas que se sienten inferiores al varón típico; y que hay mujeres, deportistas de élite, que toman habitualmente hormonas masculinas para alcanzar mayor potencia y resistencia muscular, que se sienten a la vez plenamente femeninas afectivamente.

            Aquí conviene aludir a la tan citada expresión complementariedad de los sexos, entendida no sólo como la contribución propia de cada sexo al conjunto de la sociedad, sino también como el esfuerzo por integrar en la propia persona, partiendo de la concreta situación biológica y psicológica dada en el momento de la concepción y en su desarrollo posterior, los elementos positivos presentes en ambos sexos. Cabría decir, por tanto, que cada sexo se completaría y perfeccionaría asumiendo e incorporando –sólo en alguna medida, sin anular ni obstaculizar lo que le corresponde por la biología– aspectos propios del otro sexo, logrando un equilibrio razonable entre lo que tradicionalmente se consideran características psicológicas “masculinas” y “femeninas” [22]. Pues aunque los avances en neuropsiquiatría hacen ver diferencias generalizadas entre los sexos inscritas en la biología –distinto modo de usar el cerebro y sus hemisferios, y de conocer, sentir y razonar; distintas aptitudes naturales para ciertas profesiones–, las modalidades y dosis de los dones naturales en cada persona concreta abarcan de hecho casi todo el abanico de posibilidades intermedias, y además la educación logra acortar muchas diferencias.

3. El alma y la identidad de género

            Por tanto –y asumiendo que no existe una realidad espiritual independiente del cuerpo previamente a la generación del nuevo ser humano–, se puede afirmar que la persona no conoce a priori su sexo, sino que lo va descubriendo en los primeros años de su desarrollo vital, con la ayuda de los signos biológicos y psicológicos (tendencias, inclinaciones) y los indicios sociales que encuentra ante él, que le hacen entender que es un hombre o una mujer. Pero si su biología es confusa (alteraciones cromosómicas y, más aún, gonadales); o –lo que es más fácil– le faltan los indicios sociales (sociedad sexualmente deformada); o –lo que empieza a ser frecuente– la persona ha sufrido en la infancia abusos o una educación afectiva deficiente, o ha realizado en la adolescencia experiencias sexuales desviadas; entonces puede llegar a errar sobre su género o, al menos, se puede complicar el proceso de discriminación de su propia identidad.

            Esto, unido al hecho de que existen varones con sus cromosomas y gónadas correctos pero que se sienten “encerrados” en cuerpos de mujeres, y viceversa, confirma que el tener las características biológicas propias de un sexo no asegura que la persona llegará a identificarse psicológicamente con dicho sexo; y también la importancia de lograr unas relaciones afectivas adecuadas con las demás personas en la sociedad para llegar a hacer una lectura correcta del propio género, pues una sociedad con los estereotipos masculino y femenino excesivamente exagerados (violencia y fuerza física, delicadeza y sentimentalismo) puede hacer que algunos varones o mujeres no se sientan identificados con lo que parece ser lo propio de su sexo por tener menos inclinación hacia ello y más hacia algo que parece propio del otro sexo.

            Sería interesante llegar a saber si un ser humano que viviese en solitario desde su nacimiento, sin tener otros varones y mujeres con los que compararse ni una sociedad organizada sexualmente a la que mirar, lograría adivinar su sexo. Cabe pensar que es posible, aunque evidentemente le resultará mucho más difícil: quizá comparándose con los animales, pues en él también hay una parte animal. Pero, ¿y si sólo hubiese animales diminutos y plantas? Pues, además, para sobrevivir adecuadamente necesitará ser capaz de realizar en alguna medida bastantes de los roles asignados al varón y a la mujer –con excepción, claro está, de la gestación y crianza de los hijos–; lo cual le dificultaría aún más alcanzar su correcta identidad de género. Obviamente, no nos referimos aquí a los convencionalismos sociales destinados a facilitar la identificación del género, relativos al vestido, los adornos corporales, la longitud del cabello, etc., que pueden variar y de hecho han variado en las distintas culturas: no significa lo mismo un pendiente en la oreja en una tribu africana que ese mismo pendiente en la oreja de un joven europeo actual. Nos referimos a los roles fundamentales asignados a cada sexo.

            Con las premisas anteriores podemos ya ir concluyendo. Pues si el alma humana fuese una simple prolongación o epifenómeno del cuerpo, algo evolucionado a partir de él, estaría determinada necesariamente por la biología (cromosomas, genes, hormonas y gónadas) hacia un sexo u otro, de modo que se haría imposible cualquier modificación que lo contrariase de manera significativa. Sólo en el caso de alteraciones genéticas que produjesen ambigüedad cromosómica –y sus consecuencias hormonales y gonadales– cabría hablar de posible inclinación afectiva hacia ambos sexos a la vez; pero, entonces, la ambigüedad del género sería paralela a la del sexo [23]. Además, parece suficientemente probado por la medicina que las hormonas esteroideas sexuales sólo influyen de manera estructural y permanente en la configuración del sistema nervioso en el período crítico (perinatal) en que el sistema nervioso (encéfalo) está en formación, aunque ese influjo no se manifieste hasta años después; mientras que en la edad adulta su influjo es sólo inductivo y transitorio [24].

            O sea, que no podría haber de hecho errores de configuración de la afectividad exclusivos de la mente o software humano –que contrariasen por tanto lo biológico– si éste no fuese de algún modo distinto de su hardware corporal. Pues, aunque ha habido intentos no concluyentes de explicar la homosexualidad masculina acudiendo a diferencias cerebrales en los varones hetero y homosexuales [25], se puede afirmar también –y de momento nada lo ha desmentido– que en bastantes casos gran parte de esas diferencias podrían ser consecuencia de la práctica homosexual más que la causa de la homosexualidad. Abundando en esta idea, tampoco podría haber psicoterapias que de hecho corrigen la inclinación homosexual si sólo existe un cuerpo material, a no ser que se entienda por tratamiento psicológico uno exclusivamente farmacológico, no dialógico e intelectual. Y aquí podría añadirse el famoso caso de Bruce Reimer –un neonato castrado y educado como niña pero que nunca aceptó su género–, creado por el profesor Money y descubierto años después por el doctor Diamond [26].

            Estamos ya, por tanto, en condiciones de afirmar que esa necesidad de “ajustar” el sexo psico-sociológico al biológico, la identidad genérica a la identidad sexual, que todo varón o mujer deben necesariamente hacer, y la posibilidad de que ese ajuste se realice incorrectamente, es decir, contra lo que marcan la genética y la biología sexual, puede considerarse sin duda un argumento a favor de la existencia en el hombre de una realidad espiritual que no se puede reducir a su materia corporal, aunque se apoye en ella (sobre todo en el cerebro) para actuar y manifestarse.

            Así, aunque convivan en unidad y se influyan mutuamente, alma y cuerpo son realidades distintas que constituyen una única sustancia, pero donde el alma tiende desde el comienzo a acoplarse a su sustrato sexual biológico, varón o mujer, de modo análogo a como el agua se deja distribuir según la forma de la esponja que empapa, o como un fluido tiende a adaptarse a su recipiente al ser introducido en él, también si en éste hay ya o se producen “traumas” (del griego: heridas, lesiones físicas o emocionales duraderas) o deformaciones. O, tal vez mejor, continuando con el símil informático, como el software (en el sentido de un proyecto inmaterial) necesita ser implementado en un hardware concreto al ser instalado para que pueda funcionar correctamente y manejar los recursos de que dispone. Pero parece oportuno seguir profundizando en esta materia con la ayuda de futuros avances en biología, psicología y neurociencia.

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* Licenciado en Matemática Informática (Univ. Complutense, Madrid) y Doctor en Teología y Antropología (Univ. de la Santa Cruz, Roma).

[1] Cfr. De anima, II, 1 y 3; I, 5.

[2] Cfr. ibid., III, 5. Es sabido que estas pocas líneas han tenido diversas y controvertidas interpretaciones.

[3] Cfr. Quest. disp. de anima, aa. 1-5.

[4] Cfr. Meditaciones metafísicas, VI.

[5] Cfr., a modo de ejemplo, De Trinitate, XIII, 9, 11.

[6] Cfr. A. DAMASIO, Y el cerebro creó al hombre, Destino, Barcelona 2010. Aunque cabe interpretar este libro como referido a la preparación evolutiva de los presupuestos cerebrales necesarios para la mente. Cfr. también A. DAMASIO, El error de Descartes. La emoción, la razón y el cerebro humano, Destino, Barcelona 2011. Coincidimos en que la mente no es una sustancia, pero él la reduce a los procesos mentales o las disposiciones para la conducta, entendidos sólo en clave neurológica, quizá buscando salir del dualismo cartesiano: cfr. G. RYLE, El concepto de lo mental, Paidós, Barcelona 2005, cap. I.

[7] Cfr. sobre este tema T. GARCÍA AZKONOBIETA, Evolución, desarrollo y (auto)organización. Un estudio sobre los principios filosóficos de la evo-devo, tesis doctoral, Universidad del País Vasco, Donostia 2005, págs. 36-46. La evo-devo es la biología evolutiva del desarrollo.

[8] Cfr. C. E. SHANNON – W. WEAVER, The Mathematical Theory of Communication, University of Illinois Press, 1949. Wiener buscaba “separar un símbolo de un fondo que contiene muchas señales”, y Shannon quería resolver “el problema de codificar eficazmente los mensajes y trasmitirlos con un mínimo de error y a la mayor velocidad posible por canales con ruido”. La idea era asimilar la comunicación humana a la transmisión de información en un ordenador complejo.

[9] Cfr. L. von BERTALANFFY, An Outline of General System Theory, en “British Journal for the Philosophy of Science”, 1 (1950), pp. 139-164.

[10] Cfr. J. SEARLE, Minds, Brains and Programs, en “The Behavioral and Brain Sciences”, 3 (1980), pp. 417-424: allí expone su famoso experimento de la “habitación china”, para refutar el “Test de Turing”.

[11] En 1934, J. B. Rhine (1895-1980), pionero de la parapsicología, junto con el equipo que fundó en  la Universidad de Duke (USA), inició unas investigaciones que desembocaron en la creación de un aparato capaz de lanzar unos dardos sólo con estímulos mentales. Y con ayuda de algunos experimentos dicen tener pruebas de la realidad de dichos fenómenos paranormales.

[12] Cfr. E. R. KANDEL – J. H. SCHWARTZ – T. M. JESSEL, Neurociencia y conducta, Prentice Hall, Madrid 1997, pp. 349, 351 y 354.

[13] Pues 7 de esos pacientes, después de una parada cardíaca, y de dar a continuación electroencefalograma plano, en que se vuelven planas todas las ondas cerebrales y deja de haber riego en el cerebro, tuvieron experiencias –que al ser reanimados relataron– de “dejar el cuerpo”, “entrar en un túnel”, y sentir que llegaban a “un lugar de amor, gozo y gran conciencia”. Todo apunta a que la experiencia se produjo cuando no existía flujo sanguíneo en el cerebro, cuando éste ya no parece tener la capacidad de recrear un modelo de mundo o un entorno, por lo que la conciencia podría continuar existiendo fuera del cerebro cuando éste no funciona; y sugiere que sería al modo de un campo electromagnético.

[14] Un claro exponente de ello es el exitoso libro de R. BYRNE, El Secreto, aparecido en 2006 –y su continuación El Poder, publicado en 2010–, en que expone la importancia de fomentar los pensamientos y sentimientos positivos y eliminar los negativos para conseguir atraer el éxito en los diversos ámbitos de la vida personal y social: si puedes cambiar tus pensamientos, puedes cambiar tu vida.

[15] Cfr. PONTIFICIO CONSEJO PARA LA FAMILIA, Lexicón de términos ambiguos y discutidos sobre familia vida y cuestiones éticas, Palabra, Madrid 2004, voz “Género («Gender»)”, pp. 511-519, realizada por J. BURGGRAF.

[16] Cfr. PONTIFICIO CONSEJO PARA LA FAMILIA, Familia, matrimonio y “uniones de hecho” (26.VII.2000), n. 8. La negrita es nuestra.

[17] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2333.

[18] Cfr. M. Á. MONGE (ed.), Medicina pastoral. Cuestiones de Biología, Antropología, Medicina, Sexología, Psicología y Psiquiatría, 2ª ed., Eunsa, Pamplona 2002, p. 101.

[19] Sobre este tema puede verse A. C. MARCUELLO – M. ELÓSEGUI, Sexo, género, identidad sexual y sus patologías, en “Cuadernos de Bioética”, 32 (1997), pp. 467-469.

[20] Cfr., por ejemplo, los conocidos trabajos de Simon LeVay, neurobiólogo británico afincado en USA. Pero todos estos estudios adolecen de falta de rigor científico, como ha explicado N. JOUVE, Catedrático de Genética del Departamento de Biología Celular y Genética de la Universidad de Alcalá de Henares: cfr. su conferencia La homosexualidad a la luz de la genética, impartida el 24.XI.2001 en el Seminario “La homosexualidad: una reflexión científica y moral”, organizado por el Pontificio Instituto Juan Pablo II para la Familia. Sobre este tema, así como sobre la homosexualidad animal, puede verse A. PARDO, Aspectos médicos de la homosexualidad, en “Nuestro Tiempo”, julio-agosto de 1995, pp. 82-89.

[21] Cfr. American Psychological Association (APA), Claims on Homosexuality. Este documento resultó muy contestado por algunas de sus afirmaciones sobre la posibilidad y conveniencia de terapia para los homosexuales y la incidencia para su salud: cfr. National Association for Research and Therapy of Homosexuality (NARTH), What Research Shows: NARTH’s Response to the American Psychological Association’s (APA) Claims on Homosexuality, en “Journal of Human Sexuality”, 1 (2009), 1-128.

[22] Cfr. M. Á. MONGE (ed.), Medicina pastoral, cit., p. 377.

[23] Lógicamente, nos referimos aquí a la afectividad humana considerada en su totalidad, no sólo a sus posibles manifestaciones externas emocionales.

[24] Cfr. E. R. KANDEL – J. H. SCHWARTZ – T. M. JESSEL, Neurociencia y conducta, cit., pp. 619-626: allí se explica también que la masculinización o feminización del encéfalo no es obra de una sola hormona sino de un equilibrio en la acción de varias –la testosterona y los estrógenos– controlado genéticamente en cada estadio mediante inhibición de unas y potenciación de otras.

[25] Se habla de ciertas variaciones en una región del hipotálamo (INAH-3) de cadáveres de homosexuales fallecidos de SIDA; de alta incidencia de la homosexualidad entre hermanos en algunas familias; y de algunas características distintas en el brazo largo del cromosoma Xq28, único que los varones heredan exclusivamente de la madre.

[26] Cfr. M. DIAMOND – H. K. SIGMUNDSON, Sex Reassignment at Birth: A Long Term Review and Clinical Implications, en “Archives of Pediatrics and Adolescent Medicine”, 151 (1997), pp. 298-304. Toda la historia de ese triste caso –que incluyó castración neonatal así como tratamiento hormonal y atención psicoterapéutica durante bastantes años–, que terminó en suicidio, está documentada en el libro de J. COLAPINTO As Nature Made Him: The Boy Who Was Raised as a Girl, Harper, 2001 (revisado en 2006).