ABSTRACT: A new projection of personalism from the current personal authors will be presented, and stress will be emphasized on the philosophic perspective of the 21 st. century, which will insist on man as the fundamental element of humanism.
KEY-WORDS: Personalism, The history of personalism.
RESUMEN: Se presenta una nueva proyección del personalismo desde los autores personalistas actuales, y se apunta hacia la perspectiva filosófica del siglo XXI que insiste en la persona como fundamento de todo humanismo.
PALABRAS CLAVE: Personalismo, Historia del personalismo.
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En sentido lato, el personalismo es un amplio movimiento filosófico humanista que se inspira sobre todo en la cosmovisión personal-trascendente que el novum cristiano introduce en la Historia, siempre latente en los sistemas que han colocado a la persona en el centro de sus reflexiones. Emmanuel Mounier, al comienzo de su obra El Personalismo (1950), deja bien sentado que el personalismo no es una novedad ya que «el universo de la persona es el universo del hombre»[1]. Quizá por esa impregnante latencia humanista, la filosofía personalista ha sabido adaptarse mejor que otras a los valores de las filosofías contemporáneas, y en particular a los valores sociales de aquellas que aceptan el esquema del progreso en la Historia, porque, en sentido estricto, el Personalismo es una filosofía contemporánea que nace, se desarrolla, desaparece y renace de sus cenizas durante el ya consumado siglo XX.
Así, pues, caso de ser oportuno preguntar ahora por el renacimiento del personalismo sería en este sentido estricto, pues en el sentido genérico podríamos responder lo que Sidharta Gotama al joven errante Vacchagotta sobre el fuego, que no tiene sentido preguntar por el renacer de algo que pertenece a lo eterno de las cosas: «está fuera de lugar preguntar si renace o no renace, o renace y no renace, o ni renace ni no renace, algo que transciende al yo, a los nacimientos, y al devenir, ya que se encuentra en el Nibbâna que es intemporal, no condicionado y permanente»[2]. De igual modo, propiamente la filosofía humanista/personalista no podría renacer: siempre vieja y siempre nueva, es la inspiradora de la mayor parte de los sistemas filosóficos occidentales, incluidos los contrarios a ella, y sobre todo es propiedad de los filósofos de amplia tradición cristiana, ciertamente no siempre declarada.
Hechas estas precisiones, me lleva a preguntar si asistimos a un renacimiento del personalismo en la actualidad -y a contestar afirmativamente-, la lectura de una síntesis de filosofía personalista, de sus aportaciones esencialmente cristianas al pensamiento contemporáneo, en la propuesta actual de Juan Manuel Burgos, El Personalismo: Autores y temas de una filosofía nueva[3]. Sin ese complejo de inferioridad que, en líneas generales, la filosofía cristiana arrastra desde la modernidad, lo oportuno de esta propuesta estriba en «airear» a los filósofos personalistas actuales, quienes «aceptando con claridad la distinción entre los dogmas de fe conocidos por Revelación y los principios filosóficos», intentan hacer una filosofía nueva para transformar el mundo según su personal visión del mismo, pues «han asumido y buscado positivamente que el cristianismo influya en su filosofía» (p. 190).
Las reflexiones de J.M. Burgos vienen precedidas de las coordenadas donde se ubican los orígenes difusos del personalismo como corriente de la filosofía contemporánea, y donde se dibujan la situación intelectual, social, política y económica de la primera mitad del siglo XX provenientes del positivismo, el capitalismo, el marxismo y los totalitarismos nacis y fascistas. Se trata por parte del autor de un intento de divulgación que añade a una siempre agradecida sencillez expositiva el rigor de sutiles análisis socioculturales, especialmente en la parte que estudia a los personalistas contemporáneos, el núcleo más extenso de la obra. Por último, Burgos se propone presentarnos el porvenir del personalismo mediante un intento de redefinición del amplio movimiento filosófico y cultural personalista actual, empeño en el que ya se inició en una publicación anterior[4].
Por lo demás, del conjunto de la obra se perfila un nuevo empuje al personalismo social y teorético, tanto como divulgativo de renovadas energías y dinámicas sociales rehumanizadoras, como al nivel académico de apertura de nuevas posibilidades para la Historia de la Filosofía. Propedéutica, en fin, del renacimiento que sugiere el elíptico subtítulo de temas de una filosofía nueva, volcada con vehemencia en estos comienzos del convulso siglo XXI de la era cristiana.
El Personalismo. Algo de historia.
A mi entender, un punto de partida seguro de toda filosofía en general, y de todo fundamento antropológico en particular, es la experiencia de ser persona. No siempre se ha entendido expresamente así, pero desde las corrientes actuales del pensamiento, en especial después de la metodología fenomenológica, la experiencia de saberse persona (yo) y la experiencia de conocer a la persona (tu, el otro, los demás) como naturaleza existencial y esencial, acreedora de Derechos Humanos, es una verdad inicial del tipo del fundamento.
Efectivamente el personalismo es sobre todo “una filosofía que se caracteriza fundamentalmente por colocar a la persona en el centro de su reflexión y de su estructura conceptual» (p. 7-8), es decir, tematiza como fundamento y eleva a la universalidad esa experiencia primera del sujeto humano que se ve a sí mismo y a los demás como único existente en el mundo. Partir de la persona como dato existencial originario y único es el método inductivo agustiniano -que le llevará al cogito, y no al revés-, y que dieciséis siglos después desarrollará la filosofía existencial. M. Heidegger, por ejemplo, al hacer del ser-ahí el punto de partida universal de toda filosofía, en el parágrafo 42 de Ser y Tiempo “Verificación de la exégesis existenciaria del ‘ser ahí’ como cura por la autointerpretación preontológica del ser-ahí”, en una nota a pie de página dice de sí mismo lo siguiente: “A dirigir la vista a la ‘cura’ y a mantenerla fija en ésta en la anterior analítica existenciaria del ‘ser ahí’, llevó el autor el intento de hacer una exégesis de la antropología agustiniana -es decir, greco-cristiana- con la mirada puesta en los radicales fundamentos alcanzados en la ontología de Aristóteles”[5].
Esta nota de Heidegger invita a echar una rápida mirada a la historia de la filosofía greco-cristiana desde la noción de persona, como ya hizo el mismo Mounier en El Personalismo[6], para ver cómo entronca con una larga tradición que iría gestándose desde la filosofía griega hasta ser dada a luz en la filosofía cristiana, y después pasaría silenciosa por todos los siglos de la filosofía occidental hasta detenerse en el personalismo actual, autores como R. Buttiglione, J. Marías, J. Mouroux, K. Wojtyla…
Lo primero, en efecto, es percatarse de que el sentido de la persona queda embrionario en la Antigüedad hasta los albores de la era cristiana. Platón intenta reducir el alma individual a una participación en la naturaleza y a una participación en la ciudad: he ahí su «comunismo». Aristóteles afirma acertadamente que solo es real lo individual, pero su dios, a quien define como “pensamiento de su pensamiento”, todavía no puede querer con una voluntad particular, ni conocer por esencias singulares, ni amar con un amor de elección personal. Para Plotino hay como una falta primitiva en el origen de todo sujeto y la salvación sólo es posible en un retorno apasionado a lo Uno y a lo Intemporal.
Sin embargo, los griegos tenían un sentido agudo de la dignidad del ser humano, que periódicamente perturbaba su orden aparentemente impasible. Su gusto por la hospitalidad y su culto de los muertos son ya testimonio de ello. Sófocles una vez al menos (Edipo en Colono), quiere remplazar la idea del Destino ciego por la de una justicia divina dotada de discernimiento. Antígona, afirma la protesta del testigo de lo eterno contra los poderes. Las Troyanas oponen a la idea de la fatalidad de la guerra, la de la responsabilidad de los hombres. Sócrates sustituye el discurso utilitario de los sofistas por el sondeo de la ironía que trastorna al interlocutor; lo vuelve a cuestionar al mismo tiempo que a su conocimiento. El «conócete a ti mismo» es la primera gran revolución personalista conocida, dice Mounier[7].
El cristianismo aporta de golpe, entre aquellos tanteos, una visión decisiva de la persona. Mientras que para el pensamiento y la sensibilidad de los griegos la noción de persona en su multiplicidad era un escándalo y un mal inadmisible para el espíritu, el cristianismo hace de ella un absoluto al afirmar la creación ex nihilo y el destino eterno de cada ser personal. El Ser Supremo, que lleva a los seres personales a la existencia por amor, ya no constituye la unidad del mundo por la abstracción de una idea, sino por una capacidad infinita de multiplicar indefinidamente esos actos de amor singulares. Lejos de ser una imperfección, esta multiplicidad, nacida de la superabundancia, lleva en sí la superabundancia por el intercambio del amor.
Este escándalo de la multiplicidad de las almas estará en pugna con las supervivencias de la sensibilidad antigua durante mucho tiempo, y todavía Averroes defiende la necesidad de un alma común a la especie humana. No deja de ser significativo el hecho de que, siendo Averroes el más firme comentador de Aristóteles en la Edad Media, “la única tesis que podría identificarse verdaderamente con Averroes sería la afirmación de un solo intelecto posible para todos los hombres; las demás tesis o ya se hallaban, explícita o implícitamente, en Aristóteles, aunque fueran interpretadas por Averroes, o eran consecuencias que se derivaban de otras perspectivas filosóficas, también presentes en el mundo latino del siglo XIII”[8]; lo cual nos da idea de la gran resistencia filosófica a pensar el mundo en categorías de persona, y ello a pesar del poderoso influjo agustiniano en toda la Edad Media.
La persona no es el cruzamiento de varias participaciones en realidades generales (materia, ideas, etc.), sino un todo indisociable cuya unidad supera a la multiplicidad, porque arraiga en lo absoluto, dice Mounier. Por encima de las personas no reina la tiranía abstracta de un Destino, de un cielo de ideas o de un Pensamiento Impersonal, indiferentes a los destinos individuales, sino un Dios, él mismo personal, aunque de una manera eminente, un Dios que «dio su persona» para asumir y transfigurar la condición humana, y que propone a cada persona una relación singular de intimidad, una participación en su divinidad, un Dios que no se afirma, como habían creído Nietzsche, Feuerbach, o Bakunin, sobre lo que quita al hombre, sino al contrario, otorgándole una libertad análoga a la suya.
Desde el cristianismo se afirma que si cada persona es creada a imagen de Dios, sobre todo lo es en la persona de Cristo, y, por tanto, cada persona es llamada a formar un inmenso Cuerpo místico y carnal en la Caridad de Cristo. La historia colectiva de la humanidad, de la que los griegos no tenían idea, adquiere con el cristianismo un sentido personal, e inclusive un sentido cósmico. La concepción misma de la Trinidad, que alimentó dos siglos de debates, aporta la Idea sorprendente de un Ser Supremo en el que dialogan íntimamente tres personas, y que es ya, por sí mismo, la negación de la soledad. Esta visión era demasiado nueva, demasiado radical, para producir inmediatamente todos sus efectos. Germen de la historia a los ojos del cristianismo, los desarrollará hasta el fin de la historia. La Persona, Cristo, se presenta a la razón como origen y meta de la historia, como repetirá San Agustín en su ciclópea Civitate Dei.
En todo caso, durante el largo periodo medieval, se le oponen a la persona obstinadamente las persistencias sociales e ideológicas de la Antigüedad griega. Varios siglos son necesarios para pasar de la rehabilitación espiritual del esclavo a su liberación efectiva gracias, sobre todo, a la revolución de la dignidad de la persona singular introducida por el cristianismo. A pesar de ello, y a pesar de la Patrística y de la obra de Agustín, la condición pretécnica de la época feudal impide a la humanidad medieval liberarse de las excesivas servidumbres del trabajo y del hambre, y constituir una unidad cívica por encima de los estados sociales.
Al comentar la época histórica de la modernidad, Mounier repara en el lado existencial del cartesianismo: generalmente le son atribuidos a Descartesel racionalismo y el idealismo modernos, que disuelven en la idea la existencia concreta, pero esto es olvidar el carácter decisivo y la compleja riqueza del cogito. Acto de un sujeto tanto como intuición de una inteligencia, es la afirmación de un ser que detiene el curso interminable de la idea y se afirma con autoridad en la existencia. El voluntarismo, desde Occam a Lutero, preparaba esas vías, afirma Mounier. En adelante la filosofia no es ya una lección para aprender, como se había hecho corriente en la escolástica decadente, sino una meditación personal que se propone a cada uno para que la rehaga por su cuenta[9].
Hegelseguirá siendo el arquitecto de la idea impersonal. Todas las cosas, todos los seres, se disuelven allí en su representación: no es casualidad que Hegel profese al fin de cuentas la sumisión total del sujeto al Estado. Kierkegaard por su parte, frente al «sistema» simbolizado por Hegel, afirma el irreductible surgimiento de la libertad. Al borde de una época pronta a todas las esclavitudes a cambio de una especie de felicidad vegetativa, Kierkegaard llevó al paroxismo el sentido de la libertad en su enlace radical con el sentido de lo absoluto.
Simétricamente a Kierkegaard, Marx acusaba a Hegel de hacer del espíritu abstracto, y no del hombre concreto, el sujeto de la historia, de reducir a la Idea la realidad viviente de los hombres. Esta alienación traduce a sus ojos la del mundo capitalista, que trata al hombre trabajador como un objeto de la historia y lo expulsa, por así decirlo, de sí mismo, al mismo tiempo que de su reino natural. Parece que lo que se podría llamar la revolución socrática del siglo XIX, el asalto contra todas las fuerzas modernas de despersonalización del hombre, se hubiese dividido en dos ramas: una, por Kierkegaard, vuelve al hombre moderno, aturdido por el descubrimiento y la explotación del mundo, a la conciencia de su subjetividad y de su libertad; la otra, por Marx, denuncia las mistificaciones a que lo arrastran las estructuras sociales injertadas en su condición material. En adelante, las dos líneas no harán más que separarse, y la tarea de nuestro siglo consiste, tal vez, no en reunirlas allí donde no pueden ya encontrarse, sino en remontarse más allá de su divergencia, hacia la unidad que han desterrado. El personalismo, dirá Mounier, practica una voluntad de conciliación entre la subjetividad y la acción revolucionaria, entre Kierkegaard y Marx[10].
Es preciso insistir en que el embrión de la filosofía personalista contemporánea se inicia con la fortísima afirmación kierkegaardiana de lo singular frente a lo general, como reacción al influyente idealismo hegeliano. Sobre el Único (Dios), y el único (la persona), se entiende perfectamente el edificio que construye el danés porque, entre otras razones, el Único tiene contados hasta los cabellos del único (Lc. 12,7) [11]. Frente a la identificación hegeliana de lo real y lo racional, proclama Kierkegaard que lo personal es lo real, y asienta las bases del existente concreto, del que partirán decididamente las distintas corrientes de la Filosofía de la existencia posteriores.
Ese camino existencial de la persona singular, iniciado sobre todo por San Agustín y, en la modernidad, por Blais Pascal «padre de la dialéctica y la conciencia existencial moderna», como señala certeramente Mounier[12], será desbrozado por Husserl en su obra de madurez La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, quien termina privilegiando el mundo cotidiano de la vida (Lebenswelt) a partir del mundo noemático que la persona va constituyendo intencionalmente en colaboración con otras personas como ella[13]. Ese camino, en fin, sobre todo lo recorrerá Heidegger al afirmar que la crisis de las ciencias se produce justamente porque falla el fundamento, esto es, el ser. Nada nuevo, por otra parte, ya que el mismo Heidegger insistirá en que “desde el comienzo de la filosofía, y en ese mismo comienzo, el ser del ente se manifestó como Grund”[14].
Pues bien, ese fundamento (Grund) el personalismo lo encuentra sencillamente en la persona, en la estructura de la conciencia del ser personal. La conciencia de ser persona es un existencial previo a toda reflexión, entre otras cosas porque nadie se mueve si antes no se conmueve, y no al revés, como postulará el utilitarismo y el positivismo. Para Heidegger, por ejemplo, las posibilidades del ser son más reales que la propia acción real, porque la acción lo es precisamente porque antes era posibilidad[15]. El hombre es posibilidad… es decir, conciencia personal. El poder ser equivale a las posibilidades de ser, de ahí que el volverse a sí mismo sobre todo sea volverse a poder ser sí mismo. LLegar a ser el que se es por perfección lo que ya se es por naturaleza, de Píndaro, sería una ley personal. Luego se derivará que ser-en-el-mundo es lugar y tarea, es decir, existencia ética, el hombre como pro-yecto (yecto), etc. Pero todo esto pertenece ya, es previo, al universo personal.
A finales del siglo XIX y comienzos del XX la cultura europea, lastrada de un complejo de inferioridad aplastante frente al método hipotético-deductivo -recordemos el eslogan de la Exposición Universal de Chicago (años 30) «la ciencia descubre, la industria aplica, el hombre se somete»-, asiste a una dramática situación intelectual: por un lado el positivismo que negaba validez científica a los conocimientos humanistas y filosóficos y, por otro, los neoidealismos que ahogaban cualquier intento de filosofía objetiva sobre las realidades espirituales. Era imprescindible abrir nuevas vías para que la filosofía dejara de ser un saber donde la primacía en la constitución del saber la tenía la visión subjetiva de cada sujeto y donde, en consecuencia, no había ninguna posibilidad de que la filosofía se constituyera en una ciencia objetiva aceptada por todos, en un momento histórico en que las ciencias experimentales están en pleno desarrollo como el tipo de conocimiento paradigmático al que tenían que asimilarse todos los saberes.
En este contexto histórico, es preciso resaltarlo para apreciar el gran mérito de Husserl, el desarrollo del método fenomenológico se presenta ante todo como un nuevo modo filosófico de acercarse a la realidad. El método consiste en eliminar todos los prejuicios y visiones preconcebidas de lo real para intentar ver lo que la realidad presenta sin más, y eliminando todos los aspectos irrelevantes del fenómeno que se presenta en la conciencia hasta llegar a su esencia, esto es, la intuición de las esencias, dice Husserl. Esto implica, por un lado, que el conocimiento es intencional y objetivo, y por otro que es esencialmente similar para todos. El resultado metodológico de mirar atentamente la realidad tiene que ser alcanzar la misma esencia por todos, y esto constituye el fundamento para un conocimiento científico y universal.
Claramente lo que Husserl abre con su métodoes un camino para que la filosofía se vuelva de nuevo hacia la realidad y reflexione sobre lo existente[16]. Se ha discutido mucho si Husserl fue realista o no, pues no dejó claro en sus escritos si el objeto intencional que se presenta en la conciencia tiene consistencia ontológica. Lo que sí es claro es que muchos de sus seguidores del Círculo de Göttingen emplearon el método fenomenológico para emprender un retorno al realismo bajo el lema de “vuelta a las cosas mismas” (zu den Sachen Selbst), no tanto como la búsqueda de unas esencias puras que permitiesen fundar un conocimiento científico radical (desarrollo de la intuición eidética), sino como primacía del objeto «real» de conocimiento sobre el sujeto «ideal» en la elaboración de la filosofía.
El método fenomenológico será a partir de entonces el mejor camino para hacer filosofía partiendo de la experiencia. Un valor, por ejemplo, surge del análisis fenomenológico de la experiencia moral de una persona, lo cual hace ver que el hombre encuentra ante sí valores y éstos le mueven a la acción. La categoría de relación, otro ejemplo, surge de la experiencia de la intersubjetividad o relación interpersonal a través de la palabra o de cualquiera de los lenguajes humanos, o del amor que, como bien subraya Ferdinand Ebner, procede de una relación que no se establece entre un sujeto y un objeto, sino entre dos sujetos personales. Esto es hacer filosofía partiendo de una experiencia universal que se erige en fundamento.
Así lo entenderá también otro de los más conocidos representantes del personalismo francés: Maurice Nédoncelle. Desde una fenomenología de la conciencia –Nédoncelle toma la fenomenología en su acepción más general de descripción empírica e inductiva de los datos de la experiencia interna- lo que intenta esclarecer es el amplio mundo de las relaciones interpersonales: “si la percepción de sí está indisolublemente ligada a la persona, es también solidaria de la percepción del otro […] La relación del yo a un tú es el hecho primitivo, la experiencia fundamental y fundante, a la que la conciencia no puede sustraerse sin tender a suprimirse […] No hay, pues, un yo sin el nosotros y no se construye o se personaliza sino por medio del tú”[17].
El punto de partida para Nédoncelle es la experiencia de la conciencia de sí mismo percibida en comunión con otras conciencias. No se debe concebir a la persona como una entidad aislada para añadirle después la relación interpersonal, porque en verdad esa relación estaba ya desde el principio. En La reciprocidad de las conciencias, su obra fundamental, afirma: “La comunión de las conciencias es el hecho primitivo; el cogito tiene antes que nada un carácter recíproco” [18]. Es decir, la persona toma conciencia de sí misma teniendo presente la existencia de otras conciencias: se encuentra desde el inicio en relación con los otros. Aquí las palabras clave son personalismo comunitario que destaca Mounier: “Mounier elaboró una doctrina en la que se quería dar una primacía fundamental a la persona, de ahí el nombre de personalismo; esa persona, además, era una realidad espiritual y en esencial relación con los otros y de ahí el epíteto de comunitario” (p. 57).
Todo esto nos está indicando que la idea de ser persona surge en el hombre, no deducida de una teoría o teorías, sino de la experiencia radical de verse a sí mismo como un ser al que se le puede calificar de personal. En efecto, desde que el ser humano piensa por vez primera en sí mismo, tiene conciencia de ser-yo-mismo, es decir, desde que tiene memoria de la primera vez en su existencia en que se capta como ser único existente, en torno a los tres años de vida, su idea de ser persona le surge del análisis fenomenológico de una experiencia personal radical. Entonces, el ser humano encuentra en sí, no frente a sí, la razón esencial de su ser-en-el-mundo mediante la experiencia de unicidad, esto es ser persona, experiencia de sí unívoca y fundamental que ya no le abandonará jamás a lo largo de su existencia.
Experiencia que se erige en punto de partida de la filosofía, esto es, de la reflexión que lleva a cabo sobre los hechos de experiencia fundamental y universal, que cada persona encuentra sin dificultad en el interior de sí misma, mediante la toma de conciencia de sí y del mundo. De modo que a la realidad del ser personal se accede no tanto desde un pensamiento subjetivista como el cogito, aunque se autocalifique de trascendental, ni desde un planteamiento objetivista-cientificista que contemple al yo frente al yo como si fuese un objeto externo y extraño. La persona no es un objeto, dice Mounier, “sólo se definen los objetos exteriores al hombre y que se pueden poner ante la mirada»[19]. Desde la experiencia del misterio de ser persona, en sentido marceliano, es como se accede al fundamento, reducto último del filosofar.
Podemos concluir que toda fundamentación de la filosofía personalista encuentra este suelo firme de partida en la constatación de una experiencia inicial y radical que se eleva a la teoría, esto es, a la visión contemplativa de la persona: tematización de la primera vez que el ser se experimenta a sí mismo como persona. A partir de entonces conocemos que ese yo sustancial «que permanece esencialmente invariable y que nos permite establecer y fundar la identidad y continuidad de las personas» (p. 174), es el sello de la unicidad y singularidad que nos acompaña siempre, no de forma estática en su realidad esencial, antes bien en continua evolución creadora hacia la perfección y a lo largo de nuestra existencia.
Después de detenerse brevemente en los precursores del personalismo francés, en particular en algunos autores espiritualistas como R. Le Senne, L. Lavelle o N. Berdiaev,… Juan Manuel Burgos llega a los principales de la filosofía personalista, pero en este contexto se echa en falta que no repare en dos personalistas relevantes, como son Jean Lacroix y Paul Ricoeur[20]. Sí se detiene en cambio en J. Maritain, autor de una obra original calificada de «personalista tomista» (p. 36), porque «a pesar de que no es propiamente hablando personalista, fue el primero que desarrolló técnicamente algunos temas personalistas, además de inventar parte de la terminología e influir de este modo en Mounier» (p. 37), fundador y principal representante del personalismo.
Maritain, que «acabó desarrollando la filosofía política de inspiración personalista más elaborada que se ha realizado hasta el momento» (p. 37), supo invertir una teoría social y política que se fundamentaba en una prevalencia de la sociedad frente a la persona. Aparte de en Humanismo integral, en otras dos obras El hombre y el estado y La persona y el bien común, Maritain se esfuerza en demostrar que no es el hombre quien está al servicio y a disposición plena de la sociedad como afirmaban los totalitarismos, sino la sociedad quien debe ponerse al servicio de la persona, porque es ésta el valor principal y primero por encima de cualquier organización. Pero a su vez, la persona no es una entidad egoísta que debe pensar sólo en su propio beneficio como proponía el individualismo; es un ser social, un ser en relación, que se debe a la comunidad aun sabiendo que está por encima de ella desde un punto de vista ontológico. Encontramos aquí ya delineados los elementos esenciales de lo que sería después el personalismo comunitario (p. 50. Adaptado).
Ciertamente con E. Mounier, inspirador y figura principal del personalismo, llegamos al autor central del movimiento personalista, pues para el personalismo hay un antes y después de Mounier[21]. Antes había intuiciones dispersas. Después hay un conjunto sólido de doctrina con coherencia propia, y un movimiento intelectual conocido y con influencia que se difundió en Francia y en otros países europeos. “Se le puede considerar, por tanto, en un cierto sentido, como el fundador del personalismo”, pero a continuación matiza claramente Burgos que “esto no debe llevar como a veces hacen sus seguidores al error de identificar al personalismo con Mounier […] posteriormente ha habido muchas aportaciones importantes” (p. 78-79).
Así, pues, aparte las obras directas de Mounier, Maritain, o Nédoncelle, se añaden a esta nómina las importantes aportaciones personalistas de Guardini o Marcel. Pero mientras que a Romano Guardini, quien elaboró su propuesta filosófica dentro de un marco claramente personalista (p. 134), no se le pone otra “etiqueta”, a Gabriel Marcel le coloca J.M. Burgos bajo el epígrafe de «el personalismo existencialista», expresión que no habría aceptado Marcel, igual que otros pensadores después no aceptaron. Como aclara inmediatamente el propio Burgos a propósito de Julián Marías, que no se considera a sí mismo dentro del personal-ismo porque no le gustan los «ismos» de ningún tipo (p. 148), tampoco a Marcel. De hecho esa misma actitud en contra de los –ismos la va a adoptar Mounier, quien nunca pretenderá construir un sistema global del personalismo, primero por miedo a retornar al agobio del racionalismo y del idealismo, y segundo por considerar que la riqueza y creatividad del ser humano no pueden encerrarse en ningún cuadro de nociones generales: “El personalismo -afirma al comienzo de su obra principal- es una filosofía, no solamente una actitud. Es una filosofía, no un sistema”[22].
Efectivamente antes que Marías y que Mounier, Gabriel Marcel había declarado su aversión a los -ismos, equivalentes según él al esclerosamiento de la posibilidad del entendimiento que encierran todos los sistemas. Aversión que es expresada sobre todo en su radical oposición a Sartre y al «fenómeno del sartre-ismo«[23]. En fin, de aceptar alguna clasificación, me inclino a pensar que Marcel habría preferido la de «personalista existencial».
En España, Alfonso López Quintás, discípulo de R. Guardini, también es incluido acertadamente en el grupo de los personalistas actuales (p.145), y puede en efecto encuadrarse entre los influyentes filósofos de amplia perspectiva personalista. Más conocida y valorada su extensa obra fuera de España, desde sus primeras investigaciones académicas bajo el magisterio de Guardini en Munich, publicadas luego en varios volúmenes titulados Metodología de lo Suprasensible, El triángulo hermenéutico,… (1963, 1971), López Quintás se perfila como destacado personalista. En esta nómina española Burgos incluye además a Xavier Zubiri (pp.146-147), a Carlos Díaz (p. 146), y al ya mencionado Julián Marías, a quien, cobijado bajo el epígrafe de «el personalismo vital», le dedica un espacio preferencial (pp. 148-153).
Esta denominación «personalismo vital» es acertada -dice Burgos– porque Julián Marías fundamenta la filosofía en el hecho de experiencia personal de todo aquello que la constituye en sujeto único, que existe y vive, y desde ahí conoce todo lo demás: mi vida. «Mi vida» es el resultado, no de una deducción, sino de la tematización de una experiencia universal. En este sentido, correlativamente al personalismo de Marías, al de López Quintás podemos denominarle “personalismo ambital”, según su conocida “teoría de los ámbitos”. La realidad humana no es cósica, sino ambital, repite Quintás a modo de clave interpretativa de su obra, lo cual quiere decir sobre todo que la persona es ambital y no objetual. Y de esa categoría ambital se derivan para las personas las posibilidades de ser «seres ambitalizables y ambitalizadores”[24].
En fin, además del personalismo español, J.M. Burgos -en lo que quizá constituye lo más destacable de su obra-, se detiene en autores más desconocidos, y más en concreto en las realizaciones del personalismo en Italia y en Polonia. En la presentación del personalismo italiano, más desconocido que el francés y sin embargo de mayor influjo social dentro de sus fronteras, Burgos destaca que la crisis del neoidealismo historicista de Croce y el neoidealismo actualista de Gentile a principios del siglo XX provocó el surgimiento del personalismo en Italia. A pesar de la categoría intelectual de ambos filósofos, en sus postulados neoidealistas, aun en sus versiones italianizadas, resaltaba el espíritu de abstracción como causante del empobrecimiento intelectual. En la crisis de las guerras europeas que se avecinaba, la filosofía neoidealista resultaba demasiado abstracta y lejana al hombre. El influjo de la filosofía kierkegaardiana empezaba a calar en muchos filósofos que se dispusieron a recorrer un camino inverso al emprendido por Hegel, dejando a un lado lo “trascendente” y lo abstracto para fijar su atención en el hombre concreto y existencial (pp. 92-93).
El primero que se aventuró por esa senda fue Armando Carlini (1878-1959) quien, buscando modos de concretar lo trascendente, se acercó a la categoría de persona, y la definió como “una existencialización del trascendental”. Es decir, Carlini se mantenía todavía en una estructura de partida idealista –la categoría fundamental era lo trascendental-, pero se planteaba ya que ese trascendental había que existencializarlo y concretarlo y, si se realizaba esa operación, la categoría a la que había de acudir era la de persona. De modo balbuceante, pues, dio los primeros pasos desde el neoidealismo al personalismo, pero nunca se definió a sí mismo como personalista ni tampoco se relacionó con los personalistas europeos[25].
Quien sí recorrió un itinerario completo desde el neoidealismo a la filosofía personalista fue Luigi Stefanini (1891-1956), filosofía que desarrolló sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial. Llegó al personalismo desde la historiografía, a partir de sus estudios sobre Gioberti , y a partir del existencialismo incipiente en Italia.
Pero el autor quizá más conocido, que siguió un itinerario similar al de Stefanini, fue Luigi Pareyson (1918-1991). Creció en el ambiente neoidealista pero sus primeros intereses personales se dirigieron al existencialismo. En esa línea estudió a kierkegaard y Jaspers y lentamente fue derivando hacia el personalismo. Un tema al que Pareyson dedicó particulares esfuerzos fue el de la interpretación de textos, la hermenéutica. Se trata de una visión global del conocimiento humano que pretende superar el racionalismo, es decir, que quiere abandonar una postura artificial según la cual sólo el conocimiento puro, científico y sin referencias a la tradición sería válido. La hermenéutica subraya que tal conocimiento no existe; que todo hombre conoce en un contexto concreto, está implicado en ese conocimiento y depende de la tradición cultural e intelectual en la que se encuentre situado[26].
Para Pareyson el conocimiento es siempre algo personal, no una inteligencia abstracta e inexistente, la que busca llegar a la verdad. Considera que este punto de partida es el que permite superar los viejos esquemas artificiales de oposición entre objetivismo y subjetivismo, entre el conocimiento verdadero pero impersonal y el conocimiento subjetivo pero sin la dimensión de la verdad. Y el conocimiento es personal porque sólo la persona concreta, no en abstracto, es capaz de comprometerse en la búsqueda de la verdad. Conocer y poseer la verdad, dice Pareyson, no es posible sin comprometerse, sin tomar partido, sin exponerse personalmente, porque “rehusar el compromiso es rehusar la condición humana”[27]. Igual que para Mounier o para Marcel, el conocimiento no puede darse siendo “un mero espectador”[28] insiste Pareyson; y esto no sucede sólo en la filosofía entendida como búsqueda de la verdad, sino en cualquier interpretación ya que en cada proceso hermenéutico siempre se encuentra comprometida la verdad, y la interpretación más exigua posee por sí misma un valor ontológico[29] (pp. 100-101. Adaptado).
Lo propio del personalismo italiano, afirma Burgos, es que “se caracteriza, sobre todo, por su amplia difusión, mucho mayor que en Francia, y por su asimilación creativa por parte de numerosos grupos sociales e intelectuales” (p. 101), hasta el punto de que este grado de penetración y asimilación en este país “llegó a superar la ‘masa crítica’ necesaria para que el personalismo italiano iniciara su propia vida y formara lo que podríamos denominar una ‘matriz cultural personalista’, es decir, un entramado de ideas vivo, compartido por muchos y capaz de orientar en esa dirección a las nuevas generaciones de intelectuales que iban surgiendo […] El resultado es que actualmente existen en Italia numerosos intelectuales prestigiosos que poseen esas premisas culturales y que, desde ellas, hacen oír su voz en la sociedad en temas muy dispares” (p. 103), y cita algunos nombres actuales como Sgreccia, Francesco d’Agostino, Giusseppe dalla Torre, Giorgio Campanini, Pier Paolo Donati, Rocco Buttiglione, Giulia Paola di Nicola, Stefano Zamagni (p. 104).
Y por fin, al mirar a la hora presente del personalismo se detiene en Polonia donde emerge como paradigma el autor de mayor influjo social internacional y de mayor alcance histórico, la figura de Karol Wojtyla, sin duda la persona que proyecta el futuro de la filosofía personalista como ninguna otra. Burgos le dedica, lógicamente, un lugar destacado en el concierto del personalismo actual (p. 108-118).
En su obra filosófica más importante, Persona y acción, K. Wojtyla abordó el problema del excesivo objetivismo que planteaba la antropología clásica a la hora de entender a la persona. Para superar estos límites planteó su reflexión desde el inicio de un modo diferente al de la filosofía clásica, que estudiaba primero a la persona considerándola como una sustancia ya constituida con unas determinadas cualidades y sólo entonces pasa a estudiar la actividad de esa sustancia. El objetivo de Wojtyla en Persona y acción es justamente invertir esa relación. «No se trata -afirma- de una disertación sobre la acción en la que se presupone a la persona. Hemos seguido una línea distinta de experiencia y de entendimiento. Para nosotros, la acción revela a la persona, y miramos a la persona a través de su acción […] La acción nos ofrece el mejor acceso para penetrar en la esencia intrínseca de la persona y nos permite conseguir el mayor grado posible de conocimiento de la persona. Experimentamos al hombre en cuanto es persona, y estamos convencidos de ello porque realiza acciones”[30].
Esta filosofía personalista Karol Wojtyla la ha incorporado plenamente a su obra publicada bajo el nombre de Juan Pablo II, es decir desde el principio de su pontificado en la Iglesia Católica (año 1978) hasta el presente, sobre todo a lo largo de sus trabajos dirigidos a la cristiandad en formato de Encíclicas y Exhortaciones Apostólicas, en los que ha aportado en clave personalista su contribución a la fundamentación racional de la fe en diálogo con la filosofía contemporánea, de ahí la amplia repercusión internacional de sus ideas y sobre todo de su actual influjo social.
Efectivamente el personalismo está presente en toda su obra y su trayectoria existencial como Papa. Desde la primera Carta encíclica, Redemptor Homini (1979), en que aparece fundamentado “el hombre en su realidad singular, porque es persona”, y porque es persona “tiene una historia propia de su vida y sobre todo una historia propia de su alma»[31], hasta su última Carta, Novo Millennio Ineunte (enero, 2001) en que Juan Pablo II destaca que sólo se llega a conocer al hombre a través de la persona, y, sobre todo, de la persona de Cristo porque “es precisamente este ulterior grado de conocimiento[de Cristo], que atañe al nivel profundo de su persona” como el hombre se conoce a sí mismo, al mundo y a Dios, recordando la doctrina del Concilio de Caledonia (año 451) que define a Cristo como “una persona en dos naturalezas”, la divina y la humana[32].
De entre sus muchas encíclicas (veintisiete publicadas en total), por vía de ejemplo podemos entresacar brevemente algunos textos repletos de ideas personalistas relevantes. De la Christifideles Laici (1988) leemos: “Redescubrir y hacer redescubrir la dignidad inviolable de cada persona humana constituye una tarea esencial; […] Entre todas las criaturas de la tierra, sólo el hombre es ‘persona’, sujeto consciente y libre y, precisamente por eso, ‘centro y vértice’ de todo lo que existe sobre la tierra […] A causa de su dignidad personal, el ser humano es siempre un valor en sí mismo y por sí mismo y como tal exige ser considerado y tratado. Y al contrario, jamás puede ser tratado y considerado como un objeto utilizable, un instrumento, una cosa. […] La dignidad personal es propiedad indestructible de todo ser humano… esta afirmación se basa en la unicidad y en la irrepetibilidad de cada persona. En consecuencia, el individuo nunca puede quedar reducido a todo aquello que lo querría aplastar y anular en el anonimato de la colectividad, de las instituciones, de las estructuras, del sistema. En su individualidad, la persona no es un número, no es un eslabón más de una cadena, ni un engranaje del sistema”[33]. Etc.
Para finalizar, con la encíclica reciente Fides et Ratio (1998), la más filosófica del más filósofo Papa de los últimos tiempos, calificada como probablemente su testamento teórico, asistimos a una revalorización de la persona y su razón, no frente a la fe, sino precisamente como ayuda y complemento para las dos. Ya es significativo que la introducción sea titulada «conócete a ti mismo», y que se abra con este grandioso pórtico: «Tanto en Oriente como en Occidente es posible distinguir un camino que, a lo largo de los siglos, ha llevado a la humanidad a encontrarse progresivamente con la verdad y a confrontarse con ella. Es un camino que se ha desarrollado -no podía ser de otro modo- dentro del horizonte de la autoconciencia personal». Y pone de manifesto, entre otras muchas aportaciones al torrente de la filosofía actual, que lo más grandioso de la filosofía es que la persona no se debe conformar con «la mera adquisición del conocimiento abstracto de la verdad», sino que «lo que se pretende, más que nada, es la verdad misma de la persona: lo que ella es y lo que manifiesta de su propio interior»[34].
Temas de una filosofía nueva.
De las consideraciones precedentes, traídas de la mano de tantos autores personalistas y otros afines como por ejemplo los pensadores dialógicos, quienes destacan la necesidad de realizar en la vida una de las experiencias más plenamente humanas por personales, a saber, poner en juego la relación diálogo y encuentro[35], podemos concluir con J.M. Burgos que el personalismo sobre todo es una filosofía realista. En primer lugar, el personalismo posee una visión del mundo de tipo ontológico o metafísico. El mundo es una realidad cuyo autor no es el hombre, ni su construcción una obra de la mente humana, ni tampoco una serie de fenómenos inconexos a los que el hombre daría forma en su interior. Tiene una consistencia propia, existe en cuanto tal, está estructurado por leyes internas y objetivas, que son independientes del sujeto que las piensa, y en él encontramos realidades con diversos grados de perfección entre los que destaca la persona humana, la cual nos mete de lleno en una visión personalista de la realidad porque ella sería la primera realidad.
Una realidad que es sustancial, tiene algo -el yo- que permanece esencialmente invariable a lo largo de su evolución, y que le permite establecer y fundar la identidad y continuidad de las personas. El personalismo considera que existe una naturaleza humana que es, siempre, esencialmente similar, lo que significa que tiene una naturaleza determinada y específica. Además, la persona tiene la capacidad de conocer una verdad que, al mismo tiempo, le trasciende. Con ello se afirma ante todo que tiene una capacidad objetiva de conocer la verdad, es decir, que posee una facultad del espíritu que le permite acceder a la realidad de un modo único y peculiar. Este planteamiento se opone a dos extremos opuestos: por un lado al objetivismo radical, y por otro al subjetivismo absoluto. Además es de destacar que el hombre, frente al racionalismo puro que afirma que todo es accesible a la mente humana, la persona no es capaz de conocer toda la realidad ya que ésta le trasciende.
Por una parte, se constata que la persona es libre. Desde posturas historicistas, por ejemplo, se postulará el determinismo del hombre, pero desde el personalismo se dará por sentado que a la persona le es consustancial la libertad, no tanto como dice Mounier que la libertad es afirmación de la persona de algo “que se vive, pero que no se ve» (p.35), sino que incluso también se patentiza y se ve exteriormente. La persona interacciona con el mundo, aceptando o rechazando posibilidades, eligiendo determinadas opciones y modificando el mundo, pero no sólo es libre en el nivel de la acción, sino que su libertad ocupa un puesto más esencial y radical en la estructura íntima de su ser personal, porque la libertad hace (a la persona) dueña de sí y puede orientar su destino entre muchos otros posibles, y esto, hoy quizás más que en la época de Mounier, es preciso afirmar que también “se ve”, o -mejor- «se debe ver».
Junto a la libertad, en la persona se encuentra una dimensión ética esencial que le acompaña siempre en sus acciones (que se ven). «Toda decisión moral afecta a la persona de manera global ya que el sujeto sabe que si elige el bien no sólo acertará, sino que se hará bueno mientras que si elige el mal no sólo se equivocará, sino que se hará malo. Esta experiencia es exclusiva del hombre y nos distingue radicalmente de los animales. Es, al mismo tiempo, por decirlo así, un peso inevitable que el hombre lleva consigo y que el existencialismo se ha encargado de recordarnos. La dimensión moral de las acciones está ahí y, aunque quisiéramos obviarla para eludir la responsabilidad que conllevan, no podríamos en ningún modo» (p. 178).
Por encima del conocimiento y de la inteligencia, el personalismo otorga primacía absoluta a los valores morales. Una de las consecuencias filosóficas más relevantes de este postulado es la revalorización de la acción, que tanto juego da a K. Wojtyla. «Fruto de este planteamiento es el tratamiento que se ha hecho desde el personalismo de temas como el trabajo, la relación del hombre con la naturaleza, la actividad creadora en el ámbito estético, la filosofía social y, sobre todo, la filosofía política» (p. 185). Por otra parte, el personalismo considera que el hombre es un ser esencialmente religioso, algo que se desprende de su naturaleza espiritual, y afirma que Dios es esencialmente personal (p. 168-180, adaptado), religiosidad, por lo demás, esencialmente abierta: el personalismo de Mounier, por ejemplo, tiene una clara inclinación cristiana que de ningún modo es excluyente para el que no profese tal inclinación.
En fin, no podemos terminar esta presentación prospectiva sin destacar la distinción clave persona-individuo, persona-cosa, que a la postre es por donde empezó el personalismo (en sentido genérico), por donde continuó (en sentido estricto) y por donde deberá continuar si quiere seguir siendo una filosofía nueva, es decir, eterna.
Persona-individuo y persona-cosa.
Así como Kierkegaard distinguió entre vida estética y vida ética, o Heidegger entre vida auténtica e inauténtica, los personalistas Lacroix, Nédoncelle, Marcel, Buber, Lévinas, y sobre todo Mounier, hicieron hincapié en la distinción persona-individuo[36]. Ciertamente, además de en los personalistas en sentido estricto, esta diferenciación entre individuo y persona fue habitual en muchos de los pensadores del periodo de entre Guerras, años 30 y 40, entre otras razones porque originalmente el movimiento personalista no fue tanto un sistema como una perspectiva desde la que se abordan los problemas humanos, desde la teoría y la práctica, tomando a la persona en su singularidad y en su dimensión comunitaria a la vez, pero sobre todo desde la perspectiva de su dignidad.
Los personalistas pusieron de manifiesto que siempre que hay deshumanización la persona se degrada en individuo. Merced a esta reducción el individuo se cierra y se repliega sobre sí mismo, en una autodisolución que proviene de la soledad que él mismo se crea. Deviene entonces en el estado de «individuo abstracto, buen salvaje y paseante solitario, sin pasado, sin porvenir; sin relaciones […] soporte sin contenido de una libertad sin orientación»[37], estado que le conduce al vacío existencial, la desesperación y la angustia. La persona puede dar la espalda a la realidad como fuente de posibilidades, y puede no abrirse a esa fuente principal de sentido y posibilidades que son los demás. Entonces queda paralizada, y si se lanza a actuar deja que su ser se vaya poco a poco vaciando, empobreciendo, y desvinculándose de la realidad. En la vivencia de este vacío existencial encontramos un fundamento antropológico de la esencia de la deshumanización.
Mounier llama individuo «a la dispersión de la persona en la superficie de su vida y a la complacencia de perderse en ella»[38]. El estado natural del individuo es la dispersión y disolución de su persona en las cosas o en su activismo, sin encontrar sentido en la vida, sin horizonte existencial, y sin vínculos personales. Se repliega sobre sí, narcisista, y su actitud básica en la vida es la de poner su seguridad en las cosas. Es, en definitiva, «un hombre abstracto, sin ataduras ni comunidades naturales, dios soberano en el corazón de una libertad sin dirección ni medida, que desde el primer momento vuelve hacia los otros la desconfianza, el cálculo y la reivindicación»[39].
A diferencia del individuo, la persona es definida por Mounier como señorío, elección, generosidad, superación, desprendimiento. Frente a la autodestrucción del individuo en la soledad, la persona se construye mediante el compromiso. Por su compromiso con la vida y la existencia personal y comunitaria la persona encuentra su vocación y hace su destino, de tal manera que ninguna otra persona puede usurparle esta tarea. Tarea que realiza dándose, comunicándose a otros, sin caer en la tentación del repliegue, y mediante esa comunicación se abre a la comunidad. Así entendida, la persona genera comunidad, pues no se encuentra sino dándose.
La rehumanización, movimiento contrario a la deshumanización, sería una recuperación de la persona purificándola de lo individual, una reconversión de individuo a persona, paso que comienza con la toma de conciencia de que su esencia estaba perdida en el exterior, expulsada de sí misma. Comentando la conocida distinción pascaliana finura-diversión, Mounier escribe: “El hombre de la diversión vive como expulsado de sí, confundido con el tumulto exterior: tal el hombre prisionero de sus apetitos, de sus funciones, de sus hábitos, de sus relaciones, del mundo que lo distrae. Vida inmediata, sin memoria, sin proyecto, sin dominio, es la definición misma de la exterioridad”[40]. Esta rehumanización supone una auténtica conversión, un cambio de ideal en la mente y en el corazón, una nueva dirección del rumbo existencial que opta por los valores que hacen crecer a la persona. Sería un movimiento que va de lo externo, distante y superficial a lo cercano, lo íntimo y lo profundo. Es, en definitiva, el dinamismo básico de la persona que aspira a existir en plenitud, semejante a la tensión hacia el Bien de Platón, o la aspiración a la perfección de Aristóteles, o el deseo de Dios de San Agustín, etc.
Por otra parte, ocultar o maquillar los sentimientos de culpa o el vacío de una vida sin sentido no soluciona los problemas existenciales de las personas. Antes bien, para salir de la deshumanización y reconstruir de nuevo su “paisaje del alma”, que diría Unamuno, la persona no necesita anestesiar sus responsabilidades personales con prozac, como dice Lou Marinov[41], lo que necesita sobre todo es crear un horizonte de sentido y un sistema de valores, como diría V. Frankl. Y, desde otra perspectiva práctica, necesita alejarse de los dictados del mercado que postergan y cosifican a la persona convirtiéndola en mercancía susceptible de compraventa, si quiere pasar del sujeto-masa del que habló Ortega y Gasset, o del sujeto-función de G. Marcel, a ser persona-persona.
Efectivamente, uno de los ejes centrales del personalismo, como también del pensamiento dialógico y de la filosofía existencial, y desde luego presente en todos los autores personalistas, es la insistencia en la insalvable distinción entre cosas y personas, entre mundo objetivista y mundo personal. «Este planteamiento -comenta Burgos– supone un enorme reto para el personalismo pues debe formar esas nuevas categoría antropológicas que se adecuen a la especificidad del ser personal y, posteriormente, estructurar en torno a ellas una antropología equilibrada, realista y lo suficientemente profunda para dar cuenta de la realidad con toda su complejidad y matices» (p. 181). Lo que se ha hecho hasta ahora es limitarse a describir esas nuevas categorías en las que debería basarse esa antropología: intimidad, subjetividad, sustancialidad, incomunicabilidad, etc., pero queda pendiente la tarea de profundizar en esas nociones y construir una antropología más rica y actualizada.
La distinción radical entre persona y cosa la encontramos ya nítida en la modernidad kantiana. En el capítulo segundo de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres afirma Kant: «el ser humano, y en general todo ser racional, existe como fin en sí mismo, no meramente como medio para uso caprichoso de esta o aquella voluntad, sino que debe ser considerado siempre al mismo tiempo como fin en todas las acciones, tanto las dirigidas hacia sí mismo como hacia otro ser racional […] Los seres cuya existencia no depende de nuestra voluntad, sino de la naturaleza, tienen sólo un valor relativo cuando se trata de seres irracionales, y por esto se llaman cosas; pero los seres racionales se denominan personas, porque su naturaleza ya los señala como fines en sí mismos, es decir, como algo que no puede ser usado como medio»[42].
Este planteamiento da pie a pasar de una filosofía eminentemente racionalista interesada sobre todo por la relación del hombre con las cosas a una filosofía que se interesa sobre todo por la relación del hombre con las personas. Paso “definitivo” que ya vimos lo dio personalmente Kierkegaard. «Hasta entonces, escribe José Luis Lorda, el espíritu humano venía definido por su relación con objetos: relación de conocimiento (el objeto ante la conciencia) y de voluntad (el objeto como bien querido). La aportación de Kierkegaard pone en primer término la relación con un ser personal, Dios. El espíritu humano se define mucho más por sus relaciones personales, que por su relación con objetos. Tras el inmenso monólogo hegeliano del Espíritu Absoluto, iban a surgir las filosofías del diálogo»[43].
Cuando Husserl y la escuela fenomenológica postulan la vuelta a las cosas mismas, sobre todo lo hacen como filósofos del pensamiento en diálogo con realidades presentes en persona, no presentes “en cosa”. El método fenomenológico, en rigor, se ocupa de las realidades que pueden darse por vía de presencia, y ello es esencialmente así en un entorno de seres que no sean meras “cosas”, sino “ámbitos de realidad”, según la expresión preferida de A. López Quintás. De manera que, desde esta perspectiva, la vuelta a las cosas mismas significaría ante todo la vuelta al ser personal.
Heredero de esta metodología, Julián Marías vuelve a la historia reciente para encontrar que el mundo “ha dependido de una idea capital, que ha mantenido su continuidad: la de persona”. Y, por ello, si quiere proyectarse en el futuro con garantías, no puede ser des-personalizado: “El mundo actual está casi reducido a cosas, el hombre de nuestro tiempo sepultado en ellas. ¿Es esto soportable? Más aún, ¿es posible? Tal vez el hombre no se resigna a dimitir de su condición personal. Cuando está a punto de hacerlo, en virtud de solicitaciones que lo halagan o lo amenazan, siente un punto de alarma. Es muy probable que la dimensión religiosa sea la única que mantenga vivo para la mayoría de los hombres la conciencia de que no es una mera cosa, ni siquiera un organismo, sino esa realidad paradójica, difícil de comprender y sin embargo patente, manifiesta, lo único verdaderamente inteligible”[44].
Puesta la distinción persona-cosa sin condiciones, esencial en la base del edificio personalista, ahora la persona se presenta como esencialmente ordenada a la relación intersubjetiva ya sea de tipo interpersonal familiar o, más amplia, interpersonal social. Esto significa que, al igual que el amor, la categoría de relación es esencial para la persona durante toda su vida. Desde su gestación en el seno materno hasta el final de sus días. «El personalismo considera que todos estos aspectos son tan importantes que, sin caer en el extremo de afirmar que el sujeto se funda ontológicamente en la relación, la filosofía debe esforzarse por comprender con profundidad esta dimensión tan rica y trascendental y darle salida a través de las categorías pertinentes» (p. 184). Además, desde el personalismo se cae en la cuenta que la relación con los demás es un medio privilegiado del propio desarrollo personal, hasta el punto de convertirse en condición sine qua non. Lo importante no es ni la sociedad en cuanto tal ni el individuo egótico, sino la persona en relación con los demás, pues «el hombre no ha sido creado para vivir solo»[45].
Igualmente, de la consideración global de la persona, y de su acercamiento fenomenológico al cuerpo humano que le permite descubrir la riqueza de matices de todos los aspectos corporales, la filosofía personalista se posiciona con firmeza cuando expresa con Mounier la profunda imbricación de lo corporal y lo espiritual: No puedo pensar sin ser, ni ser sin mi cuerpo; estoy expuesto por él a mí mismo, al mundo, a los otros; por él escapo a la soledad de un pensamiento que no sería más que pensamiento de mi pensamiento. Una importante conclusión que saca Burgos de todo esto es que «para el personalismo, la filosofía no es una mera actividad de la mente, sino una actividad de la persona» (p. 189), lo cual pone de manifiesto que el conocimiento del hombre y del mundo -lo propio de la filosofía- también es un medio de interacción con la realidad cultural y social y, por tanto, desde esta perspectiva se intenta dar soluciones a los problemas sociales, éticos, políticos, etc., problemas concretos que asaltan a los hombres a diario.
Estamos, en fin, en presencia de una filosofía cuyo punto de partida es el mismo que el de llegada: el amor. El amor es para Mounier la certeza más fuerte del hombre, más fuerte que la razón, es el más evidente cógito existencial sobre el que no cabe duda. El repetido “pienso, luego existo” cartesiano se transforma para Mounier en “amo, luego el ser es y la vida vale la pena ser vivida” [46]. El personalismo considera que la afectividad es tan esencial a la persona como la inteligencia y la voluntad, pero sobre todo es una afectividad que se conquista: «el amor es lucha», afirma Mounier[47].
Dietrich von Hildebrand, que al decir de J.M. Burgos se puede considerar en sentido estricto un «fenomenólogo personalista» por sus decisivos estudios sobre el amor y la afectividad humana (p. 123), parte de la afirmación de que la tradición filosófica había asignado a la afectividad humana y a los sentimientos un papel secundario, inferior al de la inteligencia y de la voluntad, porque «toda la esfera afectiva fue asumida, en su mayor parte, bajo el capítulo de las pasiones, y siempre que se considera la afectividad en este capítulo específico, se insiste en su carácter irracional y no espiritual»[48]. De ahí la importancia radical del amor y de la esfera de la afectividad para toda antropología que quiera ser digna de su nombre, «que no puede dejar de considerar filosóficamente estos aspectos tan centrales de la vida humana y debe concederles la importancia capital que poseen» (p. 182-183).
Pero «si el amor es lo más esencial de la vida, no tiene sentido que, desde un punto de vista filosófico, sea una cuestión secundaria que quede siempre por detrás, por ejemplo, de las reflexiones gnoseológicas o lógicas. Tiene que ser un tema filosófico central, de importancia paralela a la que reviste en la vida» (p. 186-187). Esto lo vio también lúcidamente Gabriel Marcel, y lo explanó en múltiples recovecos de sus obras.
En suma, más que de “temas de una filosofía nueva” tendríamos que hablar de “los temas de siempre en una persona nueva”. Por ser esencialmente una cosmovisión abierta y catalizadora, el amplio despliegue metodológico del personalismo actual puede convertirse en una propuesta firme a la hora de hacer filosofía, una contribución inestimable que el tiempo dirá. En todo caso, después de la lectura actualizada que hace J.M. Burgos del personalismo, a partir de esta visión global uno se siente filósofo personalista aunque sea de adopción.
Desde Mounier, quien “frente a las filosofías de academia concibe la suya como propedeusis praxeológica, enmarcada en una ética y una política, y en conjunción con una teodicea”[49], se ha insistido en que el personalismo no es estrictamente un sistema filosófico sino un intento por resolver la crisis que ha abierto el siglo XX en el hombre occidental. La afirmación mounieriana de que el personalismo “supone un esfuerzo total para comprender y superar el panorama de la crisis del hombre del siglo XX”, medio siglo después se ha convertido en profética. Sobre todo, a día de hoy, el personalismo sigue siendo una propuesta filosófica eminentemente práctica, volcada a la solución de los problemas reales del hombre, justamente porque sigue insistiendo en la persona como fundamento de todo humanismo.
[1] MOUNIER, E. El personalismo. Buenos Aires: EUDEBA, (Trad. Aída Aisenson), 1962, p. 5.
[2] Sermones de Buddha (Sutta Pitaka). «Sermón Sobre el fuego y Vacchagotta». Majjihima Nikâya (M.I. 484-489). (Trad. inédita de J.Abraham Vélez de Cea.) FUENTE: del canon pâli (edición de la Pâli Text Society).
[3] BURGOS, J.M. El Personalismo. Autores y temas de una filosofía nueva. Madrid: Palabra, 2000. (Juan Manuel Burgos es también editor de la colección de Filosofía Personalista «Biblioteca Palabra»).
—En adelante, para las referencias a esta fuente, sólo citaré la correspondiente página entre paréntesis.
[4] BURGOS, J.M. «¿Es posible definir el personalismo?». En El primado de la persona en la moral contemporánea. Serv. Publ. Univ. De Navarra (Col. «Simposios Internacionales de Teología», nº 17), Pamplona, 1997, pp.143-152.
[5] Ser y Tiempo. México: FCE (trad. española de José Gaos) 1980, p. 219.
[6] MOUNIER, E. ob. cit. «Breve historia de la noción de persona y de la condición personal», pp. 8 ss.
[7] MOUNIER, E. ob. cit., p. 8.
[8] RAMÓN GUERRERO, R. Historia de la Filosofía Medieval. Madrid: Akal, 1996, p. 209.
[9] MOUNIER, E. ob. cit., pp. 9-10 (adaptado).
[10] MOUNIER, E. ob. cit.., p. 9.
[11] Sobre el tema del Único en Kierkegaard, santo y seña de su vida, véase, p. ej., su obra póstuma editada por su hermano, en 1859, Punto de vista de mi actividad como escritor (trad. J.A.Míguez, Buenos Aires, 1966).
[12] MOUNIER, E. ob. cit., p. 10.
[13] Ciertamente una lectura en clave personalista del «mundo de vida» aporta un gran enriquecimiento al pensamiento actual. Cf. La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, (trad. J. Muñoz y S. Mas) Barcelona: Ed. Crítica, 1991. (parágrafos 33 y 34. pp. 127-142).
[14] “El final de la filosofía y la tarea del pensar”. Conferencia de Heidegger, en VV.AA. Kierkegaard vivo, Madrid: Alianza, 1970 (2ª ed.), p. 131. Otra traducción española de esta conferencia: HEIDEGGER, M. ¿Qué es filosofía?, Madrid: Narcea, 1980 (2ª ed.), p. 98.
[15] Cf. Ser y Tiempo, ob. cit. pp. 215-216.
[16] A. Reinach, considera que la fenomenología se reduce esencialmente al método: “Este es el punto esencial: la fenomenología no es un sistema de proposiciones y verdades filosóficas […] sino un método de filosofar que viene exigido por los problemas de la filosofía”. Cf. REINACH, A. VON: Introducción a la fenomenología, Madrid: Encuentro, 1986, p. 21.
[17] URDANOZ, T. Historia de la Filosofía, vol. VIII, Madrid: BAC, 1985, pp. 399-400.
[18] NEDONCELLE, M. La reciprocidad de las conciencias: ensayo sobre la naturaleza de la persona (trad. J.L.Vazquez y U. Ferrer), Madrid: Caparrós, 1997. 316pp. (La réciprocité des conciences. Paris: 1942, p. 310).
[19] MOUNIER, E. ob. cit., p. 6.
[20] En España, hace más de dos décadas Carlos Díaz y Manuel Maceiras publicaron dos extensos trabajos sobre la filosofía personalista de Lacroix y de Ricoeur. Cf. DÍAZ, C. y MACEIRAS, M. Introducción al personalismo actual, Madrid: Gredos, Madrid, 1975, pp. 65-108 y 143-238.
[21] El discípulo más destacado de Mounier en España, Carlos Díaz, entre otras obras de carácter personalista es autor de una actualizada biografía sobre su maestro, publicada en la misma colección de filosofía personalista que dirige J.M. Burgos. Cf. DIAZ, C. Emmanuel Mounier.Un testimonio luminoso. Madrid: Palabra, 2000. También es oportuno dar la referencia de su última obra, La persona como don. Bilbao: Desclée de Brouwer, 2001.
[22] MOUNIER,E. ob. cit. p. 5.
[23] Este tema ha sido estudiado con rigor por el Prof. Denis Huisman. Cf. MARCEL, G. L’Existence et la Liberté humaine chez Jean-Paul Sartre (Précédé d’une présentation de Denis Huisman: «Gabriel Marcel lecteur et juge de Sartre»). Paris: Vrin 1981.
[24] Véase, por ejemplo, un amplio estudio suyo titulado «Compromiso personal y conocimiento de lo ambital-profundo». En LÓPEZ QUINTÁS, A. El triángulo hermenéutico, Madrid: Ed. Nacional, 1971, (Vol. II) pp. 371-417. También, especialmente clarificadoras son las ideas recogidas en el epígrafe “notas de la realidad personal”, en su obra Estrategia del lenguaje y manipulación del hombre, Narcea, Madrid, 1979, pp. 21-27.
[25] Cf. RIGOBELLO, A. Il personalismo, Roma: Città Nuova, 1978, pp. 46-53.
[26] Sobre tradición cultural puede verse McINTYRE, A. Tres versiones rivales de la ética, Madrid: Rialp, 1992.
[27] MOUNIER, E. ob. cit., p.53.
[28] MARCEL, G. Diario metafísico (Ser y Tener). Madrid: Guadarrama, 1969, p. 27.
[29] PAREYSON, L. Verità e interpretazione, Milano: Mursia, 1982, p. 86.
[30] WOJTYLA, K. Persona y acción, Madrid: BAC, 1982, pp. 12-13.
[31] JOANNES PAULUS, PP. II. Redemptor Homini. El Redentor del hombre. (Trad. castellana de la Políglota Vaticana). Madrid: Ed. San Pablo, 1979, p. 37.
[32] JOANNES PAULUS, PP. II. Novo Millennio Ineunte. El nuevo milenio. (Versión castellana de la Políglota Vaticana). Madrid: Ed. San Pablo, 2001, pp. 31, 33.
[33] JOANNES PAULUS, PP. II. Christifideles Laici. Los fieles laicos. (Versión castellana de la Políglota Vaticana). Ed. San Pablo, Madrid, 1989, pp. 86-87.
[34] JUAN PABLO II. Encíclica Fides et Ratio (Fe y razón). Madrid: Ed. Palabra, 1998, pp. 7-8, 47.
[35] LÓPEZ QUINTÁS, A. El poder del diálogo y el encuentro: Ebner, Haecker, Wust, Przywara. BAC, Madrid, 1997, 247pp. Una reseña mía a esta obra puede verse en “Cuatro filósofos del pensamiento dialógico: Ebner, Haecker, Wust, Przywara”. En Cuadernos de Pensamiento, nº 13 (1999) 261-266.
[36] Cfr. Diccionario de Pensamiento Contemporáneo. Dir. Mariano Moreno Villa. Madrid: Ed. San Pablo, 1997. Voces: individuo (por V.M. Tirado de San Juan, pp. 678-684) y persona. (por M. Moreno Villa, pp.895-906).
[37] MOUNIER, E. Revolución personalista y comunitaria. Salamanca: Ed.Sígueme, 1992. OO.CC, Tomo I. pp191 y 195.
[38] MOUNIER, E. Revolución personalista y comunitaria., p. 210.
[39] El Personalismo. Ed. Cit., p. 20.
[40] El Personalismo. Ed. Cit., p. 26.
[41] MARINOV, L. Más Platón y menos prozac, Madrid: Ediciones B, 2001.
[42] KANT, I. Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Madrid : Santillana, 1996, pp. 50-51.
[43] LORDA, J.L. Antropología. Del Concilio Vaticano II a Juan Pablo II, Madrid: Ed. Palabra, 1996, p. 30.
[44] Prensa diaria, jueves 19-abril-2001.
[45] JUAN PABLO II. Fides et Ratio. Ob. cit., p. 46. Sobre la relación interpersonal, pp. 46-50.
[46] MOUNIER, E. ob. cit. p. 22.
[47] MOUNIER, E. ob. cit. p. 33.
[48] HILDEBRAND, El corazón. Análisis de la afectividad humana y divina, Madrid: Palabra, 1998 (3ªed.), p. 33.
[49] FESSARD, G. «Réponse à E. Mounier», Rev. Études, 1949, pp. 349-399. En DÍAZ, C. y MACEIRAS, M. ob. cit., p. 16.