(Comunicación presentada en las VIII Jornadas de la AEP:
Bioética personalista:
fundamentación, práctica, perspectivas

Universidad Católica de Valencia
Valencia, 3-5 de mayo de 2012)

 

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Introducción

            Los avances científicos del pasado siglo, en particular aquellos relacionados a las biología profundizan todavía más la “simplicidad del ser humano”, de su existencia en el contexto de la naturaleza, del que no sería más que ínfima una parte. Así como la Tierra no es ya el centro del universo (algo que se nos ha repetido por siglos), la humanidad parece encontrarse en una situación similar, pues existiría “suficiente evidencia” como para afirmar que no somos menos insignificantes de lo que podrían serlo un árbol o un animal cualquiera.

            Si hoy más que nunca somos los dueños del futuro del planeta, pues en nuestras manos está la protección o el deterioro irreversible y dramático del medioambiente, parecería ser que no logramos ser “dueños” de nosotros mismos. La ciencia puede despersonalizarnos; el determinismo biológico extremo, y con su aparentemente infalible capacidad de predicción, puede reducir nuestros comportamientos a la acción de simples moléculas. Por otro lado, ciertas filosofías van acaso un poco más lejos y proponen que, dada la similitud biológica entre los seres humanos y otras especies, sería bueno repensar lo que entendemos por “derechos humanos” y, en la medida de lo posible, extenderlos a dichos animales que nos resultasen evolutivamente próximos.

            Es así como podemos ver, entre otros posibles, al menos dos posibles enfoques respecto del sitial y del rol del ser humano en el planeta. Ambos con fuertes raigambres en las ciencias biológicas y con profundas implicaciones biológicas. El primer enfoque, que puede ser llamado simplemente reduccionismo, llevado hasta el extremo tendería a ver al ser humano, y a todo organismo vivo, como una máquina programada para sobrevivir y para reproducirse. Es el esquema clásico de lo que se entiende por vida defendido por Richard Dawkins, uno de los vulgarizadores científicos más conocidos en la actualidad. El segundo enfoque, si bien más teórico que práctico, puede igualmente tener profundas consecuencias si es llevado hasta sus límites. Se trata de una revisión de la ética propuesta, entre otros pensadores, por el filósofo australiano Peter Singer. De manera general, y según sus tesis más provocadoras, sería más digno dejar vivir a un animal sano que a un humano profundamente incapacitado.

            Estos enfoques, que bien pueden considerarse paradigmas tanto por el impacto que tienen sobre la investigación científica y filosófica como por la fuerza que cobran a partir de ella (en una suerte de retroalimentación), dejan al ser humano en una posición bioética muy ambigua. Si gracias a la ciencia podemos preveer con algún éxito la evolución de una enfermedad o el efecto de un medicamento, lograr predecir nuestros comportamientos, o asumir que estamos totalmente determinados desde nuestra concepción porque tenemos un patrimonio genético que así lo ordena, equivale indirectamente a aniquilar la libertad y la voluntad, y el determinismo puede ser incluso hasta “exculpatorio”, pues todo lo que hacemos sería dictado ciegamente por los genes. Por otra parte, si se quiere que algunos animales puedan contar con derechos si no idénticos a los nuestros, al menos similares -lo que en principio no debiera ser motivo de repugna-, suponer que lo que entendemos por humanidad se define únicamente a partir de las capacidades intelectuales que nos son propias, o bien sólo por el hecho de que podamos sufrir o no, significa igualmente reducir todo lo que es realmente un ser humano.

            En el presente trabajo, proponemos que existe una tercera alternativa, otra manera de ver las cosas, que puede derivarse de una bioética personalista y veremos que, más que compartir algunos de los principios que animan el reduccionismo biológico y las ética práctica de Singer, los supera para producir una nueva síntesis que, así lo esperamos, fundamente en parte el gran edificio conceptual que debe construirse para consolidar una bioética personalista propiamente dicha.

            En efecto, y como lo veremos más adelante, el presente intenta ser un pequeño pero contundente aporte para la bioética personalista, que acepta que la vida es un concepto muy amplio, pero que a pesar de todo logra definir al ser humano en tanto que tal desde su concepción hasta su muerte, y a pesar de su insoslayable materialidad que le ata a los condicionamientos de la vida más cotidiana y banal, puede tener una existencia libre.

Reduccionismo y libertad

 

            Desde su concepción hasta su muerte, todo ser humano hace parte de una línea continua, llamada ontogenia en ciencias de la vida. Desde las primeras divisiones celulares luego de la fecundación del óvulo, el desarrollo orgánico del nuevo individuo es también una línea continua que, en términos de lo que significa una existencia, no se detendrá sino hasta el momento de la muerte. Existe acuerdo entre los biólogos en cuanto a que es posible afirmar que buena parte de la información genética contenida en las células de los padres puede condicionar fuertemente la vida de un individuo.

            Desde enfermedades relativamente simples, pero tratables o incluso curables, hasta enfermedades graves o letales, estarían ya presentes en nuestras primeras células y tendrían una alta probabilidad de manifestarse durante nuestras vidas. En tal sentido, es claro que existe continuidad entre la primera célula, fundadora de una nueva vida, y el organismo de un adulto cualquiera, por ejemplo. Según lo afirman las propias ciencias naturales, este continuum, que aunque no necesariamente tenga un asidero anatómico, sí cuenta con un respaldo experimental de orden genético. Mucho de lo que somos, desde el color de nuestros ojos hasta algunas de las dolencias que podemos sufrir en nuestra vida, estarían ya presentes en nuestra concepción, o bien serían una secuela, también genética, del proceso de desarrollo embrionario.

            Numerosos científicos ven en ello un punto de apoyo que les permite extrapolar estas certezas genéticas (color de ojos, manifestación de ciertas enfermedades genéticas, etc.) al dominio del comportamiento. Después de todo, si un organismo está determinado por sus genes, y sus genes definen la arquitectura de su cuerpo, y en consecuencia como es que éste habrá de funcionar. Se llega así a considerar que el comportamiento del humano puede ser predecible. Evidentemente, la discusión es grande en este sentido porque predecir cuál es la posible evolución de una enfermedad como un parkinson, no es exactamente lo mismo que predecir si una nueva vida se convertirá, ya en la etapa adulta, en un ingeniero, un artista o un atleta.

            Un ejemplo emblemático de este tipo de razonamiento, que por cierto no es el más extremo, ni tampoco el más ligero, lo encontramos en las tesis del biólogo británico Richard Dawkins. Sin ser un apologista del reduccionismo extremo, ha sido numerosas veces criticado por sus propios colegas biólogos (fundamentalmente por el ya fallecido biólogos norteamericano Stephen Jay Gould) que han visto en sus teorías numerosas simplificaciones que harían de los genes los auténticos directores de nuestras vidas. Estas tesis son, pues, parte de lo que comúnmente denominamos reduccionismo biológico, y comprometen seriamente lo que entendemos por “libertad”, pero la lección que de ellas podemos rescatar un punto importante para nuestro análisis porque mientras que podemos refutar el hecho de que se nos quiera decir que la libertad no existe, al contrario, refutar la realidad material del continuo ontogenético de toda vida es mucho más difícil, y acaso no necesitemos realmente contradecirlo.

            El problema del reduccionismo así definido, y en su vertiente más radical, es que puede aniquilar la idea de libertad. Si no somos libres, no somos responsables de nada de cuanto hagamos, y somos simples espectadores de aquello que acontece con nuestros cuerpos. Puede ser que los avances científicos con los que contamos hoy nos permitan predecir muchas cosas, y a diferentes escalas materiales y temporales (e.g. la respuesta de una enfermedad ante un medicamento concreto, o la evolución geográfica de la misma), pero no se ha demostrado hasta el momento que tales predicciones puedan tener un alcance tan profundo como para afirmar que un niño tendrá tal o tal profesión, o determinadas inclinaciones políticas, etc.

            Y aunque ello fuera así, el hecho mismo de conocer nuestro “futuro” de antemano, nos permitiría poder intervenir en el mismo. Sí, la treta es vieja pero muy coherente, y ya Pascal se había dado cuenta de la paradoja. Por lo tanto, el problema de la libertad, que no corresponde analizar en este trabajo, nos parece, sin embargo, un problema casi resuelto (evidentemente, el concepto es muy vasto, y tampoco pretendemos que seamos libres en un sentido absoluto). Las ciencias naturales nos ofrecen a diario nuevos descubrimientos que probarían que no somos realmente libres, pero tales descubrimientos no son más que un aporte cuantitativo a la discusión porque en cuanto a su lógica y a sus fundamentos cualitativos, siguen siendo igualmente refutables y ante los cuales siempre encontramos argumentos suficientes para demostrar que somos libres.

            Lo que queremos rescatar aquí es el acuerdo explícito o implícito que existe, en el propio mundo de las ciencias naturales, de la importancia que tiene la fecundación para sentar las bases de lo que se ha de entender por individuo. Si el reduccionismo es posible, es gracias al hecho que el ovocito comparte al menos el material genético con el humano que será un niño, un adulto, luego un anciano hasta el momento de fallecer. Las consideraciones técnicas en cuanto a qué entendemos por “individuo”, y qué entendemos por ser humano, no nos conciernen por ahora ya que queremos rescatar el hecho de que existe, al menos un elemento, que corrobora una equivalencia entre un embrión y un individuo ya formado. Este es uno de los argumentos que conforma, como lo veremos luego, nuestra alternativa personalista al reduccionismo.

El malentendido entre el humanismo y “especismo»

 

            Como lo sabemos, existe una gran problemática y discusión respecto del momento en que esta nueva vida puede ser considerada una vida “humana” propiamente tal, y si tenemos en cuenta únicamente un criterio biológico, no es posible establecer ningún criterio que pueda tajantemente establecer en qué momento de dicho continuo vital dicha nueva vida “se transforma” en una persona propiamente tal. Diversas interpretaciones existen al respecto, pero aquella que más influencia tiene sobre el sentido común, e incluso sobre muchas legislaciones, es considerar que se puede hablar de un embrión humano cuando los rudimentos de un sistema nervioso se han estructurado en el mismo.

            Visto de esta manera, un organismo en desarrollo no se convierte potencialmente en persona sino cuenta con un sistema nervioso funcional. La lógica en la que se apoya este criterio puede ser llevada todavía más lejos (y de hecho, es llevada cada vez más lejos) y afirmar que la presencia y/o la eficacia con la que dicho conglomerado neurológico se manifiesta a lo largo de la ontogenia de un individuo condiciona la propia definición de “persona”. Es así como se estructura un razonamiento según el cual las capacidades sensoriales, principalmente aquellas vinculadas al dolor, y a la conciencia de sí en estadios más avanzados de la vida, son claves para definir la vida humana, para concederle y salvaguardar sus derechos. Este criterio se ha transformado en un argumento que numerosos filósofos esgrimen bien para tener una postura neutra o favorable al aborto, por ejemplo, o bien para ir más lejos aún y afirmar que, como lo que entendemos por “sentir” es constatable también en los animales próximos al ser humano (fundamentalmente los primates) cabría por lógica y por justicia, hacer que ellos también sean partícipes de todo cuanto legalmente se deriva de estar en condiciones de sentir.

            Es el caso de filósofos como Peter Singer o Paola Cavalieri, que llevan estos argumentos al punto de ser promotores de “extender” legalmente lo que entendemos por derechos humanos a numerosas especies animales. En efecto, una de sus críticas más agudas consiste en resaltar el hecho que, por ejemplo, la propia significación de “persona” no se trata más que de una simple convención jurídica, establecida de manera arbitraria y por lo tanto susceptible de ser interpretada de diversas formas, y que en ningún caso se trataría ni de una realidad biológica ni mucho menos de una realidad ontológica.

            Otra de las tesis fundamentales de esta corriente de pensamiento que “protege” los intereses de diversas especies animales, y que forma parte del “anti-especismo” (un neologismo equivalente al antirracismo, pero aplicado a las especies animales, no a “razas”) se basa en el hecho que realmente hacemos muy poco por ayudar a quienes lo necesitan, y que en el fondo, obedecemos a nuestras pulsiones y deseos. Para este filósofo australiano, esta situación debe combatirse, pues, logrando ponerse “en el lugar” de aquellos que sufren, y si es posible, evitar hacer daño, lo que sería una obligación moral, que nosotros, como seres humanos, estamos en capacidad de aplicar. Esta idea de “mal” es clave en Singer, quien se opone por ejemplo al aborto, pero no porque en el embrión haya una persona, sino porque “no es bueno matar a vida humana indefensa”.

            Como podemos ver, este tipo de argumentos fragilizan el valor del ser humano, transformándolo en un producto de una convención cultural, histórica y hasta política, es decir, en una suerte de construcción teórica arbitraria. Debemos señalar que tal extensión, en principio, no debiera ser chocante. Después de todo, e incluso siendo plenamente conscientes de las dificultades que ello pudiera comportar, ¿por qué habríamos de oponernos a proteger a muchos animales tan bien como deberíamos proteger a nuestros propios congéneres? Lejos de oponernos, estaríamos dispuestos a promover estas ideas, siempre y cuando se aplicaran efectivamente y concretamente a todos los seres humanos. Sin embargo, el problema que encontramos en este argumento, digamos su debilidad, es el hecho de que se defina como un sujeto “con derechos y con deberes” únicamente gracias a un criterio cuantitativo y de orden neurobiológico.

            Desde un punto de vista formal, es muy difícil precisar en qué momento se puede hablar de un sistema nervioso que “siente” y que es “consciente”. Desde un punto de vista filosófico, junto con la dificultad de precisar qué se entiende por consciencia y por sentir, el hecho de estimar que los seres sujetos de derecho son únicamente aquellos de quienes podamos decir que sienten y que razonan, es una opción, justificada a posteriori, y que en último término, como puede entenderse en el discurso de Singer, se basan más bien en consideraciones puramente utilitaristas.

            En consecuencia, creemos que existe un malentendido entre lo que entendemos por humanismo en su sentido más lato y el especismo y corrientes próximas. Si el especismo propende a hacer valer los derechos humanos incluso para otras formas de vida lo hace en tanto que principio (mientras que sus posturas variadas frente al aborto o a la eutanasia son fundamentalmente utilitaristas), el humanismo no estaría en contra de su extensión interespecie pero sí de su merma a nivel intraespecie. Rescatamos esta revalorización de la dignidad humana (aunque muy indirecta y hasta un tanto ambigua) pero afirmamos igualmente que, como lo pretenden estas corrientes de pensamiento, no es moralmente compatible desear “el mayor bien posible para la mayor cantidad de seres vivos” y fundar dicho deseo únicamente en criterios cuantitativos neurobiológicos y/o utilitaristas.

La alternativa personalista

 

            El estado actual de los conocimientos científicos no permite afirmar con total certeza en qué momento de la evolución, es decir en qué especie animal, aparece lo que entendemos por “dolor” o “sufrimiento” o “conciencia de sí”.  Cabe agregar que si dichos conceptos son en sí mismos lo suficientemente vagos para la filosofía y para las ciencias sociales, las ciencias naturales, en su continuo esfuerzo por objetivar la naturaleza, se enfrentan igualmente a numerosas dificultades a la hora de definirlos en términos prácticos.

            Científicos como Richard Dawkins, que no adoptando posturas tan radicales como las de Singer en lo que al sitial del ser humano en la naturaleza se refiere, promueven sin embargo el “reconocimiento de la fuerza que el material genético de cada individuo” (determinado, por definición, desde el momento mismo de la concepción) tiene sobre la vida de cada persona. Dawkins es en este sentido mucho más cauto, pues reconoce que este tipo de decisiones no depende directamente de la ciencia, y que no es a partir de sus descubrimientos ni de sus teoremas que deben derivarse principios de orden ético. Por su parte, Singer se apoya de los descubrimientos científicos en materia de neurociencias para lograr justificar, a partir de la proximidad biológica entre seres humanos y primates, la atribución plena de ciertos derechos clásicamente considerados como humanos a animales como los simios, por ejemplo. Sin embargo, es claro que no el problema de las “fronteras biológicas” del que Dawkins es consciente, no parece ser determinante para estructurar las opciones del filósofo australiano.

            Hemos visto que un humano es tal desde su concepción hasta su muerte. Si el reduccionismo biológico se funda en esta premisa, la alternativa personalista no cae en el abismo de la determinación total porque constata la libertad humana, y auque tal determinismo extremo existiese, sería el comienzo de la rebelión de la libertad, como Pascal nos lo demostró con su paradoja. Por otra parte, dado que la continuidad biológica de cualquier organismo es innegable, creemos que no es moralmente justo, o al menos es filosóficamente poco sólido, el establecer como criterio de determinación de cuando se es sujeto de derecho, únicamente en base a criterios neurobiológicos cuantitativos.

            En suma, si en la filosofía de Singer hay cabida para el “respeto” y en las teorías de Dawkins una persona es tal desde su concepción, el valor antológico atribuido al humano es cuestionado así como su libertad. El personalismo se pone de lado, pues, de la libertad y del respeto de la integridad humana. Estos dos últimos conceptos son, a nuestro juicio, conciliables bajo esta perspectiva personalista mientras que no son suficientes para justificar una ética “singeriana ni dawkiniana”.

Bibliografía general

R. DAWKINS, El gen egoísta (3a ed.), Salvat, Barcelona 1993.

P. SINGER, Questions d’éthique pratique (1a ed.), Fayard, 1993.

P. SINGER, Rethinking Life & Death, (1a ed.), Oxford university press, 1994.

J-B. JEANGENE, Ethique animale, (1a ed.), Presses Universitaires de France, 2008.

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[1] Cursus de Predoctorado, Institut Catholique de Paris.