La pregunta acerca del lugar que ocupa y del papel que desempeña el individuo concreto en el conjunto de la sociedad es una constante en la historia del pensamiento, y puede abordarse desde diferentes disciplinas. En el presente trabajo nos proponemos pensar esta relación desde la perspectiva antropológica personalista de Gabriel Marcel, proponiendo una definición del yo como radical posibilidad de ser.

Partiendo de la consideración del yo personal como acto de ser siempre inacabado, podemos comprender la estructura de lo social como un conjunto de relaciones interpersonales, a modo de respuesta a la ruptura que se da entre el yo-ciudadano y el yo-sujeto en el individualismo moderno.

 Para abordar la pregunta por la causa de esta ruptura consideramos necesario trazar –a grandes rasgos–, una línea en la historia del pensamiento en la que se ha venido desplegando esta separación, hasta la solución personalista en la figura de Gabriel Marcel y su propuesta antropológica.

  I

En el ámbito de la filosofía clásica encontramos ya, tanto en la República de Platón como en la Política de Aristóteles, esa dicotomía entre individuo y sociedad. Es en los primeros escritos filosóficos donde aparece por primera vez el problema de la conciliación entre lo uno y lo múltiple, la relación entre la parte y el todo, entre el individuo y la polis. Pero esta separación no es neta o definitiva, pues se comprende que el sujeto se encuentra dentro del todo social como en su ethos natural, donde se dan las condiciones favorables y necesarias para alcanzar su fin propio, la virtud. El bien de la polis y la propia felicidad están en relación de reciprocidad. Dicho muy brevemente, en esta concepción se entiende lo político como elemento integrador de fines, donde el individuo está sujeto a la jerarquía del orden social. Este escenario se mantiene durante el Renacimiento y hasta la Modernidad, cuando el acento recae sobre el ego, dotado de conciencia trascendental y autonomía moral.

Pero el término “individualismo”[1], vinculado a una serie de valores sociales consecuentes del clima intelectual propiciado por la Ilustración (la autosuficiencia, el rechazo a lo impuesto, el valor de la razón como herramienta que hace iguales a todos los hombres…), no aparece hasta el período revolucionario de la Francia del s. XIX. Este “individualismo” que se empieza a gestar tras el Siglo de las Luces tiene de suyo subrayar el valor de la autonomía individual, la capacidad del ciudadano para construir su propia historia frente a la rigidez impuesta de un régimen estamental. Es, en definitiva, en la Modernidad temprana donde se dan las condiciones para gestar los valores tan actuales de subjetividad, libertad, igualdad y progreso.

A pesar de las variaciones que haya podido sufrir desde La democracia en América[2] hasta hoy –como concepto sociológico–, el individualismo persiste en lo esencial. Y esta persistencia se traduce en la primacía de los valores modernos ya mencionados de igualdad, libertad, autonomía, que son vistos prácticamente como constitutivos de la persona. Pero la primacía de estos valores, herederos de la Ilustración, lleva consigo un empobrecimiento de la comprensión de las relaciones interpersonales, dejando al sujeto, en palabras de Marcel, como “un yo solitario que se obnubilaría con sus fines individuales”[3], un empobrecimiento que entraña una difícil conciliación entre la individualidad personal y la ciudadanía, la convivencia con los otros.

Consideramos que una respuesta a esta ruptura viene desde la antropología. Así es pertinente, en primer lugar, preguntarnos cuál es el núcleo distintivo y único de la persona, qué es lo que hace hombre al hombre. Para ello proponemos un esbozo de la antropología de Gabriel Marcel.

II

Planteadas ya las preguntas sobre esta ruptura provocada por el individualismo moderno, ofrecemos la perspectiva de una antropología que comprende al hombre como participación de ser, siendo la apertura a la alteridad, la posibilidad-de-ser siempre inconclusa, su cualidad más propia; en definitiva, proponemos como respuesta una antropología que interpreta al individuo como persona y no como “átomo social” (lo que se desprendería en último término de su definición moderna), sin encerrarlo en un solipsismo subjetivo ni en un idealismo despersonalizado, sino teniendo en cuenta su dimensión trascendente, abierta a los otros –en especial al Otro—.

El pensamiento de Marcel reúne los rasgos fundamentales de esta concepción del yo, por lo que parece apropiado acercarse al problema sociológico del individualismo desde esta perspectiva:

Marcel entiende al yo fenomenológicamente “como centro de imantación”, como “yo aquí presente”[4], diferente del otro, aunque es justamente a partir de la captación de esta diferencia (por la presencia del otro) desde donde se abre la posibilitación de la conciencia del propio existir. El punto de partida para una reflexión en torno a la naturaleza de la intimidad del yo, sostiene Marcel, es la experiencia del otro como presencia. Aquí conviene precisar el término “presencia”. Dice Marcel:

“la presencia se insinúa siempre por una experiencia, a la vez irreductible y confusa, que es el sentimiento mismo de existir, de estar en el mundo. Muy pronto se realiza en el ser humano una unión, una articulación entre esta conciencia de existir, […] y la pretensión de hacerse reconocer por el otro –este testigo […] que […] forma parte de mí mismo, pero cuya posición puede variar casi indefinidamente en mi campo de conciencia”[5].

Rigurosamente, la presencia no puede decirse del mero objeto, porque implica tanto la conciencia de existir como la necesidad de proyectarse en el otro. Así, el yo aquí y ahora del que habla Marcel es inseparable de la relación con el otro-yo, puesto que sólo en la relación, en la comunidad, me reconozco como individuo único e irreductible.

A partir de una antropología con estas características el individualismo aparece como un defecto o mutilación de la experiencia de la propia subjetividad, puesto que el otro forma parte de mi vida en la medida en que capto la diferencia yo-otro, que es constitutiva de mi acto de conciencia primero. Capto al otro como diferente, y en esta captación se me presenta como inseparable de mí para una cabal comprensión del yo aquí y ahora (de mi ser-en-el-mundo[6]).

El pensamiento de Gabriel Marcel destaca por entender al individuo no como encerrado en sí mismo sino radicalmente abierto a la trascendencia, primero a la comunidad, y luego (y más plenamente) a lo sagrado, entendiendo la vida como respuesta a una llamada: “¿Por qué tenemos que vivirla [esta existencia] como hombres [y no como plantas]? […] porque hemos de responder a una cierta llamada que se nos dirige”[7].

La experiencia del otro, para Marcel, es marco y condición de posibilidad para la captación de sí como un yo, centro de experiencia que posibilita establecer el ethos de una comunidad. Es a partir de esta captación de la diferencia, de la experiencia del otro, de donde nacen algunas de sus propuestas fundamentales, como la captación de la esperanza, el amor o la muerte bajo una perspectiva que podríamos considerar personalista.

 

III

Podemos encontrar algunos de los autores precedentes del personalismo de Gabriel Marcel a través de la enumeración que él mismo lleva a cabo en la segunda parte de El hombre problemático[8], si bien él la utilizó para desmarcar su filosofía del existencialismo, etiqueta que siempre rechazó.

Un precursor claro de la filosofía personalista lo podemos localizar en la alegoría de la caverna de Platón. En la República encontramos una representación de lo que consideramos la cuestión nuclear de toda la historia del pensamiento: lo que hace hombre al hombre es la trascendencia, salir de sí. Platón destaca el papel del filósofo como el encargado de acompañar, de señalar esa salida a los demás.

Así, podemos contar el mito de Platón entre los precedentes del personalismo si lo analizamos como alegoría para una descripción de la persona en el sentido de salida al encuentro del otro, atendiendo a su dimensión trascendente. Ser persona es sentirse extraño dentro de sí hasta que se decide ascender fuera de la caverna individualista.

De Platón, Marcel también toma la doctrina de la participación en su descripción del yo. De la misma manera que la idea de Bien en los diálogos platónicos es la plenitud de la que participan las cosas buenas, el Ser es, para nuestro autor, el que sostiene al yo en la existencia:

“El verdadero centro es el ser mismo y no el sujeto que afirma el ser, […] el yo, él mismo, no puede tener un semblante de consistencia o de contenido más que en la medida en que es imagen, es decir, semejanza de una plenitud que excede toda representación posible”[9].

Otro precedente de este personalismo podemos situarlo en San Agustín, que, teológicamente, concibe al hombre como destinado al encuentro con Dios. La vida del hombre depende de la respuesta que se dé a esa llamada que viene del fondo del corazón y que da un sentido último a la existencia.  Únicamente en la realización de ese encuentro, el corazón encuentra descanso. Podemos interpretar que, en san Agustín, la persona es el ser que anhela el encuentro que colmará su inquietud radical, fruto de su condición indigente en el ser. En resumen, ser persona –como individuo– es ser buscador, es vivir tratando de responder a la llamada trascendente de Dios.

Ya en la Modernidad, podemos considerar como precedente del personalismo la figura de Blaise Pascal, que, en reacción al panteísmo racionalista planteado por Spinoza, lleva a cabo una filosofía que tiene como hilo conductor la noción nuclear de corazón, centro de la vida humana, que se caracteriza por un anhelo de plenitud, una búsqueda de trascendencia que responde a la inquietud[10] natural de la criatura.

Frente al idealismo hegeliano, otra figura que anuncia el personalismo es la filosofía religiosa-existencialista de Kierkegaard[11], que protesta contra ese sistema panteísta que subordina lo individual al desarrollo de la dialéctica del Espíritu Absoluto en la historia. El papel de Kierkegaard es central a la hora de definir la postura personalista frente a las filosofías totalizantes, si bien su pensamiento, explica Marcel, termina desembocando en un existencialismo que anula el sentido personal como apertura hacia el Otro, separado por un abismo que sólo puede superarse con el “salto” de la razón al estadio religioso[12].

IV

Para finalizar, es importante precisar que la postura personalista no anula los valores de libertad y autonomía que proclama el individualismo. Por el contrario, una antropología que parte de la concepción de la persona como posibilidad inacabada de ser (como apertura), fundamenta de un modo más sólido esos valores. Esta concepción no suprime la individualidad, sino que la apoya en la captación radical de la diferencia yo-otro, que se trasciende en un nosotros, en la comunidad, que es el único escenario donde tienen cabida la esperanza y el amor.

Parece que una respuesta coherente al individualismo viene de una antropología que contemple esta doble dimensión de la naturaleza humana por la que el sujeto, por una parte, se hace consciente de sí gracias a la presencia del otro y, por otra, encamina el proyecto de su vida armonizando la búsqueda del bien común con sus propias aspiraciones. Es con el modelo de una convivencia social de integración, a la luz de un horizonte de trascendencia mucho más amplio, como podemos ofrecer una solución de fondo a los problemas que se derivan de la cultura individualista.

[1] El diccionario filosófico de Ferrater Mora define así el individualismo: «[…] doctrina según la cual el individuo –en cuanto “individuo humano”– constituye el fundamento de toda ley.» (FERRATER MORA, J., Diccionario de filosofía abreviado, EDHASA, Barcelona 1990 (p. 189). El objeto de estudio del presente trabajo son justamente las implicaciones sociológicas y antropológicas de esta comprensión del individuo. [2]Se considera que el primer estudio sobre el “individualismo” como un valor social plenamente asimilado en la sociedad moderna es el que realiza Alexis de Tocqueville en La democracia en América, donde lleva a cabo un análisis de la acentuación de esa dialéctica entre individuo y sociedad que hemos mencionado más arriba en la cultura democrática norteamericana.   [3]MARCEL, G., HOMO VIATOR, Prolegómenos a una metafísica de la esperanza, Ediciones Sígueme, Salamanca, 2005, p. 20. [4]Ibid., p. 26. [5] Ibid., p. 27. [6]Cf. HEIDEGGER, M., SER Y TIEMPO, Trotta, Madrid 2003, (§12): “estas determinaciones de ser del Dasein deben ser vistas y comprendidas a priori sobre la base de la constitución de ser que nosotros llamamos el estar-en-el-mundo. El punto de partida adecuado para la analítica del Dasein consiste en la interpretación de esta estructura.” [7]MARCEL, G., Homo viator. Prolegómenos a una metafísica de la esperanza, Ediciones Sígueme, Salamanca, 2005, p. 259. [8] MARCEL, G., El hombre problemático, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1956. [9] MARCEL, G., Homo viator. Prolegómenos a una metafísica de la esperanza, Ediciones Sígueme, Salamanca, 2005, p. 219. [10]Cfr. MARCEL, G., El hombre problemático, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1956. En esta obra, Marcel trata de aclarar que es la inquietud y no la angustia la “condición de todo proceso, de toda creación auténtica”, y no la angustia. Marcel define la inquietud como “estado del alma en que ésta denuncia toda complacencia consigo misma y con el mundo sensible; se separa de sí y se dirige de algún modo al encuentro con la gracia”. Con este argumento Marcel trata de desmarcarse de la etiqueta de “existencialista cristiano” que le atribuye Jean Paul Sartre. La diferencia radical entre existencialismo y filosofía de la existencia es, para Marcel, cuestión de identificar si ese motor último de toda acción es la angustia o más bien la inquietud. [11]Si bien esta enumeración se corresponde con la efectuada por Gabriel Marcel en la segunda parte de El hombre problemático, para utilizarla como criterio para diferenciar existencialismo de filosofías de la existencia, nosotros la empleamos con el fin de llevar a cabo un análisis de la noción de persona en su pensamiento. [12] Cfr. MARCEL, G., El hombre problemático,Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1956. Cuando el motivo del filosofar es la angustia del ser ante la nada, la filosofía deviene existencialista, y el resultado del pensar está abocado a la desesperanza. Por el contrario, las filosofías que tienen como motor la inquietud, que es signo de la conciencia de la propia condición de criatura frente a la plenitud de ser del Absoluto, no condenan al pensamiento a un nihilismo, sino que abren la posibilidad de la trascendencia. Así, para Marcel, autores existencialistas son, principalmente, Kierkegaard, Heidegger o Sartre, mientras que el pensamiento de san Agustín, Pascal o el suyo propio, son filosofías de la existencia. Para Marcel, la figura de Kierkegaard es clave en el desarrollo de la noción de persona como apertura al otro, tanto como sus intuiciones acerca de lo sagrado, pero defiende que una filosofía fundada sobre la angustia termina anulando al individuo. Finalmente, en El hombre problemático, Marcel sostiene que las filosofías que no parten de una meditación acerca de la inquietud y la alegría están “abocadas al fracaso”.