3.2) Sobrenaturalismo y personalismo

            Se suelen encasillar el judaí­smo y el llamado “cristianismo”[1] como religiones, sin más, o, en el mejor de los casos, como una religión en sus respectivas fases de preparación y maduración. Y sí­ son de pleno una religión modélicamente universal, sin adherencias sincréticas etno-culturales o polí­ticas, aunque es obvio que para su estudio importan sobremanera las lenguas y culturas hebreo-aramaica y griega, en el contexto del “Oriente bí­blico”. Mas justo por ser una plena religión son mucho más que religión. Los más avisados están al tanto de su impacto cultural mundial sin precedentes, dentro del cual toda la filosofí­a no ha quedado al margen. Pero aún hay que ampliar el horizonte de nuestra visión para reconocer cómo el Evangelio y su preparación judí­a han constituido toda una magna cosmovisión que marca incomparablemente toda la historia de la humanidad. Pese a su enorme dispersión, todo lo anterior (los naturalismos prepersonalistas) queda confrontado ante la máxima novedad cristiana (el sobrenaturalismo personalista), como vamos a ver. Y todo lo que surja posteriormente como alternativa, no podrá soslayar tamaña referencia, siendo incapaz de definirse si no es por total oposición y desviando muchos de sus elementos. La negación denaturalista del personalismo sobrenaturalista es interna y, por tanto, mucho más radical que la no aceptación externa del naturalismo.

            Por muy habitual que sea, no deja de ser irracional e injusto que cuando un Hegel o un Nietzsche dicen lo que les parece sobre Dios, nadie duda de que se trata de filosofí­a, algo de general interés, mientras que, apenas se presentan ideas cristianas, ya se etiquetan de teologí­a o de “dogma”, que sólo resultarí­a relevante a unos determinados “creyentes”. ¿Hegel ha de interesar sólo a los hegelianos, y Nietzsche, sólo a los nietzscheanos?. ¡Como si no hubiera que hacer extensos y arriesgados actos de fe para dar por buenas ciertas teorí­as filosóficas!. Ninguna de las tres cosmovisiones se demuestra apodí­cticamente, pero la argumentación de cada una de ellas alcanza niveles muy diferenciados de verosimilitud y deseabilidad.

            El sobrenaturalismo personalista se prepara a fuego lento en el largo peregrinar del pueblo hebreo, que a su vez supo nutrirse y distanciarse de culturas vecinas. Se asienta y empieza a madurar desde la aparición de la Iglesia en la humanidad. No entramos a valorar ahora la verdad confesional de judí­os y cristianos, sino el impacto histórico que su comunidad de vida produce, en tanto son fieles a su identidad.

            La noción véterotestamentaria de “Dios” es la de ser perfectamente absoluto, único e incomparable, irreprochable, justo, transcendente y soberano, omnipotente, creador radical y fin último de todo. Es la de ser personalí­simo, entrañable, misericordioso y fiel cumplidor de sus esperanzadoras promesas. Dios refleja cumplidamente la condición personal: la de vivir y ser infinito en puro acto, mostrándose como espí­ritu en plenitud intelectual-volitiva y orientado a compartir su intimidad amorosa.

            La noción judí­a de Dios tan personal se amplió y enriqueció en el Evangelio. Su neto carácter personal se mostró más intenso y se perfiló misteriosamente. En clave cristiana Dios se muestra aún más personal, como unidad comunitaria, como ser con una intimidad de amores recí­procos inefables, pero dispuestos a regar y asentarse en lo más í­ntimo de la persona humana. Esa apertura tan caracterí­stica de todo ser personal llegó libremente a su apogeo por medio de la Encarnación. Es toda una revolución histórica, la más radical, pese a su discreta y paulatina implantación. En la Encarnación se pondera y glorifica incomparablemente el cuerpo humano y la materia. Y sobre todo se logra el pleno equilibrio armónico entre lo humano y lo divino, entre lo material y lo espiritual, y entre lo substancial y lo accidental.

            Independientemente de que se abrace la veracidad de semejantes misterios, el equilibrio trinitario (una esencia en tres personas) y el encarnacional (dos esencias en una persona) exhiben una revolucionaria novedad histórica. Se conciben como revelación sobrenatural, pero su acogida ha requerido un titánico esfuerzo compartido de reflexión de varios siglos. Salen al encuentro de los deseos milenarios de la humanidad (manifiestos en propuestas parciales precedentes) de un encuentro pleno (la Encarnación) con la plena divinidad (la Trinidad). í‰sta se nos abre í­ntimamente y se nos acerca hasta compartirlo todo con nosotros para que nosotros podamos compartir su propia vida. No obstante, no es necesario precisar tanto para presentar las lí­neas maestras del personalismo o sobrenaturalismo.

            Se objetará que el dato del misterio encarnacional es central y especí­fico de la revelación cristiana, pero cuestionable para cualquier otro credo. Sin embargo, aquí­ sólo nos ocupamos de hacer comprensibles las ideas pertinentes del judeocristianismo en tanto influyentes en la historia y en cuanto responden a los anhelos más profundos, nobles y racionales de la entera humanidad. La Encarnación, aunque sea sólo como propuesta o concepción plausible, constituye la más equilibrada y lograda fórmula de la tan deseada y deseable unidad armónica entre lo humano y lo divino, entre las personas humanas y las divinas. No es un avatar cualquiera de un dios más, sino la plena e í­ntima unión personal y definitiva, sin confusión o mezcla, del único Dios, absoluto y transcendente, creador y destino de todo, con la humanidad, relativa e inmanente.

            El sobrenaturalismo o personalismo[2] no es, sin más, sinónimo de religión judeocristiana. Es de inspiración judeocristiana (la cual también cabe verse como filosofí­a, sabidurí­a o civilización), pero no necesariamente de un estricto marco confesional. Si bien constituye el núcleo conceptual más í­ntimo de judí­os y cristianos, está claro que judaí­smo y Evangelio son mucho más que las concepciones de lo sobrenatural y de la persona, por primordiales que éstas sean. Además, el sobrenaturalismo y el personalismo, aun siendo de raigambre judeocristiana, en parte se prepararon antes de judí­os y cristianos. Y al menos en significativos aspectos son compartidos por muchí­simas personas que no son ni judí­as ni cristianas y acaso superan en comprensión y vivencia sobrenatural y personalista a numerosos cristianos y judí­os poco maduros.

            Lo más importante es que en esta nueva cosmovisión se perfila el Ser sobrenatural. Dios es uno y único, perfectamente transcendente e í­ntimo a la vez. No es un dios nacional o tribal, sino universal. í‰l ha creado todo libérrimamente, por puro amor, y sin partir de ningún dato o materia previos. Ha creado y sigue creando “ex nihilo”, sin apoyarse en nada más que en su mero poder. El Ser perfecto se muestra en la creación como el dueño y dominador absoluto del ser.

            Ahora, la sobrenaturalidad de Dios no queda encerrada en í‰l, sino que se abre y se ofrece. Paradójicamente, busca sobrenaturalizar la naturaleza humana. De ahí­ su incomparable impacto en la historia. A su imagen y semejanza soberanas queda constituido todo humano. Este ser sobrenatural es plena y ejemplarmente personal, sin adherencias de rudo antropomorfismo.

            Que la naturaleza sea obra de un ser personal, que la cree y mantenga por un continuo acto de libre voluntad, da un tono personal a todo lo natural. Es el universal o cósmico principio personal. No se personifica lo natural, pero en cierto modo sí­ se personaliza, sobre todo la cumbre de lo creado: los espí­ritus puros y los encarnados. Ya no es la naturaleza anónima e impersonal del naturalismo. Aunque suene un tanto coloquial, digamos que la naturaleza ahora resulta hogareña, familiar, una casa para el hombre, y no un mero territorio. La selva enmarañada da paso al huerto, al jardí­n y al ameno paisaje acogedor.

            El sobrenaturalismo, lejos de postergar lo natural, lo exalta aún más que el propio naturalismo. Lo exalta desde su perspectiva más elevada, la sobrenatural. En este sentido, el sobrenaturalismo es un “supernaturalismo”, que aquilata el derecho natural, defiende la más í­ntima unidad psicosomática humana, reconoce al cuerpo la misma dignidad personal que al alma y ofrece al cuerpo la misma eternidad gloriosa que a su comparte espiritual.

El naturalismo más refinado tiende a cierto espiritualismo desencarnado, y, por tanto, a algún dualismo. El denaturalismo, pese a sus pasajeras vertientes idealistas, antes o después desemboca en algún monismo materialista. Es la lí­nea personalista la que sabe conjuntar en armoní­a cuerpo y alma, unidad y pluralidad.

El iusnaturalismo prepersonalista es de raí­z antiigualitaria (esclavista, eugenésica, xenófoba y machista) y carece de sentido universalista o es pobre en él, salvo en alguna relativa excepción como la del pensamiento estoico, que, en todo caso, no pasó de pensamiento. El budismo es de los que tampoco ha incurrido históricamente en todos estos errores. Los naturalismos actuales han corregido, al menos legalmente, algunos de tales defectos. No han podido sustraerse a ciertos avances globales en materia de derechos humanos. Ahora, no obstante el importante caudal de autoconocimiento de los pueblos naturalistas, su penetración en la naturaleza humana y su dignidad ha sido y es muy insuficiente. Los denaturalistas sólo recurren a ella de modo oportunista o directamente la soslayan o niegan. Sólo en el proceso histórico de maduración personalista se ha alcanzado una perspectiva amplia, honda y equilibrada sobre el valor excelso de la persona humana.

El personalismo ha aprendido mucho de la naturaleza humana y de la naturaleza global gracias a los naturalismos, sobre todo del grecorromano y del egipcio-mesopotámico. Los misioneros siguen descubriendo las riquezas espirituales naturalistas de los pueblos a los que llevan por primera vez el Evangelio. Históricamente, el personalismo, a la vez que ha aprendido sintetizando los hallazgos de los pueblos naturalistas, los ha superado o los supera, siempre y cuando se respete la libertad de conciencia y se busque a fondo la verdad. En paí­ses como India y en los paí­ses islamizados se respeta más o menos la libertad de culto, pero no la de libre conversión. Igual pasa en Israel.

Es el violento reconocimiento de la intrí­nseca inconsistencia naturalista (por ej., los hinduismos), seminaturalista (los islamismos) y de los judaí­smos postcristianos frente a la sobrenaturalidad y el personalismo cristianos. Fundamentalmente, la verdad se defiende sola y sólo puede verse frenada, temporalmente, mediante la violencia fí­sica o psí­quica. ¡Qué ilusos son los inquisidores de todas las religiones y antirreligiones!. Mientras mantienen por la fuerza o el engaño a sus masas, no tienen en realidad a nadie. En realidad, no sabemos, por ejemplo, cuántos  musulmanes hay en el mundo (dejando aparte que sean más o menos coherentes), puesto que en las sociedades islamizadas hay una implí­cita o explí­cita coacción polí­tico-religiosa para declararse musulmán. También la hubo, correlativamente, en el pasado cristiano, la hay en los regí­menes ateos comunistas y en otros regí­menes polí­tica o religiosamente confesionales. Para saber cuántos musulmanes hay de verdad, todos los que así­ se declaran, tendrí­an que disfrutar de la libertad de dejar de serlo, con un mí­nimo de conocimiento o conciencia de las principales alternativas. Sólo es musulmán el que lo es con auténtica libertad, como en cualquier otra religión o filosofí­a de vida.

            Junto a la visión de afinada y entusiasta racionalidad intelectualista, recogida y depurada de griegos y romanos por los cristianos, el sobrenaturalismo introduce un nuevo principio metafí­sico, gnoseológico, ético y antropológico: el volicionismo o preeminencia de la voluntad. No se confunde con el extremismo voluntarista, pues se equilibra con un depurado intelectualismo. La naturaleza no sólo está perfectamente ordenada intelectualmente, sino que resulta de un soberano y personal acto de voluntad (volición), de libertad. La libertad funda y sostiene el mundo.

La voluntad cobra un inusitado protagonismo: en el proceso cognoscitivo, que se abre más a la subjetividad y a la introspección; en la especí­fica constitución humana, que ya no sólo descuella por su razón, sino también y aún más por su corazón; y sobre todo en el discernimiento moral. El amor, acto supremo de la voluntad, pasa a ser el valor supremo, y descubre sus galas más sentimentales y universales. Brilla sobre todo hacia los más menesterosos y pequeños. Es toda una revolución.

Con el sobrenaturalismo la historia se libera de la circularidad, pues hay un comienzo con la creación “ex nihilo” y una elevada finalidad transcendente. La historia aparece propiamente con la visión lineal y abierta del tiempo vivido de modo humano. La historia se humaniza, se muestra libre, no es mero tiempo cronológico que vuelve sobre sí­ mismo. La historia se hace progresiva. Tiene un origen preciso, una génesis fundacional, un largo recorrido con gran libertad creativa y una meta a la que ir acercándose.

            En este magno contexto histórico de libertad y ante la contemplación de la condición netamente personal de Dios, el ser humano descubre su estimulante y atractivo horizonte individual y colectivo de libertad y su misma dignidad personal innata.

            En el plano sociopolí­tico la distinción metafí­sica de órdenes lleva a superar el sacralismo naturalista. Con el sobrenaturalismo, que diferencia bien lo natural y lo sobrenatural, se establece una clara distinción entre la autoridad polí­tica y civil y la autoridad sacra, entre Estado e Iglesia. Ambos quedarán bien definidos en sus funciones y en su necesaria colaboración para bien general. Se trata de “dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.

            En la misma lí­nea, se traza sutilmente la condición del nuevo sacerdocio ministerial o pastoral (al servicio sacro y apostólico de la comunidad cristiana) y de la laicidad seglar. í‰sta conjuga paradójicamente un nuevo sacerdocio sobrenatural y un hondo sentido secular o encarnado de plena inserción en la sociedad civil y de entregado servicio a ésta. Se es laico en cuanto miembro de un gran pueblo espiritual, de una familia universal e histórica que transciende fronteras, razas, lenguas y demás diferencias materiales. La laicidad originaria constituye la ciudadaní­a espiritual, contradistinta de la condición de quienes la presiden. Y la secularidad marca la encarnación en el presente, en la problemática del momento, el compromiso auténtico de fidelidad a las mejores tradiciones y de responsabilidad con las futuras generaciones.

            Entre los extremos del sacralismo naturalista y del secularismo denaturalista navega en equilibrio personalista la excelsa sacralidad sobrenatural y la profunda secularidad natural, lo sacerdotal y lo laico del ser humano. El naturalismo sacraliza el poder polí­tico y el denaturalismo politiza lo sacro. Sólo el sobrenaturalismo distingue y armoniza bien ambas dimensiones de la vida humana.

            El término “personalismo” como nombre de un amplio movimiento intelectual de raí­z filosófica se ha establecido en el siglo XX. Su cabeza más visible es Emmanuel Mounier, quien acertadamente lo propuso en brillantes obras como “personalismo comunitario” y fue él mismo en vida un preclaro ejemplo de humanismo personalista. Los representantes y estudiosos de este plural movimiento describen varias genealogí­as personalistas. En ellas uno de los ingredientes es el pensamiento cristiano. Rebasando los lí­mites de lo confesional o interconfesional, señalan con más o menos acierto y relieve otros precedentes o antecedentes históricos de dicho personalismo contemporáneo. Sin embargo, nosotros debemos asentar que lo esencial del descubrimiento pleno y definitivo de la dignidad personal es simple y llanamente cristiano (de origen bí­blico-patrí­stico), como ya ha sido recordado. í‰sta no es una afirmación confesional, sino que reconoce cómo la honda repercusión cristiana va mucho más allá de los confines confesionales evangélicos. Y no es que todo quedara dicho en unos concilios ecuménicos de temática teológica, pues a la persona se puede aplicar el dicho mariológico: “de persona nunquam satis”. Nunca se dirá lo suficiente sobre la maravilla del ser personal. En principio, es bienvenida cualquier aportación, viniere de donde viniere. Con todo, lo que han podido añadir muchos de esos pensadores posteriores, con frecuencia sobrevalorados y en buena medida opuestos a gran parte del ideario personalista judeocristiano, es menor. En cualquier caso, el personalismo no es para nada un fenómeno contemporáneo con meros precedentes pasados, sino un hallazgo con dos mil años de historia que en el siglo XX se ha vuelto a actualizar con especial toma de conciencia[3].

            La tradición personalista y sobrenaturalista es de ejemplar unidad a la vez que muy plural. Lo humano es imperfecto y no han faltado las escisiones y enfrentamientos internos. Pero comparativamente la unidad, reconocida o no, es mucho mayor en esta tradición tan humanista, pese a su mayor complejidad y propagación. En su pensamiento recorre todo el peregrinaje de Israel, la Patrí­stica (latina, griega y siriaca), las Escolásticas románica y gótica, el pensamiento bizantino, el humanismo renacentista, la Escolástica moderna (Escuela de Salamanca, sobre todo) y la Neoescolástica, el personalismo comunitario y otras muchas corrientes y figuras (Kierkegaard y el existencialismo cristiano, Rosmini, Blondel, Soloviev, etc.). Esta tradición es una corriente de vida pensante y activa occidental y oriental, del norte y del sur, pentacontinental. Representa la primera y mayor globalización profunda de la humanidad. En la tradición personalista y sobrenaturalista hay no sólo un portentoso caudal especulativo, analí­tico y conceptual, sino también mí­stico, contemplativo e intuitivo, en especial en los siglos XIV y XVI.

            El llamado “neoplatonismo” y el islam son corrientes hí­bridas entre el naturalismo y el sobrenaturalismo. Convencionalmente, el primero es considerado filosofí­a, una filosofí­a religiosa, y el segundo es tomado como religión, que luego da lugar a una filosofí­a o pensamiento islámico. Ambos son sistemas profundos de ideas de carácter filosófico. Como suele suceder con los sistemas filosóficos de intelectuales, el primero floreció sólo entre estudiosos y se extinguió. El segundo ha conquistado pueblos y promovido una serie de cultos y culturas.

Es muestra de que las religiones son filosofí­as que sigue el pueblo, que desarrolla los cultos y las culturas correspondientes. Obviamente, estas filosofí­as religiosas han de centrarse en un absoluto transcendente. No son ni más ni menos dogmáticas que los sistemas filosóficos académicos. Lo más importante es saber cuál de estas filosofí­as está vertebrada por la sabidurí­a revelada por Dios, pues Dios no es mudo ni enmudece.  En buena lógica, ha de ser la más divina y la más humana a la vez, la más real, es decir, la más claramente sobrenatural y la más humanista. En definitiva, la más personalista.

Los denaturalismos también combinan elementos naturalistas y sobrenaturalistas, careciendo de auténtica originalidad. Pero abigarran tales elementos y, aunque a veces pretendan ocultarlo, tienden a una negación sistemática y radical de lo natural y de lo sobrenatural, imponiendo modelos que se precipitan en lo antihumano y lo antidivino. Se oponen al pleno sobrenaturalismo personalista no desde fuera, como el “neoplatonismo” y el islam, sino que representan un ataque desde el interior de la comunidad personalista.

Con todo, el islam no es del todo externo a la tradición judeocristiana, pues se alimentó en parte de ella y se ha mantenido en continuo contacto con ella. La dimensión sobrenatural que el islam toma del judaí­smo y el universalismo que toma del Evangelio, constituyen la mayor fuerza intrí­nseca del islam. La fuerza represiva que aplica, es sólo su fortaleza externa y se volverá contra él. Toda su entraña polí­tica no le ha deparado más que divisiones y guerras intestinas.

La escuela de Plotino se inició en el siglo III después de Cristo y se situó en dos de las ciudades con mayor presencia del pensamiento cristiano, Alejandrí­a y Roma (en el siglo IV rebrotó en Siria y Pérgamo y en el V, en Atenas). A través de figuras como Filón y Numenio se inspiró fuertemente en Platón, a la vez que se impregnaba de elementos bí­blicos. Además, era tal la novedad de su contexto notablemente cristiano, que no puede destacarse sin más como “neoplatónica”. Con más derecho podrí­amos designar así­ a otros muchos que partieron más directamente de Platón, empezando por el propio Aristóteles. En general, y dejando aparte al casi desconocido Ammonio Saccas, el plotinismo es, de partida, heterogéneo, ecléctico y sincretista en sus fuentes filosófico-religiosas (platonismo medio, neopitagorismo, judaí­smo helenista y oráculos caldeos) y divergente en sus tendencias.

El caso es que a nivel filosófico los plotinianos (Plotino, Longino, Porfirio, Jámblico, Juliano, Proclo y otros) representan un esfuerzo por mantener las últimas ascuas del antiguo naturalismo griego (salpicado de elementos mí­sticos orientales) junto a ideas judeocristianas. Combinan elementos naturalistas y sobrenaturalistas, aunque están claramente más del primer lado. Debido a esta mezcla tan sugerente, pudieron influir en algunas nociones de pensadores cristianos. Representaban una filosofí­a griega con tintes familiares para los cristianos, aunque resultase globalmente incompatible con la neta sobrenaturalidad cristiana. El emanacionismo es irreconciliable con la pura creación sobrenatural. Y el menosprecio de la materia choca con la exaltación de los cuerpos en el personalismo sobrenaturalista. En fin, hubo una notable influencia recí­proca alternante, pero sobre todo una tenaz oposición global entre plotinianos e intelectuales cristianos.

            El islam parte de una concepción netamente transcendente, providencial y unitaria de Dios, al estilo judí­o. Hasta aquí­ es sobrenaturalista. También está en lí­nea con el judaí­smo: la concentración en una revelación escrita de eminente carácter legislativo y profético (aunque se valoran mucho las respectivas tradiciones orales); el fuerte apego a una lengua y a unos patrones culturales semitas; y una moralidad y un ritualismo muy meticulosos y reglamentistas.

El musulmán no abandona la identificación sacralista entre poder polí­tico-legislativo y poder religioso. Aunque haya cuerpos de poder especializados, no se concibe la separación entre la autoridad polí­tica y la religiosa. Así­ es desde Mahoma. El islam no es que sea una religión con implicaciones sociopolí­ticas, como el Evangelio o el budismo, sino que es, en su propio núcleo doctrinal y desde su origen histórico, tanto una religión como un sistema polí­tico-jurí­dico. Esta dimensión legislativa y polí­tica suele imponerse en la práctica. De hecho, las escuelas islámicas no son propiamente teológicas, sino jurí­dicas, aunque remitan a un marco religioso. Las grandes divisiones confesionales entre musulmanes, como la suní­, la chií­ y la jariyí­, derivan de meras luchas y guerras por el poder polí­tico-dinástico, obviamente sacralizadí­simo. Abandonar el islam es no sólo apostasí­a religiosa, sino también un graví­simo delito civil. La excesiva politización de lo religioso que ha llegado a darse en ciertas etapas de la historia cristiana, es la norma entre los seguidores del Corán. Y no sólo se pretende en la teorí­a buscar el bien común, sino que sobre todo predomina pesadamente el colectivismo sobre los derechos individuales.

En el islam “se nace” musulmán, naturalistamente. Quien se hace musulmán, “se reconoce” musulmán. Es decir, ya se era de nacimiento. El islam puede considerarse una continuación de la sobrenaturalidad teológica véterotestamentaria, pero su antropologí­a y toda su vertiente práctica individual y colectiva (moral, polí­tica, arte, costumbres cotidianas) reflejan  una clara mentalidad naturalista. El islam te organiza toda la vida. Es un seminaturalismo. Entre los más de mil millones de musulmanes no puede dejar de haber cierta variedad notable, pero las tendencias dominantes son las expuestas, dejando de lado lo secundario. En definitiva, se nace musulmán y se debe vivir de acuerdo con esta naturaleza, que también es norma social exhaustiva. No se apela a gracia sobrenatural alguna.

 

            3.3) Denaturalismo y despersonalismo

            La naturaleza se ha interpretado de muchas maneras, a veces de forma compatible y a veces en sentido opuesto. Pero durante casi toda la historia humana se ha mantenido al menos la idea de la existencia de una realidad fundamental y global que sirve de pauta básica e irrenunciable para todos. La divinidad se integraba como lo más excelso de todo este orden, al que el humano habí­a de atenerse. Todos los pueblos paganos o naturalistas, no obstante sus grandes diferencias, han sido fieles a tales presupuestos. Esta vaga noción de “naturaleza” como norma primera ofrecí­a un esbozo de la dignidad humana, sustentada en ella, y por ello, de la misma dignidad personal. El naturalismo, como se ha visto, albergaba cierto prepersonalismo, en mayor o menor medida, de acuerdo con el desarrollo humanista de cada cultura. Luego, el mismo personalismo sobrenatural no sólo respetó el criterio natural, sino que también lo refinó, afianzó y elevó.

            Sólo el denaturalismo de un sector tardí­o de la modernidad y de la época contemporánea se está atreviendo a desafiar por vez primera en la historia humana todo el orden natural y sobrenatural. Surgido entre intelectuales y grupos de presión, hoy copa las máximas cotas de poder polí­tico en dictaduras y supuestas democracias. Así­, está introduciendo una despersonalización sistemática. Siempre ha habido muchos tratos inhumanos o antipersonales, pero ahora se sistematizan, se universalizan y, curiosamente, se pretenden justificar como polí­ticas moralmente excelsas y dictadas por “la ciencia”, “la modernidad” o “la ecologí­a”, tres de las más manidas excusas comodines usadas a manera de tótem.

            Dura y larga fue la confrontación intelectual y hasta fí­sica entre partidarios de los varios naturalismos o prepersonalismos y del sobrenaturalismo o personalismo. Y es obvio que tal confrontación fue desleal a los propios principios personalistas en cuanto alcanzó a veces ciertos niveles de violencia que no se justifican ni en virtud de una “legí­tima defensa”.

            Ahora bien, todas estas confrontaciones históricas resultarán de poca monta en comparación con las sobrevenidas ante la irrupción del denaturalismo despersonalizador. Las múltiples tendencias agrupadas en éste constituyen un sutil desafí­o aniquilador de cualquier valor tanto natural como sobrenatural. El denaturalismo se enfrenta tanto al naturalismo como sobre todo al sobrenaturalismo, del que más directamente procede por ví­a de negación beligerante. La gran lucha de hoy no es la de clases, ni la ecológica ni la del norte rico frente al pobre sur (sin negar su correspondiente realidad), sino la del denaturalismo contra el naturalismo y el sobrenaturalismo. Está en juego el futuro de la persona humana.

            Sobre este total enfrentamiento hay cierta conciencia en áreas como la familia, la educación y la bioética, pero aún es parcial y está poco extendida[4]. Lo que dificulta la comprensión global del denaturalismo y de su crucial desafí­o, es su enorme dispersión. Es como una hidra que ataca desde varios frentes, con varias cabezas feroces, que a veces incluso se disputan entre sí­ la supremací­a. No es que queramos ser apocalí­pticos, pero hemos de estar a la altura de los retos actuales. Podemos pasar del todo a la nada, de la plenitud de la creciente creación “ex nihilo” a la destrucción nihilista.

            Es un hecho fehaciente que atravesamos la época más sangrienta de la humanidad. Con gran diferencia. Se puede achacar a que la tecnologí­a armamentista es mucho más letal. Pero las armas no se disparan solas. Sólo con las dos guerras mundiales y genocidios como los sufridos por judí­os, armenios y ruandeses se verifica el especial embrutecimiento de nuestros dí­as, aunque, por otro lado, se hagan solemnes declaraciones sobre los derechos humanos. No olvidamos los incontables millones de muertos por desnutrición en los tiempos de mayor producción alimenticia y mejores medios de transporte. Tampoco olvidamos los miles de millones de seres humanos abortados con la complicidad estatal y social. Incluso se intenta pasar de la permisividad con el crimen abortista a la obligatoriedad de cometer tal inhumano crimen, como ya ocurre en China y como se impulsa en paí­ses europeos con restricciones crecientes a la objeción de conciencia. En los siglos XX y XXI arrecian los ataques contra la comunidad más perseguida, la de los cristianos. El denaturalismo y el seminaturalismo saben que sólo por la violencia refrenan el avance de las verdades naturales y sobrenaturales.

            La particular fortaleza denaturalista reside en combinar elementos de origen tanto naturalista como sobrenaturalista y en su retórica autocomplaciente y demagógicamente halagadora. Los denaturalismos pueden apelar a lo natural (en contra de lo sobrenatural) u ofrecer falsos mesianismos o í­ntimas autodivinizaciones. Aliado con el hedonismo consumista de las sociedades altamente industrializadas y con un sector pujante de servicios, el despersonalismo incita a una aparente libertad omní­moda que tiende al endiosamiento o autoidolatrí­a, individual o grupal. Algunos nacionalismos también se han teñido de autoidolatrí­a colectivista. El resultado múltiple es el desarraigo de las personas en sus propias culturas, el gran aumento silenciado del suicidio individual y del gran suicidio colectivo “eugenésico”.

El gran desarraigo se está dando sobre todo en muchas culturas milenariamente cristianas, como las de los paí­ses europeos. í‰stos en su mayorí­a reniegan públicamente de su identidad cultural cristiana, o, dicho con más precisión, grecorromana y judeocristiana. Reconocerla no se confunde con ningún confesionalismo estatal. Tal autonegación de las propias raí­ces se oficializó en los últimos intentos de crear una Constitución europea. Pese a los muchos ruegos y argumentaciones, los dirigentes europeos se negaron a hacer cualquier mención de la obvia entraña cultural cristiana de Europa. El hecho de que se hayan ido sumando otras minorí­as al proyecto europeo, no niega la raí­z y la columna vertebral de la identidad europea. Lo más profundo que comparten los europeos, es su amplia tradición helenocristiana, que es también la que más ha universalizado a Europa.

Otros paí­ses con muy escasa tradición cristiana también han truncado abruptamente sus valores ancestrales, aunque fueran de tipo naturalista. Un ejemplo importante es Japón, que va perdiendo incluso su vigor budista y sintoí­sta. Todo ello facilita el sinsentido vital y, por tanto, las tendencias suicidas en muchas personas, particularmente en jóvenes. El suicidio puede ser individual e inmediato o puede ser colectivo y mediato, como el de las drogas. También se practica un suicidio demográfico a través de polí­ticas “eugenésicas” soterradas, como el abortismo masivo y la “eutanasia”, que termina siendo un suicidio provocado. Para justificar estas prácticas se levanta demagógicamente el estandarte de la libertad o autonomí­a individualista. Pero en la práctica se adocenan y se violentan las voluntades. Tal alienación de las voluntades se prepara con una animalización de la sexualidad humana, separada del amor y de la procreación responsable.

Junto al desarraigo cultural, que tanto sinsentido esparce, el denaturalismo siembra o impone el desarraigo metafí­sico, en forma de agnosticismos o ateí­smos, que antes o después se crean sucedáneos idolátricos o adormecedores. El desarraigo cultural puede suscitar el reduccionismo individualista del deí­smo, que a veces también es fuertemente antirreligioso (contrario a las tradiciones culturales-religiosas) y puede degenerar en pura arbitrariedad teológica egocéntrica. Pero es más estremecedor el inusitado desarraigo metafí­sico, que prácticamente nunca se habí­a dado en la humanidad, y que ahora, aunque minoritario, afecta a millones de personas. El ateí­smo ha sido forzado e impuesto por los totalitarismos marxistas y también más lentamente se va implantando en las sociedades de capitalismo consumista. En unas y otras sociedades la consecuencia es la expansión del nihilismo vital y de la vacuidad filosófica, entre el pueblo y sus verborreicos intelectuales y dirigentes.

Ante tal vaciamiento de mentes y corazones, una parte de los musulmanes (wahabí­es, talibanes, etc.) se ha envalentonado y embrutecido. No ocultan la intención de no sólo vengar  supuestas ofensas, sino también de tomar territorios no musulmanes, sobre la base de su fortaleza demográfica y de nuestra debilidad legislativa. No obstante, su gran división y luchas internas debieran reprimir su euforia conquistadora. La violencia de esos musulmanes la sufren sobre todo otros musulmanes. En todo caso, si el autodenominado “Occidente”[5] no se entiende a sí­ mismo, menos aún lo entienden los musulmanes. Se quejan de no ser comprendidos y valorados, y en parte es cierto. Pero, en general, tampoco hacen lo suficiente por comprender y valorar a los demás. Se suelen quedar en una imagen uniforme de un “Occidente” secularista, inmoral y desmoralizado. Igual que la mayorí­a musulmana sufre y padece a sus iluminados violentos “teocráticos”, en nuestros paí­ses hemos de sufrir y padecer a los iluministas anticristianos, que creen poseer en exclusiva la clave del progreso, identificado con sus intereses y obsesiones. En fin, con quien quiera dialogar franca y respetuosamente, hay que dialogar sin descanso. Hay que aprender de cualquiera y construir todos los acuerdos posibles. En cambio, de quien no se avenga al diálogo y se entregue a la violencia, cabe sólo defenderse, procurando que no envenene con odio y mentiras las mentes de niños y jóvenes.

La Iglesia misma se ha visto muy afectada por todo este confusionismo, del que poco a poco se va recuperando. En efecto, una de las claves del denaturalismo (negación sistemática de la realidad y del valor naturales y sobrenaturales) es la depauperación del lenguaje (pareja al empobrecimiento mental), en sus aspectos de confusionismo conceptual y de sobrepeso de la retórica autocomplaciente. El confusionismo naturalista era la consecuencia normal de no haber alcanzado la altura de miras sobrenaturalista. Pero ahora el confusionismo es la secuela del pertinaz negacionismo de todo lo humano y lo divino, hasta quedar en la nada. Como esto no puede hacerse de modo directo en muchos casos, sobre todo al principio, su táctica retórico-comercial apela insistentemente a ciertos valores naturales o históricos, pero en versión reduccionista y enfrentada a valores superiores. Es cerril, por ejemplo, su total desprecio por la misma vida de los seres humanos más indefensos, con tal de satisfacer intereses inmediatos y parciales de los más fuertes, como en el caso del exterminio abortista (en su mayorí­a por hedonismo sexual o el negocio correspondiente), perpetrado con hipocresí­a en nombre de “la libertad”.

            Un parcial antecedente del denaturalismo despersonalista se remonta a los gnosticismos antiguos. En este variopinto, divergente y fantasioso movimiento se buscaba por las propias fuerzas un conocimiento esotérico salví­fico por sí­ mismo. Implicaba cierto endiosamiento o al menos una presunción de autosuficiencia, que luego se llamará “pelagianismo”. Se distinguí­a de la gnosis o sabidurí­a cristiana por el mayor rigor racional y por la clara perspectiva sobrenatural de ésta, que asumí­a la necesidad y la belleza de la gracia o í­ntima presencia sobrenatural. Las supersticiones gnósticas han ido reapareciendo a lo largo de la historia y, con el actual auge denaturalista, se han extendido y comercializado enormemente a través de todo tipo de sectas o de grupos que ofrecen seguridades y serenidad al perplejo y agitado ciudadano medio de hoy en dí­a. El influjo gnóstico se fue diluyendo y nunca se extendió en amplios sectores populares. Más bien fue una especiosa resistencia naturalista a la acogida de lo sobrenatural.

            Conviene aclarar que en el siglo cuarto la Iglesia dejó de ser perseguida por doquier y que, por propio interés, el emperador Teodosio oficializó la religión cristiana, pero que esto no equivalió para nada a una corrupción total de la cristiana catolicidad, como quieren imaginar algunos. Nunca han faltado los santos muy ejemplares, un digno clero y una amplia piedad popular. Después de Teodosio hubo intentos imperiales de restauración pagana impuesta y, en general, la Iglesia no ha dejado de sufrir persecuciones violentí­simas a lo largo de su historia, como la actual época demuestra con especial crueldad. Que algunos cristianos, en contra del Evangelio, hayan pretendido imponer por la fuerza sus creencias, no marca la lí­nea normal de acción de la Iglesia actuando como tal. Es absurdo pretender imponer la libertad.

            El primer gran movimiento que ha preparado de cerca parte del denaturalismo o secularismo, viene del interior del sobrenaturalismo: las corrientes protestantes, establecidas desde el siglo XVI en zonas franco-germánicas y anglosajonas. Tienen parciales precedentes más bien cercanos en pequeños núcleos de Centroeuropa e Inglaterra: los valdenses, los husitas y los lolardos. Más allá de eso, carecen de sólidos precedentes en la Iglesia. El heterogéneo movimiento protestante nació dividido y su historia es la de una progresiva mayor división interna, debida a sus propios presupuestos. Sobre todo a que la interpretación o magisterio sobre la Biblia ya no depende de una enseñanza universal compartida según la Tradición apostólica, sino de cada una de las interpretaciones de los dirigentes de cada confesión protestante o anticatólica. Esto no es pluralismo, sino honda división, especialmente en la cuestión fundamental de la validez bautismal. Tal discrepancia separa de raí­z a los protestantes en dos grandes sectores: el de los que bautizan niños y el de los opuestos por sistema a tal práctica, bien documentada desde la Iglesia antigua y teológicamente consistente. La unidad no puede venir de la mera negación insistente y beligerante (negación anticatólica). Lo que los protestantes realmente comparten en positivo, ya está en la Tradición católico-ortodoxa. Y no es, como se pretende, una cuestión prioritariamente antirromana o antipapal, pues casi todo lo que niegan a la Iglesia Católica, se lo niegan los protestantismos a las Iglesias ortodoxas orientales separadas de Roma desde hace un milenio. Su simplificación del mensaje, del culto y de la praxis cristianos no camina en la lí­nea de pureza y pobreza evangélicas, al estilo de Francisco de Así­s o de Carlos de Foucauld, sino en la de prescindir de todo lo que no sirva a la mera sensación psicológica de seguridad de salvación individual.

 

 


[1] ) El nombre propio de la religión cristiana, la de Jesús de Nazaret, es “el Evangelio”, “la Buena Nueva”. Todos los cristianos son esencialmente evangélicos, y no sólo las minorí­as protestantes, que suelen querer apropiarse del término para sortear las connotaciones de “protestante”. Un cristiano puede ser más o menos coherente como católico u ortodoxo, pero si no es evangélico, deja de ser cristiano. El Evangelio encarnado por Jesucristo y mantenido puro por la viva Tradición apostólica de la Iglesia, centrada en la Sagrada Escritura, es el núcleo de la vida cristiana. í‰sta es no sólo fe, sino que abarca todo lo humano. Desde la entraña de esa misma vivencia de fe o confianza sobrenatural es profunda racionalidad sapiencial o filosófica.

     En cambio, “cristianismo” no es un término teológico, sino historiográfico, que abarca todo el conjunto de hechos históricos relativos a los que se han dicho “cristianos”, siendo o no coherentes con el Evangelio. Por ejemplo, las cruzadas o el exterminio de miles de campesinos por instigación de Lutero, la Inquisición o la caza de brujas pertenecen tristemente a la historia del cristianismo, pero son claramente contrarios al Evangelio. No son hechos cristianos o evangélicos. Una catedral o “La Divina Comedia” forman parte del cristianismo y de la cultura cristiana, pero no de la esencia del Evangelio. Jesús es el Cristo, no es un cristianista. Los santos son cristianos, no cristianistas.

[2] ) Podemos sintetizar diciendo “sobrenaturalismo personalista” o “personalismo sobrenaturalista”. También podemos apelar por separado al “personalismo” y al “sobrenaturalismo”, tomarlos como equivalentes o incluso referirnos a los dos marcando su respectiva singularidad diciendo “el personalismo y el sobrenaturalismo”. Todo ello es posible porque, aun siendo dos nociones distintas, se coimplican por sí­ mismas y en su desarrollo histórico.

[3] ) Un ejemplo de personalismo de otras épocas es el de la Escolástica románica y gótica. Se entiende que el tomista Eudaldo Forment escribiera “El personalismo medieval”. Esto es ir al grano, ampliando el horizonte personalista. En cambio, me parece que roza la disputa bizantina el exagerado distanciamiento entre algunos representantes del neotomismo (por ej. cf. José J. Escandell, “Anotaciones crí­ticas sobre el personalismo”, Revista Arbil, nº 61, 2002) y del personalismo actual o neopersonalismo (cf. Juan M. Burgos, “Tres propuestas para un concepto personalista de naturaleza humana”, en Veritas, vol. IV, nº 21, 2009). Aunque no pueden dejar de reconocer cierta base común, rebuscan deficiencias ajenas forzando las tesis contrarias o fijándose más en sus expresiones débiles. En general, no son corrientes opuestas, sino complementarias, dada la diferencia en tradiciones históricas y en niveles de abstracción. La Escolástica cultiva una espléndida base metafí­sica, nutrida de pensamiento griego crí­ticamente depurado. El personalismo contemporáneo se sitúa en un horizonte ético-antropológico, con un afán de acercamiento a corrientes coetáneas divergentes.

[4] ) En ForumLibertas.com Josep Miró habla de “pugna de civilizaciones” (18-7-08), destacando “la ausencia de sentido” del “ser humano desvinculado”. También acierta al señalar la ideologí­a de género como grado superior de “la cultura desvinculada”, que es como denomina la situación actual del denaturalismo. Pero es necesario ampliar nuestro diagnóstico contemporáneo del denaturalismo hasta conocer toda su genealogí­a histórica y sus claves más profundas.

     Algunos denuncian el “Nuevo Orden Mundial” como proyecto en curso de una dictadura universal elitista y sibilina. Otros descalifican tal denuncia como una supercherí­a encasillada como “teorí­a de la conspiración”. Pienso que ni hay que ver conspiraciones por doquier y como explicación de todo, ni pueden descartarse a priori. Desde luego siempre habrá quien maquiavélicamente intente acumular todo el poder posible, y hoy en dí­a es posible planteárselo a escala mundial. En todo caso, los denaturalismos son demasiado heterogéneos como para que todos estén coordinados, y tienen un recorrido histórico de siglos. Otra cosa es que unas élites quieran reforzar y aprovechar cierto clima de descomposición moral. Esto es previsible y de hecho se da. La estrategia abortista en el mundo está claramente diseñada, por ejemplo.

[5] ) “Occidente” es un mero término geográfico muy impreciso, contrapuesto a un “oriente” aún más difuso y polisémico. Muestra la vergonzante confusión prevalente sobre la propia identidad euroamericana y de otras sociedades análogas, como la australiana o la neozelandesa. Ya no se atreven a reconocerse y decirse “helenocristianas”. El denaturalismo irradia devaluación del lenguaje, incluso entre los que no lo comparten. Entonces, el lenguaje se usa más para ocultar que para decir. Una muestra es el “lenguaje polí­ticamente correcto”.