(Comunicación presentada en las IV Jornadas de la AEP: Julián Marías: una visión responsableâ€.
7-9 febrero 2008. Universidad Complutense de Madrid- Universidad San Pablo CEU)
Mi tesis es la siguiente: hay un modo peculiar de mirar y entender el paisaje descubierto por Ortega y transmitido, no solo a través de sus escritos sino de múltiples experiencias compartidas, a sus discípulos, y que volvemos a encontrar de manera especial, personalmente modulado, en Julián Marías. Y este modo de mirar y entender ha dado lugar a un estilo o género literario que podría denominarse con bastante propiedad «notas de andar y ver».
En 1956, hablando de Ortega en Puerto Rico, decía Díez del Corral: «Iba yo pensando hace dos días mientras recorría los hermosos campos de esta isla en las pobres ideas que pudiera exponeros sobre Ortega, y mis ojos se distraían de continuo con el paisaje tropical, (…) cuando siguiendo el hilo de mis pensamientos me encontré (…) con Ortega no en la forma material de unas imágenes o unas cuantas ideas apuntadas por el gran intérprete de paisajes que él era, sino de una forma más sutil, más entrañable: me lo encontré mirando yo mismo con los ojos que él nos había abierto para sentir el paisaje. Porque entre las mejores páginas de Ortega se cuentan las dedicadas a las tierras serranas del Cid en la provincia de Guadalajara, donde él veraneó algún tiempo; las dedicadas a las tierras de los castillos, a los verdes valles asturianos o, indirectamente, a los estupendos paisajes de la Bética en su Teoría de Andalucía. Me encontré, digo, en los caminos portorriqueños, mirando por la ventanilla del coche more orteguiano, no aprovechado materialmente sus ideas, sino siguiendo su pauta, prolongando su impulso interpretados, sustituyéndome al ausente, que a mi lado, en viajes por tierras de Francia, de Alemania o de Iberia, me había enseñado a ver de soslayo, a extraer los rasgos esenciales de una comarca, a librarme de las interpretaciones estereotipadas —Ortega ha sido tenaz destructor de tópicos—, a ver la tierra en función de los hombres»[1]. ¿En qué consiste este modo orteguiano de mirar? ¿Dónde tiene su origen?
1. El paisaje more orteguiano
Sabemos, por un lado, que Ortega fue siempre gran lector de libros de viajes («Desde la adolescencia he compensado mi propensión sedentaria siendo empedernido lector de libros de viajes»[2]); sabemos, por otro lado, el papel primordial que desempeña el paisaje en la generación del 98, inmediatamente anterior a la de Ortega[3]. Sin esta generación no se entiende a Ortega, ni en relación con el paisaje ni en relación con otras muchas cosas. Hay mucho en él de los «primores de lo vulgar» de Azorín. Y está ante él sobre todo Unamuno, a quien tan cordial y temperamentalmente se opone.
En 1902 publica Unamuno su libro Paisajes; en 1903, De mi país; en 1911, Por tierras de Portugal y España; en 1922, Andanzas y visiones españolas. ¿Qué son estos libros? En palabras del mismo Unamuno, «relatos de excursiones», «descripciones de paisajes» —con el hondo sentido espiritual y humano que tiene para él esta palabra—, efusiones líricas en definitiva. Las descripciones de paisajes son algo que hace Unamuno cuando no hace novela, ni ensayo, ni teatro, ni poesía, ni filosofía malgré lui. Tal es su intención expresa. Por eso excluye deliberadamente de sus novelas toda referencia al paisaje; «ello obedece», dice en el prólogo a Andanzas y visiones españolas, «al propósito de dar a mis novelas la mayor intensidad y el mayor carácter dramáticos posibles, reduciéndolas, en cuanto quepa, a diálogos y relato de acción y de sentimientos». Y más adelante: «El que gusta del paisaje literario va a buscarlo en sí y por sí. Y a esta demanda de la afición estética es a lo que quiere responder la oferta de este libro, lector amigo». En estas excursiones y con estas descripciones, Unamuno, pues, literalmente se «divierte», se marcha a sacudirse el polvo de los libros. Y tienen, básicamente, una intención estética. Ortega se nutre de esta visión estética del paisaje, tan característica de los hombres del 98, pero va, como veremos, más allá.
¿Y Ganivet? También en Ganivet, en Cartas finlandesas por ejemplo, hay excelentes descripciones de paisajes, que más que descripciones son desde luego interpretaciones. Pero Ganivet y Unamuno fueron fundamentalmente literatos, «los primeros literatos que, sin dejar de serlo, penetran en el mundo de las ideas. Son a la vez literatos y «pensadores». Hacen literatura con las ideas, como otros después habían de hacer inversamente filosofía con la literatura», dice Ortega en su prólogo a Cartas finlandesas[4], pensando probablemente en sí mismo.
Porque eso es justamente, como vamos a ver, lo que hace Ortega con el género «descripción de paisajes»: transformarlo en filosofía, convertir la descripción, o narración, del paisaje en un locus philosophicus —análogo a los loci theologici de Melchor Cano. Y lo hace sometiéndolo a una estructura que se refleja en el mismo enunciado «notas de andar y ver»[5].
Se trata en efecto, en primer lugar, de notas, de impresiones. Esto es importante porque nos señala ya cuál es la distancia (afectiva, vital) a que ha de situarse el observador del paisaje. No son, como hemos dicho, descripciones puramente estéticas; pero tampoco sistemáticas y utilitarias. No, tenemos que dejar que el paisaje espontáneamente nos impresione, planteándole sobre la marcha algunas preguntas; nada más. Y nada menos; porque, como dice Marías, que practica el mismo método, el impresionismo, «al fin y al cabo, sirvió para ver más de cuatro cosas que nunca se habían visto»[6].
Dada esta «distancia», desde la que pueden recibirse las impresiones, es esencial la marcha: el viajero no se queda, pasa —ni demasiado deprisa ni demasiado despacio. Puede demorarse, quedarse un tiempo, pero no instalarse definitivamente. Su manera de «estar» en el paisaje viene determinada por un tempo que excluye ambos extremos. No se puede ver bien, por un lado, el paisaje que nos es familiar, en el que hemos estado y estamos habitual, permanentemente —«Allá donde nacimos, las cosas y los hombres han gastado sus fisonomías, y sus rostros no hieren suficientemente nuestra sensibilidad. Lo habitual es siempre insignificante e imperceptible: en árabe, lo castizo se dice «baladí»»[7]. Aunque ese país al que nos hemos habituado no sea el nuestro, como cuando somos emigrantes —«Todo lo que hay de incitante y excitante en el tránsito por un país extraño desaparece cuando a él trasladamos el eje y la raíz de nuestra vida»[8]. Pero, por otro lado, tampoco se puede ver bien el paisaje que transitamos rápidamente.
Solo podemos ver bien el paisaje que recorremos sin prisa, en el que somos transeúntes no apresurados, en el que vivimos algún tiempo, sin intención de quedarnos. Es la experiencia que hace Ortega sobre todo en la Argentina: «Viajar no es ir a la Argentina como emigrante, ni para concluir un negocio, ni a dar unas conferencias. Todo esto es ir a hacer y a pasar, no es ir a ver y a estar. A mi juicio, esto último es la esencia del viaje. Justamente las dos cosas —ver y estar— que no es fácil o que es imposible practicar en nuestra patria, a la cual nos hallamos demasiado adheridos para lograr la distancia que requiere la visión, y donde los asuntos privados y públicos, el tráfago activo en que desde siempre nos hallamos insertos, nos impiden vivir estáticamente, en actitud receptiva y quieta»[9]. Por eso Buenos Aires y la Pampa lo conmueven y estremecen: «Buenos Aires, por bien o por mal, pone en carne viva, desuella nuestra persona, la hiperestesia, y ahora, en el tren, camino de Mendoza, solo conmigo mismo, he sentido en mí, incontrastable, la invasión de la Pampa, mi nuevo paisaje tras largos años de insensibilidad»[10].
Solo es expresivo, en definitiva, solo nos dice verdaderamente algo, el paisaje en el que vivimos extrañados. Pero ese paisaje extraño en el que temporalmente vivimos, ¿qué nos dice? Hemos visto lo que son notas, lo que es andar; pero, ¿qué es ver? ¿Qué es lo que el paisaje nos ofrece? ¿Qué debemos buscar, qué podemos esperar de él?
«Hay en mi obra bastantes estudios de paisaje», dice en 1929; y más adelante: «En mis estudios de paisaje he intentado algo nuevo sin lograrlo tal vez. No me he contentado con describirlo, sino que me he propuesto hacer un análisis de su estructura —por decirlo así—, su anatomía y su fisiología. Porque los paisajes son organismo. No sólo hay en ellos cosas, sino que estas cosas son sus órganos y ejercen funciones intransferibles»[11]. El paisaje no ofrece a Ortega un interés puramente estético —ya lo hemos dicho; le interesa como organismo. Pero no, evidentemente, como organismo natural: por sus caracteres geológicos o como ecosistema. Le interesa como organismo vital; es decir, como parte de una estructura mayor que es la vida humana. El paisaje es —recuérdese su filosofema clásico— parte de la circunstancia, concretamente el fondo; fondo que al «viajero», que anda y ve, se le adelanta al primer plano de la perspectiva. El paisaje, fuera de esta estructura, no tiene sentido, apenas se ve —«A la verdad, sólo se ven bien los paisajes cuando han sido fondo y escenario para el dramatismo de nuestro corazón»[12].
El análisis que se propone Ortega en sus «notas de andar y ver», en sus «estudios de paisaje», es pues el de un paisaje vivido, personal y colectivamente. Porque el paisaje no solo tiene un interés individual, sino también, y muy destacadamente en Ortega, social. Un paisaje es el fondo en el que vive un pueblo. Ortega, ya lo decía Díez del Corral, había enseñado «a ver la tierra en función de los hombres». Y por aquí sus estudios de paisajes están en estrecha relación con la literatura sobre los caracteres nacionales —en su sentido más amplio[13].
Quizá donde más claro se vea esto sea en sus escritos «De Madrid a Asturias o los dos paisajes», de 1915, y en «Temas de viaje», de 1922. Empieza el primero en un tono marcadamente «descriptivo», que nos recuerda a la generación del 98, en particular a Azorín; pero a medio camino se nos revela, con todo su vigor, originalidad y encanto, el peculiar estilo de Ortega, que, sin despegarse para nada de lo que ve, más bien mirando más a fondo lo que tiene delante, traspasando la apariencia inane y plana de las cosas, nos va librando, repartida en multitud de ideas psicológicas, sociológicas, históricas, su carga filosófica.
El segundo de los textos citados parte del evidente contraste entre la tierra castellana y la campiña francesa («De Madrid a Miranda de Ebro, todo es dramático, nada es apacible. En cambio, de Hendaya a París todo es apacible y nada es dramático»), que revela dos actitudes opuestas: el desdén a la vida del castellano y el amor a la vida del francés. Y este contraste visual le lleva a escribir unas páginas —literariamente magistrales— sobre la relación entre historia y geografía[14].
El determinismo físico a lo Taine está para Ortega completamente desacreditado: «En comparación con la influencia que los españoles hemos tenido sobre nosotros mismos, el influjo del clima es estrictamente desdeñable». Y más adelante: «La tierra árida que nos rodea no es una fatalidad sobre nosotros, sino un problema ante nosotros. Cada pueblo se encontró con el suyo planteado por el territorio a que llegara, y lo resolvió a su manera, unos, bien, otros, mal. El resultado de esa solución son los paisajes actuales»[15].
Para Ortega, pues, el paisaje, este paisaje cultivado y cultural, es primordialmente una realidad social e histórica. Y más que su diversidad geológica o biológica, incluso estética, lo que le interesa es su función (no como determinante sino como excitante) dentro de la estructura general que es la vida de los pueblos —ante cuya diversidad la geológica y la biológica son, en definitiva, poca cosa. «En el último siglo», dice, «se ha querido ocultar este hecho, grandioso y terrible a la par, de que los pueblos son radicalmente diversos, que en ellos la vida histórica se diversifica como la somática en las especies zoológicas». Y «en la historia y la política la existencia de esos estilos vitales diferentes que son los pueblos es el punto de partida para toda ulterior meditación»[16]. De esa diversidad vital es ingrediente esencial el paisaje, como parte permanente de la circunstancia colectiva —a saber: su fondo. De ahí su importancia capital.
2. Estructura social y paisaje
Julián Marías quiere deliberadamente hacer lo que Díez del Corral se sorprende haciendo en Puerto Rico: mirar el paisaje more orteguiano, con los ojos de la razón vital, que ha aprendido a usar en los múltiples «talleres» donde ha trabajado con el maestro. Pero Marías tiene su perspectiva propia, y parte de lo ya hecho. ´
La generación de Marías, a la que pertenecen también Granell y Rodríguez Huéscar, siente el legado orteguiano como una tremenda responsabilidad, preñada de incitantes posibilidades. Cada uno intenta aprovecharlas a su modo. Así mientras Rodríguez Huéscar se recoge en un empeño de esclarecimiento de los principios de la razón vital, Marías recorre el mundo ensayando por doquier esa nueva mirada sobre las cosas inaugurada por Ortega.
La función que desempeña el paisaje en la obra de Marías es rigurosamente la misma que hemos visto en Ortega, aunque de manera más metódica y menos independiente. Sus «estudios de paisaje» los encontramos, en efecto, en sus libros sobre países, que suponen desde luego viajes y estancias, pero en los que se abandona la estructura «itineraria» del libro de viajes. En ellos el paisaje interviene solo en función de un objetivo expreso: el análisis de la forma de vida, de la estructura social, de ciertos países que ha recorrido, en los que ha vivido extrañado —nunca fue emigrante—, que le importan e interesan. Citemos los principales: Los Estados Unidos en escorzo (1956), Imagen de la India(1961), Nuestra Andalucía (1966), Consideración de Cataluña (1966), Análisis de los Estados Unidos (1968), Israel: una resurrección (1968)[17].
También aquí, como en el caso de Ortega, nos encontramos, en mi opinión, con algunas de las páginas más logradas de su obra. Particularmente bello es Nuestra Andalucía, escrito con ocasión de un viaje en compañía de un grupo de estudiantes americanas. «No he hecho más que estar y mirar», dice al comienzo del libro. «Piel y pupilas, alguna vez el oído y el olfato, son los instrumentos que permiten llegar a Andalucía. ¿No es poca cosa? Ni estadísticas, ni encuestas, ni doctrinas. Pero siempre he creído que mirando se hacen las tres cuartas partes de toda filosofía que no sea una escolástica, y si después de haber mirado se pregunta uno qué ha visto, y se intenta decir con palabras sencillas, acaso se encuentran algunas elementales verdades que suelen escaparse entre los enrejados de las tablas estadísticas. ¿Podré ofrecer esos minúsculos pececillos que se deslizan por medio de todas las redes y quizá solo pueden apresarse con la más fina y menuda de todas, la retina»[18].
Esta insistencia en la importancia del ver, de un ver «ingenuo» anterior a la teoría, es una constante característica de Marías. Volvemos a encontrarla, por ejemplo, en Imagen de la India, fruto de un viaje de tres semanas por este país: «Durante mucho tiempo no había querido adquirir demasiada información sobre la India: ni sobre la India actual, ni sobre la tradición de su pensamiento clásico. Una profunda aversión a la desorientación ha sido siempre la causa de mi actitud (…). Y ahora, la India me ha estado entrando por los ojos, día tras día, durante tres semanas, empapándome como sus lluvias torrenciales del monzón. La he estado absorbiendo, ávidamente, hora por hora, dejando que sus imágenes, sus sonidos, sus olores, su ritmo, sus sentidos elementales y accesibles, me fueran penetrando y saturando. (…) Pienso que desde ahora voy a poder aprender cosas sobre la India, voy a poder leer sus libros, recibir sus noticias, repensar sus datos sin remordimiento, sin la impresión azorante y un poco vergonzosa de estar pervirtiendo la función de entender, de estar «haciendo como si comprendiera». Porque ahora sabré «de qué se trata»»[19].
Y en Consideración de Cataluña, en su primer capítulo, titulado «Ojos que ven, corazón que siente»: «Siento avidez por el mundo, por saturarme de realidad. Cada vez estoy menos dispuesto a cambiar las cosas por sus nombres… Por eso, cada vez que pongo los ojos larga, morosamente en un trozo del mundo, como cuando logro ver, por fuera y por dentro, a una persona individual, siento un enriquecimiento, un henchimiento, una agradecida felicidad. Ahora le ha tocado a Cataluña»[20].
A pesar de ello, y aunque no faltan en su obra las notas poéticas[21], Marías no se complace en la descripción lírica ni en el detalle sensual del paisaje, al modo en que lo hace la generación del 98 y todavía, a veces, Ortega[22]; va directamente al gesto, a la imagen, al dato significativo, revelador de sentido[23].
Comparte la idea de Ortega del tempo necesario para ver de verdad el paisaje, y el pueblo que lo habita. Es menester para ello vivir un tiempo en el país («El viajero, propiamente, no vive en el país que visita; tiene su vida «suspendida», se limita a un contacto tangente con el mundo ajeno, por el cual pasa y transita, en el que no llega a estar; por eso el viaje —y de ahí su probable delicia— es siempre vacación»[24]), pero sin pretender ser del país (intentando simplemente trasladarse a esa otra manera de vivir; ensayando, dice Marías, sus recursos, deseos y esperanzas). Ambos han hecho, en este sentido, una experiencia adecuada de América: Ortega en la Argentina; Marías, sobre todo, en los Estados Unidos; experiencia decisiva en ambos casos[25].
Un rasgo propio de Marías, que no afecta al fondo del «método» pero que caracteriza su perspectiva personal, es su preferencia por los paisajes urbanos, evidentemente de mayor densidad cultural. Cuando se dispone a adentrarse en Cataluña, en su paisaje y en sus gentes, en busca de esa intimidad, ese «secreto de familia» en que consiste cada país, que se oculta por su misma condición pero «al mismo tiempo se manifiesta sin remedio», se pregunta: ¿dónde descubrirlo? Y contesta: «En los gestos, en las palabras, en la entonación y la manera de decir, en las formas arquitectónicas y urbanas, en el mismo paisaje —se entiende, en lo que los de aquí, de cada «aquí», hacen con la impersonal naturaleza, en la forma de mundo que cada grupo y cada clase de hombres elabora con la circunstancia dada—»[26].
Y le parece particularmente significativo el gesto, el carácter de las casas: las «casas enjalbegadas» andaluzas, símbolo de la milenaria realidad continuamente renovada de su cultura, o las «casas de cristal» de los Estados Unidos, en las que puede observarse la estandarizada vida del vecindario —como Ortega escrutaba el gesto de las casas blasonadas de Cantabria o el más hosco de los castillos[27].
«Cada vez me interesan más las formas de las ciudades», dice en Consideración de Cataluña; para pasar luego a analizar sus «formas estéticas», urbanas sobre todo, y sus «formas de vida». Y en Nuestra Andalucía se pregunta: «¿A qué sabe la vida en Andalucía? ¿Cuál es el temple, la tonalidad que, por debajo de enormes diferencias comarcales e individuales, la baña y envuelve? Volvamos a pensar en la morfología de las ciudades y los pueblos andaluces. (…) ¿Qué significan las placitas andaluzas, a diferencia de la Plaza Mayor castellana? Son remansos en que la vida se represa y detiene (…). En las placitas andaluzas hay siempre poca gente, y esto quiere decir algunas personas; no son órganos de la vida colectiva, sino de las relaciones interindividuales». «La placita andaluza tiene siempre», sigue diciendo, «algo de «decoración teatral», de escenario de un drama o comedia menos entre personas particulares; pero allí no se representa el drama de la historia. (…) Andalucía apenas es épica, solo por excepción, pero encierra una increíble dosis de lirismo»[28] —todo lo cual, por cierto está en perfecta consonancia con lo expuesto por Ortega en Teoría de Andalucía.
***
Al llegar aquí hay que preguntarse: ¿qué es todo esto? ¿qué sentido tiene esta forma de mirar e interrogar al paisaje, que descubrimos en Ortega y que vemos prolongada en Marías? ¿Es esto literatura? ¿ensayo? ¿filosofía?
Sobre las formas literarias de la filosofía habría mucho que decir. Tienen desde luego su historia, sus escuelas, sus avatares; la misma adecuación entre las formas literarias y las formas de pensamiento tiene su historia. Frente a lo que pudiera parecer, la variedad de formas de expresión del pensamiento filosófico es enorme, a menudo desconcertante. Es la razón por la que mucha gente se ha despistado ante la obra de Ortega.
La obra entera de Ortega, no cabe duda de ello, tiene intención filosófica —voluntad de radicalismo y sistema. Pero, descontenta con los métodos existentes, la razón vital inventa sus propias formas. Dudo por ello que haya en otras literaturas nada comparable a esta manera de considerar el paisaje.
Ortega y Marías, autores ambos de numerosas obras de filosofía «estricta y explícita», sienten a menudo la necesidad de hacer que la filosofía viaje de incógnito, lo que, lejos de restarle efectividad, es la única manera que tiene muchas veces de llegar hasta donde tiene que llegar. En Nuevos ensayos de filosofía dice Marías: «Hace mucho tiempo que vengo sospechando (…) que la forma suprema de la filosofía es aquella en que esta viaja de incógnito y sin usar —o muy discretamente— su nombre y atributos. Es decir, aquella en que simplemente funciona, actúa, vive, se aplica a aquello para lo cual nació: entender la realidad»[29]. Dicho con otras palabras: el filósofo no es menos filósofo, sino acaso más, cuando sale de su taller y aplica sus artefactos.
No solo esto. Antes he dicho que el paisaje es en Ortega, y en Marías, un locus philosophicus. Esto hay que entenderlo con toda radicalidad. No es que el paisaje dé lugar, o sea ocasión, para ilustrar una filosofía, sino que es justamente él, como parte de la circunstancia, el lugar en el que se origina la filosofía, su lugar propio —uno de ellos—, al que hay que acudir en busca de la prueba, como acudían los teólogos clásicos a los «lugares teológicos» — como acude Unamuno a la novela, o Marcel al teatro.
Juan Padilla
[1] De historia y política, Instituto de Estudios Políticos, Madrid 1956, 15-16.
[2] OC, VI, 30 (cito siempre la edición Obras completas, 7 vols., Fundación José Ortega y Gasset – Taurus, Madrid 2004-7),
[3] Cf Pedro Laín Entralgo, La generación del 98, Madrid 1945.
[4] OC, V, 643.
[5] Los principales textos orteguianos que pueden encuadrarse en este «género» son: «Tierras de Castilla. Notas de andar y ver» (1911), «De Madrid a Asturias o los dos paisajes» (1915), «Temas de viaje» (1922), «Notas del vago estío» (1925), «Cuaderno de bitácora» (1927), «Teoría de Andalucía» (1927), «Intimidades» (1929), «Un rasgo de la vida alemana» (1935) y «Cuestiones holandesas» (1936). La expresión «notas de andar y ver» tiene su correlato en las «andanzas y visiones» de Unamuno, y aun nos remite a los árabes, quienes, según nos dice Ortega, han llamado a los relatos de viajes «libros de andar y ver» (OC,II, 109).
[6] Obras,VIII, 369 (cito siempre Obras, 10 vols., Revista de Occidente, Madrid 1959-1982).
[7] OC, II, 108.
[8] OC, II, 496-7.
[9] OC, II, 734.
[10] OC, II, 729.
[11] OC, II, 728.
[12] OC, II, 728.
[13] Valga esta única cita como antídoto frente a lo que no se quiere decir: «El hombre no tiene un ser, una consistencia fijos que le fueron dados de una vez para siempre. Al contrario: todo lo que el hombre es ha llegado a serlo; más aún, se lo ha hecho él. Aplicado al hombre, el concepto de raza no significa más que el precipitado de su historia —es historia consolidada» (OC, V, 402).
[14] La limitación espacial, siempre tan angustiosa, nos impone la dolorosa renuncia a unas citas que mostrarían en multitud de ejemplos la agilidad y elegancia con que pasa de la consideración del paisaje a la meditación histórica o filosófica.
[15] OC, II, 492.
[16] OC, II, 498.
[17] Además de otros muchos textos que podríamos llamar menores, hay un precedente interesante en el diario escrito por Marías con ocasión del famoso crucero por el Mediterráneo organizado por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Madrid en 1933, del que se publicó una selección con el título «Notas de un viaje a Oriente» en Juventud en el mundo antiguo, Espasa-Calpe, Madrid 1934; pero, junto a muchos rasgos en los que se reconoce ya el estilo maduro de su autor, lo que encontramos allí es más bien un viaje interior, hacia el pasado, hacia las raíces (griegas, latinas, cristianas) de su cultura. «El viaje es, pues, vertical, hacia lo hondo de nuestros espíritus. Viaje de exploración penosa y difícil, de interés angustioso y urgente. Vamos, con una ansiedad dolorosa y poco esperanzada, a buscar trozos nuestros, tras los mares», escribe antes de partir.
[18] Obras, VIII, 432.
[19] Obras, VIII, 196-98.
[20] Obras, VIII, 341.
[21] Por ejemplo: «Andalucía es un lugar para quedarse, y es inútil que la fuerza de las cosas nos arrastre: tenemos que arrancarnos a tres tirones, y unas briznas de nuestro ser se desprenden de nosotros y quedan en el suelo; yo creo que el mantillo que cubre los campos andaluces está hecho de fragmentos y esquirlas y virutas de las almas de los que han pasado por allí y han tenido que irse, a lo largo de tres mil años de historia» (Obras,VIII, 431).
[22] Como ejemplo de la sensibilidad poética de Ortega véase este texto: «Va tan tranquilo el caminito de tierra, y de repente —¡zas!— el camino de hierro lo atraviesa. Es cuestión de un instante, pero muy dolorosa, muy quirúrgica. Es una doble inyección de hierro que perfora el cuerpo del camino de tierra, lo traspasa de parte a parte. El pobre camino queda para siempre enfermo de aquel sitio, y es preciso entablillarlo con las dos vallas del paso a nivel y ponerle un practicante que vigile al lado. Con frecuencia, al pasar, vemos el trapo empapado en sangre que el practicante agita en señal de peligro» (OC,II, 532).
[23] Al llegar a los Estados Unidos, dice, «interrogué el paisaje como se escruta un rostro» (Obras, III, 352).
[24] Obras, III, 351.
[25] El primer libro sobre un país que escribe Marías, con el que inaugura el género, es Los Estados Unidos en escorzo, fruto de sucesivas estancias de varios meses en este país, que tan profundamente habría de marcarlo. Por su parte, la experiencia argentina de Ortega, varias veces reiterada, está recogida sobre todo en «Intimidades» (1929) (OC, II, 728-55).
[26] Obras, VIII, 343. En «gestos» como el uso masivo de la bicicleta pretendía también Ortega sorprender secretos de la vida en Holanda (OC,V, 401-06).
[27] «¿Cómo tiene que ser una vida para que la casa donde se aloja resulte un castillo?», se pregunta Ortega. Y contesta: «Es, evidentemente, la vida más otra de la nuestra que cabe imaginar» (OC, II, 538-39). Y tras esto da una espléndida lección de filosofía de la historia, o de historia sin más.
[28] Obras, VIII, 451-53.
[29] Obras,VIII, 483.