Una filosofía verdaderamente humanista para una educación personalista: la visión de Jacques Maritain.

(Juan J. ÁLVAREZ ÁLVAREZ.- Universidad Francisco de Vitoria)

Maritain ha definido el humanismo como un intento de “convertir al hombre en más verdaderamente humano y a manifestar su grandeza original haciéndole participar de todo lo que puede enriquecerle en la naturaleza y en la historia”1. Ahora bien, lo cierto es que no toda concepción que se presenta a sí misma como humanista contribuye realmente al desarrollo pleno del ser humano. De hecho, hay “humanismos” defectuosos e incompletos que acaban siendo destructivos para el propio hombre, “humanismos” reduccionistas y desintegradores que desconocen el carácter trascendente de la persona y fijan en el hombre, considerado desde un punto de vista puramente inmanentista, el centro y medida de toda la realidad.

Según este original tomista, las formas más importantes de este “humanismo antropocéntrico” se han ido conformando en una dialéctica histórico-filosófica que se desarrolla a lo largo de la Edad moderna, y en todos los casos el diagnóstico es similar: “lo que el humanismo clásico –ha dicho nuestro autor- ha buscado con razón desde el final de la Edad media, es una rehabilitación de la criatura; el único error, en mi opinión, proviene de que se ha buscado esta rehabilitación en un aislamiento, en una cerrazón de la criatura misma”.

Para Maritain, el verdadero humanismo, en cambio, el “humanismo integral”, “estará fundado sobre una rehabilitación de la criatura tomada en su integridad, es decir, abierta al mundo de lo divino”. Se trataría, nos dice, de descubrir “un sentido más profundo y más pleno de la dignidad de la persona humana”, o dicho de otro modo, de reestructurar “nuestras concepciones acerca de la naturaleza humana para que integre en la vida propia de la inteligencia y de la razón el respeto por el misterio integral del ser humano, junto con el respeto simultáneo por las cosas de la conciencia y de la fe”2.

Lo que eso supone, en definitiva, es que la piedra de toque de todo humanismo se encuentra en la concepción que tiene de la persona humana y en el fundamento sobre el que se asienta firmemente su dignidad. No puede extrañar, así, que, para el filósofo francés, rehacer la antropología sea una de las tareas más importantes de la filosofía actual.

Pero, ¿qué idea se hace Maritain del ser humano? En su realidad concreta, el hombre representa para él lo más complejo y digno del orden material: “nada en el mundo es más precioso que un solo ser humano”3. En efecto, en el plano material sólo el hombre es capaz de abrazar su existencia, como su naturaleza, de un modo absolutamente propio e incomunicable desde un punto de vista ontológico; en el orden natural, sólo él es verdaderamente persona, “un centro de libertad puesto frente a las cosas, al universo, al mismo Dios”4, “un ser que se posee a sí mismo por su inteligencia y su voluntad”5, capaz de envolver el mundo entero por su conocimiento y de entregarse libremente a los otros por amor.

En esa dimensión trascendente inherente a la persona humana es en donde radica de forma esencial la dignidad de nuestro ser. Sobre ella se apoyan igualmente sus derechos fundamentales, que son derechos personales y, en la medida en que todos los hombres tenemos idéntica naturaleza, derechos humanos. También en esa dignidad, aunque de forma derivada, se sustentan sus derechos civiles y sociales. Y como no hay derechos sin sus correlativos e ineludibles deberes, es asimismo la naturaleza de un ser dotado de inteligencia y libertad para autodeterminarse la que sustenta la primera ley humana, que los antiguos llamaban “ley no escrita” y que el pensamiento cristiano denomina ley natural. En realidad, “no es otra cosa, -dirá Maritain-, que un orden o una disposición que la razón humana puede descubrir y según la cual la voluntad humana debe actuar para ajustarse a los fines necesarios del ser humano… por el simple hecho de que el hombre es hombre, en ausencia de cualquier otra consideración”6.

Afirmar el carácter personal del ser humano, y los rasgos de totalidad e independencia que esa condición conlleva, no significa, sin embargo, que la persona humana esté clausurada en su propia “suficiencia” ontológica: es un ser social y dialógico. “Cuando los filósofos dicen que la personalidad implica incomunicabilidad perfecta –precisa nuestro autor- hablan de la existencia física: mi naturaleza es mía, mi sustancia es mía, mi existencia es mía, de tal modo que en el acto de existir no puedo comunicar con nada ni con nadie. Pero si soy persona, por el hecho de serlo, exijo comunicar con los demás y con los otros en el orden de la inteligencia y del amor. El diálogo es esencial a la personalidad, y ha de ser un diálogo en el que yo me dé verdaderamente y en el que sea verdaderamente recibido…”7.

De ahí que la sociedad (en el sentido más amplio del término e incluyendo todos sus grados y formas) se constituya como algo solicitado por la naturaleza humana no sólo por razón de sus necesidades sino también de sus aspiraciones: el hombre es, como ya dijera Aristóteles, un animal político, pero lo es por su peculiar condición personal: la sociedad política, la más perfecta de las sociedades temporales, “es una sociedad de personas humanas, es decir,… es un todo cuyas partes son también todos, es un organismo hecho de libertades y no de simples células vegetativas… Tiene un bien propio y una obra propia, que son distintas del bien y de la obra de los individuos que la componen (y también del bien del Estado). Pero este bien y esta obra son y deben ser humanos por esencia y, por consiguiente, se pervierten si no contribuyen al desarrollo y al bienestar de las personas humanas”8.

La persona humana se encuentra, no obstante, en una situación desfavorable y un tanto ingrata en comparación con el resto de las naturalezas espirituales. Es un ser personal, sí, pero –en cierto sentido también muy real- indigente y necesitado: “el hombre, dice Maritain, está muy lejos de ser pura persona; la persona humana es la persona de un pobre individuo material, de un animal que viene al mundo más pobre que todos los demás animales. Si bien la persona como tal es un todo independiente y lo que hay de más noble en la naturaleza, se halla en el grado más bajo de la personalidad (…): es persona indigente y llena de necesidades”9. Hay, pues, en el ser humano, dos polos de los que está pendiente y entre los que se halla en permanente tensión: “uno material, que en realidad no atañe a la persona verdadera, sino más bien a la sombra de la personalidad o a eso que en sentido estricto del término llamamos individualidad; y otro polo espiritual que concierne a la verdadera personalidad. El polo material es el individuo y el espiritual, en cambio, la persona, fuente de libertad y de bondad”10.

Individualidad y personalidad son los dos aspectos metafísicos del ser humano que caracterizan su fisonomía ontológica propia. Maritain ha intentado precisar esta distinción que tantos ríos de tinta ha provocado: “Notemos bien que no se trata de dos cosas separadas. No hay en mí una realidad que se llame mi persona y otra realidad que se llama mi individuo. El mismo ser, todo entero, es individuo en un sentido y persona en otro (…) La individualidad y la personalidad son dos líneas metafísicas que se cruzan en la unidad de cada hombre. Parte una de los confines del no ser y sube del átomo a la planta, al animal, al hombre y más arriba aún al ángel; parte la otra del superser y baja de Dios al ángel y al hombre. Hallamos aquí, una vez más, esa condición propia y ese drama del ser humano de ser, según la expresión de Santo Tomás, un horizonte entre dos mundos”11.

Estos dos mundos se hallan representados, de algún modo, en la naturaleza de un ser que es “carne y espíritu no ligados por un hilo, sino unidos en sustancia”12. Pero, precisamente por ello, la naturaleza humana tiene de por sí un carácter progresivo: el hombre debe conquistar la verdadera libertad, pero también ha de ganar su personalidad. Y si es auténticamente humana, esta no sólo atenderá a valores de orden natural que son, ciertamente, inalienables, sino –fundamentalmente- a la vocación de trascendencia de una “totalidad espiritual hecha para lo absoluto”13. Sólo así se podrá hablar, con total justeza, de progreso humano y de humanismo integral.

En esta labor, la educación desempeña –como es obvio- un papel fundamental. Como toda su filosofía, la pedagogía maritainiana tiene un carácter marcadamente humanista y personalista. En el sentido amplio en el que aquí la consideramos, educación significa para nuestro autor humanización, desarrollo pleno de las potencialidades humanas, cultivo de la naturaleza para que el individuo pueda remontar las cumbres del espíritu, de la cultura y de lo personal a las que está llamado como hombre. “El objeto de la educación, dice, es guiar al hombre en el desenvolvimiento dinámico a lo largo del cual va formándose en cuanto persona humana –provista de las armas del conocimiento, de la fortaleza del juicio y de las virtudes morales-”14.

Esta caracterización implica, ya en primera instancia, reconocer la dependencia que la Pedagogía tiene respecto de la Filosofía, en particular respecto de una filosofía del hombre y de la vida. Esta es, sin duda, una de las ideas fundamentales sobre las que se estructura la filosofía educativa de Maritain: depende de una visión antropológica que la filosofía cristiana, en concreto el tomismo, le ha ayudado a perfilar. Es la idea cristiana de hombre, que para el filósofo francés es la idea verdadera, la que actúa en él de base sobre la que se ha de constituir una completa y sólida educación.

De acuerdo con esta concepción, aún podemos precisar más la misión educativa. Para Maritain, la educación tendrá dos fines propios: uno primario y otro secundario. “El fin primario es la conquista de la libertad interior y espiritual a la que aspira la persona individual, o, en otros términos, la liberación de esta mediante el conocimiento y la sabiduría, la buena voluntad y el amor”15. La libertad de la que habla aquí no es pura espontaneidad o energía autodeterminante. ¿De qué tipo es, pues, esta libertad cuyo desenvolvimiento en plenitud es fin primero de la educación interpretada como “humanización”?

La libertad forma parte de la dignidad propia de los seres espirituales, pero la palabra “libertad” comporta en el uso común un inmensa variedad de sentidos. Nuestro autor los ha sintetizado en dos líneas esenciales de significación: “una concierne a la libertad como ausencia de coerción; de ese modo el pájaro es libre cuando no está en la jaula, lo cual no significa que goce de libre albedrío; la otra concierne a la libertad como ausencia de necesidad o de necesitación, que es precisamente el caso del libre albedrío”16.

El problema del libre albedrío o libertad de elección es el que más interesa al filósofo, también el más difícil y conflictivo. Pero no es el más decisivo en la vida común. Lo que más interesa al hombre en su vivir cotidiano es la libertad de acción o de espontaneidad, libertad que es denominador común a todas las formas de ser pero que en los grados más altos (el orden particular de la naturaleza espiritual) se manifiesta como “liberación e independencia personal” y toma entonces el nombre de libertad de autonomía y de exultación. En este nivel superior, la libertad de independencia será el fruto maduro del libre albedrío. Gracias a este, los seres de naturaleza espiritual son capaces de desarrollar activamente y por sí mismos lo que han recibido como embrión y constituye su estructura metafísica en este sentido: su condición de personas. El libre albedrío (“libertad inicial”) no tiene, por tanto, su fin en sí mismo; está ordenado a la conquista de la libertad de independencia (“libertad terminal”) según las exigencias postuladas por la personalidad. En esto consiste lo que el filósofo francés llama el “dinamismo de la libertad”.

Pero, ¿cuáles son las aspiraciones inscritas en la personalidad humana que constituyen su ansiada libertad de independencia? Maritain ha distinguido dos tipos: “unas provienen de la persona humana como humana, o como perteneciente a tal grado específico; decimos que son connaturales al hombre y específicamente humanas. Las otras provienen de la persona humana en cuanto persona o como partícipe de esa perfección trascendental que es la personalidad y que se realiza en Dios infinitamente mejor que en nosotros; decimos entonces que son transnaturales y metafísicas”17.

En el conjunto de la exposición maritainiana, esta doble aspiración se corresponde con una doble aplicación del dinamismo de la libertad. Las aspiraciones incondicionales y connaturales, que tienden a una libertad relativa y compatible con la condición actual del hombre, sufren la pesada carga de la servidumbre y necesidades materiales del propio ser humano; a superar esta amenaza se aplica la conquista de la libertad en el orden social y político. Pero esta conquista se puede interpretar de acuerdo con tres posibles filosofías de la libertad, con resultados muy diferentes. La primera, individualista y liberal burguesa, centra la vida social sobre la libertad en el sentido de libre albedrío. La sociedad se transforma en un inmenso conglomerado de fines en sí en el que la realización de unos supone la disolución de los otros. Desaparece la primacía social de la justicia y el bien común, y la verdadera libertad de autonomía acaba convirtiéndose, en manos de algún instrumento de contrapeso como la Voluntad General, en pura ficción jurídica. Una segunda filosofía de la libertad, imperialista y dictatorial, centra de forma adecuada la vida social sobre una libertad terminal, pero la concibe como una acción transitiva y atribuye su realización a la comunidad política o al Estado. Lo que desaparece ahora es la libertad misma de la persona.

Estas dos primeras formas corresponden a una imagen falsa del dinamismo de la libertad y, aunque tienen orígenes diversos, desembocan ambas en una transgresión de la dignidad personal. De hecho, por una especie de «dialéctica interna inevitable», la divinización del individuo acaba por fructificar en divinización del Estado. En todo caso, son incapaces de responder al fin de la libertad creada en el orden social que es, como vimos, «un bien terrestre común y una obra terrestre común, cuyos valores más altos consisten en la ayuda prestada a la persona humana para que se libre de las servidumbres de la naturaleza material y conquiste su autonomía respecto a ésta»18.

En contraposición con ellas, la filosofía de la libertad que Maritain propone es una filosofía, no individualista sino comunitaria, no dictatorial sino personalista. Por eso, esta libertad de independencia en el orden social es sólo una «penúltima libertad terminal»19 y el bien común temporal un «fin intermediario o infravalente»: la sociedad debe contribuir también a preparar la definitiva «libertad terminal», libertad de autonomía y de exultación en el orden de la vida espiritual, y a satisfacer con ello las aspiraciones transnaturales de la persona.

Respecto a la conquista de estas aspiraciones, por otra parte, también hay una falsa y una verdadera imagen. La primera pretende alcanzar la deificación del hombre por sus propias fuerzas y simple desarrollo de las potencias humanas. Maritain ha reconocido como principales fuentes históricas de esta falsa deificación a aquella concepción inmanentista de la conciencia que, como en Lutero, crea la moralidad desde la libertad interior y con independencia de la ley, y a la concepción idealista de la ciencia que aspira a construir la verdad desde el espíritu mismo y con independencia del ser20. Pero no deja de citar también otras actitudes que, o bien confunden la libertad de autonomía con el libre albedrío adulterando la moral, como en el caso de Kant, o bien malinterpretan el concepto de autonomía, como la «libertad de conocimiento y de intelectualidad pura» de Spinoza o la «libertad de potencia y de creación» de Nietzsche21. Unas y otras contribuirán a que esta imagen de la deificación del hombre desemboque, a través de formas diversas, en ateísmo.

Por su lado, la imagen maritainiana del dinamismo de la libertad en el orden espiritual no es otra que la solución tomista. Hay una verdadera deificación del hombre: «el hombre está llamado a convertirse en Dios, pero por una participación de gracia en la naturaleza de un Dios trascendente, personal y libre»22, por una apertura «al don que el Absoluto hace de Sí mismo y al descenso de la divina plenitud a la criatura inteligente»23. El concepto de autonomía humana adquiere aquí un sentido misterioso: cuanto mayor y más consciente sea la dependencia de la criatura respecto a su Creador, y su adhesión a Él, mayor será su participación de la Vida y Libertad divinas. El conflicto entre la ley y la libertad ha sido resuelto, tanto en Maritain como en el Aquinate, en sentido paulino: «el Señor es Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor está la libertad».

Aspiraciones naturales y aspiraciones transnaturales. Dos clases de aspiraciones para un solo ser, individual y personal pero social por naturaleza, cuerpo y espíritu en unión sustancial, un ser, en fin, con vocación de absoluto y trascendencia pero comprometido en una existencia temporal problemática a lo largo de la cual modela libremente su propia personalidad, y llega o no a “ser lo que es”.

El fin secundario de la educación, por su parte, es de orden social y pretende “formar al hombre para que lleve una vida normal, útil y de sacrificio en la Comunidad, o, dicho de otro modo, guiar el desenvolvimiento de la persona humana en la esfera social, despertando y fortaleciendo el sentido de su libertad, así como el de sus obligaciones y responsabilidades”24. El bien común y una justa concepción de la autoridad se presentan ante nuestro autor como referentes ineludibles en este segundo plano.

Maritain ha definido qué entiende por bien común de un modo bastante preciso: “no es solamente la suma de las ventajas y de los servicios públicos que la organización de la vida común presupone, tales como un régimen fiscal sano, una fuerza militar suficientemente potente, el conjunto de leyes justas, buenas costumbres y sabias instituciones que dan a la sociedad política su estructura, la herencia de sus grandes recuerdos históricos, de sus símbolos y sus glorias, de sus tradiciones vivas y de sus tesoros culturales. El bien común implica asimismo la integración sociológica de todo lo que hay de conciencia cívica, de virtudes políticas y sentido de la ley y la libertad, de actividad, de prosperidad material y riqueza espiritual, de sabiduría hereditaria que actúa inconscientemente, de rectitud moral, justicia, amistad, felicidad, virtud y heroísmo en la vida individual de los miembros del cuerpo político, en la medida en que todas esas cosas son, en cierto modo, comunicables y retornan a cada miembro ayudándole a perfeccionar su vida y su libertad de persona y constituyen en su conjunto la buena vida humana de la multitud”25. El bien común, el bien del cuerpo social (o incluso el del “cuerpo escolar”), implica, pues, una distribución que revierte sobre las personas y ayuda a su desarrollo, no sólo material sino también, incluso fundamentalmente, moral y, por tanto, abierto a la vocación trascendente del hombre. Por eso, toda acción política que pretenda ser justa (también en el campo educativo) debe ir orientada al bien común; y este se convertirá en fundamento y fin de la autoridad, y en criterio para establecer la diversidad y rectitud de los regímenes y leyes.

Por lo que toca al problema de la autoridad, su principio de solución pasa, según Maritain, por la distinción sin separación entre la autoridad y el poder. “La autoridad y el poder –nos dice- son dos cosas diferentes pero que no se deben separar: el Poder es la fuerza por medio de la cual se puede obligar a otro a obedecer. La autoridad es el derecho de dirigir y mandar, de ser escuchado y ser obedecido por otro. La Autoridad requiere del Poder (si no quiere correr el riesgo de ser vana e ineficaz). El poder sin autoridad es tiranía”26. Disociar ambos es como separar la justicia y la fuerza, y esto es justo lo que han hecho determinadas concepciones de la filosofía política.

La democracia rousseauniana, que nuestro autor denomina “democracia liberal o burguesa”, o incluso “democracia anarquista disimulada”, que inspira en buena medida los regímenes actuales en Occidente y también determinadas tendencias en la filosofía educativa, comete precisamente el error de suprimir la autoridad y conservar el poder. Confundiendo el libre albedrío con una libertad de independencia que, además, atribuye al ser humano por derecho de nacimiento, Rousseau concibe la dignidad de la libertad humana como la capacidad de no obedecer a nadie más que a uno mismo. Obviamente, como esta libertad es difícilmente conciliable con el orden y la vida social, su posición le obligará a postular “el mito de la Voluntad general, en la que la voluntad de cada uno se aniquila y resucita místicamente; el mito de la Ley como expresión del número y no de la razón y de la justicia; y el mito de la Autoridad, considerada no sólo como derivada de la multitud sino como constituyendo el atributo propio e inalienable de esta”27. Desde esta perspectiva, fácilmente se concluye en un sistema totalitario (como quiera que esta sea), en el que el poder estatal disimulará la anarquía a la que esa idea rousseauniana de libertad tiende inexorablemente.

Un segundo modo de intentar resolver el dilema pasa por lo que nuestro autor ha llamado “democracia francamente anarquista”. Se trataría en este caso, como en Proudhon, -también esta posición tiene sus representantes en el orden educativo-, de suprimir la autoridad y el poder conjuntamente al considerarlos injustos e ilegítimos frente a la libertad individual: ni hombre alguno, ni sociedad alguna, tienen poder o autoridad para imponerse sobre otro ser humano. El resultado, dirá Maritain, es “una totalidad sin jerarquía, un todo sin ninguna subordinación de las partes al todo, esta maravilla sobrenatural que únicamente se encuentra en la Trinidad divina, en la sociedad increada donde precisamente las Personas no son partes”28.

Ninguna de las propuestas anteriores salva el problema. La solución pasa por lo que nuestro autor ha llamado “democracia orgánica”, una democracia que es, a la vez, personalista y comunitaria: “Esta democracia no suprime ni la autoridad ni el poder, sino que los acepta dimanando del pueblo y ejercidos de su parte y con él. En su raíz está la idea de que el hombre no nace libre (independiente) sino en cuanto al deseo de su naturaleza, pero que debe conquistar la libertad, y que en el Estado, totalidad jerárquica de personas, los hombres deben ser gobernados por personas hacia un bien común verdaderamente humano, que revierta sobre las personas y cuyo valor principal es la libertad de desarrollo de estas”29. Desde este punto de vista, -estas disquisiciones tienen una inmediata aplicación al campo educativo-, no hay autoridad más que donde hay justicia, pero la autoridad pide, de por sí, un poder que no tiene un carácter sustancial pero que es necesario para completar y hacer eficaz aquella.

Terminemos. Lo razonable, en consonancia con la unidad que las esferas personal y social conforman en el hombre, es que, aunque el fin primero de la educación predomine sobre el segundo, ambos se armonicen y combinen equilibradamente. “Oponer la educación para la persona y la educación para la comunidad –dirá Maritain- no es sólo vano y superficial; la educación para la comunidad implica en sí misma y requiere ante todo de la educación para la persona, y a la inversa, esta es prácticamente imposible sin aquella porque un hombre sólo se forma en el seno de una vida de comunidad en la que comienzan a despertar la inteligencia cívica y las virtudes sociales”30. Por eso, concluirá, la educación del futuro “deberá poner fin a la discordancia entre la exigencia social y la exigencia individual, dentro del hombre mismo. Y, en consecuencia, deberá desarrollar a la vez el sentido de la libertad y el sentido de la responsabilidad, el de los derechos humanos y el de las obligaciones, el valor para tomar los riesgos que sean precisos y para ejercer la autoridad en pro del bien común y, al mismo tiempo, el respeto por la humanidad en cada persona individual”31.

Si esta educación pretende ser, además, -como el humanismo personalista que la sostiene-, una educación integral, no podrá desatender ninguna de las facultades y dimensiones estructurales del hombre. Atenderá tanto a su dinamismo intelectivo como, en especial, al volitivo. Habrá, pues, una educación de la inteligencia y una educación de la voluntad; o, si no se quiere emplear un lenguaje clásico que implica una psicología de las facultades (con la que, no obstante, es perfectamente compatible), una educación del hombre en sus tres dimensiones estructurales y esferas de actividad: conocer, querer y amar. Con todo, la concepción educativa que Maritain defiende seguirá siendo eminentemente moral, siempre que la moral se interprete tal cual es, es decir, con un sentido esencialmente positivo y proactivo respecto del hombre. La educación maritainiana, que es sobre todo una formación para el “bien vivir”, tiene –como hemos visto- un carácter moral patente por su fin, pero también lo tiene por su estatuto como saber. “La educación, -ha dicho nuestro autor-, es un arte, y un arte particularmente difícil. Sin embargo, pertenece por su propia naturaleza al dominio de la moral y de la sabiduría práctica. La educación es un arte moral (o, mejor, una sabiduría práctica en la que está incorporado un determinado arte)”32. ¿Cómo podría ser de otro modo cuando se afirma que “el hombre sólo será verdaderamente persona en la medida en que su comportamiento ético traduzca en acción la realidad metafísica de su espíritu”33? He aquí, en definitiva, una filosofía verdaderamente humanista para una educación personalista.

1 Humanisme intégral, en Oeuvres Complètes de Jacques et Raissa Maritain (en adelante OEC), Vol. VI, pág. 298.

2 Questions de conscience, OEC, Vol. VI, pág. 810.

3 De Bergson à Thomas d´Aquin, OEC, Vol. VIII, pág. 45.

4 Les Degrés du savoir, OEC, Vol. IV, pág. 679.

5Pour une philosophie de l´éducation, OEC, Vol. VII, pp. 776-777.

6 Les Droits de l´homme et la loi naturelle, OEC, Vol. VII, pp. 658-659.

7 La Personne et le bien commun, OEC, Vol. IX, pp. 191-193.

8Les Droits de l´homme et la loi naturelle,OEC, Vol. VII, pág. 623.

9 La Personne et le bien commun, OEC, Vol. IX, pp. 206-207.

10 La Personne et le bien commun, OEC, Vol. IX, pp. 186-187.

11 La Personne et le bien commun, OEC, Vol. IX, pp. 193-194.

12 Les Degrés du savoir, OEC, Vol. IV, pág. 300.

13 Les Droits de l´homme et la loi naturelle, OEC, Vol. VII, pág. 666.

14Pour une philosophie de l´éducation, OEC, Vol. VII, pág. 779.

15Pour une philosophie de l´éducation, OEC, Vol. VII, pág. 780.

16 De Bergson à Thomas d´Aquin, OEC, Vol. VIII, pág. 71.

17Principes d´une politique humaniste, OEC VIII, pp. 190-191.

18De Bergson à Thomas d´Aquin, OEC, Vol. VIII, pág. 86.

19 Du régime temporel et de la liberté, OEC, Vol. V, pág. 362.

20 Véase, a este respecto: Principes d´une politique humaniste, OEC, Vol. VIII, pág. 200.

21 Sobre esta cuestión, Du régime temporel et de la liberté, OEC, Vol. V, pp. 349-351.

22 Du régime temporel et de la liberté, OEC, Vol. V, pág. 351.

23 Principes d´une politique humaniste, OEC, Vol. VIII, pág. 203.

24Pour une philosophie de l´éducation, OEC, Vol. VII, pág. 784.

25L´homme et l´État, OEC, Vol. IX, pp. 493-494.

26L´homme et lÉtat, , OEC, Vol. IX, pág. 628.

27Principes d´une politique humaniste, OEC, Vol. VIII, pág. 213.

28Principes d´une politique humaniste, OEC, Vol. VIII, pág. 216.

29Principes d´une politique humaniste, OEC, Vol. VIII, pág. 219.

30Pour une philosophie de l´éducation, OEC, Vol. VII, pp. 785-786.

31Pour une philosophie de l´éducation, OEC, Vol. VII, pp. 873-874.

32Pour une philosophie de l´éducation, OEC, Vol. VII, pág. 771.

33 La Personne et le bien commun, OEC, Vol. IX, pág. 194.