(Comunicación presentada en las II Jornadas de la Asociación Española de Personalismo:

La filosofí­a personalista de Karol Wojtyla, Universidad Complutense de Madrid, 16-18 de febrero de 2006)

Ángel Beleña López, Profesor de IES

Colaborador Honorí­fico Universidad Complutense de Madrid

 

Uno de los rasgos más característicos del pensamiento de Karol Wojtyla es su infatigable reivindicación de la dignidad de la persona humana en consonancia con su valor absoluto. Dicha noción, expresada en términos generales, goza de una amplísima aceptación. Sin embargo, encaja difícilmente con la corriente de filosofía moral acaso más influyente en las últimas décadas: el consecuencialismo.

La teoría ética consecuencialista, directa o indirectamente, es objeto habitual de crítica en toda la obra de Karol Wojtyla, pero es rebatida muy expresamente en la Veritatis Splendor (VS), la que quizá fue su encíclica más polémica, al tiempo que la más importante en cuanto a la temática ética se refiere, por cuanto en ella se abordan los principios básicos de la reflexión moral misma.

Pretendo aquí, a la par que señalar los puntos nucleares de la crítica al consecuencialismo que plantea la encíclica —y que constituye a nuestro juicio uno de los elementos más destacables de ella—, incidir sobre el carácter personalista que aletea en dicha crítica, pues si bien es cierto que el principio metodológico más decisivo pueda ser la recuperación de la noción clásica de finis operis como elemento constitutivo primordial de la acción moral, no lo es menos que tal recuperación parece incorporar una mirada genuinamente personalista.

El consecuencialismo

Antes de abordar la crítica de Juan Pablo II en la VS, me parece conveniente recordar los principios fundamentales que enmarcan la teoría consecuencialista, tomando pie en cómo es presentado en la propia VS.

La VS se refiere al consecuencialismo de un modo más directo en los números que van del 71 al 83, explícitamente en el 75 (casualmente el más largo de la encíclica), dentro del segundo capítulo, centrado en la revisión de algunas tendencias de la teología moral actual. Concretamente, al referirse a aquellas teorías éticas que para juzgar el acto moral «dedican especial atención a la conformidad de los actos humanos con los fines perseguidos por el agente», y según las cuales «el comportamiento concreto sería recto o equivocado según pueda o no producir un estado de cosas mejores para todas las personas interesadas: sería recto el comportamiento capaz de maximizar los bienes y minimizar los males» (VS, n. 74). Esta determinación de la moralidad a partir de la finalidad que se pretende con la acción (en definitiva, los efectos o consecuencias que se prevén alcanzar) explicaría su consideración como éticas teleológicas: «Este “teleologismo”, como método de reencuentro de la norma moral, puede, entonces, ser llamado —según terminologías y aproches tomados de diferentes corrientes de pensamiento— “consecuencialismo” o “proporcionalismo”. El primero pretende obtener los criterios de la rectitud de un obrar determinado sólo del cálculo de las consecuencias que se prevé pueden derivarse de la ejecución de una decisión. El segundo, ponderando entre sí los valores y los bienes que persiguen, se centra más bien en la proporción reconocida entre los efectos buenos o malos, en vista del bien mayor o del mal menor, que sean efectivamente posibles en una situación determinada» (n. 75).

El término “consecuencialismo”, empleado tanto en el ámbito de la filosofía como de la teología moral, es en realidad relativamente reciente. Al parecer fue utilizado por primera vez en 1958 por Elizabeth Anscombe[1] para referirse a aquellas teorías éticas que juzguen la responsabilidad de un acto a partir de las consecuencias esperadas, sin distinguir si éstas son intencionadas o no intencionadas aunque sí previstas. Volveré más adelante sobre esta perspectiva.

La definición más común en la ética actual podría formularse, siguiendo a Scheffler, así: «El Consecuencialismo en su forma más pura y simple es una doctrina moral que dice que el acto correcto en cualquier situación dada es el que producirá el mejor resultado total, juzgado desde un punto de vista impersonal que da igual peso a los intereses de todos»[2]. Los orígenes más reconocidos del consecuencialismo suelen ir emparentados con los del utilitarismo de Bentham y Mill, aunque quepa remontarse a algunos autores anteriores[3]. La diferencia que puede establecerse entre utilitarismo y consecuencialismo es que el segundo poseería un carecer más formal que el primero. Así, mientras el utilitarismo, en palabras de Mill «mantiene que las acciones son correctas en la medida en que tienden a promover la felicidad», entendiendo por felicidad «el placer y la ausencia de dolor»[4], es decir, proporciona un “contenido” —en términos hedonistas, en este caso— al fin que hay que buscar, para la evaluación de las consecuencias, el consecuencialismo no concretaría el criterio para la evaluación de tales fines. En resumidas cuentas, que así como el utilitarismo es necesariamente consecuencialista, no podríamos decir lo mismo a la inversa, de manera que cabría hablar de consecuencialismos no utilitaristas cuando los fines últimos que se propusieran no fueran los del bienestar, felicidad o placer[5].

La base que inspira estos planteamientos puede encontrarse en el divorcio que vieron algunos autores entre la moral y el interés. Si la ética propone al ser humano lo que debe hacer, el ideal que debe realizar, éste debe poder ser percibido como la mejor posibilidad y, por ende, como algo cuyo interés se muestre ante el sujeto de un modo racional. De lo contrario, la moral aparecería ante él como algo artificial, antinatural. Éste querer hacer de la ética algo natural, desarrollado en un marco de pensamiento naturalista y empirista desembocó en una comprensión de la acción moral como la realización efectiva, observable, del mayor bien posible. La producción de las mejores consecuencias en cada situación se presentará al agente racional como el curso de acción que demanda su racionalidad y su experiencia del mundo.

En lo que se refiere a la teología moral, el consecuencialismo surgió durante la segunda mitad del siglo XX dentro del marco de lo que fue conocido como la “nueva moral”. Lo que caracterizó genéricamente a dicha corriente fue la búsqueda de una moral que estuviera más acorde con el sentimiento de autonomía y responsabilidad propio del hombre moderno. Los manuales de teología moral tendían a la casuística y el legalismo. Una moral entendida como el cumplimiento de un conjunto de deberes morales preestablecidos e inamovibles no encajaría con un proyecto vital creativo e ilusionante. Si la libertad es una característica fundamental de la persona humana, reducir aquélla a una mera inhibición o adhesión resignada a ciertas normas, no parece un ideal de vida que pueda presentarse como una aventura apasionante. Paralelamente a lo sucedido en la filosofía moral, aunque distanciado en el tiempo, se contempla entonces la moral tradicional como algo excesivamente normativizado, que desestima el protagonismo del sujeto. La apelación a una ley como fuente de obligaciones morales fue interpretada, pues, como una conculcación de la autonomía que parece reclamar la dignidad humana para abrirse al ámbito moral. El carácter creativo del obrar humano, apoyado en la máxima del amor —“ama y haz lo que quieras”— habría de estar abierto a la continua búsqueda de las tomas de decisiones que, dadas las circunstancias, resulten las más benéficas y humanitarias. Es el sujeto —autónomo y racional— quien ha de encontrar las soluciones adecuadas a cada problema. Se trata de un discurso interesante en el que parece descubrirse un cierto aire personalista. Sin embargo, como veremos, se ha revelado tremendamente perjudicial para la dignidad de la persona humana.

El llamado “consecuencialismo teleológico” resuelve estas apelaciones a la autonomía de las decisiones morales del sujeto proponiendo la razón humana como instrumento mediante el cual el sujeto es capaz de prever, de sopesar, cuales serán los efectos que acontecerán en función de la decisión que se tome en cada caso[6]. Para ello suele además distinguir —o mejor, separar— dos niveles de bienes: los naturales, (los físicos o pre-morales, como la salud, la vida, etc.), y los propiamente morales (los que tienen que ver con las actitudes del corazón, las intenciones, etc.)[7]. Es el dualismo que está presente en Kant (los binomios naturaleza y espíritu, necesidad y libertad, fenómeno y noúmeno), pero que también tiene un origen naturalista. Como los bienes naturales no son absolutos, a la hora de sopesar la bondad de la acción en función de sus consecuencias, no basta con el cálculo de las que acontecerán en el “mundo natural” (integridad física, salud u otros bienes materiales), sino, sobre todo, de los efectos que tengan lugar en el ámbito de los “bienes morales”. Como se dice en la encíclica «sobre la especificidad moral de los actos, esto es, sobre su bondad o maldad, decidiría exclusivamente la fidelidad de la persona a los valores más altos de la caridad y de la prudencia, sin que esta fidelidad sea incompatible necesariamente con decisiones contrarias a ciertos preceptos morales particulares» (n. 75).

De esta manera, la secuela principal de este planteamiento frente a la ética cristiana tradicional es, como ya indicara Anscombe[8], la negación de la existencia de acciones provistas de un valor moral intrínseco, de lo que se conoce como absolutos morales. Acaso lo más significativo de este modo de razonamiento moral sea la nueva lectura del llamado “acto de doble efecto” o “acto voluntario indirecto”, es decir, aquellos actos de los que se derivan efectos buenos y malos. Lo que determinará su moralidad, según estos autores, será el saldo positivo de bien que se derive de ellos, con independencia de la acción realizada, pues en la intención del agente estaba la producción de un bien mayor.

La crítica al consecuencialismo: ¿tomismo o personalismo?

En una primera lectura de las páginas de la VS dedicadas al consecuencialismo y su crítica, puede percibirse una fuerte impronta tomista. De hecho encontramos hasta seis citas explícitas de Tomás de Aquino. En síntesis, la crítica consistiría en una profundización en el carácter auténticamente teleológico de la ética[9], esto es, en la recuperación de la noción de finis operis (el fin de la acción misma). Para el consecuencialismo, lo determinante es la finalidad que el agente imprime a su acción y no la finalidad propia de la misma. Pero el finis operantis, no puede obviar la existencia de una realidad objetiva de lo realizado, por cuanto todo acto querido por la voluntad está cargado ya de moralidad, independientemente de los fines que en concreto se pretendan con dicha acción. Así, por tanto, puede hablarse de acciones intrínsecamente malas «prescindiendo de la intención por la que la elección es hecha o de la totalidad de las consecuencias previsibles de aquel acto para todas las personas interesadas» (n. 79), en tanto que dichas acciones suponen una adhesión de la voluntad incompatible con la finalidad de la naturaleza humana. La argumentación de Juan Pablo II se enmarcaría pues, en la distinción clásica escolástica de las fuentes de moralidad (objeto, fin y circunstancias), según la cual «bonum ex integra causa, malum ex quocumque defectu» (Tomás de Aquino, S. Th., I-II, q. 18, a. 4), es decir, la acción debe ser buena en sí misma, así como el fin (intención) y las circunstancias.

Ahora bien, si se lee más detenidamente, resulta muy clara la intención de la encíclica de llevar a cabo lo que podríamos llamar un desarrollo personalista de la doctrina clásica. Para empezar, el capítulo que estamos aquí considerando abre en su primer número con la siguiente cita: «Todos los seres sujetos al devenir no permanecen idénticos a sí mismos, sino que pasan continuamente de un estado a otro mediante un cambio que se traduce siempre en bien o en mal… Así pues, ser sujeto sometido a cambio es nacer continuamente… Pero aquí el nacimiento no se produce por una intervención ajena, como es el caso de los seres corpóreos… sino que es el resultado de una decisión libre y, así, nosotros somos en cierto modo nuestros mismos progenitores, creándonos como queremos y, con nuestra elección, dándonos la forma que queremos». Sería muy del gusto de cualquier autor contemporáneo, pero resulta que es de Gregorio de Nisa, un autor, como es sabido, de enorme relevancia para la introducción de la noción de persona en la reflexión teológica.

A lo largo de toda la encíclica, también y sobre todo en esta sección, se detectan numerosas referencias a la persona humana y su dignidad. Con la declaración conciliar Dignitatis humanae se hace eco de que «los hombres de nuestro tiempo tienen una conciencia cada vez mayor de la dignidad de la persona humana», de la reivindicación de la posibilidad de que los hombres «actúen según su propio criterio y hagan uso de una libertad responsable»[10]. Pero quiere situar esa demanda de la autonomía de la persona en sus genuinos términos, en tanto que cuando se pretende, como hace el consecuencialismo, una desvinculación del hombre con respecto a una ley natural (la ley divina que indica el proyecto de Dios para el hombre) éste entra en contradicción con su propia naturaleza, con su propio ser. Es decir, la reivindicación de una autonomía de decisión que ponga entre paréntesis la naturaleza misma de la acción realizada, por mor de unas hipotéticas consecuencias beneficiosas, no favorece realmente la autonomía ni hace la vida humana más auténtica, sino que es contraria al propio ser de la persona y, por tanto, de su dignidad y libertad. Para que las decisiones personales sean auténticamente enriquecedoras, no basta con que se tenga la intención de obtener un fin bueno: es necesario que sean “ordenables” al fin último. En palabras de la encíclica: «Tal “ordenabilidad” es aprehendida por la razón en el mismo ser del hombre, considerado en su verdad integral, y, por tanto, en sus inclinaciones naturales, en sus dinamismos y sus finalidades, que también tienen siempre una dimensión espiritual: éstos son exactamente los contenidos de la ley natural y, por consiguiente, el conjunto ordenado de los bienes para la persona que se ponen al servicio del bien de la persona , del bien que es ella misma y su perfección. Estos son los bienes tutelados por los mandamientos, los cuales, según Santo Tomás, contienen toda la ley natural» (n. 79).

La singular dignidad de la persona humana —como se recuerda en la encíclica (n. 13), citando la Gaudium et Spes, la «única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma» (GS, n. 24)— se muestra indudablemente en el carácter inviolable, y en cierto modo absoluto, de la conciencia. Pero ello, lejos de justificar la plausibilidad de que ésta pueda decidir de espaldas a la verdad y el bien objetivos, al descubrirnos la dignidad humana como un absoluto incondicional que impide sea tratada únicamente como medio, más bien fundamenta la inviabilidad del consecuencialismo. Dicho en otros términos, el consecuencialismo teleológico incurre en la paradoja de, por un lado, reclamar, en nombre de la dignidad humana y su conciencia, la autonomía de decisión que le permitiera, con su propio juicio y evaluación personal de las consecuencias de su acción, realizar algo sin necesidad de que sea congruente con ninguna hipotética ley moral, pero dando pie entonces, por otro lado, a la posibilidad de cualquier atentado contra esa dignidad humana tan “valorada” (pues si las circunstancias lo requieren…).

Por otra parte, la absoluta dignidad de la conciencia no radica sólo en su pertenencia a un ser libre y responsable, sino, sobre todo, en su orientación a la verdad: «la dignidad de la conciencia deriva siempre de la verdad», recuerda la encíclica (VS, n. 63). Por tanto, los juicios de la conciencia comprometen su dignidad cuando no buscan sinceramente la verdad y el bien últimos de la persona, es decir, cuando yerran culpablemente (venciblemente). Es necesario que sean al menos subjetivamente verdaderos. Sin embargo, cuando se produce un error de juicio con respecto a la idoneidad de una acción y no se reconoce el bien de la persona, por mucho que esta ignorancia sea no culpable (invencible), no deja de ser cierto que tales actos no contribuyen al crecimiento moral de la persona que los realiza, no la perfeccionan y no sirven para disponerla al bien supremo (cfr. VS, n. 63)[11].

Porque sólo si se admiten objetos del acto humano que contradicen radicalmente el bien de la persona (que no son “ordenables” a Dios), «actos que, en la tradición moral de la Iglesia, han sido denominados intrínsecamente malos (“intrinsece malum”): [que] lo son siempre y por sí mismos, es decir, por su objeto, independientemente de las ulteriores intenciones de quien actúa, y de las circunstancias» (VS, n. 80), sólo entonces pueden tener fuerza los enérgicos alegatos contra las diversas formas de conculcación de la dignidad humana típicas de nuestro tiempo, como las ejemplificadas por el Concilio Vaticano II en la Gaudium es Spes: «Todo lo que se opone a la vida, como los homicidios de cualquier género, los genocidios, el aborto, la eutanasia y el mismo suicidio voluntario; todo lo que viola la integridad de la persona humana, como las mutilaciones, las torturas corporales y mentales, incluso los intentos de coacción psicológica; todo lo que ofende a la dignidad humana, como las condiciones infrahumanas de vida, los encarcelamientos arbitrarios, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; también las condiciones ignominiosas de trabajo en las que los obreros son tratados como meros instrumentos de lucro, no como personas libres y responsables; todas estas cosas y otras semejantes son ciertamente oprobios que, al corromper la civilización humana, deshonran más a quienes los practican que a quienes padecen la injusticia y son totalmente contrarios al honor debido al Creador»[12].

BIBLIOGRAFÍA

Anscombe, G. E. M.: “Modern Moral Philosophy”, Philosophy,33 (1958), 1-19; recogido en Hudson, W. D. (ed.): The ‘is-ought’ question: a collection of papers on the central problem in moral philosophy, London, Macmillan, 1969, pp. 175-195.

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Gutiérrez, G., “La estructura consecuencialista del utilitarismo”, Revista de Filosofía, Ed. Complutense, Madrid, vol. III, n. 3 (1990), pp. 141-174.

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Scheffler, Samuel,Consequentialism and its critics, Oxford University Press, 1988.

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, Iª-IIae (Suma de Teología, BAC, Madrid, 1993).

[1] En su artículo —pienso que ya famoso— “Modern Moral Philosophy”, en Hudson, W. D. (ed.), The ‘is-ought’ question: a collection of papers on the central problem in moral philosophy, Macmillan, London, 1969, p. 187. El artículo apareció ya en 1958 en la revista Philosophy,33, pp. 1-19.

[2] Scheffler, Samuel,Consequentialism and its critics, Oxford University Press, 1988, p. 1.

[3] Cfr. Beleña López, Ángel, Obligación y consecuencialismo en los “moralistas británicos”, Universidad Complutense de Madrid, Servicio de Publicaciones, Madrid, 2005.

[4] Mill, John Stuart: El Utilitarismo [1863], introducción, traducción y notas de Esperanza Guisán, Alianza Editorial, Madrid, 1999, pp. 45-6.

[5] Una buena presentación de esta cuestión puede verse en Gutiérrez, G., “La estructura consecuencialista del utilitarismo”, Revista de Filosofía, Ed. Complutense, Madrid, vol. III, n. 3 (1990), pp. 141-174. Del mismo autor puede verse “La «Veritatis Splendor» y la ética consecuencialista contemporánea”, en Comentarios a la “Veritatis Splendor”, BAC, Madrid, 1993, pp. 233-262. Contra esta tesis, Fred Rosen (cfr. Classical Utilitarianism from Hume to Mill, London, Routledge, 2003) ha argumentado que el utilitarismo, sobre todo el más puro, no es necesariamente consecuencialista. No es éste el lugar para ocuparnos en la crítica de esta posición.

[6] Algunos autores comprometidos explícitamente con estas posiciones serían J. Fuchs (Cfr. “«Intrinsice malum»: Überlegungen zu einem umstrittenen Begriff”, en Kerber, W. (ed.), Sittliche Normen. Zum Problem ihrer allgemeinen und unwaldelbaren, Düsseldorf, 1982, pp. 74-91); P. Knauer (Cfr. “La détermination du bien et du mal moral par le principe du double effect”, en Nouvelle Revue Théologique, 87 (1965) 356-76); L. Janssens (Cfr. “Ontic Evil and Moral Evil”, en Louvain Studies, VI (1972) 115-56; R. A. McCormick (Cfr. “The Understanding of Moral Norms”, en Theological Studies, 36 (1975) 85-100; Id., “Ambiguity in moral choice”, en McCormick, R. A.-Ramsey, P., Doing Evil to Achieve Good, Loyola University Press, Chicago, 1978).

[7] Una breve exposición, y crítica, de estos planteamientos puede verse, por ejemplo, en Santos Camacho, Modesto, “En torno al consecuencialismo ético”, en Dios y el hombre, VI Simposio Internacional de Teología, EUNSA, Pamplona, 1985. Una consideración más amplia de la problemática aquí considerada acerca de estos autores puede verse en Molina, E.., La moral entre la convicción y la utilidad. La evolución de la moral desde la manualística al proporcionalismo y al pensamiento de Grisez-Finnis, Ediciones Eunate, Pamplona, 1996.

[8] «La prohibición de ciertas cosas simplemente en virtud de su descripción como tales o cuales tipos identificables de acciones, sin tener en cuenta las consecuencias adicionales, no es ciertamente toda la ética judeo-cristiana, pero es una notable característica suya» (Anscombe, E., o. c., p. 185).

[9] Tal vez debería revisarse —evitando así numerosas confusiones— la pertinencia de tal denominación aplicada al consecuencialismo y, por ende, al utilitarismo. Ética teleológica es la ética aristotélico-tomista, en tanto que la vida humana está constitutivamente orientada hacia un fin (telos) que, consiguientemente, no tiene mero carácter de meta u objetivo, sino de la perfección que le corresponde a una naturaleza finalizada. Las teorías consecuencialistas mantienen el término ‘fin’, pero al concebirlo como efecto extrínseco, pierden el contenido del telos aristotélico. En el fondo, se da una comprensión insuficiente de la causalidad final aristotélica que, en los procesos vitales, es a su vez formal.

[10] Conc. Vat. II, Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae, 1 (citado en VS, 31).

[11] Esta cuestión, en relación con el consecuencialismo, ha sido tratada en Inciarte, Fernando, “Sobre la ética de la responsabilidad y contra el consecuencialismo teológico-moral”, en Ética y Teología ante la crisis contemporánea, I Simposio Internacional de Teología, Eunsa, Pamplona, 1980, 399-417.

[12] Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 27 (recogido en VS, n. 80).