(Comunicación presentada en las I Jornadas de la AEP: «Itinerarios del personalismo», UCM, 26-27 de noviembre de 2004)

1. Sentido de un personalismo educativo

Nadie duda de la importancia que la educación tiene en la vida de los hombres. Esta verdad tiene tal fuerza que aun el más pesimista respecto de la capacidad humana para educar a otro siente en lo profundo de su alma la ineludible necesidad de la educación tanto para la vida individual como social. Pero suele suceder que las verdades más caudalosas discurren fuera del cauce debido, y ello tanto por un fallo en la fuente de donde manan como por dirigirse inadecuadamente a su término. En el fluir de la educación tanto la fuente como su desembocadura no son otra cosa que la naturaleza y el dinamismo de la vida humana: “Llega a ser el que eres”,[1] afirmaba el poeta. Luego quien quiera comprender el ser y el deber ser de la educación deberá preguntarse primero qué es y qué debe ser el hombre.

Y se da una inadecuada comprensión del hombre cuando se pierden de vista principalmente su naturaleza racional y las propiedades que de ella se derivan. Una de éstas, que reviste particular importancia, consiste en que las perfecciones propias de la vida racional sólo se realizan en un individuo capaz de asumirlas desde su misma individualidad, esto es, por sí mismo. Así, el individuo de naturaleza racional es consciente de sí, conoce por sí mismo lo que las cosas son y ama por sí mismo el bien, dirigiéndose por este dinamismo hacia una plenitud en la que él mismo pueda decir: “soy feliz”. Es este modo de ser del individuo de naturaleza racional el que nos mueve a denominarlo con un nombre propio más que con uno genérico; y así, hablamos de Juan, aunque decimos persona si nos referimos a este mismo individuo pero de un modo indeterminado.[2]

En consecuencia, la educación sólo será auténticamente humana en la medida en que sirva al desarrollo de las potencialidades exigidas por la naturaleza racional: Homo ratione vivit.[3] Más aún, será verdadera educación sólo aquella que, desde la mirada personal del educador, atienda a la persona única del educando que tiene ante sí para ayudarle a desarrollar aquellas potencialidades propias de la vida racional. Estas palabras de Carlos Cardona nos describen con viveza el espíritu de esta actitud:

La primera aplicación práctica es tratar a cada alumno de modo personalizado. No tratarlo como una fracción de multitud, sino como una persona única e irrepetible. Hay que interpelar directamente su responsabilidad personal. Es claro que eso requiere un trato directo […], dedicándole tiempo. Hay que conocer a los alumnos por sus nombres, tener de ellos una visión personal y propia. Eso puede hacerse incluso cuando el auditorio es numeroso: en el modo de dirigirse a todos los alumnos a la vez, se puede lograr una cierta interpelación personal, al menos implícita, si el profesor mismo no pierde de vista que cada alumno es alguien por sí mismo.[4]

El saber pedagógico debe tener presente estos presupuestos, fundamentando su ciencia en las exigencias de la naturaleza racional del hombre, y particularmente en su condición de persona. Cuando así sucede nos encontramos ante una verdadera Filosofía de la educación, capaz de orientar la acción educativa en tanto que perfectiva de la persona del educando, y merecedora del sugerente calificativo de personalista. Es mi intención en esta comunicación hacer una breve reflexión en torno a estos presupuestos, piedra angular del auténtico personalismo educativo.

 

2. El dinamismo de la vida racional

Decíamos que la racionalidad sólo se da en quien es consciente de su conocimiento y su amor, en quien es consciente de su propio yo. Así quedó sentenciado de forma lapidaria en la exhortación del templo de Apolo en Delfos: Conócete a ti mismo,[5] que sólo podía ir dirigida a aquel capaz de reconocerse en las palabras a ti mismo, esto es, a aquel con presencia de su propia alma.[6] De ahí que sea del todo adecuado calificar al hombre como “conocedor de sí mismo”:

La exhortación Conócete a ti mismo –escribe Juan Pablo II al inicio de Fides et Ratio- estaba esculpida sobre el dintel del templo de Delfos para testimoniar una verdad fundamental que debe ser asumida como la regla mínima por todo hombre deseoso de distinguirse, en medio de toda la creación, calificándose como “hombre” precisamente en cuanto “conocedor de sí mismo”.[7]

La presencia o inteligibilidad de la propia alma, que permite al hombre conocerse a sí mismo, pone al descubierto una de sus más radicales perfecciones: su independencia en el ser respecto de la materia, “porque –como enseña Santo Tomás de Aquino- la inmunidad de la materia es la razón esencial de la intelectualidad”.[8] La autoconciencia nos lleva a afirmar entonces que el alma humana es subsistente, pues “volver sobre su esencia no significa otra cosa sino subsistir la cosa en sí misma”.[9]

Más aún, esta luminosa patencia del alma inmaterial es lo que vuelve inteligible cualquier otra realidad al separarla de sus condiciones materiales, pudiéndose realizar entonces en su intimidad aquella unión cognoscitiva por la que el alma se hace algo uno con lo conocido.[10] Así, “todo lo que se presenta como objeto de nuestro conocimiento –comenta Juan Pablo II- se convierte por ello en parte de nuestra vida”.[11] La autoconciencia fundamenta de este modo el conocimiento objetivo y queda abierta en su inmaterialidad a un horizonte infinito de seres, los cuales es capaz de llevar a la intimidad de su conciencia en donde se hace en cierto modo todas las cosas, quodammodo omnia.[12]

Por fin, esa intimidad en el conocer permite al entendimiento tener señorío sobre su propio juicio y, en consecuencia, sobre los actos apetitivos que se derivan de él, pudiendo entonces la voluntad amar por sí misma el bien conocido.[13] Sólo en la vida racional se disfruta la verdadera autarquía y se desvanece el determinismo, pues en ella el fin es propuesto por uno mismo.[14] Así pues, igual que sucede con el conocimiento objetivo, la capacidad de la voluntad para amar radica en aquella autoconciencia en donde el alma se percibe a sí misma.

De esta presencia del alma brota, por tanto, una connatural disposición permanente a entender y a amar. De ahí que la autoconciencia pueda ser comprendida en la línea del hábito,[15] y caracterizada como memoria, en tanto que permite al alma recordarse siempre la misma, idéntica en el tiempo. Es lo que posibilita la unidad de vida propia de cada persona, que se reconoce siempre la misma en el transcurso de sus días.

La autoconciencia propia de la vida racional o memoria de sí mismo pone de manifiesto, según acabamos de ver, una independencia, una intimidad, una autarquía y una unidad de vida muy superiores a las que se dan en los vivientes irracionales: “Hay un grado supremo y perfecto de vida que es según en el entendimiento, porque el entendimiento vuelve sobre sí mismo y puede entenderse a sí mismo”.[16]

Cómo no admirar esta capacidad que tiene el hombre de volver sobre sí y reconocerse en su singularidad, de entrar en la propia intimidad para leer en su silencio lo que las cosas son, y de gobernar desde el sagrario de la conciencia su propia vida. Sólo en esa bodega puede fermentar el vino de una vida auténticamente humana y alcanzar el buen sabor de la felicidad. Así, el conocimiento del propio ser, la apertura a todo conocimiento verdadero y el amor por el que uno mismo quiere el bien se convierten en las claves para comprender el dinamismo de la vida racional hacia su plenitud. Es aquella preciosa caracterización agustiniana que define toda alma racional como memoria, intelligentia y voluntas –memoria de sí mismo, inteligencia de la verdad y voluntad que ama el bien-,según el modelo de la Trinidad divina en quien la vida racional es perfecta.[17]

 

3. De la vida personal a la comunicación interpersonal

Mas no sólo es la memoria de sí mismo fundamento de la vida humana individual, sino también de la interpersonal. Veámoslo en un recorrido por las relaciones interpersonales que nos conducirá desde la necesidad humana de otras personas hasta la generosa comunicación hacia los demás.

Comenzamos descubriendo como todo hombre requiere la ayuda de otros para poder caminar hacia la propia felicidad. Atendamos a la primera y fundamental de estas ayudas, que es la de sus padres, y no sólo para ser engendrado, sino para recibir una adecuada crianza y, sobre todo, educación.[18] La finalidad de estas acciones de los padres no se encuentra sino en las personas de los hijos, en su bien, en su perfección, como tan acertadamente señala el Aquinate:

El matrimonio está principalmente establecido para el bien de la prole, que consiste no sólo en engendrarla, para lo cual no es necesario el matrimonio, sino además en promoverla al estado perfecto, porque todas las cosas tienden naturalmente a llevar sus efectos a la perfección.[19]

De este modo, no se genera para ser padre de un hijo, sino para engendrar una persona que, por ser de la misma naturaleza del padre, es referido a éste como hijo; o no se enseña para ser maestro de un discípulo, sino para que una persona adquiera la ciencia, el cual por haberla aprendido de otro es discípulo de su maestro. Como asegura Aristóteles: “la relación no puede ser término de un movimiento por sí misma y, por consiguiente, tampoco de una acción”.[20]

Dedicarse a promover el bien en otra persona es lo propio del amor de benevolencia. Se puede decir, por tanto, que todo hombre está ordenado por naturaleza a ser amado por sí mismo, en su individualidad personal única e incomunicable. Sin este amor quedará perdido en su vida personal, en su camino hacia la felicidad; será, en expresión de Francisco Canals, “el hombre a quien nadie miró”.[21]

Hay que afirmar sin lugar a dudas que uno es persona aunque haya sido engendrado sin amor –tal es el drama de muchos, especialmente en nuestros días bajo el imperio de las técnicas reproductivas o de la promiscuidad fuera del matrimonio-; y que uno es persona antes de recibir la crianza y educación. Pero también se debe decir que sin el amor le será muy difícil vivir una auténtica vida personal:

El hombre no puede vivir sin amor –enseña Juan Pablo II-. Permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no le es revelado el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente”.[22]

Esta ayuda nace, pues, del corazón de los padres al buscar el bien de sus hijos. No por necesidad, sino en la generosidad de su amor. De este modo se asemejan más aún a la acción creadora de Dios, por lo que no es de extrañar que la generación humana haya sido denominada procreación.[23]

Si dirigimos ahora nuestra atención a este amor paterno reconoceremos que es un desbordamiento del amor conyugal, es una perfección que brota de otra perfección. Qué grave error separar amor conyugal y procreación, o amor conyugal y educación, lo que acontece hoy tristemente de muchas maneras: imposibilitando al acto conyugal la generación, engendrando fuera del amor conyugal, negando a los hijos el matrimonio en el que nacieron, etc.[24]

Y el origen del amor conyugal se encuentra principalmente en la generosa comunicación de vida personal. Se podría pensar que la amistad, y el amor conyugal en particular -allí donde la amistad adquiere plenitud al darse una unión total en cuerpo y alma-, son resultado de la necesidad que tiene el hombre de una ayuda. Y es verdad, pues mientras uno no es virtuoso “necesita del auxilio de los amigos para obrar bien, tanto en las obras de la vida activa como en las de la vida contemplativa”.[25] Dios mismo nos lo expresa con claridad cuando decide crear a la mujer: “No es bueno que el hombre esté solo; voy a hacerle una ayuda adecuada” (Gn 2, 18). Mas también es cierto que el amigo y, sobre todo, el cónyuge, es como uno mismo –“una sola carne” (Gn 2, 24)-, de modo que amarlo es como amarse uno a sí mismo: “el amor que alguien tiene hacia sí mismo es la razón del amor que tiene a la esposa”, enseña el Aquinate.[26] En este sentido hay que afirmar que la amistad y el matrimonio no son sólo ayudas sino fruto de cierta plenitud de vida personal, que gusta comunicarse, pues “la naturaleza de cualquier acto es que se comunique a sí mismo cuanto es posible”.[27]

Así, no sólo requiere el hombre la ayuda de sus padres y de la sociedad para ser feliz, sino que su misma perfección de vida le lleva a comunicarla, libre y no necesariamente, a otras personas. Por esto puede decirse no sólo que el hombre está ordenado a ser feliz, sino a amar desde la plenitud de su felicidad. Aunque esto no por necesidad, ex indigentia, de tal manera que no podría ser feliz si no encontrara a quien amar; sino de forma análoga a como Dios crea al hombre, no por necesidad, sino libremente, para “comunicar su perfección, que es su bondad”.[28]

Y esta comunicación vital sólo puede explicarse desde la autoconciencia, que se abre a la emanación vital y comunicativa mediante el verbum mentis o palabra mental. Como enseña el Profesor Canals:

Por esta palabra mental es la persona vitalmente ordenada al diálogo y a la convivencia social, y es aquella palabra del espíritu la raíz de la libertad y de la actividad “práctica” y “creativa” característica de la persona en cuanto tal.[29]

Nuestro camino nos ha conducido de este modo una misma fuente de la vida humana tanto individual como interpersonal: la memoria de sí mismo, sin la cual no es posible el diálogo y el amor. En efecto, desde esta memoria de sí se puede ir en busca de la felicidad acompañado por alguien con quien compartir la propia vida.

El matrimonio se nos revela así como el lugar primordial de comunicación de vida personal, en donde se comunica la propia vida a quien es como uno mismo, desbordando en la comunicación de vida a los hijos, a los que se engendra, cría y educa. Y puesto que todas las causas tienden a llevar a sus efectos a la perfección,[30] el fin natural de la acción de los padres –y subsidiariamente de la sociedad- será conducir al hijo hasta la plenitud del proceso iniciado con la generación, y seguido por la crianza y educación, esto es hasta un nuevo matrimonio.

Confieso mi convicción de que el magisterio del actual pontífice respecto del matrimonio según el orden natural se fundamenta en esta comprensión del amor conyugal en tanto que plenitud de vida humana:

En cuanto espíritu encarnado, es decir, alma que se expresa en el cuerpo informado por un espíritu inmortal, el hombre está llamado al amor en esta su totalidad unificada (…) El único “lugar” que hace posible esta donación total es el matrimonio, es decir, el pacto de amor conyugal o elección consciente y libre, con la que el hombre y la mujer aceptan la comunidad íntima de vida y amor, querida por Dios mismo.[31]

Quien ha tenido experiencia del amor de sus padres y ha guardado en su memoria las palabras que lo han educado, comprenderá mejor que nadie el significado de educación. Éste, ante la presencia de sí mismo, podrá salir después en búsqueda de la mirada del otro, y compartir su vida en un diálogo amistoso mediante palabras pronunciadas primero en el corazón.

Y esa mirada del otro podrá ser también la de Dios, el Padre que pronunció nuestro nombre cuando aún estábamos en las entrañas de nuestra madre (cfr. Is 49, 1). En definitiva, sólo ante la  presencia de uno mismo será posible el encuentro con Dios: “No quieras derramarte fuera – nos exhorta San Agustín-; entra dentro de ti mismo, porque en el hombre interior reside la verdad; y si hallares que tu naturaleza es mudable, trasciéndete a ti mismo”.[32]

[1] Píndaro, Píticas 11, 72.

[2] Cfr. Tomás de Aquino, In I Sent., dist.23, q.1 a.3; Juan Martínez Porcell, Metafísica de la persona, Barcelona, PPU, 1992, p.53-55.

[3] Tomás de Aquino, Summa contra gentiles III, c.122.

[4] Carlos Cardona, Ética del quehacer educativo, Madrid, Rialp, 1980, p.30.

[5] Cfr. Platón,Protágoras 343b.

[6] Sed cum dicitur menti: Cognosce te ipsam, eo ictu quo intellegit quod dictum est te ipsam, cognoscit se ipsam; nec ob aliud, quam eo quod sibi praesens (San Agustín, De Trinitate X, c.9, 12).

[7] Juan Pablo II, Fides et Ratio 1.

[8] Si arca esset sine materia per se subsistens, esset intelligens seipsam; quia immunitas a materia est ratio intellectualitatis. Et secundum hoc arca sine materia non differret ab arca intelligibili (Santo Tomás, De Spirit. Creat., q.unic., a.1 ad 12).

[9] Redire ad essentiam suam nihil aliud est quam rem subsistere in seipsa (Santo Tomás, Summa Theologiae I, q.14, a.2 ad 1).

[10] Haec est perfectio cognoscentis in quantum est cognoscens, quia secundum hoc a cognoscente aliquid cognoscitur quod ipsum cognitum est aliquo modo apud cognoscentem; et ideo in III De anima dicitur, anima esse quodammodo omnia, quia nata est omnia cognoscere […] Perfectio autem unius rei in altero esse non potest secundum determinatum esse quod habebat in re illa; et ideo ad hoc quod nata sit esse in re altera, oportet eam considerari absque his quae nata sunt eam determinare. Et quia formae et perfectiones rerum per materiam determinantur, inde est quod secundum hoc aliqua res est cognoscibilis secundum quod a materia separatur (Santo Tomás, De Veritate c.2, a.2 in c).

[11] Juan Pablo II, Fides et Ratio 1.

[12] Haec est perfectio cognoscentis in quantum est cognoscens, quia secundum hoc a cognoscente aliquid cognoscitur quod ipsum cognitum est aliquo modo apud cognoscentem; et ideo in III De anima dicitur, anima esse quodammodo omnia, quia nata est omnia cognoscere (Santo Tomás, De Veritate c.2, a.2 in c).

[13] Tota ratio libertatis ex modo cognitionis dependet […] Si iudicium cognitivae non sit in potestate alicuius, sed sit aliunde determinatum, nec appetitus erit in potestate eius, et per consequens nec motus vel operatio absolute. Iudicium autem est in potestate iudicantis secundum quod potest de suo iudicio iudicare: de eo enim quod est in nostra potestate, possumus iudicare. Iudicare autem de iudicio suo est solius rationis, quae super actum suum reflectitur, et cognoscit habitudines rerum de quibus iudicat, et per quas iudicat: unde totius libertatis radix est in ratione constituta (Santo Tomás, De Veritate q.24, a.2 in c).

[14] Unde supra talia animalia sunt illa quae movent seipsa, etiam habito respectu ad finem, quem sibi praestituunt. Quod quidem non fit nisi per rationem et intellectum, cuius est cognoscere proportionem finis et eius quod est ad finem, et unum ordinare in alterum. Unde perfectior modus vivendi est eorum quae habent intellectum (Santo Tomás, Summa Theologiae I, q.18, a.3 in c).

[15] Mens, antequam a phantasmatibus abstrahat, suam notitiam habitualem habet, qua possit percipere se esse (Santo Tomás, De Veritate q.10, a.8 ad 1).

[16] Est igitur supremus et perfectus gradus vitae qui est secundum intellectum: nam intellectus in seipsum reflectitur, et seipsum intelligere potest (Tomás de Aquino, Summa contra gentiles IV, c.11).

[17] Augustinus dupliciter assignat imaginem Trinitatus in mente. Primo secundo haec tria: mens, notitia et amor, ut patet in IX De Trinitate; secundo quantum ad haec tria, quae sunt memoria, intelligentia et voluntas (Santo Tomás, De Veritate q.10, a.4 in c; cfr. In I Sent., dist. 3, q.4, a.1, in c).

[18] Pater autem corporalis, ut dicit Philosophus in VIII Ethic., tria dat, esse, nutrimentum, et instructionem (Santo Tomás, In IV Sent. dist.42, q.1, a.1, q.ª1 in c).

[19] Matrimonium principaliter institutum est ad bonum prolis, non tantum generandae, quia hoc sine matrimonio fieri posset, sed etiam promovendae ad perfectum statum: quia quaelibet res intendit effectum suum naturaliter perducere ad perfectum statum (Santo Tomás, In IV Sent. dist.39, q.1, a.2 in c).

[20] Aristóteles, Física V, 2, 225 b 10; cfr. Santo Tomás, De Pot. q.2, a.5 obi.8.

[21] Francisco Canals, “Teoría y praxis en la perspectiva de la dignidad personal”, en AAVV, Actas del Congreso Internacional Teoría y Praxis, Génova-Barcelona, 1976, p.113.

[22] Juan Pablo II, Redemptor hominis 10.

[23] Cfr. A. Ernout – A. Meillet, Dictionnaire Étymologique de la Langue Latine. Histoire des mots, 4ª ed., París, Éditions Klincksieck, 1979, pp.149, 536.

[24] Es digno de destacar cómo Santo Tomás argumenta en favor de la indisolubilidad del matrimonio desde la necesidad de educar a los hijos toda la vida: Matrimonium ex intentione naturae ordinatur ad educationem prolis non solum per aliquod tempus, sed per totam vitam prolis. Unde de lege naturae est quod parentes filiis thesaurizent, et filii parentum heredes sint; et ideo, cum proles sit commune bonum viri et uxoris, oportet eorum societatem perpetuo permanere indivisam secundum legis naturae dictamen; et sic inseparabilitas matrimonii est de lege naturae(Santo Tomás, In IV Sent., dist.33, q.2, a.1).

[25] Indiget enim homo ad bene operandum auxilio amicorum, tam in operibus vitae activae, quam in operibus vitae contemplativae (Santo Tomás, Summa Theologiae I-II, q.4, a.8 in c).

[26] Dilectio quam aliquis habet ad seipsum est ratio dilectionis quam quis habet ad uxorem sibi coniunctam (Santo Tomás, Summa Theologiae II-II, q.26, a.11 ad 2).

[27] Natura cuiuslibet actus est, quod seipsum communicet quantum possibile est (Santo Tomás, De Pot. q.2, a.1 in c).

[28] Sed primo agenti, qui est agens tantum, non convenit agere propter acquisitionem alicuius finis; sed intendit solum communicare suam perfectionem, quae est eius bonitas (Santo Tomás, Summa Theologiae I, q.44, a.4 in c).

[29] Francisco Canals, “Ser personal y relación interpersonal”, en AAVV, Actas de las Jornadas dignidad personal, comunidad humana y orden jurídico, Barcelona, Ed. Balmes, 1994, I, p.31.

[30] Cfr. Santo Tomás, In IV Sent. dist.39, q.1, a.2 in c).

[31] Juan Pablo II, Familiaris consortio 11.

[32] Noli foras ire, in teipsum redi; in interiore homine habitat veritas; et si tuam naturam mutabilem inveneris, transcende et teipsum (Agustín de Hipona, De vera religione c.39, 72).